sábado, 26 de abril de 2025

CUÁN DESOLADOR ES EL PROTESTANTISMO (56)

Con unas lágrimas impotentes y estériles, en el momento en que cae sobre el difunto el último puñado de tierra, todo está concluido entre él y los que le sobreviven, según el sistema protestante.

Por Monseñor De Segur (1862)


El corazón humano y la Iglesia Católica, son obras de un mismo autor, que es Dios. Dios ha creado la Iglesia Católica, adaptándola maravillosamente a todas las necesidades del corazón humano. 

Su autoridad doctrinal corresponde a nuestra necesidad de creer, porque sin autoridad no hay fe. Las ceremonias de su culto corresponden a nuestra naturaleza, la cual se compone de alma y cuerpo; y tiene, por lo mismo, necesidad de asociar las cosas materiales al acto todo espiritual de sus adoraciones. La confesión corresponde a esa necesidad de penitencia y de perdón, que está en el fondo de nuestra alma pecadora. La invocación de los Santos y las oraciones por los difuntos, corresponden al sentimiento de la unión eterna de las almas en Dios, y de la solidaridad de los hombres entre sí; y de este modo, sucesivamente, pudiéramos ir discurriendo por todos los dogmas, por todos los preceptos y por todas las prácticas de la Iglesia. 

En el protestantismo, al contrario, todo es frío, triste y desnudo, como las paredes de sus templos, donde se siente que Dios no está. ¡Ay del alma extraviada o viciada, que semejante al hijo pródigo, deja la casa paterna para trasladarse a las regiones desiertas y remotas del error! Apartada de la vivificante atmósfera, donde Dios por pura misericordia la había hecho nacer, no respira más que un aire helado, ni encuentra otra cosa que el vacío y la desolación. 

Para el que se ha hecho protestante, no más freno en el momento de la pasión, pero tampoco más consuelo al tiempo del remordimiento; no más guía en el momento de la duda, no más auxilio en el momento de la tentación y de la prueba, no más perdón seguro después de la falta, no más confesión que tranquilice y que perdone en nombre de Dios. Para ese pobre apóstata, no más bellas ceremonias de la Iglesia, no más imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, no más cuadros de la Santísima Virgen y de los Santos. Sus doctores le dirán que eso es idolatría. No más Crucifijo ni señal de la Cruz, pues también calificarán esto de idolatría. No más preces, ni respeto, ni amor a la Madre de Dios; porque igualmente lo tacharán de idolatría. No más confianza en la intercesión de los Santos, ni más patronos y protectores en el cielo, porque así mismo clamarán que es idolatría. Y cuando llega la hora de la muerte, cuando el infeliz está solo, cerca de comparecer en el tribunal de Dios, cargado con todas las culpas de su vida, no más sacerdote que le administre los últimos Sacramentos de la Iglesia y que le diga con certidumbre: “Pobre pecador, puedes morir en paz, porque Jesús me ha dado el poder de perdonarte; y, en su divino nombre, yo te perdono”

Pero aun no hemos acabado. Después de la muerte del apóstata, su cuerpo no será llevado a la Iglesia, sino que derechamente le conducirán a un cementerio, que no está bendito; pues para los protestantes, toda bendición de esta clase, es una especie de idolatría. En fin, si sus hijos se han hecho protestantes, como él, les será prohibido orar por su padre; pues el protestantismo no admite ni purgatorio, ni preces por los finados. No, ni una sola oración por los muertos hay en ese culto desolador, ni siquiera una visita piadosa a su última morada. Con unas lágrimas impotentes y estériles, en el momento en que cae sobre el difunto el último puñado de tierra, todo está concluido entre él y los que le sobreviven, según el sistema protestante.

Por lo que a mí toca, confieso que esta sola consideración bastaría para demostrarme la falsedad absoluta del protestantismo. La necesidad de orar por las personas, a quienes uno ha amado y perdido, es una necesidad tan profunda, tan imperiosa y tan natural al corazón del hombre, que una religión que niega esa necesidad y prohíbe satisfacerla, ya está juzgada de antemano. De manera que no hacía más que expresar el sentimiento universal, aquella pobre niña de diez años, que habiendo perdido a su madre; me decía a mí mismo con admirable energía: Cuando yo sea grande y dueña de mis acciones, me haré católica; porque quiero pertenecer a una religión, que me permita amar a la Santa Virgen y orar por mi madre.


Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.



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