miércoles, 28 de marzo de 2001

SEMPITERNUS REX CHRISTUS (8 DE SEPTIEMBRE DE 1951)


ENCÍCLICA

SEMPITERNUS REX CHRISTUS

DE SU SANTIDAD

EL

PAPA PÍO XII

A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y OTROS ORDINARIOS DEL LUGAR
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

SOBRE EL CONCILIO ECUMÉNICO DE CALCEDONIA
CELEBRADO HACE QUINCE SIGLOS

VENERABLES HERMANOS:
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

A los Venerables Hermanos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.

1. Cristo, Rey Eterno, antes de prometer a Pedro, hijo de Juan, el gobierno de la Iglesia, habiendo preguntado a los discípulos que pensaban de Él los hombres y los mismos Apóstoles, alabó con singular encomio aquella fe, que había de vencer los asaltos y las tempestades infernales, y que Pedro, iluminado de la luz del Padre Celestial, había expresado con estas palabras: “Tú eres el Cristo, Hijo del Dios vivo” [1] . Esta fe, que produce las coronas de los Apóstoles, las palmas de los mártires y los lirios de las Vírgenes, y que es virtud de Dios para la salvación de todo creyente [2], ha sido eficazmente defendida y espléndidamente ilustrada de un modo particular por tres Concilios Ecuménicos, el de Nicea, el de Éfeso y el de Calcedonia, cuyo 15º Centenario se celebra al final de este año.

Es, pues, conveniente y justo que tan fausto acontecimiento sea celebrado, tanto en Roma cuanto en todo el mundo católico, con la solemnidad, que, después de haber dado gracias a Dios, inspirador de todo consejo saludable, ordenemos, movidos de un suave sentimiento del alma.

2. Así como Pío XI, Nuestro Predecesor de feliz memoria, conmemoró solemnemente el Concilio de Nicea en 1925 en la ciudad sagrada, y en el año 1931 recordó en la Encíclica Lux veritatis [3] el Sagrado Concilio de Éfeso, así Nos en esta Carta, con igual aprecio e interés recordamos el Concilio de Calcedonia; puesto que los Sínodos de Éfeso y Calcedonia están indisolublemente unidos entre sí en lo que respecta a la unión hipostática del Verbo Encarnado; el uno y el otro, desde la antigüedad, fueron tenidos en grande honor, tanto entre los Orientales, que incluso lo recuerdan en su Liturgia, como entre los Occidentales, como atestigua San Gregorio Magno, el cual exaltándolos en el mismo grado que a los precedentes Concilios Ecuménicos, es decir, el Niceno y el Constantinopolitano, escribió estas memorables palabras: “Sobre ellos, como sobre una piedra de cuatro esquinas, se yergue erguido el edificio de la santa fe, y quien no sostenga su firme doctrina, cualquiera que sea su vida o actividad, aunque parezca una roca, queda, sin embargo, fuera del edificio” [4].

3. Mas al considerar atentamente este acontecimiento y sus circunstancias, resaltan dos puntos sobre todo, que Nos queremos, cuanto es posible, esclarecer: esto es, el primado del Romano Pontífice, que brilló manifiestamente en la gravísima controversia cristológica, y la grandísima importancia de la definición dogmática del Concilio Calcedonense. Rindan sin vacilar el debido y respetuoso homenaje al Primado de Pedro siguiendo el ejemplo y las huellas de sus mayores aquellos que, por la malicia de los tiempos, especialmente en los países orientales, están separados del seno y de la unidad de la Iglesia, y acepten íntegra esta doctrina del Concilio de Calcedonia, penetrando dentro del misterio de Cristo con la más pura mirada aquellos que están enredados en los errores de Nestorio y de Eutiques; consideren esta misma doctrina con más profunda adhesión a la verdad los que animados de un exagerado deseo de novedades, osan de cualquier modo apartarse de los términos legítimos e inviolables cuando estudian el misterio que nos ha redimido. Finalmente todos aquellos que se glorían del nombre de católicos saquen de aquí un fuerte estímulo para cultivar con el pensamiento y la palabra la preciosísima perla evangélica, profesando y conservado pura la fe, pero sin que falte lo que vale más, es decir, el testimonio de la propia vida, en la que, alejando, con la ayuda de la divina misericordia, todo lo que sea disonante, indigno y reprensible, resplandezca la pureza de la virtud, y así venga a participar de la divinidad de Aquel, que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad.

4. Pero, para proceder con orden, conviene empezar desde el origen de los hechos que vamos a recordar. El autor de toda la controversia, que se agitó en el Concilio de Calcedonia, fue Eutiques, sacerdote y abad de un célebre monasterio de Constantinopla. Habiéndose dedicado a combatir a fondo la herejía de Nestorio, que afirmaba dos personas en Cristo, cayó en el error opuesto.

5. “Un hombre temerario y bastante inexperto” [5] con increíble dureza de juicio, hacía estas afirmaciones: conviene distinguir dos momentos: antes de la unión, las naturalezas de Cristo eran dos; es decir, la humana y la divina. Pero después de la unión no había más que una naturaleza habiendo absorbido el Verbo al hombre; de María Virgen tuvo origen el cuerpo del Señor, el cual, sin embargo, no es de la misma sustancia y materia nuestra; es sí, humano como el nuestro, pero no consubstancial a nosotros ni a Aquella que fue Madre de Cristo según al carne [6]. Por eso no nació ni padeció, ni fue crucificado, ni resucitó según la verdadera naturaleza humana.

6. Al decir esto Eutiques no se daba cuenta de que antes de la unión, la naturaleza humana de Cristo no existía, porque comenzó a existir en el momento de su concepción, y que después de la unión es absurdo pensar que de dos naturalezas se hagan una sola, porque en manera alguna dos naturalezas verdaderas y concretas pueden reducirse a una, tanto más cuanto que la naturaleza divina es infinita e inmutable.

7. Quien juzgue sabiamente estas opiniones, pronto concluirá que por ellas el misterio de la divina dispensación se disipa en sombríos absurdos y enigmas. Era bien claro para los que eran de sana piedad y teología que esta absurda novedad, tan repugnante a las enseñanzas de los profetas, a las palabras del Evangelio y al dogma contenido en el Credo de los Apóstoles y la profesión de fe de Nicea, había sido sacada de las fuentes impuras de Valentín y de Apolinar.

8. En un Sínodo particular, reunido en Constantinopla y presidido por San Flaviano, obispo de la misma ciudad, Eutiques, que andaba diseminando obstinadamente por muchos lugares sus errores en los monasterios, después de ser acusado por el Obispo Eusebio de Dorilea, fue condenado. Pero él, como si la condenación hubiera sido una injusticia contra quien estaba combatiendo la naciente impiedad de Nestorio, apeló al juicio de algunos obispos de grande autoridad. Recibió también una carta de protesta San León Magno, Pontífice de la Sede Apostólica, cuyas espléndidas y sólidas virtudes, vigilante solicitud por la Religión y por la paz, esforzada defensa de la verdad y de la dignidad de la Cátedra Romana, y no menor habilidad en el tratar los negocios que gran elocuencia, ha conseguido la admiración sin límites de todos los siglos. Ninguno mejor que él parecía capaz e idóneo para deshacer los errores de Eutiques, porque en sus alocuciones y en sus cartas con igual magnificencia y piedad solía exaltar y celebrar el misterio, nunca suficientemente predicado, de la única persona y de las dos naturalezas en Cristo: “La Iglesia Católica vive y prospera de esta fe, por la que no se cree en Cristo ni en su humanidad sin la Divinidad, ni en la Divinidad sin la Humanidad” [7].

9. Mas el archimandrita Eutiques, por la poca confianza que tenía en el patrocinio del Romano Pontífice, apelando a las astucias y engaños, por medio de Crisafio, a quien estaba ligado con estrecha amistad y era muy acepto al Emperador Teodoro II, obtuvo del mismo Emperador que fuese vista de nuevo su causa y se reuniese en Éfeso otro Concilio, presidido por Dióscoro, obispo de Alejandría. Este, íntimo amigo de Eutiques, pero adverso a Flaviano, obispo de Constantinopla, engañado por la falsa analogía de los dogmas, andaba diciendo que como Cirilo, su predecesor, había defendido una sola naturaleza en Cristo después de la unión.

En aras de la paz, San León Magno envió delegados al Concilio. Entre otras cartas, llevaron al Concilio dos epístolas, una dirigida al sínodo, y otra que contenía una Doctrina perfecta y plenamente desarrollada en la que se refutaban los errores de Eutiques, dirigida a Flaviano.

10. Pero en este Sínodo Efesino, que León denominó justamente Concilio de ladrones, siendo árbitros del mismo Dióscoro y Eutiques, se hizo todo con violencia, se negó a los Legados Apostólicos el primer puesto en la reunión, fue prohibido leer las cartas del Sumo Pontífice, los votos de los Obispos fueron arrancados por medio de engaños y amenazas; juntamente con otros fue Flaviano acusado de herejía; más aún, la audacia del furibundo Dióscoro llegó a tal punto que ¡nefando delito! osó lanzar la excomunión contra la Suprema Autoridad Apostólica.

Cuando León supo por medio del diácono Hilario las fechorías de este Conciliábulo de bandoleros, reprobó, anuló y rechazó todo lo hecho y decretado y sintió un acerbo dolor, exacerbado por las frecuentes apelaciones de los obispos depuestos por el capricho de aquéllos.

11. Dignas de mención son las cosas que escribieron en aquella circunstancia Flaviano y Teodoro de Ciro al Supremo Pastor de la Iglesia. He aquí las palabras de Flaviano: “Procediendo, como en virtud de un prejuicio, inicuamente todas las cosas para mi daño, después de aquella injusta sentencia pronunciada contra mí (por Dióscoro), mientras yo apelaba al trono de la Sede Apostólica de Pedro, Príncipe de los Apóstoles, como también al Sínodo sujeto a Vuestra Santidad, de repente me vi rodeado de muchos soldados, que no me permitieron refugiarme en el santo altar, sino que trataron de sacarme fuera de la Iglesia” [8]. Y Teodoro escribe: “Si Pablo, heraldo de la verdad...acudió a Pedro...mucho más nosotros, humildes y pequeños, acudimos a Vuestra Apostólica Sede, para obtener de Vos remedio a las heridas de la Iglesia. Porque a Vos toca ejercitar el primado sobre todas...Yo espero el juicio de Vuestra Apostólica Sede...Ante todo ruego ser instruido por Vos sobre si debo resignarme a sufrir esta injusta deposición o no; espero vuestra sentencia” [9]

12. Para borrar tanta iniquidad León urgió con insistentes cartas a Teodosio y a Pulqueria para que pusiesen remedio a tan triste estado de cosas y por eso a reunir dentro de Italia un nuevo Concilio, que reparase los males del Efesino. Un día recibiendo en la Basílica Vaticana a Valentiniano III, a su madre Gala Plácida y a su esposa Eudoxia, rodeado de una numerosa corona de obispos, con gemidos y llantos les pidió que pusiesen remedio en seguida, según sus fuerzas, al creciente daño de la Iglesia. Entonces el Emperador Valentiniano escribió a Teodosio y lo mismo hicieron también las reinas. Pero en vano; Teodosio, envuelto en las astucias y en los engaños, no hizo nada por reparar las injusticias cometidas. Más cuando el dicho Emperador murió inesperadamente, su hermana Pulqueria ocupó el poder y tomó como marido a Marciano, asociándolo al mando, siendo los dos muy estimados por su piedad y sabiduría.

Entonces Anatolio, que Dióscoro había puesto arbitrariamente en la cátedra de Flaviano, suscribió la carta que León había escrito a Flaviano sobre la encarnación del Verbo; los restos de Flaviano fueron llevados con grande pompa a Constantinopla; los Obispos depuestos fueron restituidos a sus sedes; y comenzó a ser unánime la reprobación de la herejía eutiquiana, de modo que no se veía ya la necesidad de un nuevo Concilio, tanto más cuanto que las condiciones del Imperio Romano eran poco seguras por las invasiones de los Bárbaros, que ponían en peligro la seguridad del imperio romano.

13. Sin embargo, por deseo del emperador y con la aprobación del Papa, se celebró un concilio. Calcedonia era una ciudad de Bitinia cerca del Bósforo de Tracia, a la vista de Constantinopla, que estaba situada en la orilla opuesta. Aquí, en la vasta basílica suburbana de Santa Eufemia, Virgen y Mártir, el 8 de octubre se reunieron los padres, que previamente se habían reunido para este propósito en la ciudad de Nicea. Eran unos 600 en número, todos del Este, excepto dos exiliados de África.

14. El libro de los evangelios se colocó en el medio; diecinueve representantes del emperador y del senado ocuparon sus lugares ante las barandillas del altar. Hicieron las veces de Legados Pontificios los piadosísimos personajes Pascasio, obispo de Lilibeo de Cicilia, Lucencio, obispo de Ascoli, Bonifacio y Basilio, sacerdotes, a los cuales se juntó Juliano, obispo de Cos, para ayudarles en su importante tarea. Los Legados del Sumo Pontífice ocupaban el primer puesto entre los obispos; eran los primeros en la lista, fueron los primeros en hablar, los primeros en firmar las actas y, en fuerza de su autoridad delegada, confirmaban o rechazaban los votos de los demás, como ocurrió abiertamente en la condena de Dióscoro, que los Legados del Sumo Pontífice ratificaron con esas palabras: “El Santísimo y beatísimo Arzobispo de la grande y antigua Roma, León, por medio de nosotros y este Santo Sínodo, juntamente con el beatísimo y dignísimo de alabanza Pedro Apóstol, que es la piedra y la base de la Iglesia Católica y el fundamento de la fe ortodoxa, le ha despojado (a Dióscoro) de la dignidad episcopal, como también de todo ministerio sacerdotal” [10].

15. Consta por otra parte claramente que no sólo los Legados Pontificios han ejercitado la autoridad de presidir, sino que también les fue reconocido por todos los Padres del Concilio sin alguna oposición el derecho y el honor de la presidencia, como se deduce de la carta sinodal enviada a León: “Tú en verdad -así escriben- presidías como la cabeza a los miembros, demostrando benevolencia en los que tenían tu puesto” [11].

16. No es nuestro intento detallar aquí todos y cada uno de los actos del Concilio, sino solamente los principales, en cuanto son útiles para poner en claro la verdad y para ayudar a la Religión. Por lo tanto, no podemos pasar en silencio ya que se toca la cuestión de la dignidad de la Sede Apostólica, el Canon 28 de aquel Concilio, en el cual se atribuye el segundo puesto de honor después de la Sede Romana a la sede episcopal de Constantinopla como ciudad imperial. Si bien nada se hubiera hecho contra el divino primado de jurisdicción, que era por todos reconocido, con todo aquel canon, redactado en ausencia y contra la voluntad de los Legados Pontificios, y por consiguiente clandestino y subrepticio, está destituido de todo valor jurídico y fue reprobado y condenado por San León en muchas cartas. Por lo demás, a semejante determinación se adhirieron Marciano y Pulqueria, y también el mismo Anatolio, el cual, excusando la censurable audacia de aquel acto, escribió así a León: “De aquellas cosas que días pasados se decretaron en el Concilio Universal de Calcedonia a favor de la Sede Constantinopolitana quien tuvo ese deseo...; quedando reservada a la autoridad de Vuestra Beatitud toda la validez y la aprobación de tal acto” [12].

17. Pero vayamos ya al punto principal de toda la cuestión, es decir, a la solemne definición de la Fe Católica, con la cual fue rechazado y condenado el pernicioso error de Eutiques.

En la cuarta sesión del sacro Sínodo, pidieron los representantes imperiales que se compusiese una nueva fórmula de fe; pero el Legado Pontificio Pascasino, interpretando el sentir de todos, respondió que no era necesario, bastando los símbolos de la fe y los cánones ya en uso en la Iglesia, entre los que hay que contar primeramente la Carta de León a Flaviano: “Luego en tercer lugar (esto, es, después de los Símbolos Niceno y Constantinopolitano y de su exposición hecha por Cirilo en el Concilio Efesino) los escritos enviados por el Beatísimo y Apostólico León, Papa de la Iglesia Universal, contra tu herejía de Nestorio y de Eutiques, ya han indicado cuál es la verdadera fe. Este Santo Sínodo también sostiene y sigue la misma fe” [13].

18. Conviene recordar aquí que esta importantísima Carta de San León a Flaviano, acerca de la Encarnación del Verbo, fue leída en la tercera sesión del Concilio, y apenas calló la voz del lector, todos los Padres gritaron unánimemente: “Esta es la fe de los Padres, ésta la fe de los Apóstoles. Todos creemos así, los ortodoxos creen así. Sea excomulgado quien no cree así. Pedro ha hablado a través de León” [14].

19. Después de esto, con pleno consentimiento, todos dijeron que el documento del Romano Pontífice concordaba perfectamente con los Símbolos Niceno y Constantinopolitano. Con todo en la quinta sesión sinodal por la insistencia de los representantes de Marciano y del Senado, fue preparada una nueva fórmula de la fe por un Consejo escogido de Obispos de varias regiones, que se reunieron en el oratorio de la basílica de Santa Eufemia. Estaba compuesta de un prólogo, del Símbolo Niceno y del Constantinopolitano, promulgado entonces por primera vez, y de la solemne condenación del error eutiquiano. Tal fórmula fue aprobada por los Padres del Concilio con unánime consentimiento.

20. Nos parece importante, Venerables Hermanos, demorarnos un poco en dilucidar este documento del Romano Pontífice, que fue una reivindicación tan destacada de la Fe Católica. Ante todo contra Eutiques que andaba diciendo: “Confieso que el Señor tenía dos naturalezas antes de la unión; y en cambio después de la unión, una sola naturaleza” [15], y no sin indignación contrapone así el Santísimo Pontífice la luz de la refulgente verdad: “Me sorprende que esta afirmación absurda y perversa haya escapado a la severa reprimenda de quienes dictaron sentencia... se describe impíamente al Hijo Unigénito de Dios como de dos naturalezas antes de la Encarnación y, con la misma maldad, al Verbo hecho Carne se le atribuye una sola naturaleza” [16]. Atacó con igual fuerza y ​​franqueza los errores opuestos de Nestorio: “Es porque hubo una sola persona en ambas naturalezas, que el Hijo de Dios tomó carne de la Virgen de la que nació. Y otra vez se dice que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, porque padeció estas cosas en la debilidad de su naturaleza humana, no en la divinidad misma, porque por la divinidad el Unigénito es coeterno y consustancial con el Padre. Por lo cual, en el Credo todos confesamos “que el Hijo unigénito de Dios fue crucificado y sepultado” [17].

21. Además de la distinción de las dos naturalezas en Cristo, San León reivindica también con mucha claridad la distinción de las propiedades y operaciones de una y otra naturaleza: “Salva pues -dice él- la propiedad de una y otra naturaleza, que confluyen en una única persona, fue asumida la humildad por la majestad, la debilidad por la fuerza, la mortalidad por la eternidad” [18]. Y de nuevo: “Porque una y otra naturaleza conserva sin perder nada de su propiedad” [19].

22. Pero ambos conjuntos de propiedades y actividades se atribuyen a la Persona Una del Verbo, porque “Uno y el mismo es verdaderamente el Hijo de Dios y verdaderamente el Hijo del hombre” [20]. De donde: “Obra en efecto una y otra naturaleza con mutua comunicación lo que le es propio, esto es, el Verbo obra lo que es propio del Verbo y la carne sigue lo que es propio de la carne” [21]. En estas expresiones aparece el uso de lo que se llama la Aplicación Común de los Términos (Communicatio Idiomatum), que Cirilo reivindicó contra Nestorio. Depende del firme fundamento de que ambas naturalezas subsisten por la Persona Una del Verbo engendrado antes de todos los siglos por el Padre y nacido de María según la carne en el transcurso de los tiempos.

23. Esta profunda doctrina sacada del Evangelio, sin negar lo que fue definido en el Concilio Efesino, condenó a Eutiques, sin perdonar a Nestorio, y con ella concuerda perfectamente la definición dogmática del Concilio Calcedonense, que en el mismo sentido afirma con claridad y energía dos distintas naturalezas y una persona en Cristo con estas palabras: “Este gran y santo concilio ecuménico condena a los que pretenden que hubo dos naturalezas en el Señor antes de la unión, e imagina que sólo hubo una después de la unión. Siguiendo, pues, con las Tradiciones de los Santos Padres enseñamos que todos a una sola voz confiesen que el Hijo [de Dios] y nuestro Señor Jesucristo son uno y el mismo, y que es perfecto en su divinidad, perfecto en su humanidad , verdadero Dios y verdadero hombre, hecho de un alma racional y de un cuerpo, consustancial al Padre en su divinidad, y el mismo también en su humanidad recibida de la Virgen María en tiempos recientes, por nosotros y para nuestra salvación, uno y el mismo Cristo, el Hijo, el Señor, el Unigénito, teniendo dos naturalezas sin confusión, cambio, división o separación; la distinción entre las naturalezas no fue eliminada por la unión, pero las propiedades de cada una permanecen inviolables y se unen en una sola persona. No está partido ni dividido en dos personas, sino que es uno y el mismo Hijo y Unigénito Dios Verbo, el Señor, Jesucristo” [22].

24. Y si se pregunta por qué motivo el lenguaje del Concilio de Calcedonia se tan claro y tan eficaz en impugnar el error, creemos que eso depende de que, quitada toda ambigüedad, se usan en él, términos muy apropiados. En efecto, en la definición Calcedonense a las palabras persona e hipóstasis (prósopon - hipóstasis) se atribuye el mismo significado; al contrario al término naturaleza (fysis) se da un sentido diverso y nunca su significado se da a los dos primeros.

Por lo tanto, sin razón pensaban los Nestorianos y Eutiquianos, como también dicen ahora algunos historiadores, que el Concilio de Calcedonia corrigió lo que estaba definido en el Concilio de Éfeso. Todo lo contrario, puesto que el uno completa al otro; pero de tal forma que la síntesis armónica de la doctrina cristológica fundamental aparece más vigorosamente en el segundo y en el tercer Concilio de Constantinopla.

25. Es doloroso que algunos antiguos adversarios del Concilio Calcedonense, que se dicen también Monofisitas, hayan rechazado una doctrina tan pura, tan sincera e íntegra por haber entendido mal algunas expresiones de los antiguos. En efecto, aun siendo contrarios a Etiques, que hablaba absurdamente de mezclas de naturalezas de Cristo, sin embargo defendían tenazmente la conocida fórmula: “Una es la naturaleza del Verbo encarnado”, de la que se había servido San Cirilo Alejandrino, como dicho de San Atanasio, pero en sentido ortodoxo, porque él entendía la naturaleza en el significado de persona. Los Padres de Calcedonia, por lo tanto, eliminaron totalmente lo que era ambiguo o susceptible de causar error en estas expresiones. En efecto, aplicaron a la exposición de la encarnación de Nuestro Señor los mismos términos que se emplean en la teología de la Trinidad. Así, hicieron que “naturaleza” y “esencia” (essentia, ousia) fueran lo mismo, e igualmente “Persona” e “Hipóstasis”, y trataron los dos últimos nombres como totalmente diferentes en significado de los dos primeros. Su enfoque, por otra parte, había hecho “naturaleza” el equivalente de “Persona” no de “esencia” (essentia).

26. Por la razón que acabamos de dar, hoy en día hay algunos cuerpos separados en Egipto, Etiopía, Siria, Armenia y otros lugares, que se equivocan principalmente en el uso de palabras al definir la doctrina de la Encarnación. Esto puede demostrarse a partir de sus libros litúrgicos y teológicos.

27. Por lo demás ya en el siglo XII, un hombre, que entre los  Armenios gozaba de gran autoridad, confesaba cándidamente su pensamiento respecto a esta materia: “Nosotros decimos que Cristo es una naturaleza no por confusión a la manera de Eutiques, ni por mutilación como quería Apolinario, sino según la mente de Cirilo de Alejandría, el cual en el Libro Scholiorum adversus, Nestorium dice: ‘Una es la naturaleza del Verbo encarnado, como lo han enseñado los Padres... Y también nosotros hemos aprendido de la tradición de los Santos, no introduciendo en la unión de Cristo confusión o mutación o alteración según el pensamiento de los heterodoxos, afirmando una naturaleza, pero en el sentido de hipóstasis, que vosotros mismos ponéis en Cristo’; lo cual es justo y nosotros lo reconocemos, y equivale perfectamente a nuestra fórmula: ‘Una naturaleza...’. Ni rehusamos decir ‘dos naturalezas’, pero con tal de que no se entienda por vía de división, como quiere Nestorio, sino se mantenga clara la no confusión contra Eutiques y Apolinario” [23].

28. Si el gozo y la alegría llegan al extremo cuando se realiza la palabra del Salmo: “Oh cuán buena y cuán dulce cosa es el vivir los hermanos en mutua unión” [24]; si la gloria de Dios resplandece especialmente junta con la utilidad de todos, cuando la plena verdad y la plena caridad liga entre sí las ovejas de Cristo, vean aquellos que con amor y dolor hemos recordado más arriba, si es lícito y útil estar lejos, especialmente por un equívoco inicial de palabras, de la Iglesia una y santa, fundada sobre zafiros [25], es decir, sobre los Profetas y los Apóstoles, sobre la misma piedra angular, Cristo Jesús [26].

29. Repugna también abiertamente con la definición de fe del Concilio de Calcedonia la opinión, bastante difundida fuera del Catolicismo, apoyada en un texto de la Epístola de San Pablo Apóstol a los Filipenses [27], mala y arbitrariamente interpretado, esto es, la doctrina llamada Kenótica, según la cual en Cristo se admite una limitación de la divinidad del Verbo; invención verdaderamente sacrílega, que, siendo digna de reprobación como el opuesto error de los Docetas, reduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención a una sombra vana y sin cuerpo. “Con la naturaleza entera y perfecta del verdadero hombre -así nos enseña elocuentemente León Magno- aquel que era verdadero Dios nació, completo en su propia naturaleza, completo en la nuestra” [28].

30. Si bien nada hay que prohíba escrutar más profundamente la humanidad de Cristo, aun en el aspecto psicológico, con todo en el arduo campo de tales estudios no faltan quienes abandonan más de lo justo las posiciones antiguas para construir las nuevas, y se sirven de mala manera de la autoridad y de la definición del Concilio Calcedonense para apoyar sus propias elucubraciones.

31. Estos ensalzan tanto el estado y la condición de la naturaleza humana de Cristo que parece que ella es considerada como sujeto suis iuris, como si no subsistiese en la persona del mismo Verbo. Pero el Concilio de Calcedonia, en pleno acuerdo con el de Éfeso, afirma claramente que ambas naturalezas están unidas en 'Una Persona y subsistencia', y descarta la colocación de dos individuos en Cristo, como si un solo hombre, completamente autónomo en sí mismo, hubiera sido tomado y puesto al lado de la Palabra. San León no sólo se adhiere a esta opinión (es decir, la de Calcedonia), sino que también indica la fuente de donde deriva su sana doctrina. “Todo lo que hemos escrito -dice- ha sido claramente tomado de la doctrina de los Apóstoles y de los Evangelios” [29].

32. En efecto, la Iglesia desde los primeros tiempos, sea en los documentos escritos, sea en la predicación, sea en las preces litúrgicas, profesa de un modo claro y preciso que el Unigénito Hijo de Dios, nació en la tierra, y ha padecido, y estuvo clavado en la Cruz, y, después de salir resucitado del sepulcro, subió a los cielos. Además la Sagrada Escritura atribuye al único Cristo, el Hijo de Dios, propiedades humanas y siendo al mismo tiempo Hijo del hombre, propiedades divinas.

33. En efecto, el Evangelista Juan declara: “El Verbo se hizo carne” [30]. Luego Pablo escribe de Él: “El cual teniendo la naturaleza de Dios...se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte” [31].Y también: “Mas cumplido que fue el tiempo, envió Dios a su Hijo, formado de una mujer” [32] y el mismo divino Redentor afirma de un modo perentorio: “Mi Padre y yo somos una misma cosa” [33] y también: “Salí del Padre y vine al mundo” [34]. El origen celestial de nuestro Redentor resplandece también en este texto del Evangelio: “He descendido del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” [35]. Y también de este otro: “El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos” [36]. Santo Tomás de Aquino explica esta última frase así: “El que desciende es el mismo que asciende. En esto se indica la unidad de la Persona del Dios hombre. Desciende en efecto... el Hijo de Dios asumiendo la naturaleza humana, pero sube el Hijo del hombre según la naturaleza humana a la sublimidad de la vida inmortal. Y así el mismo es el Hijo de Dios que baja y el Hijo del hombre que sube” [37].

34. Este mismo concepto había ya expresado Nuestro Predecesor León Magno con estas palabras: “Porque ... a la justificación de los hombres lo que principalmente contribuye es que el Unigénito de Dios se ha dignado ser también el Hijo del hombre, de tal manera que el mismo que es όμοούσιος al Padre, esto es, de la misma substancia del Padre, fuese también verdaderamente hombre y consubstancial a la Madre según la carne, nosotros gozamos de lo uno y de lo otro, ya que no nos salvamos sino en virtud de ambos, no dividiendo sin embargo lo visible de lo invisible, lo corpóreo de lo incorpóreo, lo pasible de lo impasible, lo palpable de lo impalpable, la forma del siervo de la forma de Dios, porque, si bien uno subsiste desde la eternidad y el otro ha comenzado en el tiempo, con todo, una vez unidos no pueden ya tener separación ni fin” [38].

35. Sólo, pues, si nos adherimos a la santa fe inviolable de que hay una sola Persona en Cristo, la del Verbo, en la que dos naturalezas enteramente distintas entre sí, la divina y la humana, distintas también en sus propiedades y actividades, confluyen — sólo si nos adherimos a esta doctrina resplandece la magnificencia y la misericordia paternal de nuestra inefable redención.

36. ¡Oh altura de la misericordia y de la justicia de Dios, que acudiste en ayuda de las criaturas culpables y las convertiste en hijos suyos! Cómo se inclinaron los cielos hacia nosotros, desaparecieron las heladas invernales, aparecieron las flores en nuestra tierra, y nos convertimos en hombres nuevos, en una nueva creación, en una nueva estructura, en un pueblo santo, en un vástago celestial. Verdaderamente el Verbo padeció en su carne y derramó su sangre en la cruz y pagó por nosotros pecadores al Padre Eterno el sobreabundante precio de nuestra satisfacción. De ahí que la esperanza cierta de la salvación ilumine a los que con verdadera fe y ardiente caridad se adhieren a él y, con la ayuda de las gracias que de él brotan, producen frutos de justicia.

37. La evocación misma del recuerdo de estos insignes y gloriosos acontecimientos de la historia de la Iglesia nos lleva naturalmente a dirigir nuestros pensamientos a los orientales con un calor aún más cariñoso de afecto paternal. En efecto, el concilio ecuménico de Calcedonia es un monumento de su gloria, que sin duda perdurará a través de los siglos. Porque en este concilio, bajo la dirección de la Sede Apostólica, una asamblea de 600 obispos orientales defendió vigilantemente y expuso maravillosamente contra la temeridad del innovador, la doctrina de la unidad de Cristo, en cuya persona se reúnen sin confusión dos naturalezas distintas, la divina y la humana. Pero, ¡ay! durante largos siglos muchos de los que habitan en Oriente se han alejado infelizmente de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la que la unión hipostática es el prototipo más luminoso. ¿No sería santo, saludable y conforme a la voluntad de Dios que todos ellos volvieran por fin al único redil de Cristo?

38. Por nuestra parte, deseamos que tengan siempre presente que Nuestros pensamientos son pensamientos de paz y no de aflicción (cf. Jer. xxix, 11). Es bien sabido, además, que lo hemos demostrado con nuestros actos. Si bajo presión nos gloriamos de ello, entonces nos gloriamos en el Señor, que es el dador de toda buena voluntad. Pues hemos seguido el camino de nuestros predecesores y hemos trabajado diligentemente para facilitar el retorno de los pueblos orientales a la Iglesia Católica. Hemos custodiado sus ritos legítimos. Hemos promovido el estudio de sus asuntos. Hemos promulgado leyes benéficas para ellos. Hemos mostrado profunda solicitud en nuestro trato con el sagrado consejo de la curia romana para los asuntos orientales. Hemos concedido la púrpura romana al patriarca de los armenios.

39. Mientras ardía la reciente guerra con su secuela de miseria, hambre y enfermedades, Nos, sin distinguir entre los pueblos, que Nos suelen llamar Padre, hemos trabajado por aliviar dondequiera el peso de las desgracias; Nos hemos esforzado por ayudar a las viudas, a los niños, a los ancianos, a los enfermos y Nos hubiéramos considerado más felices si hubiéramos podido equiparar los medios a los deseos. No vaciléis, pues, en rendir el debido homenaje a esta Sede Apostólica, para la que el presidir es ayudar, a esta inquebrantable roca de verdad plantada por Dios, aquellos que por calamidad de los tiempos se han separado de ella, mirando e imitando a Flaviano, nuevo Juan Crisóstomo en el soportar las pruebas más duras por la justicia, a los Padres Calcedonenses, elegidos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, al fuerte Marciano, bondadoso y sabio príncipe, a Pulqueria, fúlgido lirio de regia e inmaculada pureza. Nos prevemos cuán rica fuente de bienes para provecho común del orbe cristiano brotará de este retorno a la unidad de la Iglesia.

40. Verdaderamente somos conscientes de la acumulación de prejuicios que impiden tenazmente el feliz cumplimiento de la oración ofrecida por Cristo en la última Cena a su Padre Eterno por los seguidores del Evangelio: “Que todos sean una misma cosa” [41]. Pero sabemos también que la fuerza de la oración es grande, si los que oran, formando un solo ejército, arden en una sincera fe y pura conciencia capaz de arrancar una montaña y precipitarla en el mar [42]. Deseando, pues, ardientemente que todos aquellos, que sienten en el corazón la calurosa llamada para abrazar la unidad cristiana ( y ninguno que pertenezca a Cristo puede prestar poca atención a cosa tan grave) eleven oraciones y súplicas a Dios, autor y fuente del orden, unidad y belleza, a fin que los laudables deseos de los hombres mejores se realicen cuanto antes. Para allanar el camino, que lleva a esta meta, conviene hacer la investigación sin ira ni apasionamiento del modo como hoy, más que en el pasado suelen ser construidos y depurados los hechos antiguos.

41. Hay, además, otro motivo, que con grande urgencia exige que las falanges cristianas cuanto antes se unan y combatan bajo una sola bandera central los tempestuosos asaltos del enemigo infernal. ¿A quién no horroriza el odio y la ferocidad con que los enemigos de Dios, en muchos países del mundo, amenazan y tienden a destruir todo lo que es divino y cristiano? Contra sus confederadas milicias no podemos seguir divididos y dispersos, perdiendo el tiempo, todos los que señalados con el carácter bautismal, estamos destinados a combatir con valor los combates de Cristo.

42. Las cárceles, los sufrimientos, los tormentos, los gemidos, la sangre de aquellos que, conocidos o ignorados, pero ciertamente muchos en estos últimos tiempos y aun hoy día, han sufrido y están sufriendo por la constancia de la virtud y la profesión de fe, llaman a todos con voz cada vez más alta, para que abracen esta santa unidad de la Iglesia.

43. La esperanza de la vuelta de los hermanos y de los hijos, separados hace ya mucho tiempo de esta Sede Apostólica, se hace más fuerte con la amarga y sangrienta cruz de los sufrimientos de tantos otros hermanos e hijos: ¡que ninguno impida y descuide la obra salvadora de Dios! A estos beneficios y al gozo de esta unidad invitamos con paterna súplica y llamamos de nuevo también a aquellos que siguen los errores nestorianos y monofisistas. Persuádanse ellos que Nos consideraríamos como la más fúlgida joya de la corona de Nuestro apostolado, el que Nos fuera concedido poder abrazar con amor y honor aquellos que nos son tanto más queridos cuanto su larga separación ha avivado más Nuestros deseos.

44. Finalmente es nuestro anhelo que cuando por Vuestro solícito trabajo, Venerables Hermanos, se celebre la conmemoración del Sacrosanto Concilio Calcedonense, todos sean exhortados a adherirse con la más firme fe a Cristo nuestro Redentor y nuestro Rey. Ninguno, halagado por las aberraciones de la humana filosofía y engañado de los caprichos del lenguaje humano, ose destruir con duda o adulterar con innovaciones en Calcedonia, es decir: que en Cristo hay dos verdaderas y perfectas naturalezas, una divina y otra humana, unidas a la vez, pero sin confusión, y subsistentes en la única Persona del Verbo. Antes bien unidos con el autor de nuestra salvación, que es “Camino de santas costumbres, Verdad de divina doctrina, y Vida de eterna bienaventuranza” [43] todos amen en Él la naturaleza restaurada, honren la libertad redimida, y, rechazando la necesidad del mundo viejo, pasen con plena alegría a la sabiduría de la infancia espiritual, que nunca envejece.

45. Reciba estos ardentísimos deseos Dios, Uno y Trino, cuya naturaleza es bondad, y cuya voluntad es poder, por intercesión de la Virgen María, Madre de Dios, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de Eufemia Virgen Calcedonense y Mártir triunfante. Y vosotros, Venerables Hermanos, unid por esta intención vuestras oraciones a las Nuestras, y haced que todo esto que acabamos de escribiros llegue a conocimiento del mayor número posible de personas. Agradecidos por esta, vuestra ayuda, a vosotros y a todos los sacerdotes y fieles confiados a Nuestra cura pastoral, impartimos de todo corazón la Apostólica Bendición, en virtud de la cual podáis someteros más generosamente al yugo no pesado ni molesto de Cristo Rey y ser siempre semejantes en humildad a Aquel, de cuya gloria queréis participar.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María Virgen, año 1951, 13º de Nuestro Pontificado.

PAPA PÍO XII.

 

Notas:

[1] Mt 16, 16.

[2] Cfr.. Rm 1, 16.

[3] Pío XI Encíclica Lux veritatis, 25-XII-1931; A.A.S. 23 (1931) 493-517.

[4] S. Gregorio Magno, Registrum Epistolarum, I, 25 (al. 24) (Migne PL 77, col. 478; edic. Ewald I, 36).

[5] S. León M. A Flaviano, Epist. 28 1; (Migne PL 54, col. 755 s.)

[6] Cfr. Flaviano, a León M. Ep. 26, (Migne PL 54, 745).

[7]S. León Magno, Ep. 28, 5 (Migne PL 54, 777)

[8] Schwartz, Acta Conciliorum Oecumenicorum, II, vol. II, pars, prior, p. 78.

[9] Theodoretus ad Leonem M.; Ep. 52, 1. 5. 6: (Migne PL 54, 847 y 851; cfr. Migne PG 83, 1311 s. y 1315 s.)

[10] Mansi, Conciliorum amplissima collectio. VI, 1047 (Act. III); Schwartz, II, vol. I. Pars altera, p. 29 (225) (Act. II).

[11] Sínodo de Calcedonia a León M. Ep. 98, 1 (Migne PL 54, 951; Mansi, VI, 147).

[12] Anatolio a León M. Ep. 132, 4 (Migne PL 54, 1084; Mansi, VI, 278 s.).

[13] Mansi, VII, 10.

[14] Schwartz, II, vol. I, pars altera, p. 81 (277) (Act. III); Mansi, VI, 971 (Act. II).

[15] S. León M. Ep. 28, 6 (Migne PL 54, 777).

[16] S. León M. Ep. 28, 6 (Migne PL 54, 777).

[17] S. León M. Ep. 28, 5 (Migne PL 54, 771; cfr. Augustinus, Contra sermonem Arianorum, c. 8 (Migne PL 42, 688).

[18] S. León M. Ep. 28,3 (Migne PL 54, 763). Cfr. S. Leonis M. Serm. 21,2 (PL 54, 192).

[19] S. León M.; Ep. 28, 3 (Migne PL 54, 765, Cfr. Serm. 23, 2 (PL 54, 201).

[20] S. León M. Ep. 28,4 (Migne PL 54, 767).

[21] Ibid..

[22] Mansi, Conc. Ampl.. Coll. VII, 114 y 115.

[23] Así Nerses IV (+ 1173) en Libello confessionis fidei, ad Alexium supremum exercitus byzantini Ducem (I. Cappelletti. S. Narsetis Claiensis, Armenorum Catholici, opera, I, Venetiis, 1833, pp. 182-183).

[24] Ps. 132, 1.

[25] Cfr. Is. 54, 11.

[26] Cfr. Ef 2, 20.

[27] Flp 2,7.

[28] San León M. Ep. 28, 3 (Migne P. L. 54, 763); Cfr. Serm. 23, 2 (PL 54, 201).

[29] S. León M. Ep. 152 (Migne PL 54, 1123).

[30] Jn 1, 14.

[31] Filip. 2, 6-8.

[32] Gal. 4, 4.

[33] Jn 10, 30.

[34] Jn 16, 28.

[35] Jn 6, 38.

[36] Ef 4, 10.

[37] S. Tomas, Comm. In Ep. Ad Ephesios, c. IV, lect. III, circa finem.

[38] S. Leonis M., Serm. 30, 6 (Migne PL 54, 233 2.).

[39] Cfr. Cant 2, 11 s.

[40] Cfr. Jr 29, 11.

[41] Jn 17, 21.

[42] Cfr. Mc 11, 23.

[43] San León M., Serm. 72, 1 (Migne PL 54, 390)


No hay comentarios: