Por David G Bonagura, Jr.
“Excelencia”, junto con su prima “éxito”, es la palabra más usada en educación. Adorna las declaraciones de misión y los discursos de admisión a todos los niveles, tanto en las escuelas católicas como en las laicas, con el fin de convencer a los futuros alumnos de que se matriculen y a los posibles donantes de que hagan donaciones. La escuela primaria católica en la que me eduqué, por nombrar sólo una, tenía una mención en su cartel exterior: “Escuela nacional de excelencia”. El honor lo otorgaba alguna agencia de acreditación que, de alguna manera, ejercía el poder de definir lo que es “excelente”.
Y ahí está el juego: todo el mundo utiliza “excelencia”, pero nadie sabe realmente lo que significa.
El diccionario define la excelencia como “Superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo”. Para Aristóteles, “excelencia” era sinónimo de virtud, arete en griego. Una cosa es “excelente” si cumple su propósito a un alto nivel. Un cuchillo es excelente si corta bien, una calculadora es excelente si calcula bien, una persona es excelente si vive bien.
Una escuela es excelente, pues, si educa bien, pero deberíamos considerar qué es la educación católica para asegurarnos de que sea, en realidad, excelente.
La educación, una palabra cuyo significado está en el ojo del espectador, es el proceso de desarrollo de la mente y el carácter de los jóvenes a través del estudio de la naturaleza y la cultura. La educación católica, como explica la Sagrada Congregación de la Educación, perfecciona la educación con la gracia, pues “Lo que la define en este sentido es su referencia a la concepción cristiana de la realidad”. Se cultivan las mentes y los caracteres de los jóvenes para “formar al cristiano en las virtudes que lo configuran con Cristo, su modelo, y le permiten colaborar finalmente en la edificación del reino de Dios”.
En otras palabras, la educación católica emplea el estudio académico para desarrollar en los jóvenes la capacidad de amar a Dios con todo el corazón, la mente, el alma y las fuerzas, y de amar al prójimo como a sí mismos. Todos los cursos y actividades de las escuelas católicas -desde la aritmética, el arte, la música y el deporte hasta la ciencia, la tecnología, el teatro y la escritura- deben contribuir a alcanzar estos dos fines de la educación católica en sus formas complementarias. Dios es el Creador de todas las cosas; estudiar cualquier aspecto de la Creación y ejercitar las capacidades que Él nos ha dado nos lleva de nuevo a Él.
Cada escuela católica tiene su propio estilo y énfasis, pero cada una tiene que unir sus particularidades a la visión global -católica- de Dios como Creador, de Jesucristo como Redentor y de los seres humanos que, hechos a imagen de Dios, peregrinan hacia el Cielo.
Una escuela católica alcanza la “excelencia” en la medida en que sus aspectos particulares -currículo, deportes, actividades, programación y formación religiosa- contribuyen a llevar a los alumnos a Dios. Y las particularidades no pueden considerarse separadas del conjunto.
Si un currículo académico ayuda a los alumnos a crecer en sabiduría, virtud y fe, es excelente; si es una serie inconexa de cursos que no fomentan el crecimiento tanto de la razón como de la fe, no es excelente, independientemente de cuántos alumnos se matriculen en universidades católicas. Si un programa deportivo enseña a los alumnos a ser deportistas y a tener éxito en la vida, no es excelente.
Si una asignatura deportiva enseña deportividad y ayuda a los atletas a crecer en sus talentos con la conciencia de que sus habilidades son dones de Dios, es excelente. Si sólo se preocupa por ganar sin tener en cuenta el bien mayor, se queda corta, independientemente del número de trofeos que acumule.
Si una asignatura de música hace melodías estupendas, conscientes de que, como expresión de la creatividad humana, su poder apunta a los infinitos poderes creativos de Dios, es excelente. Si exige ensayar todos los domingos por la mañana antes de actuar en el partido de fútbol de esa tarde, contradice todo lo que representa una escuela católica, por mucha admiración que despierte su música.
Dado lo difícil que es alcanzarla, en las escuelas católicas se habla de “excelencia” más a menudo de lo que se hace realidad. Hablar es barato. Las páginas web llamativas son atrapantes. Convertir a alumnos abrumados por estímulos seculares en discípulos de Jesucristo es un gran reto. Y en el mundo de hoy, sólo puede lograrse si todas las partes de la vida escolar reflejan realmente la creencia de que Jesús es el camino, la verdad y la vida - y que nadie llega al Padre si no es a través de Él (Juan 14:6).
Casi todas las escuelas católicas creen que lo hacen. Sin embargo, las pruebas apuntan a lo contrario. No soy muy dado a utilizar puntos de referencia y estándares como medida del éxito de una educación católica (aunque la Asociación Nacional de Educación Católica [en inglés aquí], que tiene demasiada influencia en la educación diocesana y parroquial, ciertamente lo es), pero propondría una única métrica para determinar lo “excelente” en una escuela católica: la que más agudamente hable del objetivo de la formación de discípulos virtuosos de Jesucristo y cuántos alumnos, y sus familias, asisten a Misa cada domingo después de haber completado su educación. Si el número de asistentes no es sustancialmente mayor al graduarse que al matricularse, entonces la escuela no es excelente.
Una escuela católica de excelencia ofrece a sus alumnos el estudio del mundo de Dios y de la Palabra de Dios. Como escribió San John Henry Newman, uno de los más grandes filósofos de la educación de la Iglesia, en su seminal Idea of a University (Idea de una Universidad): “Alcanzamos el cielo usando bien este mundo, aunque ha de pasar; perfeccionamos nuestra naturaleza, no deshaciéndola, sino añadiéndole lo que es más que naturaleza, y dirigiéndola hacia fines más altos que los suyos”.
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