domingo, 22 de octubre de 2000

SI DILIGIS (31 DE MAYO DE 1954)


Discurso pronunciado por el Papa Pío XII a los Cardenales, Arzobispos y Obispos que vinieron a Roma para la canonización de San Pío X. La Alocución fue leída en una audiencia especial concedida el 31 de mayo de 1954.


Venerables Hermanos:

“Si amáis... alimentad”. Estas palabras, que son un mandato de nuestro Divino Redentor al Apóstol Pedro, son el inicio de la Misa en honor de uno o varios Sumos Pontífices. Muestran claramente el significado de la labor apostólica, su excelsa virtud y la razón de su mérito.

Jesucristo es el eterno Sumo Sacerdote y Pastor de las almas, que enseñó, trabajó y sufrió mucho por nosotros. Pío X, Obispo de Roma, a quien ha sido Nuestra gran alegría inscribir en la lista de los Santos, siguiendo de cerca las huellas de su Divino Maestro, tomó ese mandato de los labios de Cristo y lo cumplió denodadamente: amó y alimentó. Amó a Cristo y alimentó a su rebaño. Aprovechó abundantemente los tesoros celestiales que nuestro misericordioso Redentor trajo a la tierra, y los distribuyó generosamente al rebaño: a saber, el alimento de la verdad, los misterios celestiales, la gracia munificente del sacramento y el sacrificio eucarísticos, la caridad, la seriedad en el gobierno, la fortaleza en la defensa. Dio plenamente de sí mismo y de las cosas que el Autor y Dador de todos los bienes le había concedido.

Vuestra presencia en Roma, Venerables Hermanos, y la participación en estas solemnes celebraciones, nos alegra. Habéis venido para que, en unión con Nosotros, podáis rendir un homenaje de admiración y honor a un Obispo de la ciudad de Roma cuya vida fue la gloria de toda la Iglesia; y para dar gracias a Dios Todopoderoso por aquellos a quienes su paternal misericordia, con gran abundancia de favores, guía a la salvación por medio de este Pontífice.

Y ahora, amados hermanos, al encontrarnos entre vosotros reunidos desde todas las partes del mundo, Nuestro corazón está lleno de alegría. Nosotros, es decir, el Vicario de Cristo, uno que también es un "antiguo" entre vosotros "los antiguos". Lo que tenemos que deciros queremos resumirlo en primer lugar con palabras tomadas de la carta, que acabamos de citar, del propio primer Sumo Pontífice y Príncipe de los Apóstoles: "Por lo tanto, os ruego a los antiguos que están entre vosotros, que yo mismo soy también un antiguo y testigo de los sufrimientos de Cristo... apacienten el rebaño de Dios que está entre vosotros, cuidando de él, no por obligación, sino voluntariamente según Dios... haciéndose de corazón modelo del rebaño" (cf. I Pe. 5,1-3). Estas palabras tienen el mismo sentido que la expresión divina: "Si amas... alimenta", animando a los pastores a la caridad activa en su ministerio.

Queremos desarrollar brevemente lo que acabamos de resumir en las palabras del Beato Pedro.

El cuidado de toda la Iglesia y la vigilancia diaria que Nuestro supremo oficio Nos exige, Nos obligan a considerar y sopesar ciertas ideas, sentimientos y modos de actuar. Os llamamos la atención sobre ellos, y os pedimos que unáis vuestro cuidado vigilante al Nuestro, para atender así más rápida y eficazmente las necesidades del rebaño de Cristo. Son evidentes los síntomas y los efectos de un cierto contagio espiritual, que requieren vuestro cuidado pastoral, para que no se extienda, sino que sea remediado a tiempo y extirpado.

Nuestro propósito se cumplirá mejor explicando el triple oficio y privilegio que, por institución divina, os corresponde a vosotros, sucesores de los Apóstoles, bajo la autoridad del Romano Pontífice (cf. c. 329): a saber, el de maestro, sacerdote y gobernante. Pero como el tiempo no lo permite hoy, nos limitaremos al primer punto, dejando los demás para otra ocasión, si Dios lo permite.

Cristo Nuestro Señor confió la verdad que había traído del cielo a los Apóstoles, y a través de ellos a sus sucesores. Envió a sus Apóstoles, como había sido enviado por el Padre (Jn. 20:21), a enseñar a todas las naciones todo lo que habían oído de Él (cf. Mt. 28:19 s.). Los Apóstoles son, pues, por derecho divino los verdaderos doctores y maestros en la Iglesia. Además de los sucesores legítimos de los Apóstoles, es decir, el Romano Pontífice para la Iglesia universal y los Obispos para los fieles que les han sido confiados (cf. c. 1326), no hay otros maestros divinamente constituidos en la Iglesia de Cristo. Pero tanto los Obispos como, en primer lugar, el Supremo Maestro y Vicario de Cristo en la tierra, pueden asociar a otros a su labor de maestros, y valerse de su consejo; les delegan la facultad de enseñar, bien por concesión especial, bien confiriendo un oficio al que va unida la facultad (cf. c. 1328). Los así llamados no enseñan en nombre propio, ni en razón de sus conocimientos teológicos, sino en virtud del mandato que han recibido de la legítima Autoridad Docente. Su facultad queda siempre sometida a esa Autoridad, y nunca se ejerce por derecho propio o de forma independiente. Los Obispos, por su parte, al conferir esta facultad no se ven privados del derecho de enseñar; conservan la gravísima obligación de supervisar la doctrina que otros proponen, para ayudarlos, y de velar por su integridad y seguridad. Por lo tanto, la legítima Autoridad Docente de la Iglesia no es culpable de ninguna injuria ni de ninguna ofensa a ninguno de aquellos a quienes ha dado una misión canónica, si desea averiguar lo que ellos, a quienes ha confiado la misión de enseñar, proponen y defienden en sus conferencias, en los libros, apuntes y reseñas destinados al uso de sus alumnos, así como en los libros y otras publicaciones destinadas al público en general. Para ello, no contemplamos la posibilidad de extender las prescripciones del derecho canónico sobre la censura previa de los libros a todos estos tipos de enseñanza, pues hay muchos medios y maneras de investigar y adquirir información precisa sobre lo que los profesores enseñan. Y este cuidado y prudencia de la legítima Autoridad Docente no implica en absoluto desconfianza o sospecha (como tampoco lo hace la profesión de fe que la Iglesia exige a los profesores y a muchos otros; cf. can. 1406, nn. 7 y ss.)- al contrario, el hecho de que se haya otorgado el oficio de maestro implica confianza, alta consideración y honor a la persona a la que se le ha confiado el oficio. En efecto, la Santa Sede, siempre que pregunta y desea informarse sobre lo que se enseña en los diversos seminarios, colegios, universidades e instituciones de enseñanza superior, en aquellos campos que pertenecen a su jurisdicción, no se mueve por otro motivo que por la conciencia del mandato de Cristo y la obligación por la que está obligada ante Dios a salvaguardar y conservar sin corrupción ni adulteración la sana doctrina. Además, el ejercicio de esta vigilancia tiene también por objeto proteger y sostener su derecho y oficio de alimentar con la genuina enseñanza de Cristo y con su verdad al rebaño confiado a su cuidado pastoral.

No sin serias razones, Venerables Hermanos, hemos querido recordar estas cosas en vuestra presencia. Porque, desgraciadamente, ha sucedido que algunos maestros se preocupan poco de la conformidad con la Autoridad Docente viva de la Iglesia, prestan poca atención a su doctrina comúnmente recibida y claramente propuesta de diversas maneras; y, al mismo tiempo, siguen demasiado su propia inclinación, y tienen demasiado en cuenta el temperamento intelectual de los escritores más recientes, y las normas de otras ramas del saber, que declaran y sostienen como las únicas que se ajustan a las sanas ideas y normas de la erudición. Por supuesto, la Iglesia es muy aficionada y fomenta el estudio de las ramas humanas del saber y su progreso; honra con especial favor y consideración a los hombres cultos que gastan su vida en el cultivo del saber. Sin embargo, las cuestiones de religión y de moral, por trascender completamente las verdades de los sentidos y el plano de lo material, pertenecen únicamente al oficio y a la autoridad de la Iglesia. En Nuestra carta encíclica, Humani generis, describimos la actitud de la mente, el espíritu, de aquellos a quienes nos hemos referido anteriormente; también recordamos que algunas de las aberraciones de la verdad que repudiamos en esa Encíclica tenían su origen directo en un descuido de la conformidad con la Autoridad Docente viva de la Iglesia. Una y otra vez San Pío X, en escritos cuya importancia es conocida por todos vosotros, subrayó urgentemente la necesidad de esta unión con la mente y la enseñanza de la Iglesia. Su sucesor en el Supremo Pontificado, Benedicto XV, hizo lo mismo; en su primera Encíclica (Ad Beatissimi Apostolorum Principis, 1 de noviembre de 1914), después de repetir solemnemente la condena de Pío al modernismo, describe así la actitud mental de los seguidores de esa doctrina "El que está influido por sus principios desprecia todo lo que parece antiguo, y persigue ávidamente lo nuevo: en su manera de hablar de las cosas divinas, en la realización del culto divino, en los usos católicos, incluso en las devociones privadas" (AAS VI [1914], 578). Y si hay maestros actuales que se esfuerzan por producir y desarrollar nuevas ideas, pero no por repetir "lo que ha sido transmitido", y si éste es todo su objetivo, deberían reflexionar tranquilamente sobre aquellas palabras que Benedicto XV, en la Encíclica que acabamos de mencionar, propone a su consideración: "Deseamos que esta máxima de nuestros mayores se mantenga en reverencia: Nihil innovetur nisi quod traditum est (Que no se introduzca nada nuevo, sino sólo lo que se ha transmitido); debe ser tenida como ley inviolable en materia de fe, y también debe controlar aquellos puntos que permiten el cambio, aunque en estos últimos la regla se mantiene en su mayor parte: Non nova sed noviter (No cosas nuevas, sino de una manera nueva)".

En cuanto a los laicos, está claro que pueden ser invitados por los maestros legítimos y aceptados como ayudantes en la defensa de la fe. Basta recordar los miles de hombres y mujeres que se dedican a la catequesis y a otros tipos de apostolado laico, todos ellos muy loables y que pueden ser promovidos con ahínco. Pero todos estos apóstoles laicos deben estar y permanecer bajo la autoridad, la dirección y la vigilancia de aquellos que, por institución divina, han sido constituidos como maestros de la Iglesia de Cristo. En los asuntos que implican la salvación de las almas, no hay autoridad docente en la Iglesia que no esté sujeta a esta autoridad y vigilancia.

En los últimos tiempos ha surgido y se ha extendido por diversos lugares lo que se denomina "teología laica", y ha surgido una nueva clase de "teólogo laico", que pretende ser sui juris; hay profesores de esta teología que ocupan cátedras establecidas, se dan cursos, se publican apuntes, se celebran seminarios. Estos profesores distinguen su autoridad docente de la Autoridad Docente pública de la Iglesia y, en cierto modo, la contraponen; a veces, para justificar su posición, apelan a los dones carismáticos de enseñanza y de interpretación de la profecía, que se mencionan más de una vez en el Nuevo Testamento, especialmente en las epístolas paulinas (por ejemplo, Rom. 12:6 s. ; I Cor. 12:28-30); apelan a la historia, que desde el principio de la religión cristiana hasta hoy presenta tantos nombres de laicos que para el bien de las almas han enseñado la verdad de Cristo oralmente y por escrito, aunque no hayan sido llamados a ello por los Obispos y sin haber pedido o recibido la sagrada autoridad docente, llevados por su propio impulso interior y celo apostólico. Sin embargo, es necesario sostener lo contrario: nunca ha habido, no hay ahora y nunca habrá en la Iglesia una legítima autoridad docente de los laicos sustraída por Dios a la autoridad, guía y vigilancia de la sagrada Autoridad Docente; de hecho, la misma negación de la sumisión ofrece una prueba y un criterio convincentes de que los laicos que así hablan y actúan no están guiados por el Espíritu de Dios y de Cristo. Además, todo el mundo puede ver el gran peligro de confusión y error que hay en esta "teología laica"; un peligro también para que otros comiencen a ser enseñados por hombres claramente incapaces para la tarea, o incluso por hombres engañosos y fraudulentos, a los que San Pablo describió: "Llegará el tiempo en que los hombres, siempre deseosos de oír algo nuevo, se proveerán de una continua sucesión de nuevos maestros, según les lleve el capricho, haciendo oídos sordos a la verdad prestando atención a las fábulas en su lugar" (cf. II Tim. 4, 3 s.).

Lejos de nosotros, con esta advertencia, apartar del estudio y difusión más profundos de la sagrada doctrina a aquellos hombres, de cualquier clase o grupo, que se inspiran en tan noble celo.

Con creciente diligencia, Venerables Hermanos, como el deber y el privilegio de vuestro oficio os lo exigen, dedicaos a escudriñar y penetrar más y más en lo sublime y profundo de la verdad sobrenatural, cuyos exponentes sois por derecho, y con elocuencia inflamada por el celo haced conocer las santas verdades de la religión a los que en la actualidad, no sin la amenaza de gravísimos peligros, están siendo engullidos por las tinieblas del error tanto en las cuestiones de la mente como del corazón. Y así, por medio de la sana penitencia y la rectitud de afectos, los hombres podrán por fin volver a Dios, "alejarse de Quien es caer, volverse hacia Quien es levantarse de nuevo; permanecer en Quien es mantenerse firme; ... volver a Quien es volver a la vida; habitar en Quien es vivir" (San Augusto Soliloquiorum,lib. I. 3, Migne PL 32, col. 870).

Para que podáis cumplir con esto, pedimos la ayuda del cielo sobre vosotros; y para que se derrame en abundancia, con gran afecto os impartimos a vosotros y a vuestros rebaños la Bendición Apostólica.



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