Por Monseñor De Segur (1862)
Se ha dicho que la muerte es el eco de la vida. El momento de la muerte es un momento solemne, en que los sofismas pierden su fuerza, en que las ilusiones se disipan y en que la conciencia recobra sus derechos.
En el pleito que las sectas protestantes ponen a la Iglesia, apelemos a ese fallo, cuya autoridad es suprema. Veamos cuál es el juicio de la muerte.
Ha habido protestantes que se han hecho católicos y católicos que se han hecho protestantes. Examinemos como mueren unos y otros.
En presencia de la muerte, como durante la vida, los innumerables protestantes que han entrado en el gremio de la Iglesia Católica, han estado llenos de esperanza y serenidad. Ni una sola expresión de arrepentimiento de haberse convertido, ni una sola inquietud sobre este punto, ni una duda, nada turba sus postreros instantes. Ellos creen, aman y entregan su alma a Dios, dándole gracias de haberlos hecho católicos. Desafío al protestantismo para que me cite un solo hecho siquiera, contrario a esta afirmación. Todos esos Doctores, todos esos ministros, todos esos hombres instruidos y animosos que aunque, se habían educado en el protestantismo y le conocían a fondo porque le habían practicado, le han abandonado para hacerse católicos, mueren como el conde de Stolberg, tan célebre entre los sectarios, que después de convertido murió lleno de gozo y de amor de Dios; bendiciendo al Señor por haberle hecho conocer la verdadera iglesia, recomendando a sus hijos que orasen por los difuntos, y encargándoles que permanecieran firmes en la religión católica. Después de haber recibido con humildad. Los últimos Sacramentos, el ilustre moribundo repetía con celestial alegría: “Alabado sea Jesucristo”.
¡Cuán diferente es la muerte de la mayor parte de los apóstatas, por no decir la de todos! Cuando ellos no han perdido del todo el sentimiento de la fe en Dios y en la inmortalidad del alma, cuando no se han endurecido basta el punto de hacerse materialistas o ateístas ¡cuántas inquietudes, cuántos remordimientos; y cuántos terrores les agitan en sus últimos momentos! Ellos se acuerdan entonces de aquella Iglesia santa que abandonaron; y tiemblan al considerar por qué lo hicieron. Este mundo con sus seducciones, se desvanece delante de sus ojos espantados, cediendo el lugar a los pensamientos del juicio y de la eternidad que se acercan. Si todavía creen en la Sagrada Escritura, leen en ella con terror, aquellas palabras de Nuestro Señor Jesucristo que los condenan: “¿Que le importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”
La muerte de los fundadores del protestantismo, todos o en su mayor parte sacerdotes apóstatas, confirma la verdad de estas reflexiones, de una manera que espanta.
Lutero desesperaba de salvarse. Poco tiempo antes de su muerte, la infeliz mujer con quien vivía como casado, le mostraba una noche el firmamento, sembrado de brillantes estrellas:
- Mira, maestro, le decía ¡qué cielo tan bello!
- No brilla para nosotros -respondió sombríamente el heresiarca.
- ¿Es acaso porque hemos violado nuestros votos? -respondió Catalina.
- Puede ser -repuso Lutero.
- Pues si así fuere -volvió a decir Catalina- es necesario volver sobre nuestros pasos.
- Pues si así fuere -volvió a decir Catalina- es necesario volver sobre nuestros pasos.
-Ya es tarde; el carro está muy atollado -concluyó Lutero, cortando la conversación.
Hallándose el mismo Lutero en Dilseben la víspera del día en que le atacó la apoplejía, decía a sus amigos: “Casi he perdido a Cristo, en esas grandes olas de desesperación en que estoy sepultado”. Después de alguna pausa añadió: “Yo que he salvado a tantos, no puedo salvarme a mí mismo”. Él murió abandonado de Dios, blasfemando hasta el fin, y su última palabra fue una protesta de impenitencia. Su hijo mayor, que dudaba de la Reforma y del reformador, le preguntó por última vez, si perseveraba en la doctrina predicada. “Sí” -murmuró sordamente el gran culpable, y compareció delante de Dios.
Según el protestante Schusselburg, Calvino murió de fiebre escarlatina, devorado por un hormiguero de gusanos y consumido por un tumor ulceroso, cuyo olor infecto no podía soportar ninguno de los asistentes. Este heresiarca exhaló miserablemente su alma culpable, desesperando de salvarse, invocando, a los demonios, profiriendo los mas execrables juramentos y las más horribles blasfemias. Juan Haren, su discípulo, y testigo ocular de su muerte, refiere que “Calvino murió desesperado, de una de esas muertes vergonzosas y desagradables, con que Dios ha amenazado a los impíos y a los réprobos... Yo puedo atestiguarlo porque le he visto con mis ojos”.
Espalatino, Justo Jonás, Isinder y muchos otros amigos de Lutero y corifeos del protestantismo, perecieron desesperados los unos y locos los otros.
Enrique VIII murió diciendo que había perdido el cielo; y su digna hija Isabel, expiró en medio de una desolación profunda, echada en el suelo, pues no se atrevía a estar en la cama, porque al principio de su enfermedad le había parecido ver su cuerpo todo descarnado, palpitando en un brasero de fuego.
¡Plegue al cielo que en vista de estas muertes espantosas y considerando lo que es la eternidad, nuestros pobres hermanos, los católicos que puedan ser tentados a abandonar la fe de la Iglesia, para seguir a aquellos desventurados heresiarcas, se acuerden de que ha de llegar un día en que ellos también han de dar cuenta a Dios! Si piensan en la muerte, en el juicio y en el infierno, yo les aseguro que no se harán protestantes.
Sin embargo, si algunos han tenido la desgracia de ceder a la tentación y de renegar de la fe católica, que no desesperen de la misericordia Divina; y para esto que escuchen la historia, perfectamente verídica de la muerte de un apóstata más culpable que otros.
En un país limítrofe del norte de la Alemania, vivía un sacerdote olvidado de los deberes de su santo estado. A fuerza de caer de desorden en desorden, llegó a tal exceso, que abjuró la fe y huyó de su patria para hacerse protestante. Aceptó además una colocación de pastor; y así de predicador de la verdad, se volvió maestro del error. En este estado de enemistad con Dios pasó muchos años. Un día le convidó a comer un predicador protestante, de una ciudad grande, que reunía en su mesa a otros muchos pastores protestantes de las inmediaciones. Mientras que juntos se divertían, vinieron a decir al pastor, dueño de la casa, que un pobre hombre se estaba muriendo y parecía tener necesidad de algunos auxilios espirituales. Yo no sé por qué motivo, el pastor no pudo ir a ver al enfermo, y, en consecuencia, el sacerdote apóstata se ofreció a reemplazarle en aquel ministerio. Su oferta fue aceptada. Pronto le introdujeron en un cuarto, donde yacía en cama un anciano, próximo ya a exhalar el último suspiro. El enfermo estaba desesperado. Le leyó el apóstata algunos pasajes de la Biblia; pero el moribundo por toda respuesta le dijo:
- Yo estoy perdido, no hay perdón para mí. ¡Ay de mí! ¡Estoy condenado!
Quería el apóstata tranquilizarle, exhortándole a cobrar confianza.
- No, no -repuso el otro- nadie puede auxiliarme, yo no puedo ir al Cielo: mi pecado es demasiado enorme, debo ser condenado.
-Pero por amor de Dios ¿qué es? -repuso el apóstata- ¿De qué os sentís tan cargado el corazón?
Y el moribundo sólo le respondía con las mismas palabras de desesperación.
Se rindió, por fin, el moribundo a las vivas instancias del apóstata, y le dijo:
- Lo que hace que para mí ya no haya ni salvación, ni cielo, es que soy un sacerdote apóstata; y a este pecado he añadido otros, he resistido a las solicitaciones de la gracia, he rechazado las divinas misericordias... ¡Ay! mi falta es demasiado grande para que pueda ser perdonada. Estoy perdido. Nadie puede ayudarme.
Una revelación como esta, llenó de turbación el alma del apóstata, que veía en aquel cuadro su propio retrato. En aquel momento la antigua fe le representó que había un poder divino e inamisible, conferido al sacerdote cuando se ordena; y él, con una voz conmovida, dijo al moribundo:
- Hermano querido, yo puedo ayudaros. Esto es tan cierto como que Dios existe; yo puedo ayudaros... Yo también soy un sacerdote católico, os lo aseguro; y lo mismo que vos, yo también soy un renegado y estoy excomulgado. Pero como sabéis, en este artículo de la muerte, puedo absolveros, aunque me halle en ese estado.
Fue esto para el pobre moribundo, como si un ángel hubiese venido del cielo para darle consuelo y esperanza. Vencido por la infinita misericordia de Dios, que a la hora última de su vida, aun le ofrecía el perdón, y con el perdón otras gracias y la seguridad de salvarse, si hacia una buena confesión; la hizo con los sentimientos del más vivo dolor y del más sincero arrepentimiento, obtuvo la absolución y murió en la paz del Señor. Este golpe triunfante del amor divino, que quiere la salvación de todos los hombres y busca a los más grandes pecadores hasta su último aliento, hirió de tal manera al que había sido instrumento de tamaña misericordia, que mudado inmediatamente su corazón por la omnipotencia de la gracia, desde aquel momento resolvió convertirse. De vuelta a la casa del convite, halló todavía reunidos a los comensales y les dijo:
- Adiós, señores. Yo me vuelvo al gremio de la Iglesia Católica, a la cual había abandonado con tanta perfidia. Acabo de ver cuán terrible es la hora de la muerte para un apóstata. Gracias a Dios, por su especial providencia, yo me hallé ahí para ser, aunque indigno, instrumento de su misericordia; y pues esa misma misericordia infinita me llama a penitencia, voy a hacerla para reconciliarme con el Señor y salvarme”.
Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.
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