San Flaviano, Patriarca de Constantinopla
(✝449)
El ilustre defensor de la Fe Católica San Flaviano servía al Señor en su ministerio sacerdotal, y tenía a su cargo los tesoros de la Iglesia de Constantinopla, cuando por muerte del patriarca Proclo, fue elegido para aquella dignidad, con singular aplauso de los fieles católicos y gran enojo de los herejes.
Uno de sus mayores enemigos era Crisafio, favorito del emperador Teodosio el joven, y árbitro de la débil voluntad del príncipe, a quien indujo a pedir a Flaviano algunos presentes con ocasión de su elevación al patriarcado.
El santo pastor, conforme a la costumbre de su Iglesia, envió al emperador no más que algunos panes bendecidos en señal de paz y comunión con la Iglesia de Cristo. Crisafio se indignó al verlos, y mandó a decir al santo que se debía enviar otra cosa; a cuya demanda respondió Flaviano con gran entereza, que él era enemigo hasta de toda sombra de simonía, y que los bienes de la Iglesia no habían de emplearse en obsequio del emperador, sino para la honra de Dios y alivio de los pobres.
Rugió de coraje el cortesano al recibir esta respuesta del santo pontífice, y decidió acabar con Flaviano.
Más no temió las fieras amenazas el valeroso defensor de la Fe de Cristo, más bien condenó solemnemente en concilio al hereje Eutiques, que era pariente de aquel mayordomo de palacio, y apeló al Papa León contra el conciliábulo de los herejes que se juntaron para deponerle de su Silla.
Entonces, como lobos carniceros y ajenos a toda humanidad y respeto, se arrojaron contra el santo patriarca, le hirieron con sus varas, le golpearon y maltrataron de tal forma que al llegar desterrado a Epiro, murió por los malos tratos que había recibido.
El emperador abrió finalmente los ojos y reconoció su culpa, pero su mayordomo Crisafio, quien fue el autor de toda aquella trama sacrílega, perdió el favor del príncipe y acabó su vida criminal condenado a una vergonzosa muerte.
El Papa San León había escrito una carta a Flaviano para consolarle y animarle a sufrir por amor a Cristo las persecuciones y trabajos que padecía, pero cuando llegó la carta a su destino, ya había pasado de esta vida nuestro Santo, y ya había recibido en el cielo la recompensa de su invencible entereza y de sus grandes méritos.
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