CARTA
NOVO INCIPIENTE
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO DE 1979
Para vosotros soy obispo, con vosotros soy sacerdote
Queridos hermanos sacerdotes:
1. Al comienzo de mi nuevo ministerio, siento profundamente la necesidad de dirigirme a vosotros, a todos vosotros sin excepción, sacerdotes diocesanos y religiosos, que sois mis hermanos en virtud del sacramento del Orden. Deseo, desde el principio expresar mi fe en la vocación que os une a vuestros Obispos, en una comunión peculiar de sacramento y de ministerio, mediante el cual se edifica la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. A todos vosotros, pues, que en virtud de una gracia especial y por una entrega singular a Nuestro Salvador, soportáis el peso del día y el calor (cfr. Mt 20-12 ), entre las múltiples ocupaciones del servicio sacerdotal y pastoral, se dirige mi pensamiento y mi corazón desde el momento en que Cristo me ha llamado a esta Cátedra, sobre la que en otro tiempo San Pedro respondió a fondo, con su vida y su muerte, a la pregunta: “¿Me amas? ¿me amas más que a éstos ... ?” (cfr. Jn 21. 15-17)
Pienso incesantemente en vosotros, rezo por vosotros y con vosotros, busco los caminos de la unión espiritual y de la colaboración, porque sois hermanos míos en virtud del Orden, que hace tiempo yo recibí también de manos de mi Obispo (el Arzobispo de Cracovia, Cardenal Adán Esteban Sapieha, de inolvidable recuerdo). Adaptando, pues, las palabras de San Agustín [1], quiero deciros hoy: “Para vosotros soy Obispo, con vosotros soy Sacerdote”. Hoy, en efecto, hay un motivo especial que me impulsa a confiaros algunos pensamientos que recojo en esta Carta: la inminencia del Jueves Santo. Es esta la fiesta anual de nuestro sacerdocio, que reúne a todo el Presbiterio de cada Diócesis alrededor de su Obispo en la celebración en común de la Eucaristía. Es en este día cuando todos los Sacerdotes son invitados a renovar ante el propio Obispo y junto con él, las promesas hechas en el momento de la Ordenación sacerdotal; y esto me permite, junto con todos mis Hermanos en el Episcopado, encontrarme con vosotros asociados en una unidad peculiar y, sobre todo, encontrarme en el centro mismo del misterio de Jesucristo, del que todos participamos.
El Concilio Vaticano II, que de manera tan explícita ha puesto de relieve la colegialidad del Episcopado en la Iglesia, ha dado también una nueva forma a la vida de las comunidades sacerdotales, unidas entre sí por un vínculo especial de hermandad y unidad con el Obispo de cada Iglesia particular. Toda la vida y el ministerio sacerdotal sirven para profundizar y reforzar esta vinculación; en cambio por las distintas funciones concernientes a esta vida y ministerio, asumen, entre otras cosas, una especial responsabilidad los Consejos Presbiteriales que, en conformidad con el pensamiento del Concilio y del Motu propio Ecclesiae Sanctae de Pablo VI, deben actuar en cada diócesis (cfr. I. Art. 15 ). Todo esto mira a que cada Obispo, en unión de su Presbiterio, pueda servir de la manera más eficaz a la gran causa de la evangelización. Mediante este servicio, la Iglesia realiza su misión, es más, su propia naturaleza. La importancia que tiene aquí la unidad de los Sacerdotes con el propio Obispo está confirmada por las palabras de San Ignacio de Antioquia: “Os exhorto ahora a que realicéis todas las cosas en la concordia de Dios; bajo la presidencia del obispo, que ocupa el lugar de Dios; de los Presbíteros, que representan el Senado de los Apóstoles, y de los diáconos, a quienes venero con especial predilección y que tiene encomendado el servicio de Jesucristo...” [2].
Nos une el amor de Cristo y de la Iglesia
2. No es mi intención, exponer en esta carta todo lo que constituye la riqueza de la vida y del ministerio sacerdotal. Me remito, a este propósito, a toda la tradición del Magisterio de la Iglesia y de modo particular, a la doctrina del Concilio Vaticano II, contenida en sus distintos Documentos, sobre todo en la Constitución Lumen gentium y en los Decretos Presbiterorum ordinis y Ad gentes. Me remito también a la Encíclica de mi Predecesor Pablo VI Sacerdotalis Coelibatus. En fin, quiero dar gran importancia al Documento De Sacerdotio ministeriali, que el mismo Pablo VI aprobó como fruto de los trabajos del Sínodo de los Obispos de 1971, ya que encuentro en él, aunque aquella Sesión que lo había elaborado tuviera carácter consultivo, una declaración de importancia esencial por lo que se refiere al aspecto específico de la vida y del ministerio sacerdotal en el mundo contemporáneo.
Haciendo pues referencia a todas estas fuentes, conocidas por vosotros, deseo con la presente Carta señalar solamente algunos puntos que me parecen de capital importancia en este momento. Son palabras éstas, Inspiradas por el amor a la Iglesia, la cual estará en condiciones de cumplir su misión respecto al mundo, solamente si –a pesar de toda la debilidad humana– mantiene la fidelidad a Cristo. Sé que me dirijo a aquéllos a quienes solo el amor de Cristo concedido con vocación especifica entregarse al servicio de la Iglesia y, en la Iglesia, al servicio del hombre para la solución de los problemas más importantes, ante todo los que miran a su salvación eterna.
Aunque al principio de estas consideraciones hago referencia a muchas fuentes escritas y a documentos oficiales, sin embargo me inspiro en la fuente viva que es nuestro amor común a Cristo y a su Iglesia, amor que nace de la vocación sacerdotal, amor que es el don más grande del Espíritu Santos (cfr Rom 5,5; Cor 12,31. 13)
“Tomado de entre los hombres... instituido en favor de los hombres” (Heb 5,1 )
3. El Concilio Vaticano II ha profundizado la concepción del sacerdocio, presentándolo en el conjunto de su Magisterio, expresión de las fuerzas interiores, de ese “dinamismo por medio del cual se configura la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia”. Conviene hacer referencia aquí, sobre todo a la Constitución Lumen gentium, repasando atentamente los párrafos correspondientes. La misión del Pueblo de Dios se realiza mediante la participación en la función y en la misión del mismo Jesucristo, que como es sabido tiene una triple dimensión: es misión y función de Profeta, de Sacerdote y de Rey. Analizando con atención los textos conciliares, está claro que conviene hablar más bien de una triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo que de tres funciones distintas. De hecho, están íntimamente relacionadas entre si, se despliegan recíprocamente, se condicionan también recíprocamente y recíprocamente se iluminan. Por consiguiente es de esta triple unidad de donde fluye nuestra participación en la misión y en la función de Cristo. Como cristianos, miembros del Pueblo de Dios y, sucesivamente, como sacerdotes, partícipes del orden jerárquico, nuestro origen está en el conjunto de la misión y de la función de Nuestro Maestro que es Profeta, Sacerdote y Rey, para dar un testimonio particular en la Iglesia y ante el mundo.
El sacerdocio del que participamos por medio del sacramento del Orden, que ha sido “impreso” para siempre en nuestras almas mediante un signo especial de Dios, es decir, el “carácter”, está relacionado explícitamente con el sacerdocio común de los fieles, esto es, de todos los bautizados y, al mismo tiempo se diferencia de éste, “esencialmente y no sólo en grado” (Const. Dogm. Lumen gentium, 10). De este modo cobran pleno significado las palabras del autor de la Carta a los Hebreos, sobre el sacerdote, “tomado de entre los hombres, es instituido en favor de los hombres” (Heb 5,1).
A este respecto, es mejor leer una vez más todo este clásico texto conciliar, que expone las verdades fundamentales sobre el tema de nuestra vocación en la Iglesia:
“Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres , hizo de su nuevo pueblo... un reino y sacerdotes para Dios su Padre. Los Bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios Espirituales y anuncien el poder de Aquél que los llamó de las tinieblas a su admirable luz. Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios, y den testimonio por doquiera del Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos.
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial y eclesiástico, aunque diferentes esencialmente no sólo en grado, se ordenan, sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio Ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante...” (Lumen gentium, 10).
El sacerdote, don de Cristo para la comunidad
4. Debemos considerar a fondo no solo el significado teórico, sino incluso el existencial de la mutua “relación”, que existe entre el sacerdocio jerárquico y sacerdocio común de los fieles. Si entre ello hay diferencia no solo de grado sino también de esencia, ello es fruto de una riqueza particular del mismo sacerdocio de Cristo, que es el único centro y la única fuente tanto de la participación que es propia de todos los bautizados como de esa otra participación a la que se llega por medio de un sacramento distinto, precisamente el sacramento del Orden. Este sacramento, queridos Hermanos, específico para nosotros, fruto de la gracia peculiar de la vocación y base de nuestra identidad, en virtud de su misma naturaleza y de todo lo que Él produce en nuestra vida y actividad, ayuda a los fieles a ser conscientes de su sacerdocio común y a actualizarlo (cfr. Ef. 4, 11s.): les recuerda que son Pueblo de Dios y los capacita para “ofrecer sacrificios Espirituales” (1 Pe 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace de nosotros don eterno al Padre (cfr. 1 Pe 3, 18). Esto sucede, ante todo, cuando el sacerdote “por la potestad sagrada de que goza... realiza el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo (in persona Christi) y lo ofrece en nombre de todo el pueblo” (Lumen gentium), como leemos en el citado texto conciliar.
Nuestro sacerdocio sacramental, pues, es sacerdocio “Jerárquico” y al mismo tiempo “ministerial”. Constituye un ministerium particular, es decir, es “servicio” respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no tiene su origen en esta comunidad como si fuera ella la que “llama” o “delega”. Este es en efecto, don para la comunidad y procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio. Tal plenitud encuentra su expresión en el hecho de que Cristo haciéndonos a todos idóneos para ofrecer el sacrificio Espiritual, llama a algunos y los capacita para ser ministros de su mismo sacrificio sacramental, la Eucaristía, a cuya oblación concurren todos los fieles y en la que se insertan los sacrificios Espirituales del Pueblo de Dios.
Conscientes de esta realidad comprendemos de qué modo nuestro sacerdocio es “jerárquico”, es decir, relacionado con la potestad de formar y dirigir el pueblo sacerdotal (Lumen gentium) y precisamente por esto, “ministerial”. Realizamos esta función mediante la cual Cristo mismo “sirve” incesantemente al Padre en la obra de nuestra salvación. Toda nuestra existencia está y debe estar impregnada profundamente por este servicio, si queremos realizar de manera real y adecuada el Sacrificio eucarístico in persona Christi.
El sacerdocio requiere una peculiar Integridad de vida y de servicio, y precisamente esta integridad conviene profundamente a nuestra identidad sacerdotal. En ella se expresa al mismo tiempo, la grandeza de nuestra dignidad y la “disponibilidad” adecuada a la misma: se trata de humilde prontitud para aceptar los dones del Espíritu Santo y para dar generosamente a los demás los frutos del amor y de la paz, para darles la certeza de la fe, de la que derivan la comprensión profunda del sentido de la existencia humana y la capacidad de introducir el orden moral en la vida de los individuos y en los ambientes humanos.
Ya que el sacerdocio nos es dado para servir incesantemente a los demás, como hacía Jesucristo, no se puede renunciar al mismo a causa de dificultades que encontramos y de los sacrificios que se nos exigen. Igual que los Apóstoles, “nosotros lo hemos dejado todo y hemos seguido a Cristo” (Mt 19, 27); debemos, por eso, perseverar junto a él en el momento de la cruz.
Al servicio del Buen Pastor
5. Mientras escribo, tengo ante mis ojos, en lo hondo de mi alma, los más amplios sectores de la vida humana, a la que, queridos Hermanos, sois enviados como obreros de la viña del Señor (cfr. Mt 20, 1-16 ). Sirve también para vosotros la comparación del rebaño (cfr. Jn 10, 1-16 ), dado que gracias al carácter sacerdotal, participáis del carisma pastoral , lo cual es señal de una peculiar relación de semejanza a Cristo, el Buen Pastor. Vosotros precisamente estáis revestidos de esta condición de una manera muy especial. Aunque la solicitud por la salvación de los demás sea y deba ser también tarea de cada miembro de la gran comunidad del Pueblo de Dios, o sea de todos nuestros hermanos y hermanas seglares como ha declarado tan ampliamente el Concilio Vaticano II, (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, 11), sin embargo se espera de vosotros, Sacerdotes, una solicitud y un empeño mayor diverso que el del seglar; y esto porque vuestra participación en el sacerdocio de Jesucristo difiere de la suya “esencialmente, y no solo en grado” (Lumen gentium, 10).
De hecho, el sacerdocio de Jesucristo es la primera fuente y la expresión de una diligencia incesante y siempre eficaz para nuestra salvación que nos permite mirar particularmente a Él como el Buen Pastor. Las palabras “El Buen Pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10, 11), ¿no se refieren tal vez al Sacrificio de la Cruz, al acto definitivo del Sacerdocio de Cristo? ¿No nos indican tal vez a todos nosotros, a quienes Cristo Señor mediante el sacramento del Orden ha hecho participantes de su Sacerdocio, el camino que también nosotros debemos recorrer?. ¿Estas palabras no nos dicen tal vez que nuestra vocación es una singular solicitud por la salvación de nuestro prójimo? ¿Que esta solicitud es una particular razón de ser de nuestra vida sacerdotal? ¿Que precisamente ella le da sentido, y que sólo a través de ella podemos encontrar pleno sentido de nuestra propia vida, de nuestra perfección y de nuestra santidad? Este tema lo trata, en diversos capítulos, el Decreto Conciliar Optatam Totius [3].
Este problema, sin embargo, se hace más comprensible a la luz de las palabras de nuestro mismo Maestro, que dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda la vida por mi y el Evangelio, ése la salvará” (Mc 8, 35). Son, éstas, palabras misteriosas, y parecen una paradoja. Pero dejan de ser misteriosas, si intentamos ponerlas en práctica. Entonces, la paradoja desaparece y se manifiesta plenamente la profunda sencillez de su significado. Que a todos nosotros se nos conceda esta gracia en nuestra vida sacerdotal y en nuestro servicio lleno de celo.
“Arte de las artes es la guía de las almas” [4]
6. La solicitud particular por la salvación de los demás, por la verdad, por el amor y la santidad de todo el Pueblo de Dios, por la unidad Espiritual de la Iglesia, que nos ha sido encomendada por Cristo junto con la potestad sacerdotal, se realiza de varias maneras. Ciertamente son diversos los caminos a lo largo de los cuales, queridos Hermanos, desarrolláis vuestra vocación sacerdotal. Unos en la pastoral común parroquial; otros en tierras de misión; otros en el campo de las actividades relacionadas con la enseñanza, la instrucción y la educación de la juventud, trabajando en ambientes y organizaciones diversas, y acompañando al desarrollo de la vida social y cultural: finalmente, otros junto a los que sufren, a los enfermos, a los abandonados; a veces, vosotros mismos clavados en el lecho del dolor. Son varios estos caminos, y resulta casi imposible citar separadamente cada uno de ellos. Necesariamente estos son numerosos y diferentes, ya que la estructura de la vida humana, de los procesos sociales, de las tradiciones históricas y del patrimonio de las distintas culturas civilizaciones son diversos. No obstante, en medio de estas diferencias, sois siempre y en todo lugar portadores de vuestra especifica vocación: sois portadores de la gracia de Cristo, Eterno Sacerdote, y del carisma del Buen Pastor. No lo olvidéis jamás; no renunciéis nunca a esto; debéis actuar conforme a ello en todo tiempo, lugar y modo. En esto consiste el arte máxima a la que Jesucristo os ha llamado. “Arte de las artes es la guía de las almas” escribía S. Gregorio Magno.
Os digo, por lo tanto, siguiendo sus palabras: esforzarse por ser los “maestros” de la pastoral. Ha habido ya muchos en la historia de la Iglesia. ¿Es necesario citarlos? Nos siguen hablando a cada uno de nosotros, por ejemplo, San Vicente de Paúl, San Juan de Ávila, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, el Beato Maximiliano KoIbe, y tantos otros. Cada uno de ellos era distinto de los otros, era él mismo, era hijo de su época y estaba al día con respecto a su tiempo. Pero el “estar al día” de cada uno era una respuesta original al Evangelio, una respuesta particularmente necesaria para aquellos tiempos, era la respuesta de la santidad y del celo. No existe otra regla fuera de ésta para “estar al día” en nuestro tiempo y en la actualidad del mundo. Indudablemente, no pueden considerarse un adecuado “estar al día” los diversos ensayos y proyectos de “laicización” de la vida sacerdotal.
Dispensador y testigo
7. La vida sacerdotal está construida sobre la base del sacramento del Orden, que imprime en nuestra alma el signo de un carácter indeleble. Este signo, marcado en lo más profundo de nuestro ser humano, tiene su dinámica “personal”. La personalidad sacerdotal debe ser para los demás un claro y límpido signo a la vez que una indicación. Es ésta la primera condición de nuestro servicio pastoral. Los hombres, de entre los cuales hemos sido elegidos y para los cuales somos constituidos (cfr. Heb 5, 1), quieren sobre todo ver en nosotros tal signo e indicación, y tienen derecho a ello. Podrá parecernos tal vez que no lo quieran, o que deseen que seamos en todo “como ellos”; a veces parece incluso que nos lo exigen. Es aquí necesario poseer un profundo sentido de fe y el don del discernimiento. De hecho, es muy fácil dejarse guiar por las apariencias y ser víctima de una ilusión en lo fundamental. Los que piden la laicizacion de la vida sacerdotal y aplauden sus diversas manifestaciones, nos abandonarán sin duda cuando sucumbamos a la tentación. Entonces dejaremos de ser necesarios y populares. Nuestra época está caracterizada por varias formas de “manipulación” del hombre, pero no podemos ceder a ninguna de ellas [5]. En definitiva, resultará siempre necesario a los hombres únicamente el sacerdote que es consciente del sentido pleno de su sacerdocio: el sacerdote que cree profundamente, que manifiesta con valentía su fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve, que pone en práctica en su vida el programa de las Bienaventuranzas, que sabe amar desinteresadamente, que está cerca de todos y especialmente de los más necesitados.
Nuestra actividad pastoral exige que estemos cerca de los hombres y de sus problemas, tanto personales y familiares como sociales, pero exige también que estemos cerca de estos problemas “como sacerdotes”. Sólo entonces, en el ámbito de todos esos problemas, somos nosotros mismos. Si, por lo tanto, servimos verdaderamente a estos problemas humanos, a veces muy difíciles, entonces conservamos nuestra identidad y somos de veras fieles a nuestra vocación. Debemos buscar con gran perspicacia, junto con todos los hombres, la verdad y la justicia, cuya dimensión verdadera y definitiva sólo la podemos encontrar en el Evangelio, más aun, en Cristo mismo. Nuestra tarea es la de servir a la verdad y a la justicia en las dimensiones de la “temporalidad” humana, pero siempre dentro de una perspectiva que sea la de la salvación eterna. Esta tiene en cuenta las conquistas temporales del espíritu humano en el ámbito del conocimiento y de la moral, como ha recordado admirablemente el Concilio Vaticano II [6], pero no se identifica con ellas y, en realidad las supera: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente de hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9). Los hombres, nuestros hermanos en la fe y también los no creyentes, esperan de nosotros que seamos capaces de señalarles esta perspectiva, que seamos testimonios auténticos de ella, que seamos dispensadores de la gracia que seamos servidores de la Palabra de Dios. Esperan que seamos hombres de oración.
Entre nosotros están también los que han unido su vocación sacerdotal con una intensa vida de oración y de penitencia, en la forma estrictamente contemplativa de las respectivas Ordenes Religiosas. Recuerden ellos que su ministerio sacerdotal, aun bajo esta forma, está “ordenado” de manera particular a la gran solicitud del Buen Pastor, que es la solicitud por la salvación de todo hombre. Todos debemos recordar esto: que a ninguno de nosotros es lícito merecer el nombre de “mercenario” o sea uno “al que las ovejas no le pertenecen”, uno “que ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata y dispersa las ovejas, porque es asalariado y no le da cuidado de las ovejas” (Jn 10, 12-13). La solicitud de todo Buen Pastor es que los hombres “tengan vida, y la tengan abundante” (Jn 10, 10), para que ninguno se pierda (cfr. Jn 17. 12), sino tenga la vida eterna. Esforcémonos para que esta solicitud penetre profundamente en nuestras almas: tratemos de vivirla. Sea ella la que caracterice nuestra personalidad, y esté en la base de nuestra identidad sacerdotal.
Significado del celibato
8. Permitir que me refiera aquí al problema del celibato sacerdotal. Lo trataré sintéticamente, porque ha sido expuesto ya de manera profunda y completa durante el Concilio, luego en la Encíclica Sacerdotalis Coelibatus y después en la sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos del año 1971. Tal reflexión se ha demostrado necesaria tanto para presentar el problema de modo aún más maduro, como para motivar todavía más profundamente el sentido de la decisión que la Iglesia Latina ha asumido desde hace siglos y a la que ha tratado de permanecer fiel, queriendo también en el futuro mantener esta fidelidad. La importancia del problema en cuestión es tan grave y su unión con el lenguaje del mismo Evangelio tan íntima, que no podemos en este caso pensar con categorías diversas de las que se han servido el Concilio, el Sínodo de los Obispos y el mismo gran Papa Pablo VI. Podemos solo intentar comprender ese problema más profundamente y responder de manera más madura, liberándonos de las varias objeciones que siempre, como sucede hoy también, se han levantado contra el celibato sacerdotal, como de las diversas interpretaciones que se refieren a criterios extraños al Evangelio, a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia; criterios, añadamos, cuya exactitud y base “antropológica” que revela muy dudosas y de valor relativo.
No debemos, por lo demás, maravillarnos demasiado de estas objeciones y críticas que en el período postconciliar se han intensificado, aunque da la impresión de que actualmente, en algunas partes, van atenuándose. Jesucristo, después de haber presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio “por el Reino de los Cielos” ¿no ha añadido tal vez aquellas palabras significativas: “el que pueda entender, que entienda”? (Mt 19, 12). La Iglesia Latina ha querido y sigue queriendo, refiriéndose al ejemplo del mismo Cristo Señor, a la enseñanza de los Apóstoles y a toda la Tradición auténtica, que abracen esta renuncia “Por el Reino de los Cielos” todos los que reciben el sacramento del Orden. Esta tradición, sin embargo, está unida al respeto por las diferentes tradiciones de la otras Iglesias. De hecho, ella constituye una característica, una peculiaridad y una herencia de la Iglesia Latina, a la que ésta debe mucho y en la que está decidida a perseverar, a pesar de las dificultades, a las que una tal fidelidad podría estar expuesta, a pesar también de los síntomas diversos de debilidad y crisis de determinados sacerdotes. Todos somos conscientes de que “llevamos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor 4,7), no obstante, sabemos muy bien que es precisamente un “tesoro”.
¿Por qué un tesoro? ¿Queremos tal vez disminuir el valor del matrimonio y la vocación a la vida familiar? ¿O bien sucumbimos al desprecio maniqueo por el cuerpo humano y por sus funciones? ¿Queremos tal vez despreciar de algún modo el amor que lleva al hombre y a la mujer a la unión conyugal del cuerpo, para formar así “una carne sola”? (Gén 2, 24; Mt 19,6). ¿Como podremos pensar y razonar de tal manera, si sabemos, creemos y proclamamos, siguiendo a San Pablo, que el matrimonio es un “misterio grande”, refiriéndose a Cristo y a la Iglesia? (cfr. Ef 5, 32). Ninguno, sin embargo, de los motivos con los que a veces se intenta “convencernos” acerca de la inoportunidad del celibato corresponde a la verdad que la Iglesia proclama y que trata de realizar en la vida a través de un empeño concreto, al que se obligan los Sacerdotes antes de la Ordenación Sagrada. Al contrario, el motivo esencial, propio y adecuado está contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de la renuncia al matrimonio por el reino de los Cielos, y que San Pablo proclamaba, escribiendo que cada uno en la Iglesia tiene su propio don (cfr. 1 Cor 7, 7). El celibato es precisamente un “don del Espíritu”. Un don semejante, aunque diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero y fiel, orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del sacramento del Matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere responder plenamente a su vocación en Jesucristo, será necesario que se realice también en ella, en proporción adecuada, ese otro “don”, el don del celibato “por el Reino de los Cielos” (Mt 19, 12 ).
¿Por qué motivo la Iglesia Católica Latina une este don no sólo a la vida de las personas que aceptan el estricto programa de los consejos evangélicos en los institutos religiosos, sino además a la vocación al sacerdocio conjuntamente jerárquico y ministerial? Lo hace porque el celibato “por el Reino” no es sólo un “signo escatológico” sino porque tiene un gran sentido social en la vida actual para el servicio del Pueblo de Dios. El sacerdote, con su celibato, llega a ser “el hombre para los demás”, de forma distinta a como lo es uno que, uniéndose conyugalmente con la mujer, llega a ser también él, como esposo y padre, “hombre para los demás” especialmente en el área de su familia: para su esposa, y junto con ella, para los hijos, a los que da la vida. El Sacerdote, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad y casi otra maternidad, recordando las palabras del Apóstol sobre los hijos, que él engendra en el dolor (1 Cor 4, 15; Gál 4, 19). Ellos son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Estos hombres son muchos, más numerosos de cuantos pueden abrazar una simple familia humana. La vocación pastoral de los sacerdotes es grande y el Concilio enseña que es universal: está dirigida a toda la Iglesia [7] y, en consecuencia, es también misionera.
Normalmente, ella está unida al servicio de una determinada comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y amor. El corazón del Sacerdote, para estar disponible a este servicio, a esta solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo de una libertad que es para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea “ministerial”, está según la tradición de nuestra Iglesia más estrechamente ordenado al sacerdocio común de los fieles.
Prueba y responsabilidad
9. Fruto de un equívoco, por no decir de mala fe, es la opinión a menudo difundida, según la cual el celibato sacerdotal en la Iglesia Católica sería simplemente una institución impuesta por la ley a todos los que reciben el sacramento del Orden. Todos sabemos que no es así. Todo cristiano que recibe el sacramento del Orden acepta el celibato con plena conciencia y libertad, después de una preparación de años, de profunda reflexión y de asidua oración. El toma la decisión de vivir de por vida el celibato, solo después de haberse convencido de que Cristo le concede este don para el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás. Solo entonces se compromete a observarlo durante toda la vida. Es natural que tal decisión obliga no solo en virtud de la “Ley”, establecida por la Iglesia, sino también en función de la responsabilidad personal. Se trata aquí de mantener la palabra dada a Cristo y la Iglesia. La fidelidad a la palabra es, conjuntamente, deber y comprobación de la madurez interior del Sacerdote y expresión de su dignidad personal. Esto se manifiesta con toda claridad, cuando el mantenimiento de la palabra dada a Cristo, a través de un responsable y libre compromiso celibal para toda la vida, encuentra dificultades, es puesto a prueba, o bien está expuesto a la tentación, cosas todas ellas a las que no escapa el sacerdote, como cualquier otro hombre y cristiano. En tal circunstancia, cada uno debe buscar ayuda en la oración más fervorosa. Debe, mediante la oración encontrar en sí mismo aquella actitud de humildad y de sinceridad respecto a Dios y a la propia conciencia, que es precisamente la fuente de la fuerza para sostener lo que vacila. Es entonces cuando nace una confianza similar a la que San Pablo ha expresado con estas palabras: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4. 13). Estas verdades son confirmadas por la experiencia de numerosos sacerdotes y probadas por la realidad de la vida. La aceptación de las mismas constituye la base de la fidelidad a la palabra dada a Cristo y a la Iglesia, que es al mismo tiempo la comprobación de la auténtica fidelidad a sí mismo, a la propia conciencia, a la propia humanidad y dignidad. Es necesario pensar en todo esto, especialmente en los momentos de crisis y no recurrir a la dispensa, entendida como “intervención administrativa” como si en realidad no se tratara, por el contrario, de una profunda cuestión de conciencia y de una prueba de humanidad. Dios tiene derecho a tal prueba con respecto a cada uno de nosotros, dado que la vida terrenal es un período de prueba para todo hombre. Pero Dios quiere igualmente que salgamos victoriosos de tales pruebas, y nos da la ayuda necesaria.
Tal vez, no sin razón, es preciso añadir aquí que el compromiso de la fidelidad conyugal, que deriva del sacramento del Matrimonio, crea en ese terreno obligaciones análogas, y que tal vez llega a ser un campo de pruebas similares y de experiencias para los esposos, hombres y mujeres, los cuales precisamente en estas “pruebas de fuego” tienen posibilidad de comprobar el valor de su amor. En efecto, el amor en toda su dimensión no es solo llamada, sino también deber. Añadamos finalmente que nuestros hermanos y hermanas, unidos en el matrimonio, tienen derecho a esperar de nosotros, Sacerdotes y pastores, el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a la vocación hasta la muerte, fidelidad a la vocación que nosotros elegimos mediante el sacramento del Orden, como ellos la eligen a través del sacramento del Matrimonio. También en este ámbito y en este sentido debemos entender nuestro sacerdocio ministerial como “subordinación” al sacerdocio común de todos los fieles, de los seglares, especialmente de los que viven en el matrimonio y forman una familia. De este modo, nosotros servimos “a la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12); en caso contrario, más que cooperar a su edificación, debilitamos su unión Espiritual. A esta edificación del cuerpo de Cristo está íntimamente unido el desarrollo auténtico de la personalidad humana de todo cristiano como también de cada sacerdote que se realiza según la medida del don de Cristo. La desorganización de la estructura Espiritual de la Iglesia no favorece ciertamente al desarrollo de la personalidad humana y no constituye su justa verificación.
Es necesario convertirse cada día
10. “¿Qué hemos de hacer?” (Lc 3. 10): así parece que preguntáis vosotros, queridos Hermanos, como tantas veces preguntaban al mismo Cristo Señor los discípulos y los que le escuchaban. ¿Qué debe hacer la Iglesia, cuando parece que faltan sacerdotes, cuándo su falta se hace notar especialmente en algunos países y regiones del mundo? ¿En qué manera debemos responder a las inmensas necesidades de evangelización y cómo podemos saciar el hambre de la Palabra y del Cuerpo del Señor?
La Iglesia, que se empeña en mantener el celibato de los Sacerdotes como don particular por el reino de Dios, profesa la fe y expresa la esperanza en su Maestro, Redentor y Esposo, y a la vez en el que es “dueño de la mies” y “dador del don” (Mt 9, 38; 1 Cor 7, 7). En efecto, “todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces” (Sant 1, 17). Nosotros no podemos debilitar esta fe y esta confianza con nuestra duda humana o con nuestra pusilanimidad.
En consecuencia, todos debemos convertirnos cada día. Sabemos que ésta es una exigencia fundamental del Evangelio, dirigida a todos los hombres (cfr. Mt 4, 17; Mc 1, 15), y tanto más debemos considerarla como dirigida a nosotros. Si tenemos el deber de ayudar a los demás a convertirse, lo mismo debemos hacer continuamente en nuestra vida. Convertirse significa retornar a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, y llamándonos por nuestro nombre, ha dicho: “Sígueme”. Convertirse quiere decir dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad, ante el Señor de nuestros corazones, para que seamos “ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4. 1). Convertirse significa dar cuenta también de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente “de modo humano” y no “divino”. Recordemos, a este propósito la advertencia hecha por Cristo al mismo Pedro (cfr. Mt 16. 23). Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos, realizar conquistas Espirituales y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9. 7) . Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc 18. 1; Jn 4. 35).
La oración es, en cierta manera; la primera y última condición de la conversión, del progreso Espiritual y de la santidad. Tal vez en los últimos años, por lo menos en determinados ambientes se ha discutido demasiado sobre el sacerdocio, sobre la “identidad” del sacerdote, sobre el valor de su presencia en el mundo contemporáneo, etc., y, por el contrario, se ha orado demasiado poco. No ha habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de la oración, para hacer eficaz su auténtico dinamismo evangélico, para confirmar la identidad sacerdotal. Es la oración la que señala el estilo esencial del sacerdocio; sin ella, el estilo se desfigura. La oración nos ayuda a encontrar siempre la luz que nos ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación sacerdotal, y que sin cesar nos dirige, aunque alguna vez da la impresión de perderse en la oscuridad. La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, que es indispensable si queremos conducir a los demás a Él. La oración nos ayuda a creer, a esperar y amar, incluso cuando nos lo dificulta nuestra debilidad humana.
La oración nos consiente, además, nos permite descubrir continuamente las dimensiones de aquel Reino, por cuya venida rezamos cada día, repitiendo las palabras que Cristo nos ha enseñado. En este caso advertimos cuál es nuestro lugar en la realización de esta petición: “Venga tu Reino”, y vemos cómo somos necesarios para que ella se realice. Y tal vez, cuando rezamos, percibiremos con más facilidad aquellos “campos que ya están blanquecinos para la siega” (Jn 4, 35), y comprenderemos el significado que tienen las palabras que Cristo pronunció a la vista de los mismos: “Rogar, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38). La oración debemos unirla a un trabajo continuo sobre nosotros mismos: es la formación permanente. Como recuerda justamente el Documento emanado acerca de este tema por la Sagrada Congregación para el Clero [8], tal formación debe ser tanto interior, o sea que mire a la vida Espiritual del sacerdote, como pastoral e intelectual (filosófica y teológica). Por consiguiente, si nuestra actividad pastoral, el anuncio de la Palabra y el conjunto del ministerio sacerdotal dependen de la intensidad de nuestra vida interior, ella debe igualmente encontrar su apoyo en el estudio continuo. No podemos conformarnos con lo que hemos aprendido un día en el seminario, aun cuando se haya tratado de estudios a nivel universitario, hacia los cuales orienta decididamente la Sagrada Congregación para la Educación Católica. Este proceso de formación intelectual debe continuar durante toda la vida, especialmente en el tiempo actual, caracterizado, por lo menos, en muchas zonas del mundo por un desarrollo general de la instrucción y de la cultura. A la vista de los hombres, que gozan del beneficio de este desarrollo, nosotros debemos ser testimonios de Jesucristo, altamente cualificados. Como maestros de la verdad y de la moral, tenemos que dar cuenta a ellos, de modo convincente y eficaz, de “la esperanza que nos vivifica” (cfr. 1 Pe 3, 15) . Y esto forma parte también del proceso de conversión diaria al amor, a través de la verdad.
¡Queridos Hermanos!. ¡Vosotros que “soportáis el peso del día y el calor” (Mt 20. 12) que habéis puesto la mano sobre el sobre el arado y no miráis atrás (cfr. Lc 9, 62 ), y tal vez todavía más, vosotros que dudáis del sentido de vuestra vocación o del valor de vuestro servicio, pensad en los lugares donde esperan con ansia al sacerdote, y donde desde hace años, sintiendo su ausencia, no cesan de desear su presencia. Y sucede alguna vez que se reúnen en un Santuario abandonado y ponen sobre el altar la estola aún conservada y recitan todas las oraciones de la liturgia eucarística; y he aquí que en el momento que corresponde a la transubstanciación desciende en medio de ellos un profundo silencio, alguna vez interrumpido por el sollozo... ¡Con tanto ardor desean escuchar las palabras, que solo los labios de un sacerdote pueden pronunciar eficazmente! ¡Tan vivamente desean la comunión eucarística, de la que únicamente en virtud del ministerio sacerdotal pueden participar, como esperan también ansiosamente oír las palabras divinas del perdón: yo te absuelvo de tus pecados. ¡Tan profundamente sienten la ausencia de un Sacerdote en medio de ellos. Estos lugares no faltan en el mundo. ¡Si, en consecuencia, alguno entre vosotros duda del sentido de un sacerdocio, si piensa que ello es “socialmente” infructuoso o inútil, medite en esto!
Es necesario convertirse a diario, descubrir cada día de nuevo el don obtenido de Cristo mismo en el sacramento del Orden, profundizando en la importancia de la misión salvadora de la Iglesia y reflexionando sobre el gran significado de nuestra vocación a la luz de esta misión
Madre de los sacerdotes
11. Queridos Hermanos, al comienzo de mi ministerio os encomiendo a todos a la Madre de Cristo, que de modo particular es nuestra Madre: la Madre de los Sacerdotes. De hecho, al discípulo predilecto, que siendo uno de los Doce había escuchado en el Cenáculo las palabras: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19 ). Cristo, desde lo alto de la Cruz, lo señaló a su Madre, diciéndole: “He ahí a tu hijo” (Jn 19,26). El hombre, que el Jueves Santo recibió el poder de celebrar la Eucaristía, con estas palabras del Redentor agonizante fue dado a su Madre como “hijo”. Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el mismo poder mediante la Ordenación sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María, la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio. Permitir que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo a cada uno de vosotros sin excepción alguna de modo solemne y, al mismo tiempo, sencillo y humilde. Os ruego también, amados Hermanos, que cada uno de vosotros lo realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio y de la santidad. Os lo ruego encarecidamente.
La Iglesia de hoy habla de sí misma sobre todo en la Constitución dogmática Lumen gentium. También aquí, en el último Capítulo, ella confiesa que mira a María como Madre de Cristo, porque se llama a sí misma madre y desea ser madre, engendrando para Dios los hombres a una vida nueva (Lumen gentium). Oh, queridos Hermanos. ¡Qué cerca de esta causa de Dios estáis vosotros! ¡Cuán profundamente ella está impresa en vuestra vocación, ministerio y misión! En consecuencia, junto con el Pueblo de Dios, que mira a María con tanto amor y esperanza, vosotros debéis recurrir a Ella con esperanza y amor excepcionales. De hecho, debéis anunciar a Cristo que es su hijo; ¿Y quién mejor que su Madre os transmitirá la verdad acerca de El? Tenéis que alimentar los corazones humanos con Cristo; ¿Y quién puede hacerles más conscientes de lo que realizáis, si no la que lo ha alimentado? “Salve, oh verdadero Cuerpo, nacido de la Virgen María”. Se da en nuestro sacerdocio ministerial la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo. Tratemos pues de vivir en esta dimensión. Si es lícito recurrir aquí a la propia experiencia, os diré que, escribiéndoles, recurro sobre todo a mi experiencia personal.
Al comunicarles esto, al comienzo de mi servicio a la Iglesia universal, pido continuamente a Dios que os llene a vosotros, Sacerdotes de Jesucristo, de su bendición y gracia y, como prenda y afirmación de tal comunión orante, os bendigo de corazón en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Recibid esta bendición. Recibid las palabras del nuevo Sucesor de Pedro, de aquel Pedro, a quien el Señor ordenó: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). No ceséis de rezar por mí, junto con la Iglesia entera, para que yo responda a aquella exigencia de un primado de amor, que el Señor ha puesto como fundamento de la misión de Pedro, cuando le dijo: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 16). Que así sea.
Vaticano, 8 de abril, domingo de Ramos en la Pasión del Señor del año 1979, primero de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
Referencias
[1] Vobis enim sum episcupus, vobiscun sum Cristianus: Serm. 340, 1: PL 38.
[2] Ep. Ad magnesios, V, 1: Patres apostolici I, ed. Funk, p. 235
[3] Cfr. 8-11; 19-20.
[4] S. Gregorio Magno, Norma Pastoral, I. 1;PL 77, 14.
[5] «No nos hagamos la ilusión de servir al Evangelio, si tratamos de “diluir” nuestro carisma sacerdotal a través de un interés exagerado hacia el amplio campo de los problemas temporales, si deseamos “laicizar” nuestra manera de vivir y actuar, si cancelamos hasta los signos externos de nuestra vocación sacerdotal. Debemos mantener el significado de nuestra vocación singular, y tal “singularidad” se debe manifestar también en nuestra manera de vestir. ¡No nos avergoncemos de ello! Estamos en el mundo, ¡Pero no somos el mundo!», Juan Pablo II, Discurso al Clero de Roma ( 9 de noviembre de 1978), n. 3: L’Osservatore Romano. Edición en lengua española (19 de noviembre de 1978). P. 11.
[6] Cfr. Const. Past. Gaudium et spes, 38-39. 42
[7] Cfr. Dec. Presbiterorum ordinis, 3. 6. 10. 12.
[8] Cfr. Carta circular del 4 de noviembre de 1969: AAS 62 (1970).pp. 123ss.
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