Por John Horvat II
En el horizonte político aparece una nueva figura que no augura nada bueno para el movimiento conservador. Es la figura del “cristiano cultural”.
Durante décadas, la cultura y los cristianos hemos estado asociados a la Batalla Cultural, centrada en temas polémicos como el aborto, el matrimonio y otros temas morales. El cristianismo aportó el dinamismo a esta batalla, aportando numerosas victorias al movimiento conservador. Lo que hizo efectiva esta iniciativa fueron los cristianos que se negaron a transigir en la moral y la fe.
El ascenso del “cristiano cultural”
El nuevo “cristiano cultural” representa una mezcla completamente diferente de cultura y fe. Estas personas no ven la religión como una profesión de fe ni siquiera como la adhesión a un código moral. No practican la fe, sino que simplemente se identifican con ella.
El suyo es un cristianismo secularizado, reducido a una simple “identidad cultural” sin ningún compromiso espiritual especial. Su apego al cristianismo se limita a aquellos valores culturales que resultan útiles para oponerse a la asfixiante agenda progresista y la cultura liberal actual. Por lo tanto, tienen poco respeto por la adoración al único Dios Verdadero y la fiel obediencia a su Ley. Estos recién llegados tienden a abandonar la antigua Batalla Cultural.
Esta estrategia errónea de promover a estos cristianos superficiales terminará en desastre. Esta tendencia diluye el mensaje cristiano, de modo que los cristianos culturales disfrutan de todas las ventajas del cristianismo sin observar su estricto código moral.
La revista izquierdista The New Republic advierte que estos individuos sin creencias firmes se están apoderando del movimiento conservador.
Una tendencia peligrosa
Lo que hace que esta tendencia sea tan peligrosa es lo poco que se necesita para ser un “cristiano cultural”. La etiqueta puede aplicarse a casi cualquiera bajo el menor pretexto. Quienes muestran la más mínima simpatía por vagos valores cristianos pueden ganarse el título. Incluso la vida personal más escandalosa puede pasar desapercibida cuando se la persigue con este apelativo.
Así, la etiqueta de “cristiano cultural” se aplica a una amplia gama de posiciones que se apartan radicalmente del cristianismo tradicional.
Por ejemplo, el “cristiano cultural” más conocido es Elon Musk. Se dice que es padre de doce hijos (ocho por fecundación in vitro) con tres mujeres diferentes. Se le considera parte de este movimiento porque afirma apreciar algunos valores cristianos.
Otros ni siquiera tienen que identificarse como “cristianos culturales” para ser considerados. Basta con que las celebridades e influencers hagan comentarios religiosos casuales para que la gente les reconozca la distinción de “cristianos culturales”.
No hace falta ser cristiano para ser un “cristiano cultural”. Basta con ser “espiritual”. Se pueden tener credenciales hindúes o de alguna secta new age y proclamar “Dios es real” para pasar a integrar las filas de los “cristianos culturales”.
Finalmente, ni siquiera es necesario creer en Dios para ser un “cristiano cultural”. El ejemplo supremo es el famoso ateo Richard Dawkins, quien ahora se autoidentifica como “cristiano cultural” porque cree que “el cristianismo beneficia a la sociedad”. A él se suma el psicólogo junguiano ateo Jordan Peterson, quien comparte algunos principios cristianos, pero nunca se convierte.
Esos compromisos superficiales con el cristianismo y las correspondientes vidas personales cuestionables nunca podrán desempeñar el papel transformador necesario para producir cambios profundos en la sociedad.
Poniendo la religión en una caja cultural
El auge de los “cristianos culturales” refleja un esfuerzo por desplazar la narrativa de las cuestiones religiosas y morales hacia “perspectivas culturales”. Estas figuras admiten que no hay nada malo en la religión siempre que se ajuste a un marco cultural.
“Deberíamos entender la religión no como el fundamento moral sobre el que se construyen la cultura y la moralidad de una nación”, escribe el escritor conservador estadounidense Oren Cass, “sino como la forma en la que se vierten muchas ideas y mucha experiencia, moldeándolas y manteniéndolas en pie”.
Así, la religión se convierte en una identidad, una etiqueta o un encasillamiento con un gran valor cultural, pero sin necesidad de fe ni moral. Los “cristianos culturales” afirman que este marco ayuda tanto a creyentes como a no creyentes a oponerse a las fuerzas corrosivas de las ideologías progresistas y al caos que amenazan al mundo.
Los “cristianos culturales”, especialmente los no creyentes, abrazan los efectos culturales inmensamente fructíferos del cristianismo sin retornar a la causa. No ven la necesidad de adorar a Dios ni de guardar su Ley. Les basta con cambiar la cultura externa.
Excluyendo a Dios de la historia
Esta conclusión es donde se equivocan los cristianos culturales. Al limitarse a promover los efectos del cristianismo, excluyen del debate a Dios y su acción en la sociedad.
Así, la reacción a la tiranía progresista se ve desprovista de sus elementos más dinámicos. Como señala el pensador católico Prof. Plinio Corrêa de Oliveira , la gracia de Dios y la práctica de la virtud son las fuerzas impulsoras de cualquier reacción contrarrevolucionaria.
En el “cristianismo cultural”, cualquier pedido de ayuda oficial a Dios queda descartado en esta visión secular que niega la realidad sobrenatural y obliga a los cristianos a actuar como si Dios no existiera.
Pero, por supuesto, Dios existe, y en su Providencia, Él protege a su pueblo. Los cristianos deben actuar en consecuencia, aceptando, y no negando, su acción.
No puede haber cristianismo sin Cristo. Desde sus inicios, los cristianos siempre han transformado la cultura. Sin embargo, el mayor peligro surge cuando una cultura secularizada finge ser amigable e intenta transformar a los cristianos a su imagen y semejanza.
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