miércoles, 7 de marzo de 2001

DOCTOR MELLIFLUUS (24 DE MAYO DE 1953)


ENCÍCLICA 

DOCTOR MELLIFLUUS

DEL PAPA PÍO XII 

SOBRE SAN BERNARDO DE CLARAVAL, 

EL ÚLTIMO DE LOS PADRES 

A Nuestros Venerables Hermanos, los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios Locales en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.

Salud y Bendición Apostólica.

El “Doctor Mellifluus”, “el último de los Padres, pero ciertamente no inferior a los anteriores” [1], era notable por tales cualidades de naturaleza y de mente, y tan enriquecido por Dios con dones celestiales, que en los cambiantes y a menudo tormentosos tiempos en los que vivió, parecía dominar por su santidad, sabiduría y prudentísimo consejo. Por ello, ha sido muy alabado, no sólo por los soberanos pontífices y escritores de la Iglesia Católica, sino también, y no pocas veces, por los herejes. Así, cuando en medio del júbilo universal, Nuestro predecesor, Alejandro III, de feliz memoria, lo inscribió entre los santos canonizados, rindió un reverente homenaje cuando escribió: “Hemos pasado revista a la santa y venerable vida de este mismo hombre bendito, que no sólo fue en sí mismo un brillante ejemplo de santidad y religión, sino que también brilló en toda la Iglesia de Dios por su fe y por su fructífera influencia en la casa de Dios con la palabra y el ejemplo; ya que enseñó los preceptos de nuestra santa religión incluso a las naciones extranjeras y bárbaras, y así recordó a una innumerable multitud de pecadores... al recto camino de la vida espiritual” [2]. “El fue”, -como escribe el cardenal Baronio -“un hombre verdaderamente apostólico, más aún, un auténtico apóstol enviado por Dios, poderoso en la obra y en la palabra, que en todas partes y en todas las cosas dio brillo a su apostolado con los signos que le siguieron, de modo que no fue en nada inferior a los grandes apóstoles, ... y debe ser llamado ... a la vez adorno y sostén de la Iglesia católica” [3].

2. A estos encomios de altísimo nivel, a los que podrían añadirse casi otros innumerables, dirigimos Nuestro pensamiento al final de este siglo VIII, cuando el restaurador y promotor de la santa Orden del Císter dejó piadosamente esta vida mortal, que había adornada con tan gran brillo de doctrina y esplendor de santidad. Es una fuente de gratificación pensar en sus méritos y exponerlos por escrito, para que, no sólo los miembros de su propia Orden, sino también todos aquellos que se deleitan principalmente en lo que es verdadero, bello o santo, se sientan movidos a imitar el brillante ejemplo de sus virtudes.

3. Hay que señalar que no rechaza la filosofía humana que es verdadera filosofía, es decir, la que conduce a Dios, a la vida recta y a la sabiduría cristiana. Más bien repudia aquella filosofía que, recurriendo a la palabrería vacía y a las argucias ingeniosas, se arroga el derecho de subir a las alturas divinas y de ahondar en todos los secretos de Dios, con el resultado de que, como ocurría a menudo en aquella época, perjudicaba la integridad de la fe y, por desgracia, caía en la herejía.

4. “¿Veis...?”, escribió, “cómo el Apóstol San Pablo (I Cor. viii, 2) [5] hace consistir el fruto y la utilidad del conocimiento en el modo en que conocemos? ¿Qué se entiende por ‘el modo de conocer’? ¿No es simplemente esto, que debes reconocer en qué orden, con qué aplicación, con qué propósito y qué cosas debes conocer? En qué orden -para que aprendas primero lo que es más conducente a la salvación-; con qué celo -para que aprendas con una convicción más profunda lo que te mueve a un amor más ardiente-; con qué propósito -para que no aprendas por vana gloria, curiosidad o algo por el estilo, sino sólo para tu propia edificación y la de tu prójimo. Porque hay algunos que quieren saber con el único fin de saber, y esto es una curiosidad indecorosa. Y hay quienes buscan el conocimiento para ser conocidos ellos mismos; y esto es vanidad indecorosa... y también hay quienes buscan el conocimiento para vender su conocimiento, por ejemplo, por dinero o por honores; y esto es búsqueda indecorosa de ganancia. Pero también hay quienes buscan el conocimiento para edificar, y esto es caridad. Y hay quienes buscan el conocimiento para ser edificados, y esto es prudencia” [6].

5. En las siguientes palabras, describe muy apropiadamente la doctrina, o más bien la sabiduría, que sigue y ama ardientemente: “Es el espíritu de la sabiduría y del entendimiento el que, como una abeja que lleva cera y miel, es capaz de encender la luz del conocimiento y de derramar el sabor de la gracia. Por eso, que nadie piense que ha recibido un beso, ni el que entiende la verdad pero no la ama, ni el que ama la verdad pero no la entiende” [7] “¿De qué serviría el aprendizaje sin amor? Se hincharía. ¿Y el amor sin aprendizaje? Se extraviaría” [8], “El mero brillar es inútil; el mero arder no es suficiente; arder y brillar es perfecto” [9]. Luego explica la fuente de la verdadera y genuina doctrina, y cómo debe estar unida a la caridad: “Dios es Sabiduría, y quiere ser amado no sólo afectivamente, sino también sabiamente... De lo contrario, si descuidas la ciencia, el espíritu del error tenderá más fácilmente trampas a tu celo; ni tiene el astuto enemigo un medio más eficaz para alejar el amor del corazón, que si puede hacer que un hombre camine descuidada e imprudentemente por el camino del amor” [10]

6. De estas palabras se desprende que en su estudio y en su contemplación, bajo la influencia del amor y no mediante la sutileza del razonamiento humano, el único objetivo de Bernardo era concentrar en la Verdad suprema todos los caminos de la verdad que había recogido de muchas fuentes diferentes. De ellos extrajo la luz para la mente, el fuego de la caridad para el alma y las normas correctas de conducta. Esta es, en efecto, la verdadera sabiduría, que cabalga sobre todas las cosas humanas y lo devuelve todo a su fuente, es decir, a Dios, para conducir a los hombres hacia Él. El “Doctor Mellifluus” se abre paso con cuidado, deliberadamente, a través de los inciertos e inseguros senderos sinuosos del razonamiento, sin confiar en la agudeza de su propia mente ni depender de los tediosos y arteros silogismos de los que a menudo abusaban muchos de los dialécticos de su tiempo. ¡No! Como un águila que anhela fijar sus ojos en el sol, avanza en rápido vuelo hacia la cumbre de la verdad.

7. La caridad que le mueve no conoce barreras y, por así decirlo, da alas a la mente. Para él, el aprendizaje no es la meta final, sino un camino que conduce a Dios; no es algo frío en lo que la mente se detiene sin rumbo, como si se divirtiera bajo el hechizo de una luz cambiante y brillante. Más bien, es movida, impulsada y gobernada por el amor. Por eso, llevado hacia arriba por esta sabiduría y en la meditación, la contemplación y el amor, Bernardo sube a la cima de la vida mística y se une a Dios mismo, de modo que a veces disfrutaba de una felicidad casi infinita incluso en esta vida mortal.

8. Su estilo, que es vivo, rico, de fácil fluir y marcado por expresiones llamativas, tiene una función tan agradable que atrae, deleita y recuerda la mente del lector a las cosas celestiales. Incita, alimenta y fortalece la piedad; atrae al alma a la búsqueda de aquellos bienes que no son fugaces, sino verdaderos, ciertos y eternos. Por esta razón, sus escritos fueron siempre tenidos en alto honor. Por eso, la misma Iglesia ha incluido en la Sagrada Liturgia no pocas páginas fragantes de cosas celestiales y resplandecientes de piedad [11], que parecen haber sido alimentadas con el soplo del Espíritu Divino, y brillar con una luz tan intensa, que el transcurso de los siglos no puede apagar; porque brilla desde el alma de un escritor sediento de verdad y de amor, y que anhela alimentar a los demás y hacerlos semejantes a él [12].

9. Es un placer, Venerables Hermanos, para la edificación de todos nosotros, citar de sus libros algunos hermosos extractos de esta enseñanza mística: “Hemos enseñado que toda alma, aunque esté cargada de pecados, atrapada en el vicio, atrapada en los atractivos de las pasiones, cautiva en el destierro y prisionera en el cuerpo... incluso, digo, aunque esté así condenada y desesperada, puede encontrar en sí misma no sólo motivos para anhelar la esperanza del perdón y la esperanza de la misericordia, sino también para atreverse a aspirar a las nupcias del Verbo, no dudar en establecer un pacto de unión con Dios, y no avergonzarse de llevar el dulce yugo del amor junto al Rey de los Ángeles. ¿Qué no se atreverá el alma con Aquel cuya maravillosa imagen ve en sí misma, y cuya sorprendente semejanza reconoce en sí misma?” [13]. “Por esta semejanza de caridad... el alma se desposa con el Verbo, cuando, a saber, amando como es amada, se muestra, en su voluntad, semejante a Aquel a quien ya es semejante en su naturaleza. Por lo tanto, si lo ama perfectamente, se ha convertido en su esposa. ¿Qué puede ser más dulce que esa semejanza? ¿Qué puede ser más deseable que este amor, por el cual eres capaz de acercarte con confianza al Verbo, de adherirte a Él con firmeza, de interrogarlo familiarmente y de consultarlo en todas tus dudas, tan audaz en tus deseos como receptivo en tu entendimiento? Esta es, en verdad, la alianza del santo y espiritual matrimonio. No, es decir poco llamarla alianza: es más bien un abrazo. Ciertamente tenemos entonces un abrazo espiritual cuando los mismos gustos y los mismos disgustos hacen de dos un solo espíritu. Tampoco hay que temer que la desigualdad de las personas provoque algún defecto en la armonía de las voluntades, ya que el amor no conoce la reverencia. El amor significa un ejercicio de afecto, no una muestra de honor... El amor se basta a sí mismo. Dondequiera que llegue el amor, mantiene bajo y cautiva para sí todos los demás afectos. En consecuencia, el alma que ama, simplemente ama y no conoce otra cosa que amar” [14].

10. Después de señalar que Dios quiere ser amado por los hombres más que temido y honrado, añade esta sabia y penetrante observación: “El amor se basta a sí mismo; agrada por sí mismo y por amar. El amor es una gran cosa si vuelve a su principio, si se restablece en su origen, si encuentra el camino de vuelta a su fuente, para que así pueda fluir indefectiblemente. Entre todas las emociones, sentimientos y sensaciones del alma, el amor se destaca en este aspecto, a saber, que sólo entre las cosas creadas, tiene el poder de corresponder y hacer volver al creador en especie, aunque no en igualdad” [15].

11. Como en su oración y en su contemplación había experimentado frecuentemente este amor divino, por el que podemos estar íntimamente unidos a Dios, brotaron de su alma estas inspiradas palabras: “¡Feliz es el alma a la que le ha sido dado experimentar un abrazo de tan sobrecogedora delicia! Este abrazo espiritual no es otra cosa que un amor casto y santo, un amor dulce y agradable, un amor perfectamente sereno y perfectamente puro, un amor mutuo, íntimo y fuerte, un amor que une a dos, no en una sola carne, sino en un solo espíritu, que hace que dos no sean ya dos, sino un solo espíritu indiviso, como atestigua San Pablo [16], donde dice: 'El que se une al Señor es un solo espíritu con Él'” [17].

12. En nuestros días, esta sublime enseñanza del Doctor de Claraval sobre la vida mística, que supera y puede satisfacer todos los deseos humanos, parece a veces descuidada y relegada a un lugar secundario, u olvidada por muchos que, completamente ocupados en las preocupaciones y negocios de la vida diaria, buscan y desean sólo lo que es útil y provechoso para esta vida mortal, y apenas levantan los ojos y la mente hacia el Cielo, ni aspiran a las cosas celestiales y a los bienes que son eternos.

13. Sin embargo, aunque no todos puedan alcanzar la cumbre de esa exaltada contemplación de la que habla tan elocuentemente Bernardo, y aunque no todos puedan vincularse tan estrechamente a Dios como para sentirse ligados de un modo misterioso con el Bien Supremo a través de los lazos del matrimonio celestial; no obstante, todos pueden y deben, de vez en cuando, elevar sus corazones de las cosas terrenales a las del cielo, y amar muy fervientemente al Supremo Dispensador de todos los dones.

14. Por lo tanto, dado que el amor a Dios se enfría hoy en día en los corazones de muchos, o incluso se apaga por completo, creemos que estos escritos del “Doctor Mellifluus” deben ser cuidadosamente considerados; porque de su contenido, que de hecho está tomado de los Evangelios, puede fluir una fuerza nueva y celestial tanto en la vida individual como en la social, para dar orientación moral, ponerla en consonancia con los preceptos cristianos, y así poder proporcionar remedios oportunos para los muchos y graves males que afligen a la humanidad. Porque, cuando los hombres no tienen el debido amor a su Creador, de quien procede todo lo que tienen, cuando no se aman unos a otros, entonces, como sucede a menudo, se separan unos de otros por el odio y el engaño, y así se pelean amargamente entre ellos. Ahora bien, Dios es el Padre más amoroso de todos nosotros, y todos somos hermanos en Cristo, a quienes redimió derramando su preciosa Sangre. Por eso, cuantas veces no correspondemos al amor de Dios o no reconocemos su divina paternidad con toda la reverencia debida, los lazos del amor fraterno se rompen desgraciadamente y -como, por desgracia, es evidente con tanta frecuencia- la discordia, la contienda y la enemistad son desgraciadamente el resultado, hasta el punto de socavar y destruir los fundamentos mismos de la sociedad humana.

15. Por lo tanto, ese amor divino con el que el Doctor de Claraval se inflamó tan ardientemente debe volver a encenderse en el corazón de todos los hombres, si se quiere restaurar la moral cristiana, si la religión católica ha de cumplir con éxito su misión, y si, mediante el apaciguamiento de las disensiones y el restablecimiento del orden, la injusticia y la equidad, ha de brillar la paz serena sobre la humanidad tan cansada y desconcertada.

16. Que los que han abrazado la Orden del “Doctor Mellifluus”, y todos los miembros del clero, cuya tarea especial es exhortar e instar a los demás a un mayor amor a Dios, estén radiantes de ese amor con el que debemos estar siempre más apasionadamente unidos a Dios. En nuestros días, más que en ningún otro momento -como hemos dicho-, los hombres tienen necesidad de este amor divino. La vida familiar lo necesita, la humanidad lo necesita. Cuando arde y conduce las almas a Dios, que es el fin supremo de todos los mortales, todas las demás virtudes se fortalecen. Cuando, por el contrario, está ausente o se ha extinguido, entonces la tranquilidad, la paz, la alegría y todas las demás cosas verdaderamente buenas desaparecen gradualmente o se destruyen por completo, ya que fluyen de Aquel que es el amor mismo [18].

17. De esta caridad divina, posiblemente nadie ha hablado con más excelencia, profundidad y seriedad que Bernardo: “La razón de amar a Dios”, como él dice, “es Dios; la medida de este amor es amar sin medida” [19], “Donde hay amor, no hay trabajo, sino deleite” [20]. Reconoce haber experimentado él mismo este amor cuando escribe: “¡Oh santo y casto amor! ¡Oh, dulce y tranquilizador afecto!... Es tanto más calmante y dulce cuanto más divino es todo lo que se experimenta. Tener tal amor, significa ser hecho como Dios” [21] Y en otro lugar: “Es bueno para mí, oh Señor, abrazarte aún más en la tribulación, tenerte conmigo en el horno de la prueba antes que estar sin ti incluso en el cielo” [22]. Pero cuando toca ese amor supremo y perfecto por el que está unido a Dios mismo en íntimo matrimonio, entonces disfruta de una felicidad y una paz, que ninguna otra puede ser mayor: “Oh lugar de verdadero descanso... Porque aquí no contemplamos a Dios, como si estuviera excitado por la ira, o como si estuviera distraído por el cuidado; sino que se demuestra que su voluntad es 'buena, aceptable y perfecta'. Esta visión tranquiliza. No asusta. Adormece, en lugar de despertar nuestra inquieta curiosidad. Calma la mente en lugar de cansarla. Aquí se encuentra el descanso perfecto. La quietud de Dios tranquiliza todo lo que le rodea. Pensar en su descanso es dar descanso al alma” [23].

18. Sin embargo, esta tranquilidad perfecta no es la muerte de la mente, sino su verdadera vida. “... En lugar de traer oscuridad y letargo, el sueño del Esposo es despierto y vivificante; ilumina la mente, expulsa la muerte del pecado y otorga la inmortalidad. Sin embargo, es un sueño que transporta, más que aturde, las facultades. Es una muerte verdadera. Esto lo afirmo sin la menor duda, ya que el Apóstol dice, al elogiar a algunos que aún vivían en la carne” [24], “Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” [25].

19. Este perfecto sosiego de la mente, en el que gozamos del Dios amoroso devolviendo su amor, y por el que nos dirigimos y dirigimos a Él todo lo que tenemos, no nos hace perezosos y holgazanes. Por el contrario, es un celo constante, eficaz y activo que nos impulsa a buscar nuestra propia salvación y, con la ayuda de Dios, también la de los demás. Porque esta elevada contemplación y meditación, que se produce por el amor divino, “regula los afectos, dirige las acciones, corta todos los excesos, forma el carácter, ordena y ennoblece la vida, y por último, dota al entendimiento de un conocimiento de las cosas divinas y humanas. Ello... desenreda lo que está enredado, une lo que está dividido, reúne lo que está disperso, descubre lo que está oculto, busca lo que es falso y engañoso. La Iglesia... establece de antemano lo que tenemos que hacer, y pasa revista a lo que se ha realizado, para que no quede nada desordenado en la mente, nada sin corregir. Finalmente... hace provisión para los problemas, y así soporta la desgracia, por así decirlo, sin sentirla, de lo cual lo primero es la parte de la prudencia, y lo segundo la función de la fortaleza” [26].

20. En efecto, aunque anhela permanecer fijo en esta exaltada y dulcísima contemplación y meditación, alimentada por el Espíritu de Dios, el Doctor de Claraval no se queda encerrado entre los muros de su celda que “se dulcifica al ser habitada” [27], sino que es una mano con el consejo, la palabra y la acción dondequiera que estén en juego los intereses de Dios y de la Iglesia. Pues solía observar que “nadie debe vivir sólo para sí mismo, sino todos para todos” [28]. Y además, escribió sobre sí mismo y sus seguidores: “De igual manera, las leyes de la fraternidad y de la sociedad humana dan a nuestros hermanos, entre los que vivimos, el derecho a pedirnos consejo y ayuda” [29]. Cuando, con ánimo afligido, veía la santa fe en peligro o atribulada, no escatimaba ni esfuerzos, ni viajes, ni ninguna clase de penas para acudir con firmeza en su defensa, o para prestarle cualquier ayuda que pudiera. “No considero ninguno de los asuntos de Dios”, dijo, “como cosas que no me conciernen” [30] Y a San Luis de Francia le dirigió estas enérgicas palabras: “Nosotros, hijos de la Iglesia, no podemos pasar por alto las injurias hechas a nuestra madre, y la forma en que es despreciada y pisoteada... Ciertamente, haremos frente y lucharemos hasta la muerte, si es necesario, por nuestra Madre, con las armas que se nos permiten; no con escudo y espada, sino con oraciones y lamentos a Dios” [31].

21. Al abad Pedro de Cluny le escribió: “Y me glorío de las tribulaciones si he sido considerado digno de soportar alguna por el bien de la Iglesia. Esto, en verdad, es mi gloria y la elevación de mi cabeza: el triunfo de la Iglesia. Porque si hemos sido partícipes de sus tribulaciones, seremos también de su consuelo. Debemos trabajar y sufrir con nuestra Madre” [32].

22. Cuando el cuerpo místico de Cristo estaba desgarrado por un cisma tan grave, que incluso los hombres buenos de ambas partes se enardecían en las disputas, él dedicó todos sus esfuerzos a solucionar las desavenencias y a restablecer felizmente la unidad de espíritu. Cuando los príncipes, guiados por el deseo de dominio terrenal, se dividieron por temibles disputas, y el bienestar de las naciones se vio así seriamente amenazado, él fue siempre el pacificador y el arquitecto del acuerdo. Finalmente, cuando los santos lugares de Palestina, santificados por la sangre de nuestro Divino Salvador, se vieron amenazados por el más grave peligro, y fueron fuertemente presionados por los ejércitos extranjeros, por orden del Sumo Pontífice, con voz fuerte y con un llamamiento de amor aún más amplio, incitó a los príncipes y a los pueblos cristianos a emprender una nueva cruzada; y si en verdad no se llevó a buen término, la culpa no fue suya.

23. Y sobre todo, cuando la integridad de la fe y de la moral católica -la sagrada herencia transmitida por nuestros antepasados- se vio comprometida, especialmente por las actividades de Abelardo, Arnaldo de Brescia y Gilberto de la Poree, fuerte en la gracia de Dios no escatimó esfuerzos en escribir obras llenas de penetrante sabiduría y en realizar fatigosos viajes, para que los errores fueran disipados y condenados, y las víctimas del error fueran retiradas, en la medida de lo posible, al camino recto y a la vida virtuosa.

24. Sin embargo, como era consciente de que en este tipo de asuntos la autoridad del Romano Pontífice prevalece sobre las opiniones de los hombres eruditos, se preocupó de llamar la atención sobre esa autoridad que reconocía como suprema e infalible para resolver tales cuestiones. A su antiguo discípulo, nuestro predecesor de bendita memoria Eugenio III, le escribió estas palabras que reflejan a la vez su grandísimo amor y reverencia y esa familiaridad propia de los santos: “El amor paternal no sabe de señorío, no reconoce a un amo sino a un hijo incluso en aquel que lleva la tiara... Por eso te amonestaré ahora, no como un amo, sino como una madre, sí, como una madre amantísima” [33].

25. Luego le dirige estas poderosas palabras: “¿Quién eres tú? Tú eres el Sumo Sacerdote y el Soberano Pontífice. Eres el príncipe de los pastores y el heredero de los apóstoles... por tu jurisdicción, un Pedro; y por tu unción, un Cristo. Tú eres aquel a quien se han entregado las llaves y se han confiado las ovejas. Hay ciertamente otros guardianes del cielo, y hay otros pastores del rebaño; pero tú eres en ambos aspectos más glorioso que ellos en proporción a que has heredado un nombre más excelente. Ellos les han asignado porciones particulares del rebaño, la suya propia a cada uno; mientras que a ti se te ha dado el cuidado de todas las ovejas, como el único Pastor Principal de todo el rebaño. Sí, no sólo de las ovejas, sino también de los otros pastores eres el único Pastor supremo” [34]. Y de nuevo: “El que quiera descubrir algo que no pertenece a tu cargo, tendrá que salir del mundo” [35].

26. De manera clara y sencilla reconoce el magisterio infalible del Romano Pontífice en cuestiones de fe y de moral. Pues, reconociendo los errores de Abelardo, que cuando “habla de la Trinidad sabe a Arrio; cuando habla de la gracia, a Pelagio; cuando habla de la persona de Cristo, a Nestorio” [36], “que predica grados en la Trinidad, medida en la majestad, números en la eternidad” [37], y en quien “la razón humana usurpa para sí todo, sin dejar nada para la fe” [38], no sólo desbarata, debilita y refuta sus sutiles, especiosas y falaces artimañas y sofismas, sino que, a este respecto, escribe a Nuestro predecesor de inmortal memoria, Inocencio II, estas palabras de suma importancia “Vuestra Sede debe ser informada de todos los peligros que puedan surgir, especialmente los que tocan a la fe. Porque considero conveniente que los daños a la fe sean reparados en el lugar particular donde la fe está perfectamente entera. Estas son, en efecto, las prerrogativas de esta Sede... Ya es hora, amabilísimo Padre, de que reconozcas tu preeminencia. Entonces ocupas realmente el lugar de Pedro, cuya sede ostentas, cuando con tus amonestaciones fortaleces los corazones débiles en la fe; cuando, con tu autoridad, quebrantas a los que corrompen la fe” [39].

27. Cómo fue que este humilde monje, sin apenas medios humanos a su disposición, pudo sacar fuerzas para superar dificultades tan espinosas, resolver cuestiones tan intrincadas y solucionar los casos más problemáticos, sólo puede entenderse cuando se considera la gran santidad de vida que le distinguía y su gran celo por la verdad. Porque, como hemos dicho, ardía sobre todo en un amor muy ardiente a Dios y al prójimo (que, como sabéis, Venerables Hermanos, es el principal y, por así decirlo, omnipresente mandamiento del Evangelio), de modo que no sólo estaba unido al Padre Celestial por un vínculo místico indefectible, sino que no deseaba otra cosa que ganar a los hombres para Cristo, sostener los derechos más sagrados de la Iglesia y defender lo mejor posible la integridad de la Fe Católica.

28. Aunque gozaba de gran favor y estima por parte de los Papas, los príncipes y los pueblos, no se envanecía, no se aferraba a la resbaladiza y vacía gloria de los hombres, sino que brillaba siempre con esa humildad cristiana que “adquiere otras virtudes... una vez adquiridas, las conserva... conservándolas, las perfecciona” [39] de modo que “sin ella las otras ni siquiera parecen ser virtudes” [40] por lo que “los honores ofrecidos ni siquiera parecían ser virtudes” [41] por lo que “los honores ofrecidos no tentaban su alma, ni ponía su pie en el camino descendente de la gloria del mundo; y la tiara y el anillo no le deleitaban más que la tribuna de conferencias y la azada del jardín” [42]. Y mientras emprendía tan a menudo tan grandes trabajos para la gloria de Dios y el beneficio del nombre cristiano, solía llamarse a sí mismo “el siervo inútil de los siervos de Dios” [43], “un vil gusano” [44], “un árbol estéril” [45], “un pecador, cenizas” 
[46]. Esta humildad cristiana, junto con las demás virtudes, la alimentaba con la contemplación diligente de las cosas celestiales y con la oración ferviente a Dios, con la que hacía descender la gracia de lo alto sobre los trabajos emprendidos por él y por sus seguidores.

29. Tan ardiente era su amor, particularmente a Jesucristo Nuestro Divino Salvador, que, amado por él, escribió las hermosas y elevadas páginas que aún despiertan la admiración y encienden la devoción de todos los lectores. “¿Qué puede enriquecer tanto el alma que reflexiona sobre él (el santo nombre de Jesús)? ¿Qué puede... fortalecer las virtudes, engendrar disposiciones buenas y honorables, fomentar afectos santos? Seco es todo tipo de alimento espiritual que este aceite no humedece. Insípido, todo lo que esta sal no sazona. Si escribes, tu composición no tiene ningún encanto para mí, si no leo allí el nombre de Jesús. Si debates o conversas, no encuentro placer en tus palabras, si no oigo allí el nombre de Jesús. Jesús es miel en los labios, melodía en el oído, alegría en el corazón. Pero no sólo ese nombre es luz y alimento. Es también un remedio. ¿Hay alguien entre vosotros que esté triste? Dejad que el nombre de Jesús entre en vuestros corazones; dejad que salte de ahí a vuestra boca; y he aquí que la luz que brilla de ese nombre dispersará toda nube y restaurará la paz. ¿Ha perpetrado alguien un crimen, y luego se ha extraviado, se ha movido desesperadamente hacia la trampa de la muerte? Basta con que invoque este nombre que da vida, y enseguida encontrará de nuevo el valor... ¿Quién, temblando en presencia de un peligro, no ha sentido inmediatamente que su espíritu se reanima y que sus temores se alejan tan pronto como invoca este nombre de poder? No hay nada tan poderoso como el nombre de Jesús para frenar la ira, reducir la hinchazón del orgullo, curar la herida de la envidia...” [47]

30. A este cálido amor a Jesucristo se unía una dulcísima y tierna devoción hacia su gloriosa Madre, cuyo amor maternal correspondía con el cariño de un niño, y a la que honraba celosamente. Tan grande era su confianza en su poderosísima intercesión, que no dudó en escribir: “Es la voluntad de Dios que no tengamos nada que no haya pasado por las manos de María” [48], “Tal es la voluntad de Dios, que quiere que obtengamos todo por las manos de María” [49].

31. Y aquí conviene, Venerables Hermanos, que todos consideréis una página en alabanza de María que quizá no haya ninguna más hermosa, más conmovedora, más apta para excitar el amor a ella, más útil para suscitar la devoción e inspirar la imitación de su virtuoso ejemplo: “María... se interpreta como 'Estrella del Mar'. Esto corresponde admirablemente a la Virgen Madre. En efecto, esta comparación con una estrella es muy apropiada, porque así como la estrella emite sus rayos sin perjudicarse a sí misma, así la Virgen dio a luz a su Hijo sin perjudicar su integridad. Y como el rayo no disminuye la rectitud de la estrella, así tampoco el Niño nacido de ella empañó la belleza de la virginidad de María. Ella es, pues, esa estrella gloriosa que, como dijo el profeta, surgió de Jacob, cuyo rayo ilumina toda la tierra, cuyo esplendor brilla para que todos lo vean en el cielo y llega hasta el infierno... Ella, digo, es esa estrella resplandeciente y brillante, tan necesaria, colocada sobre el grande y espacioso mar de la vida, resplandeciente de méritos, toda resplandeciente de ejemplos para nuestra imitación. Oh, quienquiera que sea que se perciba a sí mismo durante esta existencia mortal como si estuviera a la deriva en aguas traicioneras, a merced de los vientos y las olas, en lugar de caminar sobre tierra firme, no aparte sus ojos del esplendor de esta estrella guía, a menos que desee ser sumergido por la tormenta. Cuando las tormentas de la tentación estallen sobre ti, cuando te veas empujado sobre las rocas de la tribulación, mira a la estrella, invoca a María. Cuando seas golpeado por las olas del orgullo, o de la ambición, o del odio, o de los celos, mira a la estrella, invoca a María. Si la ira, o la avaricia, o el deseo carnal asaltan violentamente el frágil vaso de tu alma, mira la estrella, invoca a María. Si turbado por la atrocidad de tus pecados, angustiado por el sucio estado de tu conciencia, y aterrorizado por el pensamiento del terrible juicio que se avecina, empiezas a hundirte en el golfo sin fondo de la tristeza y a ser tragado en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las dudas, en las dificultades, piensa en María, invoca a María. No dejes que su nombre salga de tus labios, no permitas que salga de tu corazón. Y para que obtengas con más seguridad la ayuda de su oración, procura seguir sus pasos. Con ella como guía, nunca te extraviarás; mientras la invoques, nunca perderás el ánimo; mientras ella esté en tu mente, no te engañarás; mientras ella te lleve de la mano, no podrás caer; bajo su protección, no tienes nada que temer; si ella camina delante de ti, no te cansarás; si te muestra su favor, llegarás a la meta” [50].

32. No se nos ocurre mejor manera de concluir esta Carta Encíclica que, con las palabras del "Doctor Mellifluus", invitar a todos a ser cada vez más devotos de la amorosa Madre de Dios, y a que cada uno, en su respectivo estado de vida, se esfuerce por imitar sus excelsas virtudes. Si a principios del siglo XII graves peligros amenazaban a la Iglesia y a la sociedad humana, los peligros que acechan a nuestra época no son menos formidables. La fe católica, supremo consuelo de la humanidad, languidece a menudo en las almas, y en muchas regiones y países es incluso objeto de los más amargos ataques públicos. Descuidada la religión cristiana o cruelmente destruida, la moral, tanto pública como privada, se desvía claramente del camino recto y, siguiendo el tortuoso sendero del error, termina miserablemente en el vicio.

33. La caridad, que es el vínculo de la perfección, la concordia y la paz, es sustituida por el odio, las enemistades y las discordias.

34. Una cierta inquietud, ansiedad y temor han invadido las mentes de los hombres. En efecto, es de temer que si la luz del Evangelio se desvanece poco a poco en la mente de muchos, o si -lo que es aún peor- la rechazan totalmente, los mismos fundamentos de la sociedad civil y doméstica se derrumbarán, y se producirán desgraciadamente más tiempos malos.

35. Por lo tanto, como el Doctor de Claraval buscó y obtuvo de la Virgen Madre María ayuda para los problemas de su tiempo, esforcémonos todos, con la misma gran devoción y oración, en ir a nuestra divina Madre, para que obtenga de Dios un oportuno alivio de estos graves males que ya están sobre nosotros o que aún pueden sobrevenir, y para que Ella, que es a la vez bondadosa y poderosísima, conceda, con la ayuda de Dios, que la verdadera, duradera y fructífera paz de la Iglesia amanezca por fin sobre todas las naciones y pueblos.

36. Así esperamos que, por la intercesión de Bernardo, sean los ricos y saludables efectos de la celebración del centenario de su santísima muerte. Uníos todos a Nosotros en la oración por esta intención y, estudiando y reflexionando sobre el ejemplo del “Doctor Mellifluus”, esforzaos con empeño y entusiasmo en seguir sus huellas.

Ahora, como prenda de estos beneficios, os concedemos con sincero afecto a vosotros, Venerables Hermanos, a los rebaños que os han sido confiados, y particularmente a los que han abrazado el Instituto de San Bernardo, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 24 de mayo, en la fiesta de Pentecostés de 1953, en el año 15 de nuestro pontificado.


REFERENCIAS:

1. Mabillon, Bernardi Opera, Praef, generalis, n. 23;
Migne, P. L., CLXXXII, 26.

2. Carta Apost. Contigit olim, XV Kal. Feb., 1174, Anagniae d.

3. Annal., t. XII, An. 1153, p. 385, D-E; Rome, ex Tipografia Vaticana, 1907.

4. Cf. Serm. in Festo SS. Apost. Petri et Pauli n. 3; Migne, P. L., CLXXXIII, 407, and Serm. 3, in Festo Pentec., n, 5; Migne, P. L., CLXXXIII, 332-b.

5. Cf. 1 Cor., viii, 2.

6. In Cantica, Serm. XXXVI, 3; Migne, P. L., CLXXXIII, 968c,-d.

7. Ibid., Serm. VIII, 6; Migne, P. L., CLXXXIII, 813-a, b.

8. Ibid., Serm. LXIX, 2; Migne, P. L., CLXXXIII, 1113-a.

9. In Nat. S. Joan. Bapt., Serm. 3; Migne, P. L., CLXXXIII, 399-b.

10. In Cantica, Serm. XIX, 7; Migne, P. L., CLXXXIII, 866-d.

11. Cfr. Brev. Rom. in festo SS. Nom. Jesu; die III infra octavam Concept. immac. B.M.V.; in octava Assumpt. B.M.V.; in festo septem Dolor. B.M.V.; in festo sacrat. Rosarii B.M.V.; in festo S. Josephi Sp. B.M.V.; in festo S. Gabrielis Arch.

12. Cfr. Fenelon, Panegyrique de St. Bernard.

13. In Cantica, Serm. LXXXIII, I; Migne, P. L., CLXXXIII, 1181-c, d.

14. Ibid., 3; Migne, P. L., CLXXXIII, 1182-c, d.

15. Ibid., 4; Migne, P. L., CLXXXIII, 1183-b.

16. Cf. I Cor., vi, 17.

17. In Cantica Serm. LXXXIII, 6; Migne, P. L., CLXXXIII, I 1 84-c.

18. I Juan iv, 8.

19. De Diligendo Deo, c. L., Migne, P. L., CLXXXII, 974-a.

20. In Cantica, Serm. LXXXV, 8; Migne, P. L., CLXXXIII, 1 191-d.

21. De Diligendo Deo, c. X, 28; Migne, P. L., CLXXXIII, 99 1 -a.

22. In Ps. CLXXXX, Serm. XVII, 4; Migne, P. L., CLXXXIII, 252-c.

23. In Cantica, Serm. XXIII, 16; Migne, P. L., CLXXXIII, 893-a, b.

24. Col., iii, 3.

25. In Cantica, Serm. LII, 3; Migne, P. L., CLXXXIII, 1031 a.

26. De Consid. 1, c. 7; Migne, P. L., CLXXXIl, 737-a, b.

27. De Imit. Christi, 1, 20, 5.

28. In Cantica, serm. XLI, 6; Migne, P. L., CLXXXLI, 987-b.

29. De adventu D., serm. III, 5; Migne, P. L., CLXXXIII, 45-d.

30. Epist. 20 (ad Card. Haimericum); Migne, P. L., CLXXXII 123-b.

31. Epist. 221 3; Migne, P. L., CLXXXII, 386-d, 387-a.

32. Epist. 147, 1; Migne, P. L., CLXXXII, 304-c, 305-a.

33. De Consid., Prolog.; Migne, P. L., CLXXXII, 727-a, 728-a,b.

34. Ibid., II, c. 8; Migne, P. L., CLXXXII, 751-c, d.

35. Ibid., III, c. L Migne, P. L., CLXXXII, 757-b.

36. Epist. 192; Migne, P. L., CLXXXII, 358-d, 359-a.

37. De error. Abaelardi, 1, 2; Migne, P. L., CLXXXII, 1056-a.

38. Epist. 188; Migne, P. L., CLXXXIl, 353-a, b.

39 De error. Abaelardi, Praef.; Migne, P. L., CLXXXII, 1053, 1054-d.

40. De monbus et off. Episc., seu Epist. 42, 5, 17; Migne, P.L., CLXXXII, 821-a.

41 . Ibid.

42. Vita Prima, II. 25; Migne, P. L., CLXXXV, 283-b.

43. Epist., 37; Migne, P. L., CLXXXII, 143-b.

44. Epist., 215; Migne, P. L., CLXXXII, 379-b.

45. Vita prima, V. 12; Migne, P. L., CLXXXV, 358-d.

46. In Cantica, Serm. LXXI, 5; Migne, P. L., CLXXXIII, I 1 23-d. 

47. In Cantica, Serm. XV, 6; Migne, P. L., CLXXXIII, 846-d, 847-a, b.

48. In vigil. Nat. Domini, Serm. III, 10; Migne, P. L., CLXXXIII, 100-a.

49. Serm. in Nat, Mariae, 7; Migne, P. L., CLXXXIII, 441-b.

50. Hom. II super "Missus est," 17; Migne, P. L., CLXXXIII, 70-b, c, d, 71-a.


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