domingo, 20 de abril de 2025

EL SAGRADO CORAZON DE JESUS (28)

Que el adorable Corazón de Jesús es nuestro refugio y nuestro oráculo.

Por Monseñor de Segur (1888)


Nuestro buen Salvador nos ha dado su Corazón, no solamente para que fuera objeto de nuestros homenajes, de nuestra adoración y de nuestro amor; sino también para que fuera nuestro refugio y nuestro oráculo.

El Corazón de Jesús es nuestro refugio. Gran necesidad tenemos de un refugio en este miserable mundo, en que todo son tempestades, borrascas, peligros, guerra a muerte. El mundo, es decir, el conjunto de criaturas que de una manera u otra entran en la gran rebelión de Satanás contra Jesucristo y su Iglesia, semeja un mar embravecido a través del cual nos es forzoso navegar, y contra el cual debemos luchar para llegar al puerto de la eterna bienaventuranza. La barquilla de nuestra alma está a todas horas expuesta a naufragar. ¡Ay! ¡cuántas navecillas, después de haber resistido el choque de las olas, concluyen por zozobrar y hundirse!

Pues bien, en medio de esta tempestad la misericordia divina nos ha proporcionado un refugio, un puerto de salvación: tal es el sagrado Corazón de Jesús. Este Corazón santísimo y pacífico nos pone al abrigo de las olas y de las tempestades; en Él encontramos una calma celestial que toda su furia no puede turbar; en Él gustamos castas delicias sin la menor amargura; una alegría que ninguna tristeza puede alterar; una luz sin oscuridad; una dulzura suavísima; una serenidad sin nubes. Este Corazón es el principio de todo bien; el santuario divino del Espíritu Santo, la fuente primera de todas las alegrías y de toda la bienaventuranza del Paraíso.

Refugiémonos, pues, en este puerto de salvación y de gracia, al cual nos guía amorosamente la Estrella del mar, es decir, la santísima e inmaculada Virgen María. Recurramos al Corazón de Jesús en todas nuestras dificultades, en todas nuestras cosas. Allí encontraremos “la paz de Dios que sobrepuja todo sentido, la paz de Jesucristo que dilata y regocija los corazones”; allí consuelo en nuestras tristezas, fortaleza en nuestras pruebas, fidelidad y perseverancia en el bien en nuestras tentaciones; allí la santificación de nuestras alegrías.

Pongámonos en Él a cubierto contra la maldad de los hombres, contra los asaltos de nuestras pasiones, contra las celadas del infierno. Ocultémonos, abriguémonos en este sagrado refugio, donde la misma justicia divina pierde sus derechos y se transforma en misericordia.

El Corazón de Jesús es también nuestro oráculo. En el tabernáculo de Moisés había sobre el arca de la alianza, entre los dos Querubines que la cubrían con sus alas, una grande tabla de oro puro maravillosamente pulimentada y brillante, que se llamaba el Oráculo o el Propiciatorio. Allí reposaba “la gloria del Señor”, es decir, el Verbo, la palabra de Dios; desde allí hablaba el Señor a Moisés, manifestándole su voluntad, iluminándole, sosteniéndole, consolándole en sus dificultades de todos los días.

Este oráculo del antiguo templo era el símbolo profético de Jesucristo, y en particular de su santísimo y divinísimo Corazón. Nuestro “oráculo”, el oráculo de los cristianos, no es una plancha de oro fría e insensible, sino más bien la humanidad viviente, el Corazón vivo y todo celestial del Hijo de Dios, de ese mismo Verbo que hablaba antiguamente en el Sancta Sanctorum del Tabernáculo. En la Ley de gracia todo vive, todo es “espíritu y vida”.

¡Oh Jesús, verdadero Santo de los Santos, qué “oráculo” presentáis a vuestros fieles! Vuestro sagrado Corazón, este es nuestro Oráculo, nuestro Propiciatorio. El del antiguo Israel no estaba más que en un lugar; el nuestro está en todo lugar donde estáis Vos; está en cada una de nuestras iglesias, en cada hostia consagrada; llena todo el mundo. Mas aún; cada uno de nosotros, cuando os es fiel, puede tocarlo en el fondo de su propio corazón con las poderosas manos de la fe y del amor; puede llegar hasta Él en el cielo por medio de la oración: puede no separarse jamás de Él por la unión y la vida de la gracia, por el recogimiento habitual, por la pureza de corazón y por la adoración.

El Oráculo de Israel duró sólo un tiempo limitado; el nuestro durará una eternidad. En el Oráculo del templo, el Verbo divino hablaba a Moisés por el ministerio de los Ángeles; pero Vos, Jesús mío, Vos en persona desde el fondo mismo de vuestro Corazón, os dignáis hablarnos cara a cara y corazón a corazón, como un amigo a su amigo.

Desde allí, por medio de las secretas inspiraciones de su gracia, nuestro buen Dios ilumina y dirige nuestra conciencia, nos hace conocer su voluntad, sosiega nuestros temores y consuela nuestras tristezas, cuando recurrimos a Él con humildad y confianza.

Recurramos, pues, en toda ocasión al Corazón adorable de Jesús; implorémosle, consultémosle. Celebremos, si somos sacerdotes; hagamos celebrar, si no lo somos, la santa Misa en honor suyo; comulguemos con esta misma intención, y sentiremos infaliblemente los efectos de su bondad.

Adorémosle siempre, como aquellos dos querubines de oro que, inclinados sobre el Oráculo del templo, mostraban con esta santa actitud lo que debían ser un día los dichosos adoradores del Corazón divino de Jesús.

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