sábado, 24 de marzo de 2001

MAGNIFICATE DOMINUM (2 DE NOVIEMBRE DE 1954)


ALOCUCIÓN

MAGNIFICATE DOMINUM

DE SU SANTIDAD

PAPA PÍO XII

A los cardenales, arzobispos y obispos sobre la Iglesia Católica y sus poderes de santificación y gobierno.

“Engrandeced al Señor conmigo; juntos ensalcemos su nombre” (Sal 33,4), porque por un nuevo favor del Cielo se ha cumplido Nuestro deseo, y al mismo tiempo nos regocijamos al veros a vosotros, amados hijos y Venerables Hermanos, reunidos ante Nosotros en número tan grande. Y la consideración de la nueva fiesta litúrgica de María, Madre de Dios y Reina del Cielo y de la Tierra, que hace poco proclamamos solemnemente, engrandece Nuestro santo gozo; porque es justo que sus hijos se regocijen cuando ven un aumento de honor otorgado a su madre.

Sin embargo, aunque es Reina de todos, la Santísima Virgen María gobierna sobre vosotros y vuestros proyectos y empresas con un título especial y de una manera más íntima, porque desde hace mucho tiempo se la invoca con ese título singular y glorioso de Reina de los Apóstoles. Porque, siendo madre del hermoso amor, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza (cf. Ecl. 24, 24), ¿qué desea con más ansia y por qué se esfuerza con más ahínco, que el auténtico culto al verdadero Dios se implante cada vez más profundamente en las almas, resplandezca en ellas una caridad más genuina, un puro temor de Dios rija sus designios, una esperanza, sólidamente fundada en la promesa de la inmortalidad, sea un consuelo en este triste destierro terrenal? Todas estas virtudes están siendo cultivadas entre los hombres a través de los trabajos y esfuerzos que empleáis en vuestras tareas apostólicas, para que, llevando sus vidas terrenales con sobriedad, justicia y piedad, puedan ganar la felicidad eterna en el cielo. Por eso, bajo la guía y protección de María, siempre Virgen, Madre y Reina nuestra, hemos decidido tratar algunos puntos que, confiamos, os serán útiles en la obra que devotamente realizáis para cuidar la mies del Señor.

A principios de junio, con motivo de la canonización de san Pío X, nos dirigimos al nutrido grupo de obispos que había venido a Roma para honrar al nuevo Papa-santo [ver Alocución Si Diligis]. Nuestro tema fue aquel oficio docente que por institución y derecho divino corresponde a los sucesores de los Apóstoles, bajo la autoridad del Romano Pontífice. Ahora, continuando con ese discurso, por así decirlo, nos complace hablaros de otras dos funciones estrechamente relacionadas que os conciernen y exigen vuestro pensamiento y cuidado: el sacerdocio y el gobierno de la Iglesia. Volvamos Nuestros pensamientos una vez más a San Pío X.

Por la historia de su vida, sabemos lo que significaba para él el altar y el Sacrificio de la Misa, desde el mismo día en que ofreció por primera vez el Santo Sacrificio a Dios, un sacerdote recién ordenado pronunciando por primera vez con labios temblorosos “Introibo ad altare Dei”. Fue lo mismo a lo largo de su vida sacerdotal, como pastor, como director espiritual de un seminario, como obispo, como cardenal-patriarca, finalmente como Sumo Pontífice. El altar y la Misa fueron la fuente y el centro mismo de su piedad, su reposo y fortaleza en los trabajos y las dificultades, fuente de luz, de coraje, de celo incansable por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Este Pontífice, así como fue y es un maestro modelo, fue y es un sacerdote modelo.

El deber particular y principal del sacerdote ha sido siempre "ofrecer sacrificio"; donde no hay verdadero poder para ofrecer sacrificio, no hay verdadero sacerdocio.

Esto también es perfectamente cierto para el sacerdote de la Nueva Ley. Su principal potestad y deber es ofrecer el único y divino sacrificio del Sumo Sacerdote Eterno, Jesucristo Nuestro Señor, que Nuestro Divino Redentor ofreció cruentamente en la Cruz, y anticipó incruentamente en la Última Cena. Él quiso que se repitiera constantemente, pues mandó a sus Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). A los Apóstoles, pues, y no a todos los fieles, ordenó y nombró Cristo sacerdotes; a ellos dio el poder de ofrecer sacrificios. Sobre este noble deber de ofrecer el sacrificio de la Nueva Ley, enseñó el Concilio de Trento: “En este divino sacrificio que tiene lugar en la Misa, está presente y es inmolado de manera incruenta el mismo Cristo, que una vez en la Cruz se ofreció de manera cruenta. Porque la víctima es una y la misma, que ahora se ofrece a través del ministerio de los sacerdotes, Quien entonces se ofreció a Sí mismo en la Cruz; sólo el modo de ofrecerse es diferente” (Sessio XXII, cap. 2 -Denzinger, n. 940). Así pues, el sacerdote-celebrante, revistiéndose de la persona de Cristo, es el único que ofrece el sacrificio, y no el pueblo, ni los clérigos, ni siquiera los sacerdotes que asisten reverentemente. Todos, sin embargo, pueden y deben tomar parte activa en el Sacrificio. “El pueblo cristiano, aunque participa en el Sacrificio eucarístico, no posee por ello una potestad sacerdotal”, afirmamos en la Encíclica Mediator Dei (AAS, vol. 39, 1947, p. 553).

Nos damos cuenta, Venerables Hermanos, que lo que acabamos de deciros, os es bastante familiar; sin embargo, quisimos recordarlo, ya que es la base y el motivo de lo que vamos a decir. Porque hay “algunos que no han cesado de pretender cierto poder verdadero para ofrecer sacrificio de parte de todos, incluso laicos, que asisten piadosamente al sacrificio de la Misa. Contra ellos, debemos distinguir la verdad del error, y eliminar la toda confusión. Hace siete años, en la misma Encíclica que acabamos de citar, reprochamos el error de quienes no dudaron en afirmar que el mandato de Cristo, “haced esto en memoria mía”, “se refiere directamente a toda la asamblea de los fieles, y sólo después siguió un sacerdocio jerárquico. Por lo tanto, dicen, el pueblo posee un verdadero poder sacerdotal, el sacerdote actúa sólo con una autoridad delegada por la comunidad. Por eso piensan que la 'concelebración' es el verdadero sacrificio eucarístico, y que es más apropiado que sacerdotes y pueblo juntos 'concelebren' que ofrecer el Sacrificio en privado, sin la congregación presente”. Recordamos también, en aquella Encíclica, en qué sentido puede decirse que el sacerdote celebrante “ocupa el lugar del pueblo”; a saber, “porque lleva la persona de Jesucristo Nuestro Señor, que es la cabeza de todos los miembros, y se ofrece por ellos; así el sacerdote va al altar como ministro de Cristo, subordinado a Cristo, pero de rango superior al pueblo. El pueblo, sin embargo, puesto que de ninguna manera lleva la persona de nuestro Divino Redentor, y no es mediador entre él y Dios, no puede de ninguna manera participar de los derechos sacerdotales” (AAS, 1947, pp. 553, 554).

Al considerar este asunto, no se trata sólo de medir el fruto que se deriva de la audición o de la ofrenda del sacrificio eucarístico, sino que es posible que se obtenga más fruto de una Misa oída devota y religiosamente que de una Misa celebrada con negligencia casual, sino de establecer la naturaleza del acto de oír y celebrar la Misa, de la que brotan los demás frutos del sacrificio. Omitiendo cualquier mención de los actos de adoración a Dios, y acción de gracias a Él, Nos referimos a aquellos frutos de propiciación e impetración en favor de aquellos por quienes se ofrece el Sacrificio, aunque no estén presentes; asimismo los frutos “por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles aún vivos, así como por los que han muerto en Cristo, pero aún no están completamente purificados” (Conc. Trid. Ses. XXII cap. 2— Denzinger nº 940). Si se considera así el asunto, debe rechazarse como una opinión errónea una afirmación que se hace hoy, no sólo por los laicos, sino también a veces por ciertos teólogos y sacerdotes y difundida por ellos, a saber, que la ofrenda de una Misa, a la que asisten con religiosa devoción un centenar de sacerdotes, es lo mismo que cien Misas celebradas por cien sacerdotes. Eso no es verdad. Con respecto a la ofrenda del sacrificio eucarístico, las acciones de Cristo, Sumo Sacerdote, son tantas como los sacerdotes que celebran, no tantas como los sacerdotes que escuchan con reverencia la Misa de un Obispo o de un sacerdote; porque los presentes en la Misa en ningún sentido sostienen o actúan en la persona de Cristo sacrificando, sino que deben ser comparados con los fieles laicos que están presentes en la Misa.

Por otro lado, no se debe negar ni poner en duda que los fieles tengan una especie de “sacerdocio”, y no se puede menospreciar ni minimizar. Pues el Príncipe de los Apóstoles, en su primera Carta, dirigiéndose a los fieles, usa estas palabras: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido” (1 P 2, 9). ; y justo antes de esto, afirma que los fieles poseen “un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (ibid. 2, 5). Pero cualquiera que sea el significado completo de este honorable título y pretensión, debe sostenerse firmemente que el “sacerdocio” común a todos los fieles, elevado y reservado como es, difiere no sólo en grado, sino también en esencia, del sacerdocio plenamente y propiamente así llamado, que radica en el poder de ofrecer el sacrificio del mismo Cristo,

Observamos con alegría que en muchas diócesis han surgido institutos litúrgicos especiales, que se han establecido grupos litúrgicos, que se han nombrado moderadores para promover el interés en la liturgia, que se han celebrado mítines diocesanos o interdiocesanos sobre asuntos litúrgicos, y se han celebrado o se organizarán encuentros a nivel internacional. Nos alegra saber que, en algunos lugares, los obispos estuvieron presentes personalmente y presidieron estas reuniones. Estas reuniones a veces siguen un programa definido, a saber, sólo uno ofrece la Misa, y los demás (todos o la mayoría) asisten a esta misma Misa, y reciben durante ella la Sagrada Eucaristía de manos del celebrante. Si esto se hace por una buena y sana razón, y si el Obispo no ha tomado una decisión contraria para evitar cualquier escándalo entre los fieles, la práctica no debe oponerse, mientras no esté subyacente el error que hemos mencionado anteriormente. Luego, en cuanto a los asuntos tratados en estas reuniones, se discuten puntos de historia, doctrina y conducta de vida; se han llegado a conclusiones y se han redactado mociones que parecen necesarias o de acuerdo con un mayor progreso en este estudio, pero sujetas a la decisión de la autoridad eclesiástica apropiada. Pero este movimiento de estudio de la Sagrada Liturgia no se detiene en la celebración de estos encuentros; junto a ellos crezcan y desarrollen continuamente la experiencia y la práctica, de modo que los fieles, en número cada vez mayor, sean incitados a una unión y comunión activas con el sacerdote que realiza el sacrificio.

Pero, Venerables Hermanos, por mucho que favorezcáis —y con razón— la práctica y el desarrollo de la Sagrada Liturgia, no permitáis que quienes estudian este tema en vuestras Diócesis se aparten de vuestra guía y vigilancia, o adapten y cambien la Sagrada Liturgia según su propio juicio, contrariamente a las normas claramente declaradas por la Iglesia: “Corresponde únicamente a la Sede Apostólica determinar la Sagrada Liturgia y aprobar los Libros Litúrgicos” (can. 1257), y en particular con respecto a la celebración de Misa: “Revocada toda otra costumbre en contrario, el sacerdote que celebra debe observar con precisión y devoción las rúbricas de los libros de su propio rito, y cuidarse de no añadir otras ceremonias u oraciones a su antojo” (can. 818) . Y no deis vuestro consentimiento ni permiso a intentos de este tipo, ni a movimientos más atrevidos que prudentes.

“Siendo modelo del rebaño” (1 Pedro 5, 3): las palabras de San Pedro se refieren especialmente a los obispos, que tienen y ejercen el oficio de pastor. La nota especial y personal del Pontificado de Pío X fue precisamente este aspecto y hábito de “Pastor”. En pocas palabras, después de alcanzar el más alto cargo en el ministerio apostólico, quedó claro para todos que había sido elevado a la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles un sacerdote que había crecido en el cuidado de las almas, que había sido desde el comienzo de su sacerdocio, y que siguió siendo, pastor de almas, hasta que fue puesto a apacentar todo el rebaño de Cristo. El principio invariable que mantuvo en su acción, el fin de vida que se fijó, fue la “salvación de las almas”. Si deseaba “renovar todo en Cristo”, era un deseo por la salvación de las almas. A este fin y función subordinó, de alguna manera, todas sus acciones. Era el buen pastor en medio de su rebaño, inquieto por sus necesidades, turbado por los peligros que lo amenazaban, enteramente dedicado a conducir y guiar el rebaño de Cristo en el camino de Cristo.

Pero no es nuestro propósito actual, Venerables Hermanos, mientras nos dirigimos a vosotros, pastores de vuestro rebaño, esbozar de nuevo una imagen noble y modelo perfecto del santo Pontífice y pastor. Queremos más bien —como hicimos con el magisterio y el sacerdocio de los obispos— mencionar algunos puntos que, especialmente en nuestro tiempo, exigen el interés, la voz y la actividad de un pastor entregado.

Y, en primer lugar, hay algunas actitudes y tendencias mentales notables que pretenden controlar y poner límites al poder de los obispos (sin excepción del Romano Pontífice), como estrictamente pastores del rebaño a ellos confiado. Fijan su autoridad, oficio y vigilancia dentro de ciertos límites, que se refieren a asuntos estrictamente religiosos, la declaración de las verdades de la fe, la regulación de las prácticas devocionales, la administración de los Sacramentos de la Iglesia y la celebración de las ceremonias litúrgicas. Quieren refrenar a la Iglesia de todas las empresas y asuntos que conciernen a la vida como realmente se lleva a cabo, “las realidades de la vida”, como dicen. En resumen, esta forma de pensar en las declaraciones oficiales de algunos laicos católicos, incluso en altos cargos, se muestra a veces cuando dicen: “Estamos perfectamente dispuestos a ver, escuchar y acercarnos a los obispos y sacerdotes en sus Iglesias y en los asuntos de su competencia; pero en los lugares de negocios oficiales y públicos, donde se tratan y deciden asuntos de esta vida, no deseamos verlos ni escuchar lo que dicen. Porque allí, somos nosotros, los laicos, y no el clero, sin importar el rango o la calificación, quienes somos los jueces legítimos”.

Debemos tomar una posición abierta y firme contra errores de este tipo. El poder de la Iglesia no está sujeto a los límites de las “materias estrictamente religiosas”, como dicen, sino que todo el asunto de la ley natural, su fundamento, su interpretación, su aplicación, en cuanto se extienden sus aspectos morales, están dentro del poder de la Iglesia. Pues la observancia de la Ley Natural, por mandato de Dios, se refiere al camino por el cual el hombre ha de acercarse a su fin sobrenatural. Pero, en este camino, la Iglesia es guía y guardiana del hombre en lo que concierne a su fin supremo. Los Apóstoles observaron esto en tiempos pasados, y después, desde los primeros siglos, la Iglesia ha mantenido esta manera de actuar, y la mantiene hoy, no ciertamente como una guía o consejera privada, sino en virtud del mandato y la autoridad del Señor. Por lo tanto, cuando se trata de instrucciones y proposiciones que los pastores debidamente constituidos (es decir, el Romano Pontífice para toda la Iglesia, y los Obispos para los fieles a ellos confiados) publican sobre cuestiones de derecho natural, los fieles no deben invocar ese dicho (que suele emplearse respecto a las opiniones de los particulares): “la fuerza de la autoridad no es más que la fuerza de los argumentos”. Por tanto, aunque a alguien ciertas declaraciones de la Iglesia no le parezcan probadas por los argumentos esgrimidos, su obligación de obedecer sigue en pie. Esta era la mente, y estas son las palabras de San Pío X en su Carta Encíclica Singulari Quadam del 24 de septiembre de 1912 (A.A.S., vol. 4, 1912, p. 658) : “Todo lo que un hombre cristiano pueda hacer, incluso en los asuntos de este mundo, no puede ignorar lo sobrenatural, es más, debe dirigirlo todo al mayor bien como a su último fin, de acuerdo con los dictados de la sabiduría cristiana; pero todas sus acciones, en la medida en que sean moralmente buenas o malas, es decir, que estén de acuerdo o en oposición a la ley divina y natural, están sujetas al juicio y a la autoridad de la Iglesia”. E inmediatamente traslada este principio a la esfera social: “La cuestión social y las controversias que subyacen en ella... no son meramente de naturaleza económica y, por consiguiente, pueden resolverse ignorando la autoridad de la Iglesia, ya que, por el contrario, es muy cierto que (la cuestión social) es principalmente moral y religiosa, y por ello debe resolverse principalmente de acuerdo con la ley moral y el juicio basado en la religión...”.

Muchos y graves son los problemas en el campo social, sean meramente sociales o socio-políticos, pertenecen al orden moral, conciernen a la conciencia y a la salvación de los hombres; por lo tanto, no pueden ser declarados fuera de la autoridad y del cuidado de la Iglesia. En efecto, hay problemas fuera del campo social, no estrictamente “religiosos”, problemas políticos, que conciernen bien a las naciones individuales, bien a todas las naciones, que pertenecen al orden moral, pesan sobre la conciencia y pueden obstaculizar, y muy a menudo lo hacen, la consecución del último fin del hombre. Tales son: la finalidad y los límites de la autoridad temporal; las relaciones entre el individuo y la sociedad, el llamado “Estado totalitario”, cualquiera que sea el principio en que se base; la “completa laicización del Estado” y de la vida pública; la completa laicización de las escuelas; la guerra, su moralidad, licitud o no licitud cuando se hace como se hace hoy, y si una persona consciente puede dar o negar su cooperación en ella; las relaciones morales que unen y gobiernan las diversas naciones.

El sentido común, y también la verdad, son contradichos por quien afirma que estos y otros problemas similares están fuera del campo de la moral y, por lo tanto, están, o al menos pueden estar, más allá de la influencia de esa autoridad establecida por Dios para velar por un orden justo y orientar las conciencias y acciones de los hombres por el camino de su verdadero y último destino. Esto lo ha de hacer ciertamente no sólo “en secreto”, dentro de los muros de la Iglesia y de la sacristía, sino también al aire libre, clamando “desde los tejados” (para usar las palabras del Señor, Mt. 10, 27), en la primera línea, en medio de la lucha que se libra entre la verdad y el error, la virtud y el vicio, entre el “mundo” y el reino de Dios, entre el príncipe de este mundo y Cristo su Salvador.

Debemos añadir algunas observaciones sobre la disciplina eclesiástica. El clero y los laicos deben comprender que la Iglesia está capacitada y autorizada, como lo están también los Obispos para los fieles a ellos encomendados, de acuerdo con el Derecho Canónico, para promover la disciplina eclesiástica y velar por su observancia, es decir, para establecer una norma externa de acción y conducta en asuntos que conciernen al orden público y que no tienen su origen inmediato en la ley natural o divina. Los clérigos y los laicos no pueden eximirse de esta disciplina; más bien todos deben preocuparse de obedecerla, para que por la fiel observancia de la disciplina de la Iglesia la acción del pastor sea más fácil y eficaz, y la unión entre él y su rebaño más fuerte; que dentro del rebaño reine la armonía y la cooperación, y cada uno sea ejemplo y apoyo para su prójimo.

Sin embargo, aquellos puntos que acabamos de mencionar en relación con la jurisdicción de los obispos, que son pastores de las almas encomendadas a su cuidado en todas aquellas cuestiones que tienen que ver con la religión, la ley moral y la disciplina eclesiástica, son objeto de críticas, a menudo no por encima de un susurro, y no reciben el firme asentimiento que merecen. De ahí que algunos espíritus orgullosos y modernos provoquen serias y peligrosas confusiones, cuyos rastros son más o menos claros en varias regiones. La conciencia, cada día más insistente, de haber llegado a la madurez les produce un espíritu agitado y febril. No pocos modernos, hombres y mujeres, piensan que el liderazgo y la vigilancia de la Iglesia no debe sufrirla el que es adulto; no sólo lo dicen, sino que lo tienen como firme convicción. No están dispuestos a ser, como niños, “bajo tutores y mayordomos” (Gál. 4, 2). Quieren ser tratados como adultos que están en pleno ejercicio de sus derechos y pueden decidir por sí mismos lo que deben o no deben hacer en una situación determinada. Que la Iglesia -no dudan en decir- proponga su doctrina, apruebe sus leyes como normas de nuestro actuar. Aun así, cuando se trata de una aplicación práctica a la vida de cada individuo, la Iglesia no debe interferir; ella debe dejar que cada uno de los fieles siga su propia conciencia y juicio. Declaran que esto es tanto más necesario cuanto que la Iglesia y sus ministros desconocen ciertos conjuntos de circunstancias personales o extrínsecas a los individuos; en ellos ha sido colocada cada persona, y debe tomar su propio consejo y decidir lo que debe hacer. Tales personas, además, no están dispuestas a que en sus decisiones personales finales se coloque ningún intermediario o intercesor entre ellos y Dios, sin importar su rango o título. Hace dos años, en Nuestras alocuciones de23 de marzo y 18 de abril de 1952, Hablamos de estas teorías censurables y examinamos sus argumentos (Discorsi e Radio-messaggi, vol. 14, 1952, pp. 19 sq., pp. 69 sq.). En cuanto a la importancia que se da a la consecución de la mayoría de edad, esta afirmación es correcta: es justo y correcto que los adultos no sean gobernados como niños. El Apóstol hablando de sí mismo dice: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, pensaba como niño. Ahora que he llegado a ser hombre, he dejado las cosas de niño” (I Cor. 13, 11). No es un verdadero arte de educación el que sigue otro principio o procedimiento, ni es un verdadero pastor de almas el que persigue otro fin que el de elevar a los fieles confiados a su cuidado “a la virilidad perfecta, a la medida madura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13). Pero una cosa es ser adulto y haberse despojado de las cosas de la niñez, y otra muy distinta ser adulto y no estar sujeto a la guía y gobierno de autoridad legítima. Porque el gobierno no es una especie de guardería para los niños, sino la dirección eficaz de los adultos hacia el fin propuesto al estado.

Mas como os hablamos a vosotros, Venerables Hermanos, y no a los fieles; cuando estas ideas empiecen a aparecer y a arraigarse en vuestro rebaño, recordad a los fieles: (1) que Dios puso pastores de almas en la Iglesia no para poner una carga sobre el rebaño, sino para socorrerlo y protegerlo; (2) que la verdadera libertad de los fieles está salvaguardada por la guía y vigilancia de los pastores; que son protegidos de la esclavitud del vicio y del error, son fortalecidos contra las tentaciones que vienen del mal ejemplo y de las costumbres de los hombres malos entre los cuales deben vivir; (3) que, por lo tanto, obran contra la prudencia y la caridad que se deben a sí mismos, si desprecian esta protección de Dios y su ayuda certera. Si entre el clero y los sacerdotes encontráis algunos infectados con este falso celo y actitud, os presento las graves advertencias que Nuestro Predecesor, Benedicto XV, pronunció: “Hay una cosa que no debe pasarse en silencio: Queremos advertir a todos los sacerdotes, que son Nuestros amados hijos, cuán absolutamente necesario es, no sólo para su propia salvación, sino para la fecundidad de su sagrado ministerio, que cada uno sea muy devoto y obediente a su propio Obispo. Como deploramos al pasar, no todos los dispensadores de los sagrados misterios están libres de ese espíritu orgulloso y arrogante que es característico de nuestro tiempo; y sucede con frecuencia que los pastores de la Iglesia se entristecen y se oponen, donde con razón podrían esperar consuelo y ayuda” (Carta Encíclica, Ad Beatissimi Apostolorum, 1 de noviembre de 1914; AAS, vol. 6, 1914, pág. 579).

Hasta aquí hemos hablado de la pastoral, de las personas en cuyo beneficio se ejerce; no es justo terminar Nuestro discurso sin dirigir Nuestra atención a los mismos pastores. Para Nosotros y para vosotros, pastores, son pertinentes las santas palabras del Eterno Pastor: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10, 11). A Pedro el Señor le dijo: “Si me amas, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Juan 21, 16, 17). A estos buenos pastores opone el asalariado, que se busca a sí mismo y a sus propios intereses y no está dispuesto a dar la vida por su rebaño (cf. Juan 10, 12-13). Los contrasta con los escribas y fariseos que, ávidos de poder y dominio, y buscando su propia gloria, estaban sentados en la cátedra de Moisés, acumulando cargas pesadas y opresivas e imponiéndolas sobre los hombros de los hombres (cf. Mt 23, 1, 4). De su propio yugo, el Señor dijo: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mat. 11, 29-30).

La comunicación frecuente y recíproca entre los obispos es de gran ayuda para el ejercicio fructífero y eficaz del oficio pastoral. Así uno perfecciona al otro al ensayar las lecciones de la experiencia pasada; se hace más uniforme el gobierno, se evita el asombro de los fieles, que muchas veces no comprenden por qué en una Diócesis se sigue una determinada política, mientras que en otra, quizás contigua, se sigue una política diferente o incluso muy contraria. Para realizar estos fines, son de gran ayuda las asambleas generales, que ahora se celebran en casi todas partes, y también los Consejos Provinciales y Plenarios, más solemnemente convocados, que prevé el Código de Derecho Canónico y que se rigen por leyes definidas.

A esta unión y relación entre hermanos en el episcopado hay que añadir una estrecha unión y frecuente comunicación con esta Sede Apostólica. La costumbre de consultar a la Santa Sede no sólo en asuntos doctrinales, sino también en asuntos de gobierno y disciplina, ha florecido desde los primeros tiempos del cristianismo. Muchas pruebas y ejemplos se encuentran en los registros históricos antiguos. Cuando se les preguntó por su decisión, los Romanos Pontífices no respondieron como teólogos particulares, sino en virtud de su autoridad y conscientes del poder que recibieron de Cristo para gobernar sobre todo el rebaño y cada una de sus partes. Lo mismo se deduce de los casos en los que los Romanos Pontífices, sin ser preguntados, resolvieron disputas que habían surgido o mandaron que se les presentaran “dudas” [dubia] para ser resueltas. Esta unión, por lo tanto, y comunicación armoniosa con la Santa Sede no surge de una especie de deseo de centralizar y unificar todo, sino por derecho divino y en razón de un elemento esencial de la constitución de la Iglesia de Cristo. El resultado de esto no es perjudicial sino ventajoso para los Obispos a quienes se les confía el gobierno de los rebaños individuales. Porque de la comunicación con la Sede Apostólica obtienen luz y seguridad “en las dudas”, consejo y fuerza en las dificultades, ayuda en los trabajos, consuelo y solaz en la angustia. Por otra parte, de los “informes” de los Obispos a la Sede Apostólica, ésta alcanza un conocimiento más amplio del estado de todo el rebaño, aprende con mayor rapidez y precisión qué peligros amenazan y qué remedios pueden aplicarse para curar los males.

Venerables Hermanos, el día antes de sufrir, Cristo rogó al Padre por los Apóstoles y al mismo tiempo por todos sus sucesores en el Oficio Apostólico: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros somos... Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo... que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17; 11, 18, 26).

Y así Nosotros, también presbítero, Vicario en la tierra del Eterno Pastor, os hemos hablado a vosotros, compañeros presbíteros (1 Pedro 5, 1) y pastores de vuestro rebaño, junto a las tumbas del Príncipe de los Apóstoles y San Pío X, Sumo Pontífice; y al final de Nuestro discurso, volvemos Nuestro pensamiento a la Misa “Si diligis”, con la que comenzamos, en cuyo prefacio oramos: “Para que Tú, Eterno Pastor, no abandones Tu rebaño, sino por Tus bienaventurados Apóstoles la vigilen continuamente. para que sea gobernada por aquellos mismos gobernantes que Tú pusiste sobre ella como pastores en Tu lugar”; y en la segunda oración poscomunión añadimos: “Aumenta, Señor, en tu Iglesia el espíritu de gracia que le has dado, para que, por intercesión del Beato Pío, Sumo Pontífice, no falten ni el rebaño en la obediencia al Pastor ni el Pastor en el cuidado del rebaño”.

¡Que Dios os conceda esta oración a todos vosotros según la medida de su divina liberalidad!


Publicado originalmente en latín.

Acta Apostolicae Sedis, vol. 46 (1954)

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