Por Monseñor de Segur (1888)
He indicado ya, e insistiré en lo mismo, que, después de su Padre celestial, a nadie ha amado ni ama tanto Jesús como a su bondadosísima, santísima y dulcísima Madre.
Las gracias inefables de que ha colmado el Hijo de Dios a su bienaventurada Madre, muestran evidentemente que siente por Ella un amor sin medida y sin límites. La ama incomparablemente más que a todos sus Ángeles y Santos, más que a todas las criaturas juntas.
En primer lugar, la bienaventurada Virgen es la única a quien el Hijo de Dios ha escogido desde toda la eternidad para elevarla sobre toda la creación, para establecerla sobre el trono más sublime de la gloria y de la grandeza, y para infundirle la más prodigiosa de todas las dignidades, la dignidad de Madre de Dios.
Si de la eternidad descendemos a “la plenitud de los tiempos” vemos que esta sacratísima Virgen es la única, entre los hijos de Adán, a quien Dios, por un privilegio enteramente especial, ha preservado del pecado original, y la ha hecho toda hermosa, toda pura, toda inmaculada, destinándola para aplastar la cabeza de Satán.
Y no solamente el amor del Hijo de Dios la preservó del pecado original, sino que además, desde el primer momento de su concepción inmaculada, la llenó de una gracia tan eminente, que sobrepuja a la gracia del más encumbrado Serafín, a la gracia de Adán inocente, a la gracia del mayor de todos los Santos. Y a consecuencia de este privilegio único, hizo la Santísima Virgen, ya en el primer momento de su vida, un acto de adoración y de amor más perfecto que el del más encendido Serafín.
En su amor filial, Nuestro Señor le concedió todavía más; le concedió a Ella sola amar y adorar a su Dios perfectamente y sin interrupción durante toda su vida; pudiendo decirse que desde el primero hasta el último momento de ella no hizo más que un acto de amor.
A Ella sola fue dado cumplir en un todo el primer mandamiento divino: “Adorarás y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.
A Ella sola fue dado engendrar de su propia sustancia a Aquél que de toda eternidad es engendrado de la sustancia del Padre. Ella dio una parte de su sustancia virginal y de su purísima sangre para formar el cuerpo adorable del Hijo de Dios: más aún, cooperó, y cooperó libremente, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo a la unión de su sustancia con la persona adorable del Hijo de Dios; cooperando así al cumplimiento del misterio de la Encarnación, es decir, al mayor milagro que Dios ha hecho, y aún que pueda hacer jamás. ¡Qué privilegio, qué gloria para la Santísima Virgen!
Todavía más. La purísima sangre y la carne virginal que la Virgen María dio á Jesús en este inefable misterio de amor permanecerán unidas por toda la eternidad, en virtud de la unión hipostática, a la persona del Verbo encarnado, por cuya razón en la humanidad del Hijo de Dios; esta sangre virginal y preciosa carne de María son adorables, con la misma adoración que es debida a esta humanidad; y son efectivamente y serán para siempre objeto de las adoraciones de todos los Ángeles y Santos. También nosotros, mientras esperamos el cielo, las adoramos aquí en la tierra bajo el velo de la Eucaristía. ¡Oh amor de Jesús a María! ¡quién te poseyera!
Ella sola, esta Madre admirable, proporcionó la sustancia de que fue formado el sagrado Corazón del Niño Jesús, y con su sustancia se alimentó y desarrolló durante nueve meses ese Corazón divino: de Ella hemos recibido el sagrado Corazón.
Ella sola es Madre y Virgen a la vez, Ella sola llevó en sus purísimas entrañas durante nueve meses a Aquél a quien el Padre eterno lleva en su seno desde toda eternidad; Ella sola, la dulce Virgen María, amamantó y dio vida a Aquél que es la Vida eterna y que da la vida a todo ser. La leche es como la flor y la esencia de la sangre de la madre: María nutrió con su leche al NiñoDios y le hizo reposar durante dos o tres años sobre su pecho como en delicioso lecho de descanso. Verdadera Madre del que es verdadero Dios, se ha visto obedecida por el soberano Señor del universo; y esto la honra infinitamente más de lo que podrían honrarla los homenajes de todos los séres que Dios ha creado y puede crear.
Ella sola vivió continuamente con el adorable Salvador durante los treinta y tres años que pasó en la tierra. ¡Cosa admirable! El Hijo de Dios vino al mundo para salvar a todos los hombres, y, sin embargo, para predicarles e instruirles no les dedicó más que tres años y tres meses de su vida, mientras consagró más de treinta años a su santa Madre para santificarla más y más.
¡Qué torrentes de gracias y bendiciones derramaría incesantemente, durante todo aquel tiempo, en el alma de su amadísima Madre, tan bien dispuesta a recibirlas! ¡Con qué ardores y llamas celestiales el divino Corazón de Jesús, foco de amor ardentísimo, abrasaría cada vez más el Corazón Inmaculado de su dulcísima Madre, especialmente cuando estos dos Corazones estaban tan próximos el uno al otro y tan estrechamente unidos, primero al llevarle en su seno virginal, después cuando le alimentaba con su leche y le tenía en sus brazos reclinado en su santo pecho, y por último cuando habitaba con Él en Nazaret, viviendo familiarmente con Él como una madre con su hijo, bebiendo y comiendo con Él, orando con Él y escuchando las palabras que salían de su augusta boca, semejantes a otras tantas brasas encendidas que inflamaban cada vez más su santísimo Corazón con el fuego sagrado del divino amor!
Para hacer más comprensible, si necesario fuese, la inmensidad del amor de Jesús a su purísima Madre, añadiremos que sólo Ella fue transportada en cuerpo y alma al cielo, en donde está sublimada sobre todos los coros de los Ángeles y Santos a la derecha de su Hijo; Ella sola ha sido coronada Reina de los Ángeles y de los hombres, Emperatriz de cielo y tierra; Ella sola tiene todo poder sobre la Iglesia triunfante, militante y purgante; Ella sola tiene más crédito cerca de su Jesús que todos los moradores del cielo juntos, porque en el cielo conserva con su cualidad de Madre de Dios la autoridad que este augusto título le confirió sobre el Corazón de Jesucristo, Ella es en el cielo, como dice admirablemente San Bernardo, “la omnipotencia suplicante, omnipotentia supplex”.
¡Qué prodigios de gracias ha acumulado el Corazón de nuestro Salvador en su Santa Madre! ¿Y quién le ha obligado a esto sino el amor ardentísimo que abrasaba su Corazón filial respecto de su Madre?
Y la ama tanto, porque es su Madre; la ama a Ella sola más que a todas las criaturas juntas porque Ella le tiene más amor que todos los Ángeles y escogidos de cielo y tierra; la ama tan ardientemente, porque ha cooperado con Él en su grande obra de la redención y santificación del mundo.
¡Oh Corazón adorable del Hijo único de María! mi corazón está lleno de gozo viendo cuánto amáis a vuestra dulcísima Madre. ¡Oh Jesús, Hijo de Dios y de María! inflamad mi Corazón en el amor que tenéis a vuestra Madre! Vos nos habéis dicho: “Ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho, hagáis también vosotros”. Por esto me mandáis que ame cuanto pueda a Aquella a quien Vos tanto habéis amado. ¡Oh Madre de amor! sí, os amo con todo mi corazón en unión de vuestro Jesús, que es también mi Jesús.
¡Amémosla todos a esta Santísima Madre; amémosla como Jesús, con Jesús y en Jesús! Y en adelante no tengamos más que un corazón con Jesús y María: un corazón que deteste lo que Ellos detestan, es decir, el pecado bajo todas sus formas: un corazón que ame lo que Ellos aman, particularmente la inocencia, la humildad y la abnegación.
¡Oh Madre de bondad, alcanzadnos esta gracia del Corazón amantísimo de vuestro Hijo!
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