Este último fue designado para liderar la Séptima Cruzada contra los sarracenos infieles. Aunque solo había 140 obispos en Lyon, contaba con el apoyo de los patriarcas de Antioquía, Constantinopla, Venecia y el emperador de Oriente.
El Concilio reforzó la excomunión que el Papa Gregorio IX había impuesto a Federico II, el emperador negligente que había traicionado la confianza depositada en él. Fue depuesto.
También se prestó gran atención a las hordas mongolas que invadían Europa y a la pérdida de Jerusalén ante los infieles, así como a los problemas con el clero laxo.
La transmisión del texto de las constituciones es compleja y aún parcialmente oscura. Solo en tiempos recientes se ha comprendido que la redacción auténtica y definitiva de las constituciones, y su promulgación, tuvo lugar después del Concilio. Nuestra edición de las Constituciones intenta dar todos los documentos que verdaderamente pertenecen al Concilio.
INTRODUCCIÓN
La disputa, característica de la Edad Media, entre el papado y el imperio se hizo muy seria bajo el Papa Inocencio IV y el emperador Federico II. Ya en 1240, el Papa Gregorio IX intentó definir las cuestiones entre ambos poderes convocando un Concilio general, pero Federico II, por las armas, impidió que se reuniera. Cuando Inocencio IV accedió al papado en 1243, se dedicó con ahínco a renovar esta política. En 1244 logró llegar a Lyon, ciudad que se encontraba fuera de la autoridad directa del emperador, y allí convocó un Concilio. Existen algunas cartas de convocatoria, fechadas el 3 de enero de 1245 y días posteriores, en las que se declara el propósito del Concilio: “Que la Iglesia, mediante el consejo benéfico de los fieles y su fructífera ayuda, alcance la dignidad que le corresponde; que se brinde asistencia rápidamente a la lamentable crisis en Tierra Santa y a los sufrimientos del imperio oriental; que se encuentre un remedio contra los tártaros y otros enemigos de la fe y perseguidores del pueblo cristiano; además, para el conflicto entre la Iglesia y el emperador; por estas razones, creemos que los reyes de la tierra, los prelados de la Iglesia y otros príncipes del mundo deben ser convocados”. Los principales propósitos para los que se convocó el Concilio —y desde un principio se le llamó “general”— parecen haber sido políticos.
Cuando se inauguró el concilio el 26 de junio de 1245, en una reunión probablemente solo preparatoria, estuvieron presentes tres patriarcas y unos 150 obispos, además de otras personas religiosas y seculares, entre las que se encontraba el emperador latino de Constantinopla. El emperador Federico II envió una legación encabezada por Tadeo de Suessa. Muchos Obispos y Prelados no pudieron asistir al Concilio debido a las invasiones de los tártaros en el este o los ataques de los sarracenos en Tierra Santa, o porque Federico II los había intimidado (especialmente a los sicilianos y alemanes). Así, los cuatro partidos principales del Concilio fueron los franceses y probablemente los españoles, ingleses e italianos. En las tres sesiones que se celebraron durante el Concilio (26 de junio, 5 y 17 de julio), los Padres, no sin vacilaciones y disputas, tuvieron que tratar especialmente sobre Federico II. Parece haber existido un amargo conflicto entre Inocencio IV, por un lado, y Tadeo de Suessa, por el otro. Las fuentes, especialmente la Brevis nota y Matthew Paris, nos revelan claramente la naturaleza de la discusión y la firme actitud del Papa, quien indujo al Concilio a deponer al emperador en la sesión del 17 de julio de 1245, un asunto que a los propios Padres les pareció inaudito. El Concilio sobre esta cuestión nos muestra claramente la posición crítica alcanzada por la teoría y la práctica medievales de gobernar un estado cristiano, que se basaban en un doble orden de autoridad.
En la misma sesión del 17 de julio, el Concilio también aprobó algunas Constituciones estrictamente legales y otras sobre la usura, los tártaros y el Oriente latino. Sin embargo, a diferencia de los Concilios anteriores de la Edad Media, el Concilio no aprobó cánones relativos a la reforma de la Iglesia ni a la condena de la herejía. El entusiasmo por el movimiento de reforma gregoriana parece haber disminuido por completo. Sin embargo, el Concilio se dedicó a promover y confirmar la legislación canónica general para la vida religiosa.
Creemos que la bula de deposición del emperador Federico II debe considerarse un estatuto del Concilio, y la colocamos por delante de las constituciones. La transmisión del texto de la bula es compleja, y las ediciones son muy defectuosas. Hay tres copias de la bula: Archivos Vaticanos, AA. Arm. I-XVIII, 171 (= V); París, Archives Nationales, L 245 no. 84 (= P); Lyon, Archives du Rhone, Fonds du cap. primat., Arm. Cham. vol. XXVII no. 2 (= L). De estas, solo la V ha sido publicada. Otras transcripciones de la bula se encuentran en el registro de Inocencio IV, en algunas crónicas (Mateo de París, Anales de Plasencia, Anales de Melrose), en colecciones de decretales y en algunas publicaciones más recientes (Bzovius).
Los encabezados se añaden mediante el editor de hipertexto. Las notas finales se incluyen entre paréntesis {}. Se deben tener en cuenta las variantes de lectura y numeración.
Bula de deposición del emperador Federico II
Inocencio {1}, Obispo, siervo de los siervos de Dios, delante del Santo Concilio, para memoria eterna.
Elevados, aunque indignos, a la más alta dignidad apostólica por voluntad de la divina majestad, debemos ejercer un cuidado vigilante, diligente y sabio hacia todos los cristianos, examinando con atención los méritos de cada uno y sopesándolos en la balanza de una prudente deliberación, para elevar con los favores adecuados a quienes un examen riguroso y justo demuestre su mérito, y castigar a los culpables con las debidas penas, sopesando siempre el mérito y la recompensa en una balanza justa, retribuyendo a cada uno con la pena o el favor según la naturaleza de su obra. De hecho, dado que el terrible conflicto bélico ha afligido a algunos países del mundo cristiano durante mucho tiempo, y como deseábamos de todo corazón la paz y la tranquilidad de la Santa Iglesia de Dios y de todo el pueblo cristiano en general, consideramos que debíamos enviar embajadores especiales, hombres de gran autoridad, {2} al príncipe secular, causante especial de esta discordia y sufrimiento. Él era el hombre a quien nuestro predecesor, de feliz memoria, el Papa Gregorio {3}, había anatematizado por sus excesos. Los embajadores que enviamos, hombres deseosos de su salvación, fueron nuestros venerables hermanos Pedro de Albano {4}, entonces Obispo de Ruán; Guillermo de Sabina {5}, entonces Obispo de Módena; y nuestro amado hijo Guillermo {6}, Cardenal Presbítero de la Basílica de los Doce Apóstoles y entonces Abad de San Facundo. Por medio de ellos le propusimos, ya que nosotros y nuestros hermanos deseábamos la paz con él y con todo el mundo, en la medida de nuestras posibilidades, que estábamos dispuestos a concederle paz y tranquilidad a él y también al resto del mundo.
Dado que la restitución de los prelados, clérigos y demás personas que mantuvo en cautiverio, así como de todos los clérigos y laicos que había hecho prisioneros en las galeras {7}, podría ser especialmente propicia para la paz, le solicitamos y suplicamos, a través de nuestros embajadores, que liberara a estos prisioneros. Tanto él como sus enviados habían prometido esto antes de que fuéramos llamados al oficio apostólico. Además, le informamos que nuestros embajadores estaban dispuestos, en nuestro nombre, a escuchar y tratar la paz, e incluso la satisfacción, si el emperador estaba dispuesto a concederla respecto a todas aquellas cosas por las que había incurrido en excomunión; y, además, a ofrecerle que si la Iglesia lo había perjudicado en algo contrario a la justicia —aunque no lo creyera— estaba dispuesta a resarcirlo y restaurar su situación. Si decía que en nada había perjudicado injustamente a la iglesia, o que le habíamos perjudicado contrariamente a la justicia, estábamos dispuestos a convocar a los reyes, prelados y príncipes, tanto eclesiásticos como laicos, a algún lugar seguro donde por sí mismos o por representantes oficiales pudieran reunirse, y que la Iglesia estaba dispuesta por consejo del Concilio a satisfacerle si en algo le había perjudicado, y a revocar la sentencia de excomunión si había sido dictada injustamente contra él, y con toda clemencia y misericordia, en la medida en que pudiera hacerse sin ofender a Dios y a su propio honor, a recibir satisfacción de él por los daños y perjuicios causados a la propia Iglesia y a sus miembros a través de él.
La Iglesia también deseaba asegurar la paz a sus amigos y partidarios, así como el disfrute de plena seguridad, para que por ello nunca corrieran peligro. Pero aunque en nuestras relaciones con él, en aras de la paz, siempre nos hemos esforzado por confiar en las advertencias paternales y las amables súplicas, él, imitando la dureza de Faraón y tapándose los oídos como un áspid, con orgullosa obstinación y obstinado orgullo, ha despreciado tales oraciones y advertencias. Además, el Jueves Santo anterior al que acaba de ocurrir, en nuestra presencia y en la de nuestros hermanos Cardenales, y en presencia de nuestro querido hijo en Cristo, el ilustre emperador de Constantinopla {8}, y de una considerable asamblea de prelados, ante el Senado y el pueblo de Roma y un gran número de otros, que ese día, debido a su solemnidad, habían acudido a la Sede Apostólica desde diferentes partes del mundo, garantizó bajo juramento, por medio del noble conde Raimundo de Tolosa y los maestros Pedro de Vinea y Tadeo de Suessa, jueces de su corte, sus enviados y procuradores, quienes tenían una comisión general en este asunto, que cumpliría nuestros mandatos y los de la Iglesia. Sin embargo, posteriormente no cumplió lo que había jurado. De hecho, es bastante probable que prestara juramento, como se desprende claramente de sus acciones posteriores, con la intención expresa de burlarse de nosotros y de la Iglesia, en lugar de obedecernos, ya que después de más de un año no pudo reconciliarse con ella ni se molestó en compensar las pérdidas y perjuicios que le había causado, a pesar de que se le pidió. Por esta razón, como no podemos soportar más su maldad sin ofender a Cristo, nos vemos obligados, impulsados por nuestra conciencia, a castigarlo con justicia.
Sin mencionar sus otros crímenes, ha cometido cuatro de la mayor gravedad, que no pueden ocultarse con evasivas. Pues, a menudo ha faltado a su juramento; rompió deliberadamente la paz previamente establecida entre la Iglesia y el Imperio; cometió un sacrilegio al provocar el arresto de Cardenales de la Santa Iglesia Romana y de Prelados y Clérigos de otras iglesias, tanto religiosas como seculares, que acudían al Concilio que nuestro predecesor había decidido convocar; también es sospechoso de herejía, por pruebas que no son ligeras ni dudosas, sino claras e ineludibles.
Es evidente que ha sido culpable de perjurio con frecuencia. Pues, en una ocasión, durante su estancia en Sicilia, antes de ser elegido emperador, en presencia de Gregorio, de feliz memoria, Cardenal Diácono de San Teodoro {9} y Legado de la Sede Apostólica, prestó juramento de lealtad a nuestro predecesor, el Papa Inocencio {10}, de feliz memoria, a sus sucesores y a la Iglesia romana, a cambio de la concesión del reino de Sicilia que le había hecho esta misma Iglesia. Asimismo, como se dice, tras ser elegido emperador y llegar a Roma, en presencia de Inocencio y sus hermanos Cardenales, y ante muchos otros, renovó dicho juramento, haciendo su promesa de homenaje en manos del Papa. Luego, estando en Alemania, juró ante el mismo Inocencio, y a su muerte ante nuestro predecesor, el Papa Honorio {11}, de feliz memoria, y ante sus sucesores y la propia Iglesia romana, en presencia de los príncipes y nobles del imperio, preservar, en la medida de lo posible, los honores, derechos y posesiones de la Iglesia romana, protegerlos lealmente y velar por la restitución de todo lo que cayera en sus manos, nombrando expresamente dichas posesiones en el juramento. Posteriormente, lo confirmó al obtener la corona imperial. Pero ha roto deliberadamente estos tres juramentos, no sin la marca de traición y la acusación de traición. Pues, contra nuestro predecesor Gregorio y sus hermanos Cardenales, se ha atrevido a enviar cartas amenazadoras a estos Cardenales, y a calumniar a Gregorio de diversas maneras ante sus hermanos Cardenales, como se desprende de las cartas que les envió entonces, y casi en todo el mundo, según se dice, ha tenido la presunción de difamarlo.
También ordenó personalmente el arresto de nuestro venerable hermano Otto {12}, Obispo de Porto, entonces Cardenal Diácono de San Nicolás en Carcere Tulliano, y de Santiago, de feliz memoria, Obispo de Palestrina {13}, legados de la Sede Apostólica, miembros nobles e importantes de la Iglesia Romana. Los despojó de todos sus bienes y, tras ser conducidos vergonzosamente por diferentes lugares en más de una ocasión, los encarceló. Además, este privilegio que nuestro Señor Jesucristo entregó a Pedro y, en él, a sus sucesores, a saber, que todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo, en el cual sin duda reside la autoridad y el poder de la Iglesia Romana, hizo todo lo posible por disminuirlo o quitárselo a la propia Iglesia, escribiendo que no temía las condenas del Papa Gregorio. Pues, no solo por despreciar las llaves de la Iglesia, no cumplió la sentencia de excomunión pronunciada en su contra, sino que, mediante él mismo y sus funcionarios, impidió que otros cumplieran esa y otras sentencias de excomunión e interdicto, que desestimó por completo. Además, sin temor alguno, se apoderó de territorios de la mencionada Iglesia romana, a saber, las Marcas, el Ducado, Benevento, cuyas murallas y torres mandó demoler, y otros, con pocas excepciones, en partes de Toscana y Lombardía, y algunos otros lugares que controla, y que aún conserva. Y, por si fuera poco, con tal presunción, vulnerando claramente dichos juramentos, ya sea por sí mismo o a través de sus funcionarios, obligó a los habitantes de estos territorios a romper su juramento, absolviéndolos de hecho, ya que no puede hacerlo legalmente, de los juramentos de lealtad que los vinculaban a la Iglesia romana, y obligándolos, no obstante, a renunciar a dicha lealtad y a prestarle juramento de lealtad a él.
Es absolutamente evidente que él es el violador de la paz. Pues, previamente, cuando se había restablecido la paz entre él y la Iglesia, prestó juramento ante el venerable Juan de Abbeville {14}, Obispo de Sabina, y el Maestro Tomás {15}, Cardenal Presbítero de Santa Sabina, en presencia de numerosos prelados, príncipes y barones, de que observaría y obedecería con exactitud y sin reservas todos los mandatos de la Iglesia con respecto a aquellos asuntos por los que había incurrido en excomunión, tras haberle expuesto las razones de dicha excomunión. Luego, al condonar toda sanción y pena a los caballeros teutónicos, a los habitantes del reino de Sicilia y a cualesquiera otros que hubieran apoyado a la Iglesia en su contra, garantizó en su alma, a través de Tomás, conde de Acerra, que nunca los agraviaría ni haría que los agraviaran por haber apoyado a la Iglesia. Pero no mantuvo la paz y violó estos juramentos sin la menor vergüenza de ser culpable de perjurio. Pues después hizo que algunos de estos mismos hombres, tanto nobles como otros, fueran capturados; y tras despojarlos de todos sus bienes, hizo encarcelar a sus esposas e hijos; y contrariamente a la promesa que había hecho al Obispo Juan de Sabina y al Cardenal Tomás, invadió las tierras de la Iglesia sin vacilar, a pesar de que promulgaron en su presencia que de ahí en adelante incurriría en sentencia de excomunión si rompía su promesa. Y cuando estos dos eclesiásticos, por su autoridad apostólica, ordenaron que ni por sí mismo ni por medio de otros debería impedir que las postulaciones, elecciones o confirmaciones de iglesias y monasterios en el reino de Sicilia se celebraran libremente en el futuro según los estatutos del Concilio general; que de ahí en adelante nadie en el mismo reino debería imponer impuestos o recaudaciones a las personas eclesiásticas ni a sus propiedades; que en el mismo reino ningún clérigo o eclesiástico debería en el futuro ser llevado ante un juez lego en un caso civil o criminal, excepto por una demanda en derecho civil sobre derechos feudales; y que debía compensar adecuadamente a los Templarios, Hospitalarios y otras personas eclesiásticas por las pérdidas y los daños que les habían infligido; sin embargo, se negó a obedecer estas órdenes.
Es evidente que en el reino de Sicilia once o más sedes arzobispales y muchas sedes episcopales, abadías y otras iglesias se encuentran actualmente vacantes, y por su intermedio, como es patente, estas han sido privadas de prelados durante mucho tiempo, para su propia y grave pérdida y la ruina de las almas. Y aunque quizás en algunas iglesias del reino se hayan celebrado elecciones por cabildos, dado que, sin embargo, han elegido a clérigos dependientes de Federico, se puede concluir con toda probabilidad que no tuvieron libre albedrío. No solo ha hecho que las posesiones y bienes de las iglesias del reino sean confiscados a su antojo, sino también que se hayan llevado las cruces, incensarios, cálices y otros tesoros sagrados, así como los paños de seda, como quien menosprecia el culto divino. Y aunque se dice que han sido restituidos en parte a las iglesias, sin embargo, primero se les exigió un precio. En efecto, los clérigos sufren de diversas maneras debido a las colectas e impuestos, y no solo son llevados ante un tribunal laico, sino que, según se afirma, se les obliga a batirse en duelo y son encarcelados, asesinados y torturados, para molestia e insulto del orden clerical. No se ha compensado a los mencionados Templarios, Hospitalarios y eclesiásticos por las pérdidas y los perjuicios que se les han causado.
También es cierto que es culpable de sacrilegio. Pues cuando los obispos de Oporto y Palestrina, y muchos prelados de iglesias y clérigos, tanto religiosos como seculares, convocados a la Sede Apostólica para celebrar el Concilio que el propio Federico había solicitado previamente, llegaban por mar, dado que las rutas habían sido completamente bloqueadas por orden suya, envió a su hijo Enzo con un gran número de galeras y, mediante muchas otras debidamente colocadas con mucha antelación, les tendió una emboscada en la costa de Toscana. Para vomitar de forma más letal el veneno que llevaba tiempo acumulando, en un acto de sacrílega osadía, los hizo capturar; durante la captura, algunos prelados y otros se ahogaron, varios fueron asesinados, algunos fueron puestos en fuga y perseguidos, y los demás fueron despojados de todas sus posesiones, conducidos ignominiosamente de un lugar a otro al reino de Sicilia, donde fueron duramente encarcelados. Algunos de ellos, vencidos por la inmundicia y acosados por el hambre, perecieron miserablemente.
Además, se le ha considerado merecidamente sospechoso de herejía. Pues, tras haber incurrido en la sentencia de excomunión pronunciada contra él por el ya mencionado Juan, Obispo de Sabina, y el Cardenal Tomás, después de que el mencionado Papa Gregorio lo hubiera anatematizado, y tras la captura de Cardenales de la Iglesia romana, prelados, clérigos y otros que acudieron en diferentes momentos a la Sede Apostólica; ha despreciado y sigue despreciando las llaves de la Iglesia, haciendo que se celebren o, mejor dicho, en la medida de sus posibilidades, se profanen los ritos sagrados, y ha afirmado constantemente, como se dijo anteriormente, que no teme las condenas del ya mencionado Papa Gregorio. Además, mantiene una odiosa amistad con los sarracenos; en varias ocasiones les ha enviado emisarios y regalos, y recibe a cambio lo mismo de ellos con expresiones de honor y bienvenida; abraza sus ritos; los mantiene abiertamente con él en sus servicios diarios; y, siguiendo sus costumbres, no se avergüenza de nombrar como guardias, para sus esposas, descendientes de la realeza, eunucos a quienes, según se dice, mandó castrar. Y lo que es más repugnante, cuando se encontraba en territorio de ultramar, tras haber llegado a un acuerdo, o mejor dicho, a un pérfido entendimiento con el sultán, permitió que el nombre de Mahoma se proclamara públicamente día y noche en el templo del Señor. Recientemente, después de que el sultán de Babilonia y sus seguidores causaran graves pérdidas y daños incalculables a la Tierra Santa y a sus habitantes cristianos, hizo que los enviados del sultán fueran recibidos con honores y agasajados con esplendor por todo el reino de Sicilia, rindiendo, según se dice, todos los honores al sultán. Usando el servicio mortal y odioso de otros incrédulos contra los fieles, y asegurándose un vínculo de amistad y matrimonio con aquellos que, burlándose perversamente de la Sede Apostólica, se han separado de la unidad de la Iglesia, provocó por medio de asesinos la muerte del famoso duque Luis de Baviera {16}, quien era especialmente devoto de la Iglesia romana, con desprecio de la religión cristiana, y dio a su hija en matrimonio a Vatatzes {17}, ese enemigo de Dios y de la Iglesia que, junto con sus consejeros y partidarios, fue solemnemente separado por excomunión de la comunión de los fieles.
Rechazando las costumbres y acciones de los príncipes cristianos y despreocupado por su salvación y su reputación, no presta atención a las obras de piedad. De hecho, por no hablar de sus perversos actos de destrucción, aunque ha aprendido a oprimir, no se preocupa por socorrer misericordiosamente a los oprimidos, y en lugar de tender la mano en caridad, como corresponde a un príncipe, se dedica a la destrucción de iglesias y aplasta a religiosos y otros eclesiásticos con constante aflicción. Tampoco se le ve haber construido iglesias, monasterios, hospitales u otros lugares piadosos. ¿Acaso estas no son pruebas leves sino convincentes para sospecharlo de herejía? La ley civil declara que quienes, incluso con la mínima evidencia, se hayan desviado del juicio y la senda de la Religión Católica, deben ser considerados herejes y estar sujetos a las sentencias dictadas contra ellos. Además de esto, el reino de Sicilia, patrimonio especial del beato Pedro y que Federico poseía como feudo de la Sede Apostólica, ha sido reducido a tal estado de absoluta desolación y servidumbre, tanto para el clero como para los laicos, que estos prácticamente no tienen nada. Y como casi todas las personas honestas han sido expulsadas, ha obligado a los que quedan a vivir en una condición casi servil y a cometer múltiples injusticias y atacar a la Iglesia romana, de la que, en primer lugar, son súbditos y vasallos. También se le podría culpar con razón por haber dejado de pagar durante más de nueve años la pensión anual de mil monedas de oro que está obligado a pagar a la Iglesia romana por este reino.
Por lo tanto, tras un cuidadoso debate con nuestros hermanos Cardenales y el Sagrado Concilio sobre sus perversas transgresiones ya mencionadas y muchas más, puesto que, aunque indignos, ocupamos en la tierra el lugar de Jesucristo, y a nosotros, en la persona del bendito Apóstol Pedro, se nos ha dicho: “Lo que atéis en la tierra, etc.”, denunciamos al susodicho príncipe, quien se ha hecho tan indigno del imperio, los reinos y todo honor y dignidad, y quien, además, a causa de sus crímenes, ha sido expulsado por Dios del reino y del imperio; lo señalamos como atado por sus pecados, un paria, privado por nuestro Señor de todo honor y dignidad; y lo privamos de ellos mediante nuestra sentencia. Absolvemos de su juramento para siempre a todos los que están vinculados a él por un juramento de lealtad, prohibiendo firmemente, por nuestra autoridad apostólica, que en el futuro cualquiera le obedezca o le preste atención como emperador o rey, y decretando que quien de ahora en adelante le ofrezca consejo, ayuda o favor como a un emperador o rey, incurre automáticamente en excomunión. Que quienes tengan la tarea de elegir un emperador en el mismo imperio elijan libremente a su sucesor. En cuanto al mencionado reino de Sicilia, nos encargaremos de tomar las medidas que consideremos oportunas, con el asesoramiento de nuestros hermanos Cardenales.
Dado en Lyon el día 17 de julio del tercer año de nuestro pontificado.
CONSTITUCIONES I
1. Sobre los rescriptos
Dado que en muchos artículos de la ley la falta de definición de su alcance es censurable, tras una prudente reflexión, decretamos que, según la cláusula general “algunos otros”, que aparece con frecuencia en las cartas papales, no se debe llevar a juicio a más de tres o cuatro personas. El peticionario debe indicar los nombres en su primera citación, para evitar que, por casualidad, se dé lugar a fraude si los nombres pueden alterarse libremente {18}.
CONSTITUCIONES II
2. {19} Aquellos a quienes se deben confiar los casos
Por el presente decreto {20}, ordenamos que la Sede Apostólica o sus legados no encomienden casos a personas que no posean una dignidad o pertenezcan a catedrales u otras colegiatas de prestigio; y que dichos casos se tramiten únicamente en ciudades o lugares grandes y conocidos donde se encuentren muchos hombres versados en derecho. Los jueces que, en contravención de este estatuto, citen a una o ambas partes a otros lugares podrán ser desobedecidos sin penalización, a menos que la citación se realice con el consentimiento de ambas partes.
3. {21} Reducción de gastos legales
Como deseamos, en la medida de lo posible, reducir los gastos de los litigios acortando el proceso legal y extendiendo el decreto de Inocencio III, de feliz memoria, sobre este asunto, decretamos que si alguien desea presentar varias demandas personales contra otra persona, debe procurar obtener cartas sobre todas ellas ante los mismos jueces y no ante diferentes jueces. Si alguien actúa en contra de esto, sus cartas y los procesos iniciados por ellas carecerán de validez; además, si con ellas ha causado inconvenientes al demandado, será condenado al pago de las costas judiciales. Asimismo, si el demandado, durante el mismo juicio, declara tener una acusación contra el demandante, deberá, mediante el beneficio de reconvención o de convención, si prefiere obtener cartas en su contra, que su caso sea juzgado ante los mismos jueces, a menos que pueda rechazarlas por ser sospechosas. Si actúa en contra de esto, sufrirá la misma pena.
4. {22} Sobre la impugnación de elecciones, etc.
Decretamos que si alguien impugna una elección, postulación o disposición ya realizada, presentando alguna objeción a la forma o a la persona, y llegase a apelar ante nosotros en este asunto, tanto el objetor como el demandado, y en general todos los interesados y a quienes afecta el caso, ya sea por sí mismos o por sus procuradores instruidos para el caso, deben dirigirse a la Sede Apostólica dentro de un mes desde la presentación de la objeción. Pero si una de las partes {23} no comparece después de veinte días, y la otra parte ha llegado y está esperando, el caso sobre la elección puede proceder conforme a la ley, a pesar de la ausencia de cualquiera. Deseamos y ordenamos que esto se observe en las dignidades, casas parroquiales y canonjías. {24} También añadimos que quien no pruebe plenamente la objeción que ha presentado respecto a la forma, será condenado a pagar los gastos que la otra parte alegue haber incurrido por este concepto. Pero quien no pruebe su objeción contra la persona, debe saber que queda suspendido de los beneficios eclesiásticos por tres años, y si durante ese tiempo continúa actuando con una conducta temeraria similar, que por la misma ley queda privado de estos beneficios para siempre, y no debe tener esperanza ni confianza de misericordia en este asunto, a menos que se establezca con la prueba más clara que una causa probable y suficiente lo excusa de una acusación maliciosa.
5. {25} Sólo son válidos los votos incondicionales
En {26} las elecciones, postulaciones y escrutinios, de los cuales nace el derecho de elección, desaprobamos completamente los votos condicionales, alternativos e indefinidos, y decretamos que dichos votos se tengan por nulos, y que la elección se determine por votos incondicionales; pues el poder de decisión de los que no expresan una opinión clara se transfiere a los demás {27}.
6. {28} Jurisdicción de los curadores
Decretamos que los curadores que designamos con frecuencia pueden defender de daños y violencias manifiestas a quienes confiamos a su protección, pero que su poder no se extiende a otros asuntos que requieren una investigación judicial.
7. {29} Legados y beneficios
Nuestro cargo nos exige buscar soluciones para nuestros súbditos, pues mientras aliviamos sus cargas y eliminamos sus obstáculos, también descansamos en su tranquilidad y disfrutamos de su paz. Por lo tanto, decretamos por el presente decreto que los legados de la Iglesia Romana, por mucho que ostenten la plena facultad de legados, ya sean enviados por nosotros o reclamen la dignidad de dicho cargo en nombre de sus propias iglesias, no tienen facultad, derivada del cargo de legado, para conferir beneficios, a menos que hayamos juzgado que esto debe concederse específicamente a alguien en particular. Sin embargo, no deseamos que esta restricción se aplique a nuestros hermanos Cardenales mientras actúen como legados, pues así como ellos se regocijan en una prerrogativa de honor, también deseamos que ejerzan una autoridad más amplia.
8. {30} Los jueces delegados
La ley parece ser clara en que un juez delegado, a no ser que haya recibido una concesión especial para el objeto de la Sede Apostólica, no puede ordenar a ninguna de las partes que comparezca personalmente ante él, a menos que se trate de un caso criminal o, para obtener una declaración de la verdad o un juramento acerca de la calumnia, la necesidad de la ley exige que las partes comparezcan ante él.
9. {31} Sobre las excepciones perentorias
La objeción de excepción perentoria o de cualquier defensa mayor concerniente al juicio de una causa, sostenida antes de la contestación de la demanda, no impedirá ni suspenderá la contestación, a menos que el objetante haga la excepción sobre materia ya juzgada o concluida o llevada a solución, aun cuando el objetante diga que el rescripto no se hubiera concedido si el otorgante hubiera tenido conocimiento de las cosas que son adversas al actor.
10. {32} La objeción del robo
Somos conscientes de la frecuente y persistente queja de que la excepción de robo, a veces introducida maliciosamente en los juicios, obstaculiza y confunde los casos eclesiásticos. Pues, si bien se admite la excepción, a veces se interponen apelaciones. Así, la audiencia del caso principal se interrumpe y a menudo queda en nada. Por ello, nosotros, siempre dispuestos a esforzarnos para lograr la paz de los demás, deseando limitar los litigios y eliminar material para acusaciones maliciosas, decretamos que en los juicios civiles un juez no debe suspender los procedimientos del asunto principal debido a una objeción de robo presentada por nadie más que el demandante. Pero si el demandado declara en los juicios civiles que ha sido robado por el demandante, o en los casos penales por cualquier persona, debe probar su afirmación dentro de los quince días siguientes a la presentación de la demanda; de lo contrario, será condenado a pagar los gastos en que haya incurrido el demandante por este motivo, tras una valoración judicial, o será castigado de otra manera si el juez lo considera oportuno. Por la palabra "robado" queremos que se entienda en este caso una acusación criminal mediante la cual alguien declara haber sido despojado violentamente de todos sus bienes o de una gran parte de ellos. Creemos que esta es la única interpretación honesta de los cánones, pues no debemos enfrentarnos a nuestros oponentes desnudos ni desarmados. Pues el despojado tiene la ventaja de no ser despojado de nuevo. Entre los escolásticos se debate si quien ha sido robado por un tercero puede presentar una excepción contra su acusador, o si el juez debe concederle un plazo para solicitar la restitución, por si acaso desea continuar en ese estado para evadir a todo acusador, y creemos que esto es plenamente conforme a la justicia. Si no solicita la restitución dentro del plazo concedido, o no concluye su caso aun pudiendo hacerlo, entonces puede ser acusado independientemente de la excepción de robo. Además de esto decretamos que el robo de bienes privados no puede en ningún caso ser imputado a un eclesiástico o viceversa.
11. {33} Demandantes que no se presentan
El demandante que no se toma la molestia de comparecer en la fecha para la cual ha hecho citar su apelación, debe ser condenado a su llegada a pagar los gastos incurridos por el demandado por causa de esto, y no se le debe admitir a otra citación a menos que dé garantía suficiente de que comparecerá en la fecha.
12. {34} De la posesión anticipada con fines de conservación
Decretamos que quien, para obtener una dignidad, rectoría o beneficio eclesiástico, interponga una demanda contra el poseedor, no podrá ser admitido a la posesión de la misma para su conservación, alegando la contumacia del otro; esto es para evitar que su acceso parezca irregular. Pero en este caso, la presencia divina puede suplir la ausencia del contumaz, de modo que, aunque la demanda no encuentre oposición, el asunto pueda resolverse debidamente tras un examen minucioso.
13. {35} Sobre la aceptabilidad de las afirmaciones negativas
Decretamos que las afirmaciones negativas, que sólo pueden probarse mediante la admisión del oponente, pueden ser aceptadas por los jueces si consideran que esto es conveniente a los intereses de la equidad.
14. {36} La excepción de la excomunión mayor
Tras la debida consideración, nuestra Santa Madre la Iglesia decreta que la excepción de una excomunión mayor debe suspender la demanda y retrasar a los agentes, sea cual sea la parte del procedimiento en que se presente. Así, la censura eclesiástica será más temida, se evitará el peligro de la comunión, se frenará el vicio de la contumacia, y los excomulgados, aunque excluidos de los actos de la comunidad, podrán ser llevados más fácilmente, mediante un sentimiento de vergüenza, a la gracia de la humildad y la reconciliación. Pero con el crecimiento de la maldad humana, lo que se ofreció como remedio se ha convertido en daño. Pues si bien en los casos eclesiásticos esta excepción se alega con frecuencia por malicia, sucede que los asuntos se retrasan y las partes se agotan por el trabajo y los gastos. Por lo tanto, dado que esto se ha extendido como una plaga general, creemos correcto aplicar un remedio general. Así pues, si alguien plantea la objeción de excomunión, debe indicar el tipo de excomunión y el nombre de la persona que impuso la pena. Debe saber que está presentando el asunto a la opinión pública y debe probarlo con la evidencia más clara dentro de ocho días, sin contar el día en que lo presenta. Si no lo prueba, el juez no debe dejar de proceder con el caso, condenando al acusado a reembolsar la suma que el demandante demuestra haber incurrido, después de que se haya hecho una estimación. Sin embargo, si más tarde, mientras continúa la audiencia y la prueba avanza, se hace una excepción ya sea con respecto a la misma excomunión o a otra y se prueba, el demandante debe ser excluido del procedimiento hasta que haya merecido obtener la gracia de la absolución, y todo lo anterior se considerará, no obstante, válido; siempre que esta excepción no se presente más de dos veces, a menos que haya surgido una nueva excomunión o haya surgido una prueba clara y contundente sobre la anterior. Si se presenta tal excepción después de que el caso ha sido decidido, aunque impedirá la ejecución, no debilitará el veredicto, con la salvedad de que, si el demandante ha sido excomulgado públicamente y el juez sabe esto en cualquier momento, entonces, incluso si el acusado no hace una excepción a este respecto, el juez no debe demorarse en destituir al demandante de su cargo.
15. {37} Sobre los jueces que juzgan deshonestamente
Dado que ante el tribunal del Rey Eterno nadie será declarado culpable cuando un juez lo condene injustamente, según las palabras del profeta, el Señor no lo condenará cuando sea juzgado, los jueces eclesiásticos deben cuidar y vigilar para que en el proceso de justicia la antipatía no tenga poder, el favor no ocupe un lugar indebido, el temor se destierre y la recompensa o la esperanza de recompensa no anule la justicia. Que lleven la balanza en sus manos y pesen con una balanza igual, para que en todo lo que se haga en el tribunal, especialmente al formar y emitir el veredicto, tengan solo a Dios ante sus ojos, siguiendo el ejemplo de aquel que, al entrar en el tabernáculo, remitió las quejas del pueblo al Señor para que juzgara según su mandato. Si algún juez eclesiástico, ya sea ordinario o delegado, descuidando su reputación y buscando su propio honor, actúa contra su conciencia y justicia de cualquier manera en perjuicio de una de las partes en su juicio, ya sea por favoritismo o por motivos viles, sepa que queda suspendido del ejercicio de su cargo por un año y será condenado a pagar a la parte perjudicada los daños sufridos; además, sepa que si durante el período de su suspensión participa sacrílegamente en los ritos sagrados de la Iglesia, queda atrapado en la soga de la irregularidad según las sanciones canónicas, de las cuales solo puede ser liberado por la Sede Apostólica, salvo las demás constituciones que asignan e infligen castigos a los jueces que emiten juicios deshonestos. Pues es justo que quien se atreva a ofender de tantas maneras sufra una pena múltiple.
16. {38} Sobre las apelaciones
Es nuestro ferviente deseo disminuir los litigios y aliviar las dificultades de los súbditos. Por lo tanto, decretamos que si alguien considera que debe apelar ante nosotros, ya sea en un tribunal o fuera de él, debido a un decreto interlocutorio o una queja, deberá presentar de inmediato por escrito el motivo de su apelación, solicitando un auto que ordenamos concederle. En este auto, el juez deberá declarar el motivo de la apelación y por qué no se ha concedido o si se concedió por respeto a un superior. Después de esto, se concederá tiempo al apelante, según la distancia, la naturaleza de las personas y el asunto, para que continúe con su apelación. Si el apelado lo desea y los principales lo solicitan, deberán dirigirse a la Sede Apostólica, ya sea por sí mismos o a través de agentes instruidos y comisionados para actuar, presentando consigo los motivos y documentos relacionados con el caso. Que vengan preparados para que, si nos parece bien, una vez resuelto el asunto de la apelación o remitido a las partes para su acuerdo, el caso principal pueda proseguir, en la medida en que la ley lo permita; sin que ello suponga cambio alguno en lo que la tradición ha ordenado sobre las apelaciones de sentencias definitivas. Si el apelante no observa las disposiciones anteriores, no se le considerará apelante y deberá volver al interrogatorio del juez anterior, siendo condenado al pago de las costas legítimas. Si el apelado incumple esta ley, se le procesará por contumaz, tanto en lo que respecta a las costas como al caso, en la medida en que la ley lo permita. De hecho, es justo que las leyes se muestren firmes contra quien se burla de la ley, juez y litigante.
17. {39} Sobre el mismo
Cuando se han observado motivos razonables de sospecha contra un juez, y las partes han elegido árbitros conforme a la ley para investigarlos, suele ocurrir que, al no llegar a un acuerdo entre ambos árbitros y no citar a un tercero con quien ambos o uno de ellos pueda proceder a dirimir el asunto, como les corresponde, el juez dicta sentencia de excomunión contra ellos, la cual, por desagrado o favor, han ignorado durante mucho tiempo. Así, el caso, interrumpido más de lo debido, no procede a la resolución del asunto principal. Como deseamos, por lo tanto, aplicar un remedio necesario a una enfermedad de esta naturaleza, decretamos que el juez fije un plazo adecuado a los dos árbitros, para que dentro de él puedan acordar o consensuar citar a un tercero con quien ambos o uno de ellos pueda poner fin a la sospecha. De lo contrario, el juez procederá a partir de entonces al asunto principal.
18. {40} Sobre la contratación de asesinos
El Hijo de Dios, Jesucristo, para la redención de la raza humana, descendió de lo alto del Cielo a lo más bajo del mundo y sufrió una muerte temporal. Pero cuando, tras su resurrección, estaba a punto de ascender a su Padre, para no dejar sin pastor al rebaño redimido por su gloriosa sangre, confió su cuidado al Bienaventurado Apóstol Pedro, para que, con la firmeza de su fe, fortaleciera a otros en la religión cristiana e infundiera en sus mentes el ardor de la devoción a las obras de su salvación. Por lo tanto, nosotros, que por voluntad de nuestro Señor, aunque sin méritos propios, hemos sido hechos sucesores de este Apóstol y ocupamos en la tierra, aunque indignos, el lugar de nuestro Redentor, debemos ser siempre cuidadosos y vigilantes en la custodia de ese rebaño y estamos obligados a dirigir nuestros pensamientos continuamente a la salvación de las almas, eliminando lo dañino y haciendo lo provechoso. Así, despertando del letargo de la negligencia y con los ojos de nuestro corazón siempre vigilantes, podremos ganar almas para Dios con la cooperación de su gracia. Puesto que hay personas que, con terrible inhumanidad y repugnante crueldad, anhelan la muerte de otros y los hacen matar por asesinos, provocando así no solo la muerte del cuerpo, sino también la del alma, a menos que la abundante gracia divina lo impida, queremos afrontar este peligro para las almas, para que las víctimas sean defendidas de antemano por armas espirituales y Dios les conceda todo el poder para la justicia y el ejercicio del recto juicio, y para golpear a esas personas malvadas e imprudentes con la espada del castigo eclesiástico, para que el temor al castigo ponga límite a su audacia. Lo hacemos especialmente porque algunas personas de alta posición, temiendo ser asesinadas de esa manera, se ven obligadas a implorar por su propia seguridad al jefe de estos asesinos, y así, por así decirlo, redimir su vida de una manera que constituye un insulto a la dignidad cristiana. Por lo tanto, con la aprobación del Sagrado Concilio, decretamos que si algún príncipe, prelado o persona eclesiástica o secular causa la muerte de un cristiano mediante tales asesinos, o incluso la ordena —aunque la muerte no se derive de ello—, o los recibe, defiende u oculta, incurre automáticamente en la sentencia de excomunión y de destitución de la dignidad, el honor, el orden, el cargo y el beneficio, la cual será conferida a otros por quienes tengan derecho a hacerlo. Que tal persona, con todos sus bienes terrenales, sea expulsada para siempre de todo el pueblo cristiano como enemiga de la Religión, y una vez establecido con pruebas razonables la comisión de tan abominable crimen, no será necesaria en modo alguno otra sentencia de excomunión, destitución o rechazo.
19. {41} Sobre la excomunión 1
Puesto que el fin de la excomunión es la sanación y no la muerte, la corrección y no la destrucción, siempre que aquel contra quien se pronuncia no la trate con desprecio, que el juez eclesiástico proceda con cautela, para que al pronunciarla sea visto como alguien que actúa con mano correctora y sanadora. Por lo tanto, quien pronuncie una excomunión debe hacerlo por escrito y dejar expresa constancia del motivo de la misma. Está obligado a entregar una copia de este documento escrito al excomulgado dentro del mes siguiente a la fecha de la sentencia, si así se le solicita. En cuanto a esta solicitud, deseamos que se redacte un documento público o que se proporcionen cartas testimoniales selladas con sello oficial. Si algún juez viola imprudentemente esta constitución, háganle saber que queda suspendido durante un mes de la entrada a una iglesia o de la asistencia a los servicios divinos. El superior al que recurre el excomulgado debe levantar prontamente la excomunión y condenar al juez que la pronunció a reembolsar los gastos y todas las pérdidas, o castigarlo de otras maneras con una pena adecuada, para que los jueces aprendan con la lección del castigo la gravedad de lanzar la excomunión sin la debida consideración. Deseamos que se observe lo mismo en las sentencias de suspensión e interdicto. Que los prelados de las iglesias y todos los jueces se aseguren de no incurrir en la mencionada pena de suspensión. Pero si sucede que participan en oficios divinos como antes, no estarán exentos de irregularidad según las sanciones canónicas, en un asunto en el que la dispensa solo puede ser concedida por el Sumo Pontífice.
20. {42} Sobre la excomunión 2
A veces se plantea la cuestión de si, cuando una persona solicita la absolución por precaución de un superior, alegando la nulidad de la sentencia de excomunión dictada en su contra, el acto de absolución debe serle otorgado sin objeción; y si quien declara antes de dicha absolución que probará ante un tribunal que fue excomulgado tras una apelación legítima, o que se expresó claramente un error intolerable en la sentencia, debe ser evitado en todos los aspectos, excepto en lo referente a la prueba. Respecto a la primera cuestión, decretamos que se observará lo siguiente: no se denegará la absolución al peticionario, aunque el que dictó la sentencia o el adversario se oponga, a menos que alegue que el peticionario fue excomulgado por una ofensa manifiesta, en cuyo caso se le concederá un plazo de ocho días. Si prueba su objeción, la sentencia no se anulará a menos que exista suficiente garantía de enmienda o una seguridad adecuada de que el peticionario comparecerá ante el tribunal si el delito que se le imputa sigue siendo dudoso. En cuanto a la segunda cuestión, decretamos que quien sea admitido a presentar una prueba, mientras la materia de la prueba esté en disputa, debe evitarse en todos los asuntos en el tribunal en que actúe como agente, pero fuera del tribunal puede tomar parte en los cargos, postulaciones, elecciones y otros actos lícitos.
21. {43} Sobre la excomunión 3
Decretamos {44} que ningún juez se atreva a pronunciar, antes de una advertencia canónica, una sentencia de excomunión mayor sobre personas que se asocian, de palabra o de otras maneras por las que un asociado incurre en una excomunión menor, con personas ya excomulgadas por el juez; salvo aquellos decretos que se hayan promulgado legítimamente contra aquellos que se atreven a asociarse con alguien condenado por un delito grave. Pero si el excomulgado se endurece en el habla o en otras formas por las que un asociado incurre en una excomunión menor, el juez puede, después de la advertencia canónica, condenar a tales asociados con una censura similar. Por lo demás, la excomunión pronunciada contra estos asociados no debe tener ningún poder vinculante, y quienes la pronuncian pueden temer la pena de la ley.
22. {45} Sobre la excomunión 4
Dado que existe el peligro de que los Obispos y sus Superiores, en el ejercicio de su Oficio Pontificio, que a menudo es su deber, incurran en algún caso en una sentencia automática de interdicto o suspensión, hemos considerado oportuno, tras una cuidadosa reflexión, decretar que los Obispos y otros Prelados Superiores no incurran en ningún caso, por decreto, sentencia u orden, en la mencionada sentencia en virtud de la propia ley, a menos que se mencione expresamente en ellas a los obispos y superiores. En la constitución Solet a nonnullis, previamente promulgada por nosotros, se establece que cuando alguien se presente ante un tribunal para probar que se dictó una sentencia de excomunión en su contra tras una apelación legítima, no se le debe evitar durante el período de prueba en asuntos extrajudiciales, como elecciones, postulaciones y cargos. A esto añadimos que esta constitución no debe extenderse a las sentencias de Obispos y Arzobispos, sino que lo que se observó previamente en tales acciones debe observarse también en el futuro para estas.
CONSTITUCIONES II
1. {46} Gestión de las deudas de la Iglesia
Nuestra atención pastoral nos incita y nos insta a velar por el bienestar de las iglesias que han caído en deudas y a disponer, mediante una constitución saludable, que esto no vuelva a suceder en el futuro. El abismo de la usura casi ha destruido muchas iglesias, y algunos prelados se muestran muy descuidados y negligentes en el pago de las deudas, especialmente las contraídas por sus predecesores, demasiado dispuestos a contraer deudas mayores e hipotecar los bienes de la iglesia, negligentes en la protección de lo adquirido y prefiriendo ganarse elogios con pequeñas innovaciones que proteger sus posesiones, recuperar lo desperdiciado, restaurar lo perdido y reparar los daños. Por esta razón, para que en el futuro no puedan excusarse por una administración ineficiente ni culpar a sus predecesores ni a otros, establecemos las siguientes reglas, con la aprobación del presente Concilio. Los obispos, abades, deánes y demás personas que ejercen una administración legítima y común, dentro del mes siguiente a su toma de posesión, tras informar previamente a su superior inmediato para que este se presente, ya sea personalmente o por medio de una persona eclesiástica idónea y fiel, en presencia del cabildo o convento especialmente convocado para tal fin, deben encargarse de que se haga un inventario de los bienes pertenecientes a la administración que han asumido. En este se anotarán cuidadosamente los bienes muebles e inmuebles, libros, cartas, instrumentos legales, privilegios, ornamentos o enseres de la iglesia, y todo lo que pertenezca al patrimonio, ya sea urbano o rural, así como las deudas y los créditos.
Así, el estado de la iglesia o de la administración cuando la asumieron, cómo la gobernaron durante su mandato y cuál era su estado cuando la dejaron por fallecimiento o renuncia, podrá ser claramente conocido por el superior, si es necesario, y por quienes sean nombrados para el servicio de la iglesia. Los Arzobispos que no tengan superior excepto el Romano Pontífice, deben procurar convocar para este propósito a uno de sus sufragáneos, ya sea en persona o por medio de otro, como se ha expresado anteriormente, así como a los abades y otros prelados exentos menores, y a un obispo vecino, quien no podrá reclamar ningún derecho en la iglesia exenta. Dicho inventario deberá estar provisto de los sellos del nuevo titular y su capítulo, y del sufragáneo del arzobispo o del obispo vecino llamado para tal fin. Debe conservarse en los archivos de la iglesia con las debidas salvaguardias. Además, se entregará una transcripción de este inventario tanto al nuevo titular como al prelado convocado para el propósito mencionado, y deberá sellarse de igual manera. Los bienes existentes deberán custodiarse cuidadosamente, su administración deberá llevarse a cabo de manera digna, y las deudas que se hayan encontrado deberán pagarse con prontitud, si es posible, con los bienes muebles de la iglesia. Si estos bienes muebles no son suficientes para un pago rápido, todos los ingresos deberán destinarse al pago de las deudas usurarias o gravosas; solo se deducirán de estos ingresos los gastos necesarios, tras una estimación razonable realizada por el prelado y su capítulo. Pero si las deudas no son gravosas ni usurarias, se reservará una tercera parte de estos ingresos para esta obligación, o una parte mayor con el acuerdo de aquellos que, según hemos dicho, deben ser convocados para realizar el inventario.
Además prohibimos estrictamente, con la autoridad del mismo Concilio, a los mencionados anteriormente hipotecar a otros sus personas o las iglesias que les han sido confiadas, o contraer deudas en nombre propio o de las iglesias que puedan ser fuente de problemas. Si la necesidad evidente y la ventaja razonable de sus iglesias los persuadieran, entonces los prelados con el consejo y consentimiento de sus Superiores, y los Arzobispos y abades exentos con el consejo y consentimiento de los ya mencionados y de su Capítulo, pueden contraer deudas que, si es posible, no sean usurarias y que nunca sean en ferias o mercados públicos. Los nombres de los deudores y acreedores, y el motivo de la deuda, deben incluirse en el contrato escrito, incluso si se utiliza en beneficio de la Iglesia, y para ello deseamos que en ningún caso se den como garantía personas o iglesias eclesiásticas. En efecto, los privilegios de las iglesias, que mandamos se guarden fielmente en lugar seguro, nunca deben darse como garantía, ni tampoco otras cosas, excepto las deudas necesarias y útiles, deben contraerse con las formas legales completas mencionadas arriba.
Para que esta saludable constitución se mantenga inquebrantable y se vea claramente el beneficio que esperamos de ella, consideramos que debemos establecer por decreto inviolable que todos los abades y priores, así como los deánes y los responsables de catedrales u otras iglesias, al menos una vez al año en sus Capítulos, rindan cuentas estrictas de su administración, y que se lea fielmente una cuenta escrita y sellada en presencia del Superior visitante. Asimismo, los Arzobispos y Obispos deben cuidar cada año de dar a conocer a sus Capítulos con la debida fidelidad el estado de la administración de los bienes pertenecientes a sus hogares, y los Obispos a sus Metropolitanos, y estos a los Legados de la Sede Apostólica, o a otros a quienes la misma Sede les haya asignado la visita de sus iglesias. Las cuentas escritas deben mantenerse siempre en la tesorería de la iglesia para su registro, de modo que en ellas se pueda hacer una comparación cuidadosa entre los años futuros, los presentes y los pasados. Y el Superior puede aprender de esto el cuidado o la negligencia de la administración. Que el Superior retribuya cualquier negligencia, considerando solo a Dios y dejando de lado el amor, el odio y el temor a los humanos, con tal grado y clase de corrección que no reciba por ello un castigo condigno de Dios, de su superior o de la Sede Apostólica. Ordenamos que esta Constitución sea observada no solo por los futuros prelados, sino también por los ya promovidos.
2. {47} Sobre la ayuda al imperio de Constantinopla
Aunque nos encontramos envueltos en asuntos difíciles y distraídos por múltiples ansiedades, entre las cosas que exigen nuestra constante atención se encuentra la liberación del imperio de Constantinopla. Esto lo deseamos con todo nuestro corazón; este es siempre el objeto de nuestros pensamientos. Sin embargo, aunque la Sede Apostólica ha buscado con afán una solución en su favor con ferviente esfuerzo y diversas formas de ayuda, aunque durante mucho tiempo los católicos se han esforzado con arduos esfuerzos, con gastos onerosos, con cuidados, sudor, lágrimas y derramamiento de sangre, la mano que extendió tal ayuda no pudo, obstaculizada por el pecado, arrebatar al imperio del yugo del enemigo. Por ello, no sin razón nos aflige el dolor. Pero porque el cuerpo de la Iglesia se vería vergonzosamente deformado por la falta de un miembro amado, es decir, el mencionado imperio, y se vería tristemente debilitado y sufriría pérdidas; y porque podría atribuirse con razón a nuestra pereza y a la de la Iglesia, si se viera privada del apoyo de los fieles y abandonada a la opresión de sus enemigos; Nos proponemos firmemente acudir en ayuda del imperio con una ayuda rápida y eficaz. Así, al mismo tiempo que la Iglesia se alza con entusiasmo en su auxilio y extiende su mano defensiva, el imperio puede salvarse del dominio de sus enemigos y ser reconducido, bajo la guía del Señor, a la unidad de ese mismo cuerpo, y puede sentir, tras el martillo aplastante de sus enemigos, la mano consoladora de la Iglesia, su madre, y, tras la ceguera del error, recuperar la vista mediante la posesión de la fe católica. Es tanto más apropiado que los prelados de las iglesias y otros eclesiásticos sean vigilantes y diligentes por su liberación y presten su ayuda y asistencia, cuanto más obligados estén a trabajar por el aumento de la fe y la libertad eclesiástica, que podrían provenir principalmente de la liberación del imperio; y especialmente porque al ayudar al imperio, se presta asistencia a la Tierra Santa.
En efecto, para que la ayuda al imperio sea rápida y útil, decretamos, con la aprobación general del Concilio, que la mitad de todos los ingresos de las dignidades, casas parroquiales y prebendas eclesiásticas, así como de otros beneficios de los eclesiásticos que no residan personalmente en ellas durante al menos seis meses, ya sea que posean una o más, se asignará íntegramente durante tres años a la ayuda de dicho imperio, habiendo sido recaudado por quienes designe la Sede Apostólica. Están exentos quienes trabajan a nuestro servicio o al de nuestros hermanos Cardenales y sus Prelados, quienes están en peregrinaciones o en escuelas, o se dedican a los asuntos de sus propias iglesias bajo su dirección, y quienes han adoptado o adoptarán la insignia de la Cruz para la ayuda de Tierra Santa o que se pondrán en marcha en persona para ayudar a dicho imperio. Pero si alguno de ellos, aparte de los Cruzados y los que partieron, recibe de las rentas eclesiásticas más de cien marcos de plata, deberá pagar una tercera parte del resto en cada uno de los tres años. Esto se observará sin perjuicio de cualquier costumbre o estatuto de las iglesias que lo contradiga, o de cualquier indulgencia concedida por la Sede Apostólica a estas iglesias o personas, confirmada por juramento o por cualquier otro medio. Y si por casualidad, en este asunto, alguien comete dolo a sabiendas, incurrirá en la pena de excomunión.
Nosotros mismos, de los ingresos de la Iglesia de Roma, tras deducir previamente una décima parte para destinarla a la ayuda de Tierra Santa, destinaremos una décima parte íntegramente al sostenimiento de dicho imperio. Además, cuando se presta ayuda al imperio, esta se presta de forma muy específica y se dirige a la recuperación de Tierra Santa, mientras luchamos por la liberación del propio imperio. Así pues, confiando en la misericordia de Dios todopoderoso y en la autoridad de sus benditos apóstoles Pedro y Pablo, gracias al poder de atar y desatar que nos confirió, aunque indignos, concedemos el perdón de sus pecados a todos aquellos que acudan en ayuda de dicho imperio, y deseamos que disfruten del privilegio e inmunidad que se concede a quienes acuden en ayuda de Tierra Santa.
3. {48} Amonestación que deben hacer los prelados a las personas a su cargo
En la creencia de que es para siempre nuestra patria, desde tiempos remotos todos los hijos de la Iglesia no sólo han derramado incontables sumas de dinero, sino que también han derramado libremente su sangre para recuperar la Tierra santa, que el Hijo de Dios ha consagrado con el derramamiento de su propia sangre. Esto lo sabemos, con tristeza, por lo que ha sucedido al otro lado del mar, donde los incrédulos luchan contra los fieles. Puesto que es oración especial de la Sede Apostólica que el deseo de todos por la redención de la Tierra Santa se cumpla pronto, si Dios así lo quiere, hemos tomado las debidas medidas, para obtener el favor de Dios, para animarlos a esta tarea mediante nuestra carta. Por lo tanto, os rogamos encarecidamente a todos, ordenándoos en nuestro Señor Jesucristo, que con vuestras piadosas admoniciones persuadáis a los fieles confiados a vuestro cuidado, en vuestros sermones o al imponerles una penitencia, concediéndoles una indulgencia especial, según lo consideréis oportuno, para que en sus testamentos, a cambio de la remisión de sus pecados, dejen algo para la ayuda de Tierra Santa o del imperio oriental. Debéis procurar con esmero que lo que aporten para este sostén en dinero, por reverencia a nuestro Señor crucificado, se conserve fielmente en lugares determinados bajo vuestro sello, y que lo que se lega para este propósito en otras formas se registre con precisión por escrito. Que vuestra propia devoción lleve a cabo esta obra de piedad, cuyo único fin es la causa de Dios y la salvación de los fieles, con tanta prontitud que podáis esperar con plena seguridad al menos la recompensa de la gloria de la mano del divino Juez.
4. {49} Sobre los tártaros
Dado que deseamos sobre todas las cosas que la Religión Cristiana se extienda aún más y más ampliamente por todo el mundo, nos conmueve profundamente que algún pueblo, con sus intenciones y acciones, se oponga a nuestros deseos y se esfuerce con todas sus fuerzas por borrar por completo esta Religión de la faz de la tierra. De hecho, la malvada raza de los tártaros, buscando someter, o mejor dicho, destruir por completo, al pueblo cristiano, tras haberse reunido durante mucho tiempo más allá de las fuerzas de todas sus tribus, ha entrado en Polonia, Rusia, Hungría y otros países cristianos. Tan salvaje ha sido su devastación que su espada no perdonó ni a sexo ni a edad, sino que azotó con terrible brutalidad a todos por igual. Causó estragos y destrucción sin precedentes en estos países en su avance ininterrumpido; pues su espada, incapaz de permanecer en la vaina, sometió a otros reinos mediante una persecución incesante. Con el paso del tiempo, pudo atacar a ejércitos cristianos más fuertes y ejercer su ferocidad con mayor intensidad sobre ellos. Así, cuando, Dios no lo quiera, el mundo se vea privado de fieles, la fe podría apartarse del mundo para lamentar a sus seguidores destruidos por la barbarie de este pueblo. Por lo tanto, para que el terrible propósito de este pueblo no prevalezca, sino que sea frustrado, y por el poder de Dios sea llevado al resultado opuesto, todos los fieles deben considerar cuidadosamente y asegurar con su esfuerzo ferviente que el avance tártaro sea obstaculizado e impedido de penetrar más con el poder de su brazo enviado. Por lo tanto, siguiendo el consejo del Santo Concilio, les aconsejamos, rogamos, instamos y encarecidamente les ordenamos a todos que, en la medida de lo posible, observen cuidadosamente la ruta y los accesos por los que este pueblo puede entrar en nuestra tierra, y que mediante zanjas, murallas u otras defensas y fortificaciones, según lo consideren oportuno, los mantengan a raya, para que su acceso hacia vosotros sea difícil. La noticia de su llegada debe ser comunicada previamente a la Sede Apostólica. Así podremos dirigir la ayuda de los fieles hacia ustedes, y así estarán a salvo de los intentos e incursiones de este pueblo. Para los gastos necesarios y útiles que deban realizar para tal fin, contribuiremos generosamente, y nos aseguraremos de que todos los países cristianos contribuyan proporcionalmente, pues así podremos afrontar los peligros comunes. No obstante, además de esto, enviaremos cartas similares a todos los cristianos por cuyos territorios este pueblo pueda llegar.
5. [En los Cruzados {50}]{51}
Profundamente afligidos por los graves peligros que acechan a Tierra Santa, pero especialmente por los que han acontecido recientemente a los fieles allí asentados, buscamos con todo nuestro corazón liberarla de las manos de los malvados. Así pues, con la aprobación del Sagrado Concilio, para que los Cruzados puedan prepararse, disponemos que, en un momento oportuno, que será dado a conocer a todos los fieles por los predicadores y nuestros enviados especiales, todos los que estén listos para cruzar el mar se reúnan en lugares adecuados para este propósito, para que puedan partir desde allí, con la bendición de Dios y de la Sede Apostólica, en ayuda de Tierra Santa. Los Sacerdotes y demás Clérigos que estarán en el ejército cristiano, tanto los que están bajo autoridad como los prelados, se dedicarán diligentemente a la oración y la exhortación, enseñando a los Cruzados con la palabra y el ejemplo a tener siempre presente el temor y el amor de Dios, para que no digan ni hagan nada que pueda ofender la majestad del Rey Eterno. Si alguna vez caen en pecado, que se levanten rápidamente mediante la verdadera Penitencia. Que sean humildes de corazón y de cuerpo, manteniendo la moderación tanto en la comida como en el vestido, evitando por completo las disensiones y rivalidades, y dejando de lado por completo cualquier amargura o envidia, para que así, armados con armas espirituales y materiales, puedan luchar con mayor valentía contra los enemigos de la Fe, confiando no en su propio poder, sino en la fuerza de Dios. Que los nobles y los poderosos del ejército, y todos los que abundan en riquezas, se dejen guiar por las santas palabras de los Prelados para que, con la mirada fija en el Crucificado por quien han tomado la insignia de la Cruz, se abstengan de gastos inútiles e innecesarios, especialmente en festines y banquetes, y den una parte de su riqueza al sostén de aquellas personas por medio de las cuales Dios pueda prosperar; y por esta razón, según la dispensación de los propios Prelados, se les conceda la remisión de sus pecados. Concedemos a los citados Clérigos que puedan recibir los frutos de sus beneficios íntegramente durante tres años, como si residieran en las iglesias, y si es necesario, puedan dejarlos en prenda por el mismo tiempo.
Para evitar que esta santa propuesta se vea obstaculizada o retrasada, ordenamos estrictamente a todos los Prelados de las iglesias, cada uno en su propia localidad, que adviertan diligentemente e induzcan a quienes han abandonado la Cruz a retomarla, y a ellos y a los demás que han tomado la Cruz, y a los que aún puedan hacerlo, a que cumplan sus votos al Señor. Y, si es necesario, los obligarán a hacerlo sin reincidencia, mediante sentencias de excomunión y de interdicto sobre sus tierras, excepto solo a quienes se encuentren ante un impedimento tal que su voto merezca ser conmutado o aplazado, de acuerdo con las directrices de la Sede Apostólica. Para que no se omita nada relacionado con esta obra de Jesucristo, ordenamos a los Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades y demás personas que tienen cuidado de almas que prediquen la Cruz con celo a quienes les han sido confiados. Que supliquen a reyes, duques, príncipes, margraves, condes, barones y demás magnates, así como a los municipios de ciudades, villas y pueblos —en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el único, verdadero y eterno Dios— que quienes no acudan personalmente a ayudar a Tierra Santa contribuyan, según sus posibilidades, con un número adecuado de combatientes, junto con los gastos necesarios para tres años, para la remisión de sus pecados, de acuerdo con lo ya explicado en cartas generales y lo que se explicará más adelante para mayor seguridad. Deseamos compartir esta remisión no solo a quienes contribuyan con sus propios barcos, sino también a quienes tengan el celo de construirlos para este fin. A quienes se nieguen, si acaso hay alguno tan ingrato a nuestro Señor Dios, declaramos firmemente en nombre del Apóstol que sepan que tendrán que responder ante nosotros por ello en el último día del juicio final ante el temible Juez. Sin embargo, que consideren de antemano con qué conocimiento y con qué seguridad pudieron confesarse ante el unigénito Hijo de Dios, Jesucristo, a quien el Padre entregó todas las cosas en sus manos, si en este negocio, que es como peculiarmente suyo, se niegan a servir a aquel que fue crucificado por los pecadores, por cuya beneficencia son sostenidos y ciertamente por cuya sangre han sido redimidos.
Por lo tanto, decretamos, con la aprobación general del Concilio, que todos los Clérigos, tanto los que están bajo autoridad como los Prelados, donarán la vigésima parte de las rentas de sus iglesias durante tres años completos para la ayuda de Tierra Santa, por medio de las personas designadas por la Sede Apostólica para este fin; las únicas excepciones serán ciertos religiosos que con razón estarán exentos de este impuesto, así como quienes hayan tomado o vayan a tomar la Cruz y, por lo tanto, vayan en persona. Nosotros y nuestros hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, pagaremos la décima parte completa. Que todos sepan, además, que están obligados a observar esto fielmente bajo pena de excomunión, de modo que quienes a sabiendas engañen en este asunto incurrirán en la misma pena. Dado que es justo que quienes perseveran en el servicio del Soberano Celestial gocen, con toda justicia, de privilegios especiales, los Cruzados estarán, por lo tanto, exentos de impuestos, gravámenes y otras cargas. Colocamos sus personas y bienes bajo la protección de San Pedro y de nosotros mismos una vez que hayan tomado la Cruz. Ordenamos que sean protegidos por los Arzobispos, Obispos y todos los Prelados de la Iglesia de Dios, y que se les designen protectores especiales para este fin, de modo que sus bienes permanezcan intactos y sin ser molestados hasta que se sepa con certeza su fallecimiento o su regreso. Si alguien se atreve a actuar en contra de esto, que sea reprimido mediante censura eclesiástica.
Si alguno de los que parten está obligado por juramento a pagar intereses, ordenamos que sus acreedores sean obligados por la misma pena a liberarlo de su juramento y a desistir de exigir los intereses; si alguno de los acreedores lo obliga a pagar los intereses, ordenamos que sea obligado por similar pena a restituirlos. Ordenamos que los judíos sean obligados por el poder secular a remitir los intereses, y que hasta que lo hagan, se les niegue todo trato por parte de todos los fieles de Cristo bajo pena de excomunión. Los príncipes seculares concederán un aplazamiento adecuado a quienes no puedan pagar sus deudas con los judíos, de modo que, después de haber emprendido el viaje y hasta que se tenga conocimiento seguro de su fallecimiento o de su regreso, no incurran en la molestia de pagar intereses. Los judíos estarán obligados a añadir al capital, tras haber deducido sus gastos necesarios, los ingresos que mientras tanto reciban de los bienes que tengan en garantía. Pues tal beneficio parece no conllevar mucha pérdida, ya que pospone el pago, pero no cancela la deuda. Los Prelados de las iglesias que sean negligentes en la justicia hacia los Cruzados y sus familias deben saber que serán severamente castigados. Además, dado que los corsarios y piratas obstaculizan enormemente la ayuda a Tierra Santa, al capturar y saquear a quienes viajan hacia y desde ella, los comprometemos con el vínculo de la excomunión a ellos y a sus principales ayudantes y partidarios. Prohibimos a cualquiera, bajo amenaza de anatema, comunicarse a sabiendas con ellos mediante contratos de compra o venta; y ordenamos a los gobernantes de las ciudades y sus territorios que refrenen y contengan a dichas personas de esta iniquidad. Por lo demás, puesto que no querer inquietar a los malhechores no es otra cosa que alentarlos, y dado que quien no se opone a un crimen manifiesto no está exento de una pizca de complicidad secreta, es nuestro deseo y mandato que los Prelados de las iglesias ejerzan severidad eclesiástica con sus personas y tierras. Excomulgamos y anatematizamos, además, a aquellos cristianos falsos e impíos que, en oposición a Cristo y al pueblo cristiano, transportan armas, hierro y madera para galeras; y decretamos que quienes les vendan galeras o barcos, y quienes actúen como pilotos en barcos piratas sarracenos, o les presten ayuda o consejo mediante máquinas o cualquier otra cosa, en detrimento de Tierra Santa, serán castigados con la privación de sus bienes y se convertirán en esclavos de quienes los capturen. Ordenamos que esta sentencia se renueve públicamente los domingos y días festivos en todas las ciudades marítimas; y el seno de la Iglesia no se abrirá a dichas personas a menos que envíen en ayuda de Tierra Santa todo lo que recibieron de este comercio condenable y la misma cantidad de lo suyo, de modo que sean castigados en proporción a sus pecados. Si por casualidad no pagan, serán castigados de otras maneras para que, mediante su castigo, otros se vean disuadidos de cometer actos imprudentes similares. Además, prohibimos, y bajo pena de anatema, a todos los cristianos, durante cuatro años, enviar o llevar sus barcos a las tierras de los sarracenos que habitan en Oriente, para que así se disponga de mayor abastecimiento de barcos para quienes deseen cruzar a ayudar a Tierra Santa, y para que los mencionados sarracenos se vean privados de la considerable ayuda que solían recibir de estos.
Aunque los torneos han sido prohibidos de forma general bajo pena de sanción fija en diversos Concilios, prohibimos estrictamente su celebración durante tres años, bajo pena de excomunión, ya que actualmente obstaculizan considerablemente la labor de los Cruzados. Dado que es de suma importancia para el cumplimiento de esta tarea que los gobernantes y los pueblos cristianos mantengan la paz, ordenamos, por consejo de este Santo y General Sínodo, que se mantenga la paz en todo el mundo cristiano durante cuatro años, de modo que los Prelados de las iglesias convenzan a quienes estén en conflicto de firmar una paz definitiva o de observar inviolablemente una tregua firme. Quienes se nieguen a cumplir serán estrictamente obligados a hacerlo mediante una excomunión contra sus personas y un interdicto sobre sus tierras, a menos que la malicia de los malhechores sea tan grande que no deban gozar de paz. Si sucede que hacen caso omiso de la censura de la Iglesia, pueden temer merecidamente que la autoridad eclesiástica invoque el poder secular contra ellos, como perturbadores de los asuntos de Aquel que fue Crucificado.
Por lo tanto, confiando en la misericordia de Dios todopoderoso y en la autoridad de los benditos Apóstoles Pedro y Pablo, concedemos, por el poder de atar y desatar que Dios nos ha conferido, aunque indignos, a todos los que emprenden esta obra en persona y a sus expensas, el perdón total de los pecados de los que están profundamente contritos y han hablado en confesión, y les prometemos un aumento de vida eterna en la recompensa de los justos. A quienes no acudan allí en persona, sino que envíen hombres idóneos a sus expensas, según sus medios y posición, y de igual manera a quienes acuden en persona pero a expensas de otros, concedemos el perdón total de sus pecados. Concedemos participar en esta remisión, según la cantidad de su ayuda y la intensidad de su devoción, a todos los que contribuyan adecuadamente con sus bienes a la ayuda de dicha Tierra o que brinden consejos y ayudas útiles en relación con lo anterior. Finalmente, este Santo y General Concilio imparte el beneficio de sus oraciones y bendiciones a todos los que piadosamente emprendan esta empresa, para que contribuya dignamente a su salvación.
NOTAS FINALES:
1) Papa Inocencio IV
2) F(rederick) añadido en P
3) Papa Gregorio IX (1227-1241)
4) Cardenal Pedro de Colmeiu, 1244-1253
5) Cardenal Guillermo de Saboya, 1244-1251
6) Cardenal Guillermo de Talliante, 1244-1250
7) El 3 de mayo de 1241
8) Balduino II, emperador latino en Oriente (m. 1261)
9) Gregorio de Crescentio, cardenal 1205-1226
10) Papa Inocencio III (1198-1216)
11) Honorio III (1216-1227)
12) Cardenal Otón de Montferrato, 1227-1251
13) Cardenal Jaime de Pecoraria, 1231-1244
14) Cardenal Juan Halgrin, 1227-1238
15) Cardenal Tomás de Episcopo, 1216-1243
16) Luis I, duque de Baviera (1183-1231)
17) Juan III Vatatzés, emperador griego en Oriente (1222-1254)
18) El peticionario... alterado omitido en M.
19) Const. 4 en M, 2 en R
20) En la gestión de los casos, la incertidumbre es insidiosa, y el renombre de personas y lugares es muy ventajoso. Por lo tanto, añadido en M.
21) Const. 6 en M, 8 en R
22) Const. 11 en M, omitido en R
23) La parte que apeló W
24) Const. 12 en M, omitido en R
25) Const. 9 en M, 3 en R
26) Como los actos legítimos no están ligados a días y condiciones particulares por una sanción legal, y entre los actos legítimos es importante la elección de los Obispos, ya que por ella los electores y el elegido quedan unidos por los vínculos de un matrimonio espiritual añadido en M.
27) Para... otros omitidos en M.
28) Const. 10/11 en M, 4 en R
29) Const. 13 en M, omitido en R
30) Const. 7 en M, 5 en R.
31) Const. 3 en M, 6 en R
32) Const. 14 en M, omitido en R
33) Const. 5 en M, 7 en R.
34) Const. 2 en M, 9 en R.
35) Const. 8 en M, 10 en R.
36) Const. 15 en M, omitido en R
37) Const. 16 en M, omitido en R
38) Const. 17 en M, omitido en R
39) Const. 11 en R, omitido en M
40) Const. 22 en W, omitido en MR
41) Const. 18 en MW, omitido en R
42) Const. 19 en MW, omitido en R
43) Const. 1 en M, 12 en R, 20 en W
44) Los jueces abusan condenablemente de una censura eclesiástica cuando la usan precipitadamente para intentar expulsar a personas inocentes del seno de la Iglesia Madre por culpa ajena; con ello, las personas nombradas ilegalmente no sufren daño, y se dice que la censura recae sobre quien la emite por su mal uso de las llaves. Con el fin de evitar tal temeridad, ordenamos mediante este decreto, añadido en M.
45) Const. 21 en W, omitido en MR
46) Const. 13 en R, omitido en otros
47) Const. 14 en R, omitido en otros
48) Const. 15 en R, omitido en otros
49) Const. 16 en R, omitido en otros
50) Omitido en R
51) Const. 17 en R, omitido en otros
52) A los sarracenos añadido en M Bu.
Traducción de Decrees of the Ecumenical Councils, ed. Norman P. Tanner
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