domingo, 18 de marzo de 2001

PERSONA HUMANA (29 DE DICIEMBRE DE 1975)


SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

PERSONA HUMANA

DECLARACIÓN SOBRE CIERTAS CUESTIONES

RELATIVAS A LA ÉTICA SEXUAL


I

Según las investigaciones científicas contemporáneas, la persona humana está tan profundamente afectada por la sexualidad que debe ser considerada como uno de los factores que dan a la vida de cada individuo los rasgos principales que la distinguen. En efecto, es del sexo que la persona humana recibe las características que, en el plano biológico, psíquico y espiritual, hacen de ella un hombre o una mujer y, por lo tanto, condicionan en gran medida su progreso hacia la madurez y la inserción en la sociedad. De ahí que las cuestiones sexuales, como es evidente para todos, constituyan hoy un tema frecuente y abiertamente tratado en libros, reseñas, revistas y otros medios de comunicación social.

En la época actual ha aumentado la corrupción de la moral, y uno de los indicios más graves de esta corrupción es la exaltación desenfrenada del sexo. Además, a través de los medios de comunicación social y del entretenimiento público, esta corrupción ha llegado al punto de invadir el campo de la educación y de contagiar la mentalidad general.

En este contexto, ciertos educadores, maestros y moralistas han podido contribuir a una mejor comprensión e integración en la vida de los valores propios de cada uno de los sexos; por otro lado, están aquellos que han propuesto conceptos y modos de comportamiento que son contrarios a las verdaderas exigencias morales de la persona humana. Algunos miembros de este último grupo han llegado incluso a favorecer un hedonismo licencioso.

Como resultado, en el transcurso de algunos años, las enseñanzas, los criterios morales y los modos de vida hasta ahora fielmente conservados han sido muy perturbados, incluso entre los cristianos. Hay muchas personas hoy que, confrontadas con opiniones generalizadas opuestas a la enseñanza que recibieron de la Iglesia, han llegado a preguntarse qué debe seguir siendo verdadero.


II

La Iglesia no puede permanecer indiferente ante esta confusión de las mentes y relajación de las costumbres. Se trata, en efecto, de un asunto de suma importancia tanto para la vida personal de los cristianos como para la vida social de nuestro tiempo [1].

Los obispos son llevados diariamente a constatar las crecientes dificultades experimentadas por los fieles para obtener conocimiento de la sana enseñanza moral, especialmente en materia sexual, y las crecientes dificultades experimentadas por los pastores para exponer eficazmente esta enseñanza. Los Obispos saben que por su cargo pastoral están llamados a atender las necesidades de sus fieles en este gravísimo asunto, y algunos de ellos o las conferencias episcopales ya han publicado importantes documentos sobre el mismo. Sin embargo, como las opiniones erróneas y las desviaciones resultantes continúan difundiéndose por doquier, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en virtud de su función en la Iglesia universal [2] y por mandato del Sumo Pontífice, ha juzgado necesario publicar la presente Declaración.


III

Los hombres de nuestro tiempo están cada vez más convencidos de que la dignidad y la vocación de la persona humana exigen que descubra, a la luz de su propia inteligencia, los valores innatos en su naturaleza, que los desarrolle incesantemente y los realice en su vidas, para lograr un desarrollo cada vez mayor.

En materia moral el hombre no puede hacer juicios de valor según su capricho personal: “En el fondo de su conciencia, el hombre detecta una ley que no se impone a sí mismo, sino que lo obliga a obedecer... Porque el hombre tiene en su corazón una ley escrita por Dios. Obedecerla es la dignidad misma del hombre; según ella será juzgado” [3].

Además, mediante su revelación, Dios nos ha dado a conocer a los cristianos su plan de salvación, y nos ha presentado a Cristo, Salvador y Santificador, en su enseñanza y ejemplo, como Ley suprema e inmutable de vida: “Yo soy el luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, tendrá la luz de la vida” [4].

Por lo tanto, no puede haber una verdadera promoción de la dignidad del hombre si no se respeta el orden esencial de su naturaleza. Por supuesto, en la historia de la civilización muchas de las condiciones y necesidades concretas de la vida humana han cambiado y seguirán cambiando. Pero toda evolución de la moral y de todo tipo de vida debe mantenerse dentro de los límites impuestos por los principios inmutables basados ​​en los elementos constitutivos y las relaciones esenciales de toda persona humana, elementos y relaciones que trascienden la contingencia histórica.

Estos principios fundamentales, que pueden ser captados por la razón, están contenidos en “la Ley Divina -eterna, objetiva y universal- por la que Dios ordena, dirige y gobierna todo el universo y todos los caminos de la comunidad humana, mediante un plan concebido en la sabiduría y el amor. El hombre ha sido hecho por Dios para participar de esta ley, de modo que, bajo la suave disposición de la Divina Providencia, puede llegar a percibir cada vez más la verdad inmutable” [5]. Esta Ley Divina es accesible a nuestras mentes.


IV

Se equivocan, por tanto, quienes hoy afirman que no se puede encontrar ni en la naturaleza humana ni en la ley revelada ninguna norma absoluta e inmutable que sirva para las acciones particulares, fuera de la que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana. Como prueba de su afirmación proponen que las llamadas normas de la ley natural o los preceptos de la Sagrada Escritura deben considerarse sólo como expresiones dadas de una forma de cultura particular en un determinado momento de la historia.

Pero, de hecho, la Revelación divina y, en su propio orden, la sabiduría filosófica, enfatizan las auténticas exigencias de la naturaleza humana. Con ello manifiestan necesariamente la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana y que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón.

Además, Cristo instituyó a su Iglesia como “columna y baluarte de la verdad” [6]. Con la asistencia del Espíritu Santo, ella conserva incesantemente y transmite sin error las verdades del orden moral, e interpreta auténticamente no sólo la ley positiva revelada, sino también “también... aquellos principios de orden moral que tienen su origen en la misma naturaleza humana” [7] y que conciernen al pleno desarrollo y santificación del hombre. Ahora bien, en efecto, la Iglesia a lo largo de su historia siempre ha considerado cierto número de preceptos de la ley natural como de valor absoluto e inmutable, y en su transgresión ha visto una contradicción con la enseñanza y el espíritu del Evangelio.


V

Dado que la ética sexual se refiere a valores fundamentales de la vida humana y cristiana, esta enseñanza general se aplica igualmente a la ética sexual. En este dominio existen principios y normas que la Iglesia siempre ha transmitido sin vacilar como parte de su enseñanza, por mucho que las opiniones y la moral del mundo les hayan sido opuestas. Estos principios y normas de ninguna manera deben su origen a un cierto tipo de cultura, sino al conocimiento de la Ley Divina y de la naturaleza humana. Por lo tanto, no pueden considerarse caducados o dudosos con el pretexto de que ha surgido una nueva situación cultural.

Son estos principios los que inspiraron las exhortaciones y directivas dadas por el Concilio Vaticano II para una educación y una organización de la vida social teniendo en cuenta la igual dignidad del hombre y la mujer respetando su diferencia [8].

Hablando de “la naturaleza sexual del hombre y de la facultad humana de procrear”,  el Concilio señaló que “superan admirablemente las disposiciones de las formas inferiores de vida” [9] y, a continuación, se ocupó especialmente de exponer los principios y criterios que conciernen a la sexualidad humana en el matrimonio, y que se basan en la finalidad de la función específica de la sexualidad.

A este respecto, el Concilio declara que la bondad moral de los actos propios de la vida conyugal, actos ordenados según la verdadera dignidad humana, “no depende únicamente de intenciones sinceras o de una valoración de los motivos. Debe ser determinada por criterios objetivos. Éstos, basados en la naturaleza de la persona humana y de sus actos, preservan el pleno sentido de la donación mutua y de la procreación humana en el contexto del verdadero amor” [10].

Estas últimas palabras resumen brevemente la enseñanza del Concilio -expuesta más ampliamente en una parte anterior de la misma Constitución [11]- sobre la finalidad del acto sexual y sobre el criterio principal de su moralidad: es el respeto a su finalidad lo que asegura la bondad moral de este acto.

Este mismo principio, que la Iglesia sostiene de la Divina Revelación y de su interpretación auténtica de la ley natural, es también la base de su doctrina tradicional, que afirma que el uso de la función sexual tiene su verdadero sentido y rectitud moral sólo en el verdadero matrimonio [12].


VI

No es el propósito de la presente Declaración tratar de todos los abusos de la facultad sexual, ni de todos los elementos involucrados en la práctica de la castidad. Su objeto es más bien repetir la doctrina de la Iglesia en ciertos puntos particulares, en vista de la urgente necesidad de oponerse a errores graves y conductas aberrantes muy difundidas.


VII

Son muchos hoy los que reivindican el derecho a la unión sexual antes del matrimonio, al menos en aquellos casos en que una firme intención de casarse y un afecto que ya es de algún modo conyugal en la psicología de los sujetos exigen esta consumación, que juzgan ser connatural. Este es especialmente el caso cuando la celebración del matrimonio se ve impedida por las circunstancias o cuando esta relación íntima parece necesaria para que se conserve el amor.

Esta opinión es contraria a la doctrina cristiana, que establece que todo acto genital debe realizarse en el marco del matrimonio. Por firme que sea la intención de quienes practican tales relaciones sexuales prematuras, lo cierto es que estas relaciones no pueden asegurar, en la sinceridad y la fidelidad, la relación interpersonal entre un hombre y una mujer, ni especialmente pueden proteger esta relación de impulsos y caprichos. Ahora bien, es una unión estable la que Jesús quiso y restauró su exigencia original, comenzando por la diferencia sexual. “¿No habéis leído que el Creador desde el principio los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso es necesario que el hombre deje padre y madre, y se una a su mujer, y los dos lleguen a ser un solo cuerpo? Ya no son dos, por lo tanto, sino un solo cuerpo. Así pues, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” [13]. San Pablo será aún más explícito cuando muestra que si las personas solteras o las viudas no pueden vivir castamente, no les queda otra alternativa que la unión estable del matrimonio: “...es mejor casarse que estar inflamado de pasión” [14]. Por el matrimonio, en efecto, el amor de los casados ​​se incorpora al amor que Cristo tiene irrevocablemente por la Iglesia [15], mientras que la unión sexual disoluta [16] profana el templo del Espíritu Santo en que se ha convertido el cristiano, por lo que la unión sexual sólo es legítima si se ha establecido entre el hombre y la mujer una comunidad de vida definitiva.

Esto es lo que la Iglesia siempre ha entendido y enseñado [17], y encuentra una profunda concordancia con su doctrina en la reflexión de los hombres y en las lecciones de la historia.

La experiencia nos enseña que el amor debe encontrar su salvaguarda en la estabilidad del matrimonio, si la relación sexual ha de responder verdaderamente a las exigencias de su propia finalidad y a las de la dignidad humana. Estos requisitos exigen un contrato conyugal sancionado y garantizado por la sociedad, contrato que establece un estado de vida de capital importancia tanto para la unión exclusiva del hombre y la mujer como para el bien de su familia y de la comunidad humana. Muy a menudo, de hecho, las relaciones prematrimoniales excluyen la posibilidad de tener hijos. Lo que se representa como amor conyugal no puede, como debe ser, desarrollarse en amor paterno y materno. O, si sucede así, ello irá en detrimento de los niños, que se verán privados del entorno estable en el que deben desarrollarse para encontrar en él la vía y los medios de su inserción en el conjunto de la sociedad.

El consentimiento dado por las personas que desean unirse en matrimonio debe, por lo tanto, manifestarse externamente y de manera que lo haga válido a los ojos de la sociedad. En cuanto a los fieles, su consentimiento para la constitución de una comunidad de vida conyugal debe expresarse según las leyes de la Iglesia. Es un consentimiento que hace de su matrimonio un Sacramento de Cristo.


VIII

En la actualidad hay quienes, basándose en observaciones de orden psicológico, han comenzado a juzgar con indulgencia, e incluso a excusar por completo, las relaciones homosexuales entre determinadas personas. Esto lo hacen en oposición a la enseñanza constante del Magisterio y al sentido moral del pueblo cristiano.

Se distingue, y parece con razón, entre homosexuales cuya tendencia proviene de una falsa educación, de una falta de desarrollo sexual normal, de la costumbre, del mal ejemplo, o de otras causas similares, y es transitoria o al menos no incurable; y los homosexuales que lo son definitivamente por algún tipo de instinto innato o por una constitución patológica juzgada incurable.

Con respecto a esta segunda categoría de sujetos, algunas personas concluyen que su tendencia es tan natural que justifica en su caso las relaciones homosexuales dentro de una sincera comunión de vida y amor análoga al matrimonio, en la medida en que tales homosexuales se sienten incapaces de soportar una vida solitaria.

Ciertamente, en el campo pastoral, estos homosexuales deben ser tratados con comprensión y sostenidos en la esperanza de superar sus dificultades personales y su incapacidad de inserción en la sociedad. Su culpabilidad será juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que dé justificación moral a estos actos sobre la base de que estarían en consonancia con la condición de tales personas. Pues según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos que carecen de una finalidad esencial e indispensable. En la Sagrada Escritura son condenadas como una grave depravación e incluso presentadas como la triste consecuencia del rechazo a Dios [18]. Este juicio de la Escritura no permite, por supuesto, concluir que todos los que padecen esta anomalía sean personalmente responsables de ella, pero sí atestigua que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y en ningún caso pueden ser aprobados.


IX

La doctrina católica tradicional de que la masturbación constituye un grave desorden moral es a menudo puesta en duda o expresamente negada en la actualidad. Se dice que la psicología y la sociología muestran que es un fenómeno normal del desarrollo sexual, especialmente entre los jóvenes. Se afirma que hay falta real y grave sólo en la medida en que el sujeto se entrega deliberadamente a un placer solitario encerrado en sí mismo ("ipsación"), porque en este caso el acto sí sería radicalmente opuesto a la comunión amorosa entre personas de sexo diferente que algunos tienen es lo que se busca principalmente en el uso de la facultad sexual.

Esta opinión es contradictoria con la enseñanza y práctica pastoral de la Iglesia Católica. Cualquiera que sea la fuerza de ciertos argumentos de naturaleza biológica y filosófica, que a veces han sido utilizados por los teólogos, de hecho tanto el Magisterio de la Iglesia -en el curso de una tradición constante- como el sentido moral de los fieles han declarado sin vacilación que la masturbación es un acto intrínsecamente y gravemente desordenado [19]. La razón principal es que, cualquiera que sea el motivo para actuar de esta manera, el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice esencialmente la finalidad de la facultad. Porque carece de la relación sexual exigida por el orden moral, es decir, la relación que realiza “el pleno sentido de la entrega mutua y la procreación humana en el contexto del amor verdadero” [20]. Todo ejercicio deliberado de la sexualidad debe reservarse a esta relación regular. Aunque no se puede probar que la Escritura condena este pecado por su nombre, la tradición de la Iglesia ha entendido con razón que está condenado en el Nuevo Testamento cuando éste habla de "impureza", "falta de castidad" y otros vicios contrarios a la castidad y a la continencia.

Las encuestas sociológicas son capaces de mostrar la frecuencia de este trastorno según los lugares, poblaciones o circunstancias estudiadas. De esta manera se descubren los hechos, pero los hechos no constituyen un criterio para juzgar el valor moral de los actos humanos [21]. La frecuencia del fenómeno en cuestión está ciertamente ligada a la debilidad innata del hombre tras el pecado original; pero también ha de relacionarse con la pérdida del sentido de Dios, con la corrupción de la moral engendrada por la comercialización del vicio, con el libertinaje desenfrenado de tantos espectáculos y publicaciones públicas, así como con el descuido del pudor, que es el guardián de la castidad.

Sobre el tema de la masturbación, la psicología moderna proporciona mucha información válida y útil para formular un juicio más equitativo sobre la responsabilidad moral y para orientar la acción pastoral. La psicología ayuda a ver cómo la inmadurez de la adolescencia (que a veces puede persistir después de esa edad), el desequilibrio psicológico o el hábito pueden influir en el comportamiento, disminuyendo el carácter deliberado del acto y provocando una situación en la que subjetivamente no siempre puede haber culpa grave. Pero en general, no debe presumirse la ausencia de responsabilidad grave; esto sería malinterpretar la capacidad moral de las personas.

En el ministerio pastoral, para formarse un juicio adecuado en los casos concretos, se considerará el comportamiento habitual de las personas en su totalidad, no sólo en cuanto a la práctica individual de la caridad y de la justicia, sino también en cuanto al cuidado del individuo en la observancia de los preceptos particulares de la castidad. En particular, habrá que examinar si el individuo utiliza los medios necesarios, tanto naturales como sobrenaturales, que la ascética cristiana, desde su larga experiencia, recomienda para vencer las pasiones y progresar en la virtud.


X

La observancia de la ley moral en el campo de la sexualidad y la práctica de la castidad se han visto seriamente comprometidas, especialmente entre los cristianos menos fervientes, por la actual tendencia a minimizar en lo posible, cuando no negar de plano, la realidad del pecado grave, al menos menos en la vida real de las personas.

Hay quien llega a afirmar que el pecado mortal, que provoca la separación de Dios, sólo existe en la negativa formal directamente opuesta a la llamada de Dios, o en ese egoísmo que se cierra total y deliberadamente al amor al prójimo. Dicen que sólo entonces entra en juego la opción fundamental, es decir, la decisión que compromete totalmente a la persona y que es necesaria para que exista el pecado mortal; por esta opción la persona, desde lo más profundo de su personalidad, asume o ratifica una actitud fundamental hacia Dios o hacia las personas. Por el contrario, las llamadas acciones "periféricas" (que, se dice, no suelen implicar una elección decisiva), no llegan a cambiar la opción fundamental, tanto menos cuanto que a menudo vienen, como se observa, por costumbre. Así, tales acciones pueden debilitar la opción fundamental, pero no hasta el punto de cambiarla por completo. Ahora bien, según estos autores, un cambio de la opción fundamental hacia Dios se produce menos fácilmente en el campo de la actividad sexual, donde la persona generalmente no transgrede el orden moral de manera totalmente deliberada y responsable, sino bajo la influencia de la pasión, debilidad, inmadurez, a veces incluso por la ilusión de mostrar así amor a otra persona. A estas causas suele sumarse la presión del entorno social. donde una persona generalmente no transgrede el orden moral de manera totalmente deliberada y responsable, sino bajo la influencia de la pasión, la debilidad, la inmadurez, a veces incluso a través de la ilusión de mostrar así amor por otra persona.

En realidad, es precisamente la opción fundamental la que en última instancia define la disposición moral de una persona. Pero puede ser completamente cambiada por actos particulares, especialmente cuando, como sucede a menudo, éstos han sido preparados por actos previos más superficiales. En cualquier caso, es erróneo decir que los actos particulares no son suficientes para constituir pecado mortal.

Según la enseñanza de la Iglesia, el pecado mortal, que se opone a Dios, no consiste sólo en la resistencia formal y directa al mandamiento de la caridad. Se encuentra igualmente en esta oposición al amor auténtico que se incluye en toda transgresión deliberada, en materia grave, de cada una de las leyes morales.

Cristo mismo ha indicado el doble mandamiento del amor como base de la vida moral. Pero de este mandamiento depende “toda la Ley, y también los Profetas” [22]. Comprende, pues, los demás preceptos particulares. De hecho, al joven que preguntó: “... ¿qué obra buena debo hacer para poseer la vida eterna?” Jesús respondió: “... si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... No debes matar. No debes cometer adulterio. No debes robar. No debes dar falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre, y debes amar a tu prójimo como a ti mismo” [23].

Por lo tanto, una persona peca mortalmente no sólo cuando su acción proviene del desprecio directo del amor a Dios y al prójimo, sino también cuando consciente y libremente, por cualquier motivo, elige algo que está gravemente desordenado. Porque en esta elección, como se ha dicho más arriba, está ya incluido el desprecio del mandamiento divino: la persona se aparta de Dios y pierde la caridad. Ahora bien, según la tradición cristiana y la enseñanza de la Iglesia, y como reconoce también la recta razón, el orden moral de la sexualidad implica valores tan elevados de la vida humana que toda violación directa de este orden es objetivamente grave [24].

Es verdad que en los pecados del orden sexual, por su especie y sus causas, más fácilmente sucede que no se da plenamente el libre consentimiento; este es un hecho que exige cautela en todo juicio sobre la responsabilidad del sujeto. En este punto es particularmente oportuno recordar las siguientes palabras de la Escritura: “El hombre mira las apariencias pero Dios mira el corazón” [25]. Sin embargo, aunque se recomienda la prudencia al juzgar la gravedad subjetiva de un determinado acto pecaminoso, de ninguna manera se puede sostener que en el campo sexual no se cometen pecados mortales.

Los pastores de almas, por lo tanto, deben ejercitar la paciencia y la bondad; pero no les está permitido anular los mandamientos de Dios, ni reducir injustificadamente la responsabilidad de las personas. “No menospreciar en nada la enseñanza salvífica de Cristo constituye una forma eminente de caridad para con las almas. Pero ésta debe ir siempre acompañada de paciencia y bondad, como el mismo Señor dio ejemplo en el trato con las personas. Habiendo venido no a condenar sino a para salvar, era ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con los individuos” [26].


XI

Como se ha dicho anteriormente, el propósito de esta Declaración es llamar la atención de los fieles en las circunstancias actuales sobre ciertos errores y modos de comportamiento contra los cuales deben guardarse. La virtud de la castidad, sin embargo, de ninguna manera se limita únicamente a evitar las faltas ya enumeradas. Está dirigido a alcanzar metas más altas y más positivas. Es una virtud que concierne a toda la personalidad, tanto en el comportamiento interior como exterior.

Cada uno debe estar dotado de esta virtud según su estado de vida: para algunos significará la virginidad o el celibato consagrado a Dios, que es una forma eminente de entregarse más fácilmente a Dios solo con un corazón indiviso [27]. Para otros tomará la forma determinada por la ley moral, según sean casados ​​o solteros. Pero cualquiera que sea el estado de vida, la castidad no es simplemente un estado externo; debe purificar el corazón del hombre según las palabras de Cristo: “Habéis aprendido cómo se dijo: No debes cometer adulterio. Pero yo os digo: si un hombre mira a una mujer para codiciarla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” [28].

La castidad está incluida en esa continencia que San Pablo cuenta entre los dones del Espíritu Santo, mientras que condena la sensualidad como un vicio particularmente indigno del cristiano y que impide la entrada en el Reino de los Cielos [29]. “Lo que Dios quiere es que todos sean santos. Quiere que se mantengan alejados de la fornicación, y que cada uno de vosotros sepa usar el cuerpo que le pertenece de una manera santa y honorable, no cediendo a la lujuria egoísta como los paganos que no conocen a Dios. No quiere que nadie jamás peque por aprovecharse de un hermano en estas cosas... 
Hemos sido llamados por Dios a ser santos, no a ser inmorales. En otras palabras, cualquiera que objete no está objetando a una autoridad humana, sino a Dios, Quien os da Su Espíritu Santo” [30]. “Entre vosotros no debe haber ni una sola mención a la fornicación o la impureza en cualquiera de sus formas, o la promiscuidad: ¡esto difícilmente sería propio de los santos! Porque podéis estar completamente seguro de que nadie que realmente se entregue a la fornicación, la impureza o la promiscuidad, que es adorar a un dios falso, puede heredar algo del Reino de Dios. No dejéis que nadie os engañe con argumentos vanos: es por esa vida relajada que la ira de Dios desciende sobre los que se rebelan contra Él. Aseguraos de no estar incluido con ellos. En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; sed como hijos de la luz, porque los efectos de la luz se ven en toda la bondad y en la recta vivencia y en la verdad” [31]. 

Además, el Apóstol señala el motivo específicamente cristiano para practicar la castidad cuando condena el pecado de la fornicación no sólo en la medida en que esta acción es perjudicial para el prójimo o para el orden social, sino porque el fornicador ofende a Cristo que lo ha redimido con su sangre y de quien es miembro, y contra el Espíritu Santo de quien es templo. “Sabéis, ciertamente, que vuestros cuerpos son miembros que forman el cuerpo de Cristo... Todos los demás pecados se cometen fuera del cuerpo; pero fornicar es pecar contra vuestro propio cuerpo. Vosotros sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que está en vosotros desde que lo recibisteis de Dios. Vosotros no sois de vuestra propiedad, habéis sido comprados y pagados. Por eso debéis usar vuestro cuerpo para la gloria de Dios” [32].

Cuanto más aprecien los fieles el valor de la castidad y su papel necesario en su vida de hombres y mujeres, mejor comprenderán, por una especie de instinto espiritual, sus exigencias y consejos morales. Del mismo modo sabrán acoger y cumplir mejor, con espíritu de docilidad a la enseñanza de la Iglesia, lo que dicta una conciencia recta en los casos concretos.


XII

El apóstol san Pablo describe en términos vívidos el doloroso conflicto interior de la persona esclava del pecado: el conflicto entre “la ley de su mente” y la “ley del pecado que habita en sus miembros” y que lo tiene cautivo [33]. Pero el hombre puede alcanzar la liberación de su “cuerpo condenado a muerte” por la gracia de Jesucristo [34]. De esta gracia gozan los que han sido justificados por ella y a quienes “la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús ha liberado de la ley del pecado y de la muerte” [35]. Por eso el Apóstol les exhorta: “Por eso no debéis dejar que el pecado reine en vuestros cuerpos mortales ni os imponga la obediencia a las pasiones corporales” [36].

Esta liberación, que capacita para servir a Dios en novedad de vida, no suprime, sin embargo, la concupiscencia derivada del pecado original, ni los impulsos al mal en este mundo, que está “en poder del maligno” [37]. Por eso el Apóstol exhorta a los fieles a vencer las tentaciones con el poder de Dios [38] y a “hacer frente a las asechanzas del diablo” [39] con la fe, la oración vigilante [40] y una austeridad de vida que lleve el cuerpo a la sujeción al Espíritu [41].

Vivir la vida cristiana siguiendo las huellas de Cristo exige que cada uno “se niegue a sí mismo y tome su cruz cada día” [42], sostenido por la esperanza de la recompensa, porque “si hemos muerto con él, también reinaremos con él” [43]. De acuerdo con estas apremiantes exhortaciones, los fieles de este tiempo, y hoy más que nunca, deben utilizar los medios que la Iglesia siempre ha recomendado para vivir una vida casta. Estos medios son: la disciplina de los sentidos y de la mente, la vigilancia y la prudencia en evitar las ocasiones de pecado, la observancia del pudor, la moderación en la recreación, las actividades sanas, la oración asidua y la recepción frecuente de los Sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Especialmente los jóvenes deben fomentar con fervor la devoción a la Inmaculada Madre de Dios, y tomar como ejemplo la vida de los santos y de otros fieles, sobre todo jóvenes, que sobresalieron en la práctica de la castidad.

Es importante en particular que todos tengan en alta estima la virtud de la castidad, su belleza y su poder de atracción. Esta virtud aumenta la dignidad de la persona humana y le permite amar de verdad, desinteresadamente, sin egoísmo y con respeto a los demás.


XIII

Corresponde a los obispos instruir a los fieles en la enseñanza moral relativa a la moralidad sexual, por grandes que sean las dificultades para llevar a cabo esta labor frente a las ideas y prácticas generalmente predominantes en la actualidad. Esta doctrina tradicional debe ser estudiada más profundamente. Debe ser transmitida de manera capaz de iluminar adecuadamente las conciencias de quienes se enfrentan a situaciones nuevas y debe ser enriquecida con un discernimiento de todos los elementos que con verdad y utilidad se pueden aportar sobre el sentido y el valor de la sexualidad humana. Pero los principios y normas de la vida moral reafirmados en esta Declaración deben ser sostenidos y enseñados fielmente. Sobre todo será necesario hacer comprender a los fieles que la Iglesia sostiene estos principios no como supersticiones antiguas e inviolables, ni por algún prejuicio maniqueo, como a menudo se alega, sino más bien porque sabe con certeza que están en completa armonía con el orden divino de la creación y con el espíritu de Cristo, y por lo tanto, también con la dignidad humana.

Es también misión de los obispos cuidar de que en las facultades de teología y en los seminarios se enseñe una sana doctrina iluminada por la fe y dirigida por el Magisterio de la Iglesia. Los obispos también deben asegurarse de que los confesores iluminen la conciencia de las personas y que la instrucción catequética se imparta en perfecta fidelidad a la doctrina católica.

Corresponde a los obispos, a los sacerdotes y a sus colaboradores alertar a los fieles contra las opiniones erróneas expresadas a menudo en libros, revistas y reuniones públicas.

Los padres, en primer lugar, y también los educadores de los jóvenes, deben esforzarse por conducir a sus hijos y alumnos, mediante una educación integral, a la madurez psicológica, afectiva y moral propia de su edad. Les darán, pues, con prudencia, información adecuada a su edad; y formarán asiduamente su voluntad según la moral cristiana, no sólo con el consejo, sino sobre todo con el ejemplo de su propia vida, contando con la ayuda de Dios, que obtendrán en la oración. Asimismo, protegerán a los jóvenes de los muchos peligros de los que no son conscientes.

Los artistas, los escritores y todos aquellos que utilizan los medios de comunicación social deben ejercer su profesión de acuerdo con su fe cristiana y con clara conciencia de la enorme influencia que pueden tener. Deben recordar que “la primacía del orden moral objetivo debe ser considerada como absoluta por todos” [44] y que es erróneo que den prioridad por encima de ella a cualquier supuesto propósito estético, o a la ventaja material o al éxito. Ya se trate de obras artísticas o literarias, de espectáculos públicos o de información, cada individuo en su ámbito debe mostrar tacto, discreción, moderación y verdadero sentido de los valores. De este modo, lejos de contribuir a la creciente permisividad del comportamiento, cada individuo contribuirá a controlarlo e incluso a hacer más sano el clima moral de la sociedad.

Todos los laicos, por su parte, en virtud de sus derechos y deberes en el trabajo del apostolado, procuren obrar del mismo modo.

Finalmente, es necesario recordar a todos las palabras del Concilio Vaticano II: “Este Santo Sínodo afirma igualmente que los niños y los jóvenes tienen derecho a que se les anime a sopesar los valores morales con rectitud de conciencia y a abrazarlos por elección personal, a conocer y amar más adecuadamente, por lo que exhorta encarecidamente a todos los que ejercen el gobierno sobre los pueblos o presiden la obra de la educación, a que procuren que la juventud nunca sea privada de este sagrado derecho” [45].

En la audiencia concedida el 7 de noviembre de 1975 al suscrito Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el Soberano Pontífice por la Divina Providencia el Papa Pablo VI aprobó esta Declaración “Sobre ciertas cuestiones relativas a la ética sexual”, la confirmó y ordenó su publicación.

Dado en Roma, en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 29 de diciembre de 1975.

Franjo Cardenal Seper
Prefecto

Monseñor Jerome Hamer, OP
Arzobispo Titular de Lorium
Secretario


Notas finales:

1. Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Moderno Gaudium et Spes, 47 AAS 58 (1966), p. 1067.

2. Cf. Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae Universae, 29 (15 de agosto de 1967) AAS 89 (1967), p. 1067

3. Gaudium et Spes, 16 AAS 58 (1966), pág. 1037

4. Juan 8:12.

5. Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración Dignitatis Humanae, 3 AAS 58 (1966), p. 931

6. 1 Timoteo 3:15

7. Dignitatis Humanae, 14 AAS 58 (1966), p. 940; cf Pío XI, carta encíclica Casti Connubii, 31 de diciembre de 1930 AAS 22 (1930), pp. 579-580; Pío XII, discurso del 1 de noviembre. 2º, 1954 AAS 46 (1954), págs. 671-672; Juan XXIII, carta encíclica Mater et Magistra, 15 de mayo de 1961 AAS 53 (1961), p. 457; Pablo VI, carta encíclica Humanae Vitae, 4, 25 de julio de 1968 AAS 60 (1968) p. 483.

8. Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración Gravissimum Educationis, 1, 8: AAS 58 (1966), pp. 729-730; 734-736 Gaudium et Spes, 29, 60, 67 AAS 58 (1966), pp. 1048 1049, 1080-1081, 1088-1089.

9. Gaudium et Spes, 51 AAS 58 (1966), págs. 1072

10. Ibíd.; cf también 49 loc cit, pp. 1069-1

11. Ibíd., 49, 50 loc cit, págs. 1069-1072.

12. La presente Declaración no entra en más detalles sobre las normas de la vida sexual dentro del matrimonio; estas normas han sido claramente enseñadas en las cartas encíclicas Casti Connubii y Humanae Vitae.

13. Cf. Mt 19, 4-6.

14. 1 Corintios 7:9.

15. Cf. Efesios 5:25-32.

16. Las relaciones sexuales fuera del matrimonio están formalmente condenadas I Cor 5,1; 6:9; 7:2; 10:8; Efe. 5:5; 1 Timoteo 1:10; Hebreos 13:4; y con razones explícitas I Cor 6,12-20.

17. Cf. Inocencio IV, carta “Sub catholica professione”, 6 de marzo de 1254, DS 835; Pío II, “Propos damn in Ep Cum sicut accepimus” 13 de noviembre de 1459, DS 1367; decretos del Santo Oficio, 24 de septiembre de 1665, DS 2045; 2 de marzo de 1679, DS 2148 Pío XI, carta encíclica Casti Connubii, 31 de diciembre de 1930 AAS 22 (1930), pp. 558 559.

18. Rom 1:24-27 “Por eso Dios los abandonó a sus placeres inmundos y a las prácticas con las que deshonran sus propios cuerpos, ya que han abandonado la verdad Divina por una mentira y han adorado y servido a criaturas en lugar de al Creador, Quien es bendito por siempre. Amén. Por eso Dios los ha abandonado a pasiones degradantes; por eso sus mujeres se han vuelto de las relaciones sexuales naturales a prácticas antinaturales y por eso sus hombres han abandonado las relaciones sexuales naturales para consumirse de pasión por otros hombres haciendo cosas desvergonzadas con hombres y obteniendo una recompensa apropiada por su perversión” Ver también lo que San Pablo dice de “masculorum concubitores” en 1 Cor 6:10; 1 Timoteo 1:10.

19. Cf. León IX, carta “Ad espléndido nitentis”, del año 1054 DS 687-688, decreto del Santo Oficio, 2 de marzo de 1679: DS 2149; Pío XII, “Allocutio”, 8 de octubre de 1953 AAS 45 (1953), pp. 677-678; 19 de mayo de 1956 AAS 48 (1956), p. 472-4

20. Gaudium et Spes, 51 AAS 58 (1966), pág. 1072

21. “... si las investigaciones sociológicas nos son útiles para comprender mejor la mentalidad del medio ambiente, las preocupaciones y necesidades de aquellos a quienes anunciamos la palabra de Dios, así como las resistencias a las que la razón humana se opone en la edad moderna, con la idea generalizada de que no habría una forma legítima de conocimiento fuera de la ciencia, las conclusiones de tales investigaciones no podrían constituir en sí mismas un criterio determinante de la verdad”, Pablo VI, exhortación apostólica Quinque iam anni. 8 de diciembre de 1970, AAS 63 (1971), p. 102.

22. Mt 22:38, 40.

23. Mt 19, 16-19.

24. Cf. nota 17 y 19 supra Decreto del Santo Oficio, 18 de marzo de 1666, DS 2060; Pablo VI, carta encíclicaHumanae Vitae, 13, 14 AAS 60 (1968), pp. 489-496.

25. Samuel 16:7.

26. Pablo VI, carta encíclica Humanae Vitae, 29 AAS 60 (1968), p. 501

27. Cf. 1 Corintios 7:7, 34; Concilio de Trento, Sesión XXIV, can 10 DS 1810; Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium, 42 43, 44 AAS 57 (1965), pp. 47-51 Sínodo de los obispos, “De Sacerdotio Ministeriali”, parte II, 4, b: AAS 63 (1971), pp. 915-916.

28. Mt 5,28.

29. Cf. Gálatas 5:19-23; 1 Corintios 6:9-11.

30. 1 Tesalonicenses 4:3-8; cf. Colosenses 3:5-7; 1 Timoteo 1:10.

31. Efesios 5:3-8; cf. 4:18-19.

32. 1 Co 6:15, 18-20.

33. Cf. Romanos 7:23.

34. Cf. Romanos 7:24-25.

35. Cf. Romanos 8:2.

36. Rom 6:12.

37. 1 Juan 5:19.

38. Cf. 1 Corintios 10:13.

39. Efesios 6:11.

40. Ct Efesios 6:16, 18.

41. Ct 1 Cor 9,27.

42. Lc 9,23.

43. II Timoteo 2:11-12.

44. Decreto del Concilio Ecuménico Vaticano II Inter Mirifica, 6 AAS 56 (1964), p. 147.

45. Gravissimum educationis, 1: AAS 58 (1966), p. 730


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