lunes, 5 de mayo de 2025

EL SAGRADO CORAZON DE JESUS (31)

De la profundísima humildad del Corazón de Jesús

Por Monseñor de Segur (1888)


“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Jesús no es solamente “manso de corazón, mitis corde”, es también “humilde de corazón, humilis corde”; tan perfectamente humilde como manso.

Podemos comprender la perfección de esta santa humildad considerando, primero, el anonadamiento de su Corazón en presencia de la grandeza y santidad infinitas de Dios; luego sus sentimientos con relación a los honores y gloria del mundo; y por último, sus sentimientos con relación a las humillaciones, ultrajes y desprecios.

La santa humanidad del Hijo de Dios no ha perdido jamás de vista la majestad infinita de Dios que le daba la existencia y la vida, de la cual dependía totalmente y sin la cual nada era ni tenía. Esta clara visión de su nada como criatura, y del todo de Dios su Creador, a quien estaba hipostáticamente unida, la conservaba en una humildad incomparable. La humildad, en efecto, consiste ante todo en reconocer con alegría que Dios lo es todo en nosotros y fuera de nosotros, y que de nosotros mismos nada tenemos, nada somos, ni siquiera somos. “Yo soy El que es, y tú eres la que no es”, decía un día Jesús a santa Catalina de Sena. Esta verdad es la base de la adoración.

No lo olvidó jamás el Corazón santo de Jesús. Estaba delante de Dios como el que no es, y de aquí aquella sumisión absoluta, universal; aquella adoración incesante, aquellas alabanzas, aquella total entrega, aquellos deberes inefables de una Religión perfectísima. Además, como a pesar de su inocencia infinita el Salvador había tomado sobre sí todos los pecados de los hombres, a fin de alcanzarles el perdón de ellos y expiarlos. Él mismo, se veía siempre, ante la justicia de Dios, como súbdito del pecado, como pecador universal: “Se hizo por nosotros -dice San Pablo- objeto de maldición”. Lo que es el pecado ante Dios, era Jesús a sus propios ojos. Aunque era Hijo de Dios, “no tenía en sí mismo ninguna complacencia”. Siempre anonadado en su Corazón, primero ante la majestad y luego ante la santidad de Dios, era tan perfectamente humilde como perfectamente santo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de Corazón”.

¡Oh Jesús, qué ejemplo y qué lección! ¿Y me atreveré, yo pecador, yo miserable, a abandonarme, todavía a las ilusiones de la vana complacencia! ¡Oh no, jamás, mi divino Dueño! Como Vos, con Vos y por Vos quiero “permanecer en la verdad”; y no me dejaré seducir por el padre del orgullo, que “no supo permanecer en la verdad, in veritate non stetit”. Con vuestra gracia no olvidaré jamás que por mí mismo nada soy sino un miserable pecador; y el grito de mi corazón será en adelante el del publicano del Evangelio: “¡Señor, tened piedad de mí, pobre pecador!”

El segundo signo y a la vez el segundo efecto de la humildad profundísima del Corazón de Jesús, es su absoluta aversión a la estima y a la gloria del mundo. Le era, sin duda, debida la gloria, porque es Dios en unidad del Padre y del Espíritu Santo; y cuando a su segunda venida se presente al mundo con toda la majestad de su gloria, los Ángeles y los hombres le adorarán con el rostro en tierra. Sí, pero en su primera venida vino a matar el orgullo que perdió al hombre; y reservando para más tarde la esplendorosa manifestación de su divinidad, nos muestra únicamente en su vida mortal lo que es el hombre pecador, lo que debe hacer, lo que debe querer, lo que debe evitar para “mantenerse en la verdad”.

Por esto, dando a Dios lo que sólo a Dios pertenece, el honor, la estimación, la soberanía, la majestad de la gloria y de las alabanzas, su santa humanidad rehusó todo esto como indebido a la nada y al pecador. Si alguna vez, como en el Tabor, el domingo de Ramos y después de sus principales milagros, tolera en torno de su persona cierto esplendor, no es por sí, sino por nosotros, para fortificar nuestra fe; y en ese esplendor reluce con mayor brillo su caritativa humildad.

¿Qué vienen a ser ante Jesús, tan humilde de corazón, mis miserables pretensiones a la estimación y a las alabanzas, mi sed de vanagloria y de triunfo, mis aspiraciones a brillar y ser aplaudido, mis ambiciosos deseos y todo ese absurdo cortejo de ilusiones y de vanidades, hijas todas del orgullo? Jesús manso y humilde, enseñadme la humildad, y apartad mi pobre corazón de las perversas inclinaciones que le arrastran a la vanagloria.

Finalmente, la humildad del Sagrado Corazón de Jesús se nos manifiesta por el amor que la justicia y la verdad le inspiraban al silencio, a la vida oscura, a los desprecios, a los ultrajes y todas las humillaciones que brillan en torno de su pesebre y de su cruz.

Recordad las humillaciones de todo género que nuestro adorabilísimo Salvador quiso sufrir: en su Encarnación, cuando su infinita grandeza se rebajó hasta tomar la forma de un pobre niño, de un humilde esclavo, encerrado en el seno de su criatura, y recibiendo de ella la vida; en su nacimiento, en medio de la pobreza y de la miseria; en toda su infancia, perseguido, desterrado y despreciado por los hombres; en su adolescencia y en aquella larga oscuridad de Nazaret, pasadas en un grosero trabajo y en el más humilde silencio, en su vida pública, en su penitencia en el desierto, en sus ayunos, en sus predicaciones, objeto siempre de las calumnias y persecuciones de los judíos; y finalmente, en su dolorosa Pasión, en la que fue atormentado por los demonios y por los hombres, abofeteado, escupido, tratado como un blasfemo y como un loco, escarnecido por todo su pueblo, condenado a muerte y clavado en cruz como el peor de los malhechores. ¡Qué humillaciones, qué profundo anonadamiento! ¡Y era Dios!

Su adorable Corazón las aceptó con gozo, porque eran debidas al pecador universal, al pecador de los pecadores. Mis pecados merecían todos esos golpes; y Él llevaba todos mis pecados.

¡Y qué de abatimientos, oh Jesús, en vuestro sepulcro, donde ya no erais más que un cadáver; en vuestra Eucaristía, donde velando vuestros eternos esplendores bajo las especies sacramentales, tanto os anonadáis por mí y os exponéis a todos los sacrilegios y ultrajes que hace dieciocho siglos han manchado vuestro tabernáculo; en vuestra Iglesia, tan desconocida, en vuestros Mártires y en vuestros miembros odiados y perseguidos! Pues bien, tantas humillaciones Jesús ha querido sufrirlas todas, las ha amado todas.

¡Y yo, pecador, yo las temo como el fuego, y huyo de ellas con todas las fuerzas de mi amor propio y de mi ceguedad! ¡Cuán diferente es mi corazón del Corazón de mi divino Maestro, abismado voluntaria y gozosamente en las ignominias que reparaban el deshonor que a su Padre harían mis pecados; que me libraban de las eternas confusiones del infierno; que me merecían las glorias del Paraíso; que eran remedio divino y omnipotente de mi detestable orgullo, principio de todos mis pecados; que me traían del cielo la santa humildad, fundamento de todas las virtudes.

Corazón de Jesús, modelo y origen de la humildad, os adoro, os amo y me consagro a Vos para siempre. Humildísima y dulcísima Virgen María alcanzadme del sagrado Corazón de vuestro divino Hijo la gracia de las gracias, que es la santa humildad.

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