Por Bruno M.
El mes pasado, leí unas declaraciones de Giorgia Meloni, Presidente del Gobierno italiano, que tuvieron mucho eco en los medios. Me propuse escribir sobre ellas, pero hasta ahora los afanes normales de la vida y los más espirituales de la Semana Santa me lo han impedido. No quiero dejarlas pasar, sin embargo, porque creo que apuntan a una cuestión fundamental:
“Sigo creyendo en Occidente. No como lugar físico, sino como civilización. Una civilización nacida del encuentro entre la filosofía griega, el derecho romano y los valores cristianos”.Muchos católicos se alegraron cuando se publicaron estas palabras, porque no es frecuente que los políticos mencionen el cristianismo de forma positiva, ni siquiera de refilón. Por eso enseguida difundieron las declaraciones por todas partes, como un ejemplo de lo que debe ser un buen político. Yo también me alegré al leer lo que había dicho Meloni, pero después sentí una gran tristeza.
A fin de cuentas, ¿de qué valen los valores cristianos sin Cristo? Se convierten inmediatamente en sal sosa. Para nada sirven ya, más que para tirarlos fuera y que los pise la gente. Más aún, ¿cuánto pueden subsistir esos valores cristianos sin su cimiento, que es Jesucristo, la piedra que desecharon los constructores y se ha convertido en piedra angular? Ya lo hemos visto: apenas nada.
Cuando nacieron mis padres, España era una nación de leyes cristianas y “valores cristianos” a grandes rasgos, pero, cuando han nacido mis hijos, esos valores cristianos de la legislación habían desaparecido. Mejor dicho, en muchos casos habían sido sustituidos por valores marcadamente anticristianos. A veces se mantenían las mismas palabras, pero con significados opuestos a lo que anteriormente querían decir. ¿Por qué? Porque los españoles habían dejado de ser cristianos. Los valores cristianos sin fe son como una casa construida sobre arena.
Lo más triste es que, durante más de medio siglo, los católicos nos hemos dejado engañar con la palabrería de los “valores cristianos”, el “humanismo cristiano” y demás expresiones sin valor, que, en realidad, eran una forma de secularizar el cristianismo, vaciándolo de su esencia, pero sin que se notase mucho. Gracias a la excusa de los “valores cristianos” y el “humanismo cristiano”, la rana de la Iglesia se ha ido cociendo poco a poco y sin enterarse.
Los políticos, que son sinvergüenzas, pero astutos, fueron los primeros en darse cuenta de la oportunidad de usar el “humanismo cristiano”. En efecto, les permitía mantener contenta a la parte del electorado que aún era católica, sin verse obligados a respetar en lo más mínimo el cristianismo o su moral. Descubrieron que apelar a los valores cristianos no comprometía absolutamente a nada y, siempre que lo hicieran despacito para no alarmar, podían meter impunemente dentro de ellos el divorcio, el aborto, la eutanasia, la disolución de la familia, el relativismo, la idolatría de la democracia y cualquier otra cosa. ¿Por qué no? A fin de cuentas, la luz de la doctrina es molesta porque saca a la luz nuestros errores, pero, en la penumbra de los “valores”, todos los gatos son pardos. No me estoy inventando nada: esto es lo que ha sucedido y sigue sucediendo en España, Italia y, en general, en todos los países de Occidente.
Por desgracia, los eclesiásticos también se han dejado llevar por esta moda, apuntándose al carro del “humanismo cristiano”. Así, los políticos tuvieron la satisfacción de desnaturalizar el cristianismo y descristianizar sus países con todas las bendiciones de sus conferencias episcopales. De hecho, asombrosamente, siguen contando con esas bendiciones, aunque ya no les hacen mucho caso, porque la descristianización ya se ha conseguido y el voto católico ha pasado a ser irrelevante.
Para mayor desgracia aún, la bendición de la secularización también se realizó ad intra en el interior de la Iglesia. En esto, la resistencia de los buenos clérigos y laicos ha sido mayor, gracias a Dios, pero hasta el momento el rodillo secularizador ha seguido avanzando: “fraternidad humana” en lugar de unidad en Cristo, sustitución de la moral católica por las perpetuamente cambiantes ideologías mundanas, transformación de las misiones ad gentes en mera obra social, sustitución de la conversión a Cristo por el “diálogo interreligioso”, censura de las partes incómodas de la Escritura y la Tradición, privatización y folclorización de la fe, aversión a los signos externos católicos, colegios religiosos indistinguibles de los estatales, “sinodalización” como triste remedo de la diosa democracia y un larguísimo etcétera.
El resultado inevitable ha sido la apostasía masiva. Millones de católicos han abandonado y siguen abandonando la Iglesia. Y no es de extrañar, porque esos nebulosos valores y humanismos se pueden tener igual sin la molestia de ir a Misa, aguantar a los curas y echar dinerito en el cestillo. Dicho de otra forma, para ser cristianos indistinguibles de los paganos, los hombres de nuestro tiempo prefieren prescindir de intermediarios y hacerse directamente paganos.
En conclusión, yo no creo en Occidente, porque Occidente sin Dios, por muchos supuestos valores supuestamente “cristianos” que supuestamente tenga, no vale absolutamente nada. Como, por otro lado, podemos comprobar a nuestro alrededor: las naciones de Occidente se han hundido en los peores vicios, en las ideologías más destructivas y en la amoralidad más completa que hoy puede encontrarse en el mundo.
Volvamos a lo que sabíamos hacer y a lo que era nuestra auténtica misión. Volvamos a anunciar a Jesucristo y la fe católica, sin rebajas, sucedáneos ni excusas. Eso es lo que salva al mundo. No se nos ha dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos. Volvamos a ser orgullosamente cristianos.
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