Por el Prof. Plinio Correa de Oliveira
¿Puede alguien que nunca ha tenido visiones ser contemplativo?
Sí, porque para serlo no es necesario experimentar fenómenos místicos ni dejar de ser un hombre de acción.
Una definición del sacerdote sulpiciano francés Adolphe Tanquerey (1854 - 1932) afirma que “en general, contemplar es mirar un objeto con admiración” (cf. Compendio de Teología Ascética y Mística, Ediciones Palabra, 1990, parte II, cap. 1, punto 2).
Nuestra admiración debe ser constante y multiforme. Debe abarcar una amplia gama de temas: ambientes, costumbres y civilizaciones; los grandes panoramas de la historia; cuestiones teológicas, filosóficas o sociológicas trascendentales; movimientos de opinión pública; aspectos de la psicología humana; grandes personajes y, al mismo tiempo, personas sencillas; obras de arte y las minucias de la naturaleza.
Esto nos lleva de nuevo a la pregunta: ¿Cómo se contempla el universo?
Esto puede hacerse de varias maneras, ya que una imagen puede apreciarse desde diferentes perspectivas. En este artículo, describiré algunas de las “ventanas” a través de las cuales el espíritu humano puede contemplar las cumbres de la realidad, sin tener visiones.
La primera de ellas es la admiración.
Una nota admirable en todo lo que Dios creó
La admiración —la primera etapa de la contemplación sacra— es la capacidad de maravillarse, y de hacerlo con humildad y desinterés.
Podemos decir que la admiración es una virtud muy católica.
¿Por qué católica? Porque el Verbo de Dios Encarnado nos dio ejemplo de ello.
Comencemos observando que Dios ha puesto al menos una nota de admiración en todo lo que ha creado, sin excepción.
En consecuencia, en todo momento el hombre puede encontrar algo que admirar. Si Dios puso lo admirable en todo, es porque quiso inculcar en el hombre, en todas las formas y maneras, la convicción de que su espíritu debe estar dirigido hacia lo más alto, hacia algo que le provoque admiración, y que la luz de su vida es admirar las cosas verdaderamente admirables.
La admiración tiene dos grados. Un grado es admirar lo que la persona tiene delante. Otro grado es referir esto a Dios Nuestro Señor, para situarle a Él en el punto final de nuestra admiración.
Dios es el autor de aquello que estoy admirando, Él no sólo tiene esa cualidad de forma infinita, sino que, más que tenerla, la es.
Imaginemos a un hijo que no conoce a su padre, pero sabe que es un hombre muy rico con la personalidad más plena imaginable. El hijo es puesto bajo arresto. Un día, recibe en su celda libros sobre diversos temas escritos por su padre. Poco después se le envían obras de arte -pinturas y estatuas- realizadas por manos de genio y se le informa de que esas piezas también fueron hechas por su padre. ¿Cuál es la consecuencia? Al admirar estas obras, llega a querer mucho más a su padre y a comprenderle mejor.
Admirar a quienes están por encima y por debajo de nosotros
Esto es lo que Dios ha hecho con nosotros. Creó un universo magnífico para que admiremos a quienes están por encima y por debajo de nosotros.
El hombre que tiene un espíritu católico tiende a buscar cosas admirables en todo y a hacer cosas admirables. No es envidioso. Cuando encuentra a alguien admirable, se alegra y da gracias a Dios por haberlo encontrado. Alaba y aplaude a esa persona y procura dar a conocer sus cualidades.
No es igualitario; no intenta ponerse en el mismo nivel los demás, sino que se esfuerza por que quienes los que son superiores a él reciban mayor gloria y honor que él.
Pero no se conforma con admirar solo a quienes son superiores a él. También sabe tratar a los inferiores con respeto y ternura, sin igualitarismo. Sabe ver la figura de Dios en las personas y cosas más pequeñas, y glorificarlo porque Dios quiso manifestarse en ellas.
Enrico Caruso, el gran cantante de ópera de principios del siglo XX
Sé que, aunque Caruso sea mundialmente famoso, sería inferior a muchos otros hombres por diferentes razones: uno es más inteligente que Caruso, otro es más atlético, otro escribe con mayor facilidad, etc. Al ver a uno de estos otros, Caruso debería admirarlo, no porque sea más grande, sino porque en algún aspecto el otro lo supera. Y así, todos deberíamos admirar a los demás en los aspectos en que brillan.
¡Dios mismo admira! Con admiración, dijo: “Consideren los lirios del campo... no trabajan ni hilan” (Mt 6, 25). ¡Cuánto más amará lo que el hombre hace con el ímpetu del alma... y que se vuelve a Él porque, yendo de maravilla en maravilla, en la cima está Dios mismo!
El ejemplo de Nuestro Señor admirando las cosas, incluso las más pequeñas, y amándolas con una ternura especial, es una lección que vuelve al alma fácilmente hacia la admiración. La mirada admirativa de Dios, la mirada admirativa de María Santísima, se posa también sobre lo mediocre, sobre lo sórdido, y pueden empezar a tomar nueva vida, como se movían las aguas en la piscina de Siloé.
Una admiración que desciende es simétrica a la admiración que asciende. Y así concluye la historia de la admiración.
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