viernes, 27 de julio de 2001

DISCURSO DEL PAPA PIO XII A LOS PARTICIPANTES EN EL I CONGRESO INTERNACIONAL DE ALTA MODA (8 DE NOVIEMBRE DE 1957)


Discurso del Papa Pío XII en el Congreso de la Unión Latina de la Alta Costura Di gran cuore.


Os acogemos de corazón, amados hijos e hijas, promotores y asociados de la “Unión Latina de Alta Moda”, que habéis querido acudir a Nuestra presencia para dar testimonio de vuestra devoción filial y, al mismo tiempo, implorar los favores celestiales sobre vuestra Unión, poniéndola, desde su nacimiento, bajo los auspicios de Aquel, a cuya gloria debe dirigirse toda actividad humana, incluso las que parecen profanas, según el precepto del Apóstol de los gentiles: “Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis otras cosas, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor. 10, 31).

Os proponéis tratar un problema, tan delicado como complejo, de miras e intenciones cristianas, cuyas ineludibles repercusiones morales han sido en todos los tiempos objeto de atención e inquietud por parte de aquellos cuyo oficio es, en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, esforzarse por preservar a las almas de las asechanzas de la corrupción y a toda la comunidad de la decadencia de las costumbres: el problema, es decir, de la moda, especialmente femenina.

Es justo que vuestras generosas intenciones se vean correspondidas por nuestra gratitud y la de la Iglesia, y por el ferviente deseo de que vuestra Unión, nacida e inspirada por una sana conciencia religiosa y civil, obtenga, mediante la autodisciplina ilustrada de los propios creadores de moda, el doble objetivo declarado en vuestros estatutos: moralizar este importante sector de la vida pública y contribuir a elevar la moda a la categoría de instrumento y expresión de una civilización bien intencionada.

Deseosos de alentar tan loable empresa, nos permitimos gustosamente el deseo que se nos ha manifestado de expresaros algunas reflexiones, en particular sobre el correcto planteamiento del problema y sus aspectos morales, indicando también algunas sugerencias prácticas para asegurar a la Unión una autoridad bien aceptada en un campo a menudo tan controvertido.

I - ALGUNOS ASPECTOS GENERALES DE LA MODA

Siguiendo el consejo de la sabiduría antigua, que señala la finalidad de las cosas como el criterio supremo de toda valoración teórica y la certeza de las normas morales, será útil recordar qué propósitos se ha fijado siempre el hombre al recurrir al vestido. Sin duda obedece a las tres necesidades bien conocidas de higiene, modestia y decoro. Estas tres necesidades están tan profundamente arraigadas en la naturaleza que no pueden desatenderse, ni contradecirse, sin provocar repulsión y prejuicios. Conservan su carácter de necesidad hoy como en el pasado; se encuentran en casi todos los linajes; se hallan en todas las formas de la vasta gama en que se ha concretado histórica y etnológicamente la necesidad natural del vestido. Es importante señalar la estrecha y sólida interdependencia entre las tres necesidades, a pesar de que brotan de fuentes diferentes: una del lado físico, la otra del espiritual, la tercera del complejo psicológico-artístico.

La exigencia higiénica del vestido concierne sobre todo al clima, a sus variaciones y a otros agentes externos como posibles causas de incomodidad o dolencia. De la mencionada interdependencia se deduce que la razón, o mejor dicho, el pretexto higiénico no es válido para justificar la licencia deplorable, sobre todo en público y fuera de casos excepcionales de necesidad probada, incluso en los que, por otra parte, cualquier alma bien nacida no podrá escapar a la angustia de una perturbación espontánea, expresada exteriormente por el enrojecimiento natural. Del mismo modo, una manera de vestir perjudicial para la salud, de la cual se citan no pocos ejemplos en la historia de la moda, no puede legitimarse con el pretexto de la estética; del mismo modo que las normas comunes del pudor deben ceder ante la necesidad de los cuidados médicos, que, aunque parezcan violarlas, las respetan con la debida cautela moral.

Igualmente evidente, como origen y finalidad del vestido, es la exigencia natural del pudor, entendido tanto en su sentido más amplio, que incluye también la debida consideración a la sensibilidad ajena ante los objetos repugnantes a la vista; como, sobre todo, como protección de la honestidad moral y escudo contra la sensualidad desordenada. La singular opinión que atribuye el sentido del pudor a la relatividad de tal o cual educación; que, por el contrario, lo considera casi una deformación conceptual de la realidad inocente, un falso producto de la civilización, e incluso un estímulo a la deshonestidad y una fuente de hipocresía, no se apoya en ninguna razón seria; por el contrario, encuentra una condena explícita en la repugnancia sobrevenida de quienes a veces se atrevieron a adoptarlo como sistema de vida, confirmando así la rectitud del sentido común, manifiesta en las costumbres universales. El pudor, dada su significación estrictamente moral, cualquiera que sea su origen, se basa en la tendencia innata y más o menos consciente de cada individuo a defender el propio bien físico de la codicia indiscriminada de los demás, para reservarlo, con una prudente elección de las circunstancias, a los sabios fines del Creador, que Él mismo puso bajo el manto de la castidad y del pudor. Esta segunda virtud, el pudor, cuyo sinónimo “modestia” (de modus, medida, limitación) tal vez exprese mejor la función de gobernar y dominar las pasiones, particularmente las sensuales, es el baluarte natural de la castidad, su protección válida, pues modera los actos próximos al objeto propio de la castidad. Como una escolta avanzada, el pudor hace sentir al hombre su advertencia desde que adquiere el uso de razón, incluso antes de que aprenda la noción de castidad y su objeto, y le acompaña a lo largo de toda su vida, exigiendo que ciertos actos, honestos en sí mismos, porque divinamente dispuestos, sean protegidos por el discreto velo de la sombra y la reserva del silencio, como para conciliarlos con el respeto debido a la dignidad de su gran finalidad.

Es, pues, justo que el pudor, como depositario de tan preciosos bienes, reclame para sí una autoridad que prevalezca sobre cualquier otra tendencia o capricho, y presida la determinación de los estilos de vestir.

Y he aquí la tercera finalidad del vestido, de la que deriva más directamente la moda, y que responde a la necesidad innata, más vivamente sentida por la mujer, de resaltar la belleza y la dignidad de la persona, con los mismos medios que satisfacen las otras dos. Para no restringir el alcance de esta tercera necesidad únicamente a la belleza física, y mucho más para desvincular el fenómeno de la moda del afán de seducción como su primera y única causa, es preferible el término decoro al de embellecimiento. La inclinación a adornar la propia persona procede manifiestamente de la naturaleza y, por lo tanto, es legítima.

Independientemente del uso del vestido para disimular imperfecciones físicas, la juventud exige de él ese brillo de esplendor, que canta el tema feliz de la primavera de la vida y facilita, en armonía con los dictados del pudor, las premisas psicológicas necesarias para la formación de nuevas familias; mientras que la edad madura pretende obtener del vestido apropiado un aura de dignidad, seriedad y serena alegría. En todos los casos en que se trate de acentuar la belleza moral de la persona, el estilo del vestido será tal que casi eclipse el físico en la austera sombra del ocultamiento, para desviarla de la atención de los sentidos y concentrarla, en cambio, en el espíritu.

El vestido, considerado desde este lado más amplio, tiene su propio lenguaje multiforme y eficaz, a veces espontáneo, y por lo tanto, fiel intérprete de sentimientos y costumbres, a veces convencional y artificial, y en consecuencia escasamente sincero. En todos los sentidos, el vestido sirve para expresar la alegría o el luto, la autoridad o el poder, el orgullo o la sencillez, la riqueza o la pobreza, lo sagrado o lo profano. La concreción de las formas de expresión depende de las tradiciones y la cultura de tal o cual pueblo, mientras que su mutabilidad es tanto más lenta cuanto más estables son las instituciones, los caracteres y los sentimientos que esas modas interpretan.

El énfasis en la belleza física viene dado expresamente por la moda, una antigua forma de arte de origen incierto, compleja por los factores psicológicos y sociales que se mezclan en ella, y que en la actualidad ha alcanzado una importancia incuestionable en la vida pública, tanto como expresión estética del traje como deseo público y convergencia de importantes intereses económicos. Una observación en profundidad del fenómeno demuestra que la moda no es sólo una forma extraña, sino un punto de encuentro de diversos factores psicológicos y morales, como el gusto por la belleza, la sed de novedad, la afirmación de la personalidad, la intolerancia a la monotonía, así como el lujo, la ambición y la vanidad. La moda es, en efecto, elegancia, pero condicionada por una mutación continua, de tal modo que su propia inestabilidad le confiere su impronta más evidente. La razón de su perpetua mutación, más lenta en sus líneas fundamentales, pero muy rápida en sus variaciones secundarias, que ya se han convertido en estacionales, parece encontrarse en la ansiedad por superar el pasado, facilitada por la naturaleza frenética de la época contemporánea, que tiene el tremendo poder de quemar rápidamente todo lo destinado a la satisfacción de la imaginación y los sentidos. Es comprensible que las nuevas generaciones, que luchan por su propio futuro, soñado como diferente y mejor que el de sus padres, sientan la necesidad de desprenderse de aquellas formas no sólo de vestir, sino de objetos y mobiliario, que más descaradamente recuerdan un modo de vida que quieren superar. Pero la extrema inestabilidad de la moda actual está sobre todo determinada por la voluntad de sus creadores y guías, que tienen de su parte algunos medios desconocidos en el pasado, como la enorme y variada producción textil, la fertilidad inventiva de los “modelistas”, la facilidad de los medios de información y “lanzamiento” en la prensa, el cine, la televisión y en las exposiciones y “desfiles de moda”. La rapidez de los cambios también se ve favorecida por una especie de competencia muda, ciertamente no nueva, entre las “élites”, deseosas de afirmar su personalidad con formas originales de vestir, y el público, que se las apropia inmediatamente, con imitaciones más o menos felices. Tampoco hay que pasar por alto el otro motivo sutil y decadente: el estudio de los “modelistas” que, para garantizar el éxito de sus “creaciones”, se centran en el factor de la seducción, conscientes del efecto que pueden producir la sorpresa y el capricho continuamente renovados.

Otra característica de la moda actual es que, sin dejar de ser ante todo un hecho estético, ha adquirido también las propiedades de un elemento económico de grandes proporciones. Los pocos modistos de alta costura de antaño, que dictaban sin discusión las leyes de la elegancia al mundo culto europeo desde tal o cual metrópoli, han sido sustituidos por numerosas organizaciones, poderosas en cuanto a medios financieros, que, al tiempo que satisfacen la necesidad de ropa, modelan el gusto de la población, estimulan sus deseos para construir mercados cada vez más amplios. Las causas de esta transformación hay que buscarlas, por una parte, en la llamada “democratización” de la moda, por la que un número cada vez mayor de individuos se ven sometidos al encanto de la elegancia, y, por otra, en el progreso técnico, que permite la producción en serie de modelos que, de otro modo, serían caros, pero que ahora se pueden adquirir fácilmente en el llamado mercado del “prêt-à-porter”. Así ha surgido el mundo de la moda, que engloba a artistas y artesanos, industriales y comerciantes, editores y críticos, así como a toda una clase de humildes trabajadores y trabajadoras, que viven de la moda.

Aunque el factor económico es el motor de esta actividad, el alma de la misma es siempre el “patronista”, es decir, aquel que con una ingeniosa elección de tejidos, colores, corte, línea y adornos accesorios, da vida a un nuevo modelo expresivo que sea del agrado del gran público. No hay que decir lo difícil que es este arte, fruto del genio y la habilidad, y mucho más, de la sensibilidad al gusto del momento. Un modelo, cuyo éxito es seguro, adquiere la importancia de un invento; se rodea de secretismo, a la espera del “lanzamiento”; luego, puesto a la venta, alcanza precios elevados, mientras los medios de comunicación le dan amplia difusión, hablando de él como si fuera un acontecimiento de interés nacional. La influencia de los “patronistas” es tan decisiva que la propia industria textil se guía por ellos a la hora de determinar su producción, tanto en términos de calidad como de cantidad. Igualmente grande es su influencia social en el papel que desempeñan en la interpretación de las costumbres públicas; pues si la moda ha sido siempre la expresión externa de las costumbres de un pueblo, hoy lo es aún más que cuando era el resultado de la reflexión y el estudio.

Pero la formación del gusto y de las preferencias del pueblo y la orientación de la propia sociedad hacia costumbres serias o decadentes no dependen sólo de los modelistas, sino de todo el complejo organizado de la moda, especialmente de los fabricantes y de los críticos, en ese sector más refinado que tiene por clientes a las clases sociales más altas, asumiendo el nombre de “Alta Costura”, casi como para designar la fuente de las corrientes que el pueblo seguirá luego, casi a ciegas y como por imposición mágica.

Ahora bien, ante tantos valores elevados, puestos en tela de juicio por la moda y a veces en peligro, como hemos enumerado aquí en rápida sucesión, parece providencial la labor de personas formadas técnica y cristianamente que se proponen contribuir a liberar la moda de tendencias poco recomendables; de personas que ven en ella ante todo el arte de la confección, cuya finalidad es, aunque sea parcialmente, resaltar moderadamente la belleza del cuerpo humano, obra maestra de la creación divina, pero de tal manera que no se oscurezca sino que, por el contrario, se exalte -como dice el Príncipe de los Apóstoles- “el ornamento incorruptible de un espíritu tranquilo y modesto, que es tan precioso a los ojos de Dios” (1 Pe. 3, 4).

II - PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA MORAL DE LA MODA Y SUS SOLUCIONES

Salvo que conciliar en equilibrada armonía el adorno exterior de la persona con el adorno interior de “un espíritu tranquilo y modesto” constituye el problema de la moda. Pero ¿existe realmente -se preguntan algunos- un problema moral en torno a un hecho tan exterior, contingente y relativo como la moda? Y, concedido, ¿en qué términos debe plantearse el problema y con qué principios debe resolverse?

No es necesario deplorar aquí extensamente la insistencia de no pocos contemporáneos en el empeño de sustraer las actividades externas del hombre al ámbito moral, como si pertenecieran a otro universo y el hombre mismo no fuera su sujeto, su término y, por lo tanto, su responsabilidad ante el Supremo Ordenador de todas las cosas. Es cierto que la moda, como el arte, la ciencia, la política y otras actividades similares llamadas profanas, tienen sus propias reglas para alcanzar los fines inmediatos a los que están destinadas; sin embargo, su sujeto es invariablemente el hombre, que no puede prescindir de orientar esas actividades hacia el fin último y supremo, al que él mismo está esencial y totalmente ordenado. Existe, pues, el problema moral de la moda, no sólo como actividad genéricamente humana, sino más específicamente, en cuanto que se desarrolla en un campo común, o al menos muy próximo, a valores morales evidentes, y, más aún, en cuanto que los fines, en sí honestos, de la moda, están más expuestos a ser confundidos por las inclinaciones piadosas de la naturaleza humana caída por la culpa original, y transformados en ocasiones de pecado y escándalo. Esta propensión de la naturaleza corrompida al mal uso de la moda llevó a la tradición eclesiástica a tratarla no pocas veces con recelo y severos juicios, expresados por insignes oradores sagrados con viva firmeza, y por celosos misioneros, incluso con la “quema de vanidades”, que, de acuerdo con la costumbre y austeridad de los tiempos, se estimaban de eficaz elocuencia entre el pueblo. De tales manifestaciones de severidad, que en el fondo mostraban la maternal preocupación de la Iglesia por el bien de las almas y los valores morales de la civilización, no puede deducirse, sin embargo, que el cristianismo exija una abjuración casi absoluta del culto o cuidado de la persona física y de su decoro externo. Quien concluyera en este sentido demostraría que ha olvidado lo que escribió el Apóstol de las gentes: “Que las mujeres se atavíen con ropas decorosas, con veracidad y modestia” (1 Tim. 2, 9).

La Iglesia, por lo tanto, ni culpa ni condena la moda, cuando está destinada al decoro y adorno propio del cuerpo; sin embargo, nunca deja de advertir a los fieles contra su fácil decadencia.

Esta actitud positiva de la Iglesia deriva de motivos mucho más elevados que los meramente estéticos o hedonistas asumidos por un paganismo resucitado. Ella sabe y enseña que el cuerpo humano, obra maestra de Dios en el mundo visible al servicio del alma, fue elevado por el divino Redentor a templo e instrumento del Espíritu Santo, y debe ser respetado como tal. Por lo tanto, su belleza no debe ser exaltada como un fin en sí misma, y mucho menos de manera que rebaje esa dignidad adquirida.

En el terreno concreto, es innegable que junto a una moda honesta hay otra indecorosa, que es causa de perturbación en los espíritus ordenados, cuando no también incentivo para el mal. Siempre es difícil señalar con normas universales las fronteras entre lo honesto y lo indecoroso, ya que la valoración moral de un peinado depende de muchos factores; sin embargo, la llamada relatividad de la moda respecto a épocas, lugares, personas y educación no es razón válida para renunciar “a priori” a un juicio moral sobre tal o cual moda que en el momento traspase los límites del pudor normal. Éste, casi sin ser cuestionado, percibe de inmediato dónde acechan la proclividad y la seducción, la idolatría de la materia y el lujo, o la simple frivolidad; y si los artesanos de la moda indecorosa son hábiles para introducir de contrabando la perversión, mezclándola en un conjunto de elementos estéticos honestos en sí mismos, es por desgracia más justo que la sensualidad humana la descubra y se apreste a sentir su encanto. La mayor sensibilidad para percibir la insidia del mal, aquí como en otras partes, lejos de constituir un título de culpa para los que están dotados de ella, como si sólo fuera efecto de la depravación interior, es, por el contrario, la marca de un espíritu libre y de la vigilancia sobre las pasiones. Pero por vasta e inestable que sea la relatividad moral de la moda, siempre hay un absoluto que salvar, habiendo atendido a la advertencia de la conciencia, al advertir el peligro: la moda nunca debe proporcionar una ocasión próxima para el pecado.

Entre los elementos objetivos que contribuyen a la formación de una moda indecorosa figura en primer lugar la mala intención de sus creadores. Cuando pretenden suscitar fantasmas y sensaciones indecorosas con sus modelos, no les falta, aun sin llegar a los extremos, una técnica de malicia disimulada. Saben, entre otras cosas, que la audacia en tales materias no puede ir más allá de ciertos límites, pero saben también que el efecto buscado se encuentra a poca distancia de éstos, y que una hábil mezcla de elementos artísticos y serios con otros de peor calidad tienen más probabilidades de sorprender a la imaginación y a los sentidos, haciendo al mismo tiempo que el modelo sea aceptable para las personas que desean el mismo efecto, sin por ello comprometer, al menos en su opinión, el buen nombre de las personas honradas. Toda reorganización de la moda debe partir, pues, de la intención tanto del modelo como de su portador: en uno y en otro, debe despertarse de nuevo la conciencia de la responsabilidad por las consecuencias nefastas que pueden derivarse de un atuendo demasiado atrevido, sobre todo cuando se lleva en la vía pública.

De manera más general, la inmoralidad de ciertas modas depende, en gran medida, de los excesos, tanto de inmodestia como de lujo. En cuanto a los primeros, que prácticamente ponen en tela de juicio el corte, deben evaluarse no según la estimación de una sociedad decadente o ya corrompida, sino según las aspiraciones de una sociedad que aprecia la dignidad y la seriedad de las costumbres públicas. Suele decirse, y casi con inerte resignación, que la moda expresa las costumbres de un pueblo; pero sería más exacto y más útil decir que expresa la voluntad y la dirección moral que una nación se propone tomar, es decir, si naufragar en el salvajismo, o mantenerse en el nivel al que la religión y la civilización la han elevado.

No menos nefastos, aunque en un campo diferente, son los excesos de la moda, cuando se le asigna el oficio de satisfacer la sed de lujo. El escaso mérito del lujo, como fuente de trabajo, queda casi siempre anulado por los graves trastornos que ocasiona en la vida privada y pública. Aparte del despilfarro de riquezas que el lujo excesivo exige de sus adoradores, la mayoría de los cuales están destinados a ser devorados por él, suena siempre como un insulto a la honradez de quienes viven de su trabajo, al tiempo que revela un cinismo de espíritu hacia la pobreza, ya sea denunciando la ganancia demasiado fácil, ya sea sembrando la sospecha sobre la conducta de vida de quienes se rodean de ella. Allí donde la conciencia moral no modera el uso de las riquezas, por honradamente que se hayan ganado, o se levantan temibles barreras de clase, o la sociedad en su conjunto irá a la deriva, enervada por la carrera hacia la utopía de la felicidad material.

Mencionar los daños que el desenfreno de la moda puede causar a las personas y a la sociedad, no significa que queramos frenar su fuerza expansiva, ni frenar el instinto creativo de sus creadores, ni reducirla al inmovilismo de la moda, a la monotonía o a la severidad sombría, sino más bien mostrarle el camino correcto, para que pueda alcanzar el objetivo de ser fiel intérprete de la tradición civil y cristiana. Para conseguirlo, hay algunos principios, casi piedras angulares en la solución del problema moral de la moda, de los que es fácil deducir normas más concretas.

El primero es no dar demasiada poca importancia a la influencia de la propia moda, tanto para bien como para mal. El lenguaje del vestir, como ya hemos dicho, es tanto más eficaz cuanto más frecuentemente es utilizado y comprendido por todos. La sociedad, por así decirlo, habla por el vestido que lleva; por el vestido revela sus aspiraciones secretas, y lo utiliza, al menos en parte, para construir o destruir su propio futuro. Pero el cristiano, sea autor o cliente, se guardará de los peligros y de la ruina espiritual que siembran las modas inmodestas, especialmente las públicas, por la coherencia que debe existir entre la doctrina profesada y la conducta externa. Recordará la alta pureza que el Redentor exige de sus discípulos, incluso en sus miradas y pensamientos; y recordará también la severidad mostrada por Dios con los sembradores de escándalo. A este respecto, cabe recordar la poderosa página del profeta Isaías, en la que predice la desgracia destinada a la ciudad santa de Sión a causa de la impudicia de sus hijas (cf. Is 3, 16-24); y aquella otra en la que el supremo poeta italiano expresaba, con palabras ardientes, su indignación por la maldad que se extendía en su ciudad (cf. Purg 23, 94-108).

El segundo principio es que hay que dominar la moda, en lugar de abandonarla al capricho y servirla supinamente. Esto vale para los creadores de la moda -modelistas y críticos-, a quienes la conciencia exige que no se sometan ciegamente al gusto depravado que pueda manifestar la sociedad, o más bien una parte de ella, no siempre la más notable por su sabiduría. Pero también tiene valor para los individuos, a quienes la dignidad exige que se liberen, con una conciencia libre e ilustrada, de la imposición de ciertos gustos, especialmente cuestionables en un contexto moral. Dominar la moda significa también reaccionar con firmeza ante las corrientes adversas a las mejores tradiciones. El dominio de la moda no invalida, sino que valida el dicho de que “la moda no nace fuera y contra la sociedad”, siempre que a la sociedad se le conceda, como debe ser, conciencia y autonomía para dirigirse a sí misma.

El tercer principio, aún más concreto, es el respeto de la “medida”, es decir, la moderación en todo el ámbito de la moda. Así como el exceso es la causa principal de su deformación, la moderación conservará su valor. Deberá actuar en primer lugar sobre las almas, regulando a toda costa el ansia de lujo, la ambición, el capricho. Es por el sentido de la moderación por lo que los creadores de moda, especialmente los “modelistas”, se dejarán guiar a la hora de diseñar la línea o el corte, y de elegir los adornos de un vestido, convencidos de que la sobriedad es la mejor dote del arte. Lejos de querer reconducirles a formas superadas por el tiempo -que, por otra parte, no pocas veces se repiten como novedades en la moda-, sino sólo para confirmar el valor perenne de la sobriedad, quisiéramos invitar a los artistas de hoy a detenerse, en las obras maestras del arte clásico, en ciertas figuras femeninas de indiscutible valor estético, donde el vestido, marcado por la modestia cristiana, es un digno ornamento de la persona, con cuya belleza se funde como en un solo triunfo de admirable dignidad.

III - SUGERENCIAS PARTICULARES A LOS PROMOTORES Y ASOCIADOS DE LA “UNIÓN”

Y ahora algunas sugerencias particulares a vosotros, amados hijos e hijas, como promotores y asociados de la “Unione Latina Alta Moda”. Nos parece que la misma palabra “latina”, con la que habéis designado vuestra Asociación, expresa no sólo un ámbito geográfico, sino sobre todo la orientación ideal de vuestra acción. En efecto, este término “latino”, tan rico en altos significados, parece expresar, entre otras cosas, la viva sensibilidad y el respeto por los valores de la civilización, y al mismo tiempo el sentido de la “medida”, del equilibrio y de la concreción, cualidades todas ellas necesarias para los miembros de vuestra Unión. Hemos observado con satisfacción que estas características han inspirado los objetivos estatutarios, que vosotros habéis tenido la amabilidad de poner en nuestro conocimiento, derivados de una visión lograda del complejo problema de la moda, pero sobre todo de vuestra firme convicción de su responsabilidad moral. Vuestro programa es, pues, tan amplio como el propio problema, contemplando todos los sectores que determinan la moda: la clase femenina directamente, con el fin de orientarla en la formación del gusto y en la elección del vestido; las casas “creadoras de moda” y la industria textil, para que, de común acuerdo, adapten su producción a los sanos principios profesados por la Unión; y puesto que vuestra Unión está constituida por organismos, no simples espectadores, sino más bien operadores y, casi diríamos, protagonistas en el teatro de la moda, vuestro programa trata también oportunamente del aspecto económico, actualmente más arduo por las transformaciones esperadas de la producción y la unificación de los mercados europeos.

Una de las condiciones indispensables para alcanzar los objetivos de su Unión es la formación de un gusto sano en el público. Se trata, en efecto, de una empresa ardua, a veces frustrada por designios premeditados, que exige de vosotros mucha inteligencia, mucho tacto y mucha paciencia. A pesar de todo, afrontadla con espíritu intrépido, seguros de las buenas alianzas que encontraréis, en primer lugar, en las excelentes familias cristianas, de las que todavía hay muchas en vuestra patria. Es evidente que vuestra solicitud a este respecto, debe dirigirse sobre todo a ganar para vuestra causa a aquellos que, a través de la prensa y otros medios de información, dirigen la opinión pública. En la moda, más que en cualquier otra actividad, el pueblo quiere ser guiado. No es que carezcan de espíritu crítico en materia de estética y de honestidad, pero, a veces demasiado dóciles, a veces perezosos en el empleo de esta facultad, aceptan al principio lo que se les ofrece, para darse cuenta más tarde de la mediocridad o de la impropiedad de ciertos modelos. Es necesario, pues, que su acción sea oportuna. Por otra parte, entre los que más eficazmente orientan el gusto del público en la actualidad se encuentran los que gozan de celebridad, en particular en el mundo del teatro y del cine. Tan grave es su responsabilidad como fructífera vuestra acción, si lográis ganar al menos a algunos de ellos para la buena causa.

Un rasgo distintivo de vuestra Unión parece ser el estudio reflexivo de los problemas estéticos y morales de la moda en reuniones periódicas, como el presente Congreso, con una tendencia cada vez más internacional, convencidos, como estáis, de que la moda del futuro tendrá un carácter unitario en cada uno de los continentes. Por ello, esforzaos por aportar a estos congresos la contribución cristiana de vuestra inteligencia y experiencia, con una sabiduría tan persuasiva que nadie deba sospechar en vosotros ni prejuicios partidistas ni debilidad para transigir. La firme coherencia de vuestros principios será puesta a prueba por el llamado espíritu moderno, impaciente de moderación, y por la misma indiferencia de muchos hacia el lado moral de la moda. Los sofismas más insidiosos, que suelen repetirse para justificar la desvergüenza, parecen ser los mismos en todas partes. Uno de ellos apela al antiguo dicho “ab assuetis non fit passio” (de las cosas a las que estamos acostumbrados no nace la pasión), para dar por superada la sana rebelión de los honrados contra las modas excesivamente atrevidas. ¿Es necesario demostrar lo fuera de lugar que está el antiguo dicho en este asunto? Ya hemos aludido, al hablar de los límites absolutos que hay que salvar en el relativismo de la moda, a lo infundado también de otra opinión falaz, según la cual el pudor ya no conviene a los tiempos contemporáneos, liberados ahora de escrúpulos inútiles y dañinos. Ciertamente, existen diversos grados de moralidad pública según las épocas, los temperamentos y las condiciones de civilización de cada pueblo; pero este estado de cosas no invalida la obligación de tender al ideal de perfección, ni es razón suficiente para renunciar a las cimas morales alcanzadas, que se manifiestan precisamente en la mayor sensibilidad que las conciencias tienen ante el mal y sus emboscadas.

Que vuestra Unión se comprometa, pues, con presteza en esta lucha, que tiene por objeto asegurar a la moral pública de vuestro país un grado de moralidad cada vez más elevado, digno de sus tradiciones cristianas. No por casualidad llamamos “lucha” a vuestra obra de moralización de la moda, como es lucha toda empresa que se proponga devolver al espíritu el predominio sobre la materia. Consideradas cada una en particular, son episodios individuales y significativos del combate encarnizado y perenne que deben sostener aquí abajo todos los que son llamados a la libertad por el Espíritu de Dios; combate del que el Apóstol de las gentes describe con inspirada exactitud el frente y las milicias contrarias. “La carne tiene deseos contrarios al espíritu, y el espíritu tiene deseos contrarios a la carne; son contrarios entre sí, para que no hagáis todo lo que queréis” (Gal . 5, 17). Al enumerar, pues, las obras de la carne, como sombrío inventario de la herencia de la culpa original, enumera también entre ellas la impureza, a la que opone, como fruto del Espíritu, la modestia. Empeñaos con generosidad y confianza, sin dejaros sorprender jamás por la timidez, que hizo decir al gran Judas Macabeo a la milicia, escasa en número pero heroica: “¿Cómo podremos nosotros, tan pocos, luchar contra una multitud tan grande?” (1 Mac 3, 17). Nos anima la misma respuesta del mismo gran luchador por Dios y por la patria: “Ganar una batalla no reside en el número de soldados, sino que del Cielo viene la fuerza” (ib. 19).

Con esta seguridad celestial en el corazón, nos despedimos de vosotros, amados hijos e hijas, y elevamos Nuestras súplicas al Todopoderoso, para que se digne prodigar Su ayuda a vuestra Unión, y Sus gracias a cada uno de vosotros, a vuestras familias y, en particular, a los humildes trabajadores y trabajadoras de la moda. Como prenda de los favores deseados, os impartimos de todo corazón Nuestra paternal Bendición Apostólica.


*Discursos y Radiomensajes de Su Santidad Pío XII, XIX,
 XIX Año de Pontificado, 2 de marzo de 1957-1 de marzo de 1958, pp. 569-582
 

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