San Severino, Abad
(✝ 507)
San Severino nació en Borgoña (antigua provincia de Francia), siendo educado en la fe católica en un tiempo en que la herejía arriana estaba muy extendida en esa región.
Abandonó el mundo en su juventud y llegó hasta Agaunum (Suiza), un remoto lugar que en aquel entonces sólo constaba de unas pocas celdas diseminadas entre las montañas y donde años después, se construiría el Monasterio Agaunense.
La abadía fue fundada como tal después de la muerte de Severino, en el año 515, por el rey de Borgoña San Segismundo, sobre la tumba de los Santos Mártires tebanos Mauricio y sus compañeros legionarios romanos del siglo III.
En ese lejano lugar, enriquecido con el cuerpo del glorioso San Mauricio, llegó a ser Abad de dicha congregación, de la Orden de San Benito.
En el año 504, reinaba en Francia Clodoveo, el cual estaba afligido de graves fiebres que los más expertos médicos juzgaron sin remedio y así, no era tanto señor del cetro y corona, como víctima de su dolencia incurable.
Llegó a sus oídos el nombre de Severino, y le hizo llegar una humilde súplica para que viniese a verle, y el santo Abad, despidiéndose con lágrimas de sus monjes y diciéndoles que ya no volverían a verse, les bendijo y comenzó su viaje.
Llegando a la diócesis niverniense, visitó al Obispo Eulalio, que estaba sordo, mudo e impedido, sin poder salir (hacía más de un año) no solo de su casa, más ni aún del lecho, y luego que lo vio, tomándole por la mano el santo, le dijo:
- Levántate, sacerdote del Señor, el nombre de Jesucristo, que así te ha castigado para salvarte y te ha afligido para coronarte.
Instantes después, se levantó el Obispo tan bien y sano, que aquel mismo día celebró Misa y dio la bendición al pueblo.
El día siguiente prosiguió el santo su viaje, y a la puerta de París halló un leproso tan mísero y desdichado, que todos huían de él; pero Severino, movido a compasión, le untó con su saliva y le dejó sano y limpio de la lepra.
De allí llegó al palacio del rey y después de haberle saludado, se puso en oración, la cual fue muy breve, y una vez acabada, se quitó la capa que traía, y poniéndosela al rey huyó al instante de la maligna fiebre que le consumía, y levantándose el rey, y dando gracias a Dios se echó a los pies del santo, como a quien debía en solo un instante, vida, salud, reino y gozo.
Finalmente, habiendo el siervo de Dios obrado muchos otros prodigios, curando varias enfermedades de almas y de cuerpos, se retiró en el castillo Nantoniense, y rogó a dos sacerdotes que administraban la ermita al castillo que le recibiesen, y en ella le sepultasen, y sin más enfermedad que una amorosa fiebre que le encendía en deseos de ver a Dios, su Creador, pasó de esta vida temporal a la eterna.
A la misma hora que murió, bajó del cielo una hermosísima luz que rodeó todo el lugar donde su santo cuerpo quedaba, y para que los circunstantes participasen de tanto gozo, fue para todos visible.
Los sacerdotes enterraron honoríficamente el sagrado cadáver en el mismo oratorio, y en él glorificó el Señor a su siervo con innumerables prodigios.
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