Por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira
La admiración tiene un corolario, que es sentirse pequeño.
Es una consecuencia lógica. Si aquel a quien admiro es más que yo en algún punto, entonces soy inferior a aquel a quien admiro al menos en algo.
Aquí entra una advertencia importante: sentirse pequeño -sí, incluso diminuto-, pero proporcionalmente. Por muy elevado que sea aquel a quien admiro y por muy bajo que yo sea, el hecho de que pueda mirarle y admirarle significa que es proporcional a mí. Hay en él algo que puede entrar en mí; algo que puedo asimilar.
Por lo tanto, el hecho de sentirnos pequeños ante los demás no debe entristecernos en absoluto. Al contrario, debe encantarnos contemplar a una persona que es superior a nosotros y debemos hacer de esa contemplación nuestra alegría, una alegría humilde y desinteresada.
Humilde, porque nos alegra ver a una persona superior a nosotros y más admirable que nosotros, hasta el punto de sentirnos pequeños ante ella: Deberíamos tener alegría de sentirnos pequeños y entusiasmarnos ante alguien que es más que nosotros.
Desinteresada, porque no tenemos ningún papel que desempeñar ante esa superioridad; simplemente la miramos y admiramos de forma desinteresada.
El vasallo se humilla ante su señor para afirmar su dedicación y desinterés.
Digamos que alguien ve pasar a otro hombre que tiene más cultura, porte y estilo. Se percibe esa superioridad y se asimila algo de ella, sin copiarla.
Esta asimilación es una verdadera formación. Proviene de la desigualdad del hombre inferior que ve y admira al que es más. En el acto de admirar, asimila instintivamente lo que admira, porque la admiración produce asimilación.
Esa es la función educativa que la clase superior debe ejercer con los más modestos.
En resumen, al admirar se discierne; al discernir se elige; al elegir se acepta o se rechaza y, así, se definen las cosas.
Por lo tanto, lo que admiramos entra en nosotros mismos.
La admiración llena la vida de interés y alegría
La admiración es una afinidad entre personas desiguales. Lo contrario tiene un germen en el concepto de lucha de clases entre el admirador y el admirado.
Un dicho francés afirma que “siempre amamos a los que nos admiran, pero no siempre amamos a los que admiramos”. ¡Esta es la miseria humana!
De ahí que surja la pregunta: ¿Me interesa más lo que admiro que yo mismo? ¿O, por el contrario, mi alma está preocupada por mí mismo? Y en cuanto veo esa superioridad, ¿me siento humillado, envidioso, agraviado? ¿Cuál es mi movimiento de alma ante las superioridades?
Obsérvese cómo las personas igualitarias están siempre agrias y revueltas; las almas alegres y buenas están siempre satisfechas porque están dispuestas a admirar. Conocen el deber y el deleite de la admiración.
Por eso el contacto entre alguien menor con alguien mayor, cuando se hace debidamente, da a ambos una alegría especial.
Si tenemos admiración, tendremos un paraíso permanente en el alma, una alegría fija, estable y continua, que nos acompañará a pesar de cualquier tristeza. Con la certeza de que el fondo de la realidad no son las cosas efímeras que vemos ni los disgustos que nos puedan dar, sino que es ese fundamento de asombro, ese orden de cosas virtuoso, admirable, indescriptible, que existe en el Cielo -y también en la Tierra- en el alma de las personas verdaderamente rectas, lo que constituye el encanto de nuestra vida.
La presencia de algo muy bello provoca una sensación agradable en un alma recta, con especial énfasis hoy, cuando lo feo nos rodea por todas partes.
¿Cuál es el resultado de esta agradable sensación de belleza? Esta belleza nos aporta una forma de alegría que el mundo de hoy ya no conoce. Es una forma de alegría ligada a la admiración. Admiramos el objeto bello, pero con tal enfoque, con tal luz, que nos genera alegría. Y mientras el mundo de hoy generalmente sólo concibe la alegría en el libertinaje, en el desorden, en lo extravagante, en lo grotesco, en lo ridículo, en lo disipado, la persona recta siente ante lo bello una alegría que, por así decirlo, puede tocar con las manos, que siente en su propia alma y que es fruto de la contemplación.
La admiración llena la vida de interés y alegría. Rechazar la admiración por su peso sería lo mismo que quien dice a un ángel que le ofrece alas: “Pero yo ya tengo piernas y brazos y ¿tendré entonces que llevar esas alas a cuestas?”.
¡Oh, tonto! ¿No te das cuenta de que son las alas las que te llevan y no tú quien lleva las alas? ¿Cuándo aprenderás cómo son las cosas?
El primer elemento de la virtud es la admiración
El mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas incluye admirar a Dios sobre todas las cosas, pues el primer elemento del amor es la admiración.
Se enseña a la gente a practicar la virtud más que a admirarla. Ahora bien, en relación con toda virtud, es necesario tener una admiración profunda, una admiración que proceda de la razón, de la inteligencia iluminada por la fe. Es después de tener admiración por la virtud que se tiene la disposición necesaria para practicarla.
Por lo tanto, sólo después de haber admirado la virtud como debe ser, se tiene la disposición necesaria para practicarla.
El ejercicio continuo de la admiración
Cada obra refleja algo de su autor. Esta es una ley que, entre los hombres, no conoce excepción. Por ejemplo, en música, un oído entrenado sólo necesita unas pocas frases y concluye inmediatamente: “¡Es Mozart!” o “¡Es Palestrina!”.
Evidentemente, lo mismo ocurre con las obras de Dios. Por eso, a través de sus obras, es posible conocerle.
En cada ser que se puede discernir, está la efigie de Él, por así decirlo, como se puede ver la efigie de un rey en una moneda, aunque de poco valor.
Dios pone Su efigie incluso en ‘monedas’ de pequeño valor; debemos discernirlo en todo y glorificarlo.
Imaginemos una reina prodigiosamente rica. Lo tiene todo. De repente ve una moneda rodando sobre una mesa de su palacio real. Es la más pequeña de las monedas que circulan en su reino, una moneda de cobre o níquel, por lo tanto, un metal no noble. Toma la moneda, la mira y ve la efigie de su hijo, el Rey, cuya imagen está impresa en ella. Mirando la moneda dice: “¡Hijo mío!”.
Así debemos ser ante las cosas de Dios. Él pone en circulación “monedas” para ser conocido incluso en las cosas sin valor.
Pone en circulación monedas de gran valor, una de ellas es el sol. Todas las estrellas del cielo son manifestaciones de la gloria de Dios. Pero también puso en circulación hombres, aparentemente mucho menos gloriosos que el sol y las estrellas, pero dotados de almas inmortales. Y por eso, se parecen a Él mucho más que cualquier sol.
Dios admira las almas que creó, y las admira tanto que murió para salvarlas.
Por eso, todo lo que vemos es para nosotros un ejercicio de admiración. En francés se llama émerveillement.
Las pequeñas maravillas son tan necesarias como las sublimes
Ciertas nubes, una noche de luna muy hermosa... Son cosas corrientes de la vida. Pero están llenas de gran belleza y grandes valores ante los que el hombre debe ser muy receptivo, muy sensible, so pena de no apreciar las cosas más elevadas.
Una de las cosas que forman parte de la civilización europea es el excelente nivel de la vida cotidiana. No basta con decir, por ejemplo, que Europa tiene el Castillo de Chenonceaux. El Castillo, sin duda, es precioso. Pero el cuerpo de guardia de Chenonceaux, que el Castillo eclipsa por completo, también es bello.
Castillo de Chenonceau
Algo parecido ocurre en ciertos panoramas ingleses. Un pequeño río que corre cerca de un muro de piedra, cisnes que nadan en él, patitos bajo el puentecillo del que cuelga una enredadera con flores azules o rojas: éstas son las pequeñas cosas de la vida cotidiana que la civilización europea ha comprendido espléndidamente.
Así, en cierto sentido, debemos admirar más las pequeñas cosas necesarias para el hombre que las maravillosas cosas sublimes. Porque las pequeñas maravillas preparan nuestras almas para lo sublime.
Desde la cima de su sublimidad divina, Nuestro Señor Jesucristo da el ejemplo admirando incluso las minucias de la Creación, como los lirios del campo, a los que ya nos hemos referido.
Al final del camino de la admiración está Dios mismo
La admiración, que es el punto de partida de la contemplación sacra, es también su punto final.
En ella encontramos la sublimidad, las excelencias de Dios por encima de todas las excelencias, y el final del camino de todas las sublimidades y todas las excelencias que hemos considerado.
Así, al final del camino de la admiración está Dios mismo.
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