viernes, 25 de abril de 2025

EL SAGRADO CORAZON DE JESUS (29)

Cómo el Sagrado Corazón de Jesús es el modelo al cual debe ajustarse nuestro corazón.

Por Monseñor de Segur (1888)


Es una verdad indudable que el Rey de la gloria, Jesucristo, nos ama tan misericordiosamente, que cada uno de nosotros puede decir con toda seguridad: “El Corazón de mi Jesús es mío; yo poseo el Corazón de mi Salvador”.

Sí, ese vivo tesoro de amor es mío. Mío, porque su Padre eterno me lo ha dado; mío, porque la Santísima Virgen, su Madre, me lo ha dado; mío, porque el Espíritu Santo me lo ha dado y me une íntimamente a Él en el inefable misterio de la gracia; mío, en fin, porque el mismo Salvador me lo ha dado mil y mil veces.

Me lo ha dado, no sólo para que sea mi refugio y mi oráculo, sino también el modelo y la regla de mi vida y de mis acciones. Este modelo santísimo quiero contemplar y estudiar continuamente para imitarle con fidelidad.

Ahora bien, ¿qué encuentro en el Corazón adorable de Jesucristo? Es de suma importancia que lo sepa claramente para que pueda amar lo que Él ama y detestar lo que Él detesta. He aquí lo que acerca de esto me enseñan el Evangelio, la Iglesia y los Santos.

El Corazón de Jesús nunca ha aborrecido ni rechazado sino el mal, es decir, el pecado en todas sus formas. ¿Tuvo el menor odio a sus perseguidores y verdugos? De ningún modo; al contrario, los excusó ante su Padre celestial en el momento mismo de su horrible deicidio: “Padre mío, perdónalos, pues no saben lo que hacen”. Esta es la regla que debo seguir en adelante, oh mi buen Maestro. Como Vos y con Vos no quiero aborrecer sino el pecado; por amor vuestro amaré a los que me aborrecen, les perdonaré con todo mi corazón, y les devolveré siempre bien por mal.

El Corazón de Jesús ha detestado con toda la energía de su divina santidad a los fariseos, a los hipócritas, a los enemigos de la verdad y a los seductores de las almas. Con Él y como Él detestaré a los impíos y a los blasfemos, a los enemigos de la fe, de la Iglesia y de la Santa Sede; amaré sus almas, y rogaré por su conversión; pero mientras permanezcan en su maldad “les odiaré con odio perfecto”; les detestaré y combatiré como Jesucristo les combate y detesta. ¿No es, en efecto, en el Corazón de Jesús tan vivo el santo horror al mal y a los que lo hacen, como el santo amor al bien y a los que lo practican? Obrar de otro modo no sería caridad, sino debilidad, cobarde complacencia.

Siendo el divino Corazón mi modelo, debo, según el precepto de San Pablo, “tener en mi corazón todos los sentimientos que llenan el de Jesús”. Sin esto no tendría su Espíritu, ni sería de Él.

¿Cuáles son estos sentimientos?

Son en primer lugar los sentimientos de inefable amor que Jesús tiene a su Padre y a la santísima voluntad de su Padre. Tiene tanto amor a esta divina voluntad, que nunca, durante su vida, hizo su voluntad propia, aun cuando era impecable, sino única y amorosamente la voluntad de su Padre celestial. “Yo hago siempre - decía- lo que agrada a mi Padre; y mi comida es hacer la voluntad de Aquél que me envió”.

Es, en segundo lugar, el sentimiento de horror y abominación, de que acabamos de hablar, relativamente al pecado, y que le hizo preferir toda suerte de humillaciones y sufrimientos antes que dejarle reinar en el mundo. Combatido a todo trance por Jesucristo y sus fieles, aun cuando el pecado triunfe momentáneamente, está vencido de antemano, se aproxima el día en que será completamente extirpado de la tierra. A ejemplo de Nuestro Señor y con el socorro de su gracia, en adelante lo sufriré todo antes que cometer voluntariamente un solo pecado, ni aun venial.

En tercer lugar, son los sentimientos de amor que tiene a la cruz y a los sufrimientos. Su Sagrado Corazón ha sido, por decirlo así, más crucificado aún, que su carne: el Corazón de Jesús crucificado es lo más profundo de las profundidades de la cruz. Además, Jesús ama tanto los sufrimientos, que el Espíritu Santo, hablando del día de su Pasión, le llama “el día de la alegría del Corazón de Jesús”. No ama los sufrimientos y las humillaciones en sí mismas, pues son un mal; sino que las ama, las busca y las soporta con alegría a causa de los efectos divinos que producen. Así quiero, Jesús mío, amar la cruz por vuestro amor.

Son además los sentimientos de amor que tiene a su amadísima Madre, a la cual ama, como tengo dicho, más que a todos sus Ángeles y Santos juntos.

Son también los sentimientos de caridad, de bondad y de compasión que tiene para con nosotros, y de una manera muy especial para con los pequeños y humildes, los niños, los desgraciados, los pobres y los afligidos.

Por último, lo que la fe me descubre en el Corazón adorable de Jesús, es un profundo sentimiento de desprecio y odio, a la corrupción, a las vanidades y locuras del mundo. Es tanto lo que detesta al mundo, es decir a los hombres que se unen a Satanás contra Dios, que le maldice formalmente: “Ay del mundo a causa de los escándalos!” Declara que el mundo es para Él, como un excomulgado “No ruego por el mundo”. Dice a sus discípulos que no son del mundo, así como Él tampoco es del mundo. Y esto es muy natural. ¿Qué es, en efecto, el mundo sino un compuesto satánico de orgullo y de vanidad, de concupiscencia y de curiosidad, de impureza y de sensualismo?

Tales son los sentimientos de que está lleno el Corazón de Jesús; sentimientos que Él quiere y yo debo querer también que llenen mi corazón. ¡Dios mío, Dios mío! concededme la gracia de comprender bien estas reglas de verdad y de santidad en que se resume vuestra ley; haced que las medite sin cesar y que las practique siempre. ¡Oh Salvador mío! vuestro Corazón es mi regla por excelencia; y cuanto más me conforme a ella, más reposarán en mí la paz y misericordia de Dios.

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