EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
Importancia de la instrucción sobre este sacramento
Como la fragilidad y debilidad de la naturaleza humana son universalmente conocidas y sentidas por cada uno en sí mismo, nadie puede ignorar la gran necesidad del Sacramento de la Penitencia. Si, por lo tanto, la diligencia de los pastores debe ser proporcionada por el peso e importancia del tema, debemos admitir que al exponer este Sacramento nunca podrán ser suficientemente diligentes. Más aún, debe explicarse con más cuidado que el Bautismo. El Bautismo se administra una sola vez y no puede repetirse; la Penitencia puede administrarse y se hace necesaria, tantas veces como hayamos pecado después del Bautismo. Por eso el Concilio de Trento declara: Para aquellos que caen en pecado después del Bautismo, el Sacramento de la Penitencia es tan necesario para la salvación como lo es el Bautismo para aquellos que no han sido bautizados. La frase de San Jerónimo de que la Penitencia es un segundo punto, es universalmente conocida y altamente recomendada por todos los escritores posteriores sobre cosas sagradas. Así como quien naufraga no tiene esperanza de salvación, a menos que, por casualidad, se aferre a alguna tabla del naufragio, así también quien sufre el naufragio de la inocencia bautismal, a menos que se aferre a la tabla salvadora de la Penitencia, sin duda ha perdido toda esperanza de salvación.
Estas instrucciones no sólo se dirigen a los pastores, sino también a los fieles en general, para que no se les considere culpables de negligencia en un asunto tan importante. Impresionados con un justo sentimiento de la fragilidad de la naturaleza humana, su primer y más ferviente deseo debe ser avanzar con la ayuda divina en los caminos de Dios, sin pecar ni fallar. Pero si en algún momento se muestran tan desdichados que caen, entonces, mirando la infinita bondad de Dios, que como el buen pastor venda y cura las heridas de sus ovejas, no deben posponer el recurso al remedio más saludable de la Penitencia.
Diferentes significados de la palabra “Penitencia”
Para entrar en materia de inmediato y evitar todo error a que pueda dar lugar la ambigüedad de la palabra, es necesario explicar en primer lugar sus diferentes significados. Algunos entienden por Penitencia la satisfacción, mientras que otros, que se alejan mucho de la Doctrina de la Fe Católica, suponiendo que la Penitencia no tiene relación con el pasado, la definen como nada más que novedad de vida. Es necesario, pues, demostrar que la palabra tiene una variedad de significados.
En primer lugar, se dice de aquellos a quienes lo que antes agradaba ahora desagrada, sea el objeto mismo bueno o malo. En este sentido todos aquellos se arrepienten cuya tristeza es según el mundo, no según Dios; y por lo tanto, no obra salvación, sino muerte.
En segundo lugar, se usa para expresar el dolor que el pecador concibe, no por causa de Dios, sino por causa de sí mismo, a causa de algún pecado suyo en el cual una vez se complació.
Una tercera clase de penitencia es aquella por la que experimentamos un dolor interior de corazón o damos muestras externas de tal dolor sólo por Dios. A todas estas clases de dolor se aplica propiamente la palabra arrepentimiento.
Cuando las Sagradas Escrituras dicen que Dios se arrepintió, la expresión es evidentemente figurativa. Cuando nos arrepentimos de algo, estamos sumamente ansiosos por cambiarlo; y por eso, cuando Dios ha resuelto cambiar algo, las Escrituras, acomodando su lenguaje a nuestra manera de hablar, dicen que Él se arrepiente. Así leemos que se arrepintió de haber creado al hombre, y también que se arrepintió de haber hecho rey a Saúl.
Pero hay que hacer una distinción importante entre estos diferentes significados de la palabra. El primer tipo de Penitencia debe considerarse defectuoso; el segundo es sólo la agitación de un espíritu perturbado; al tercero lo llamamos a la vez virtud y Sacramento. En este último sentido se toma aquí la Penitencia.
La virtud de la Penitencia
Trataremos primeramente de la Penitencia como virtud, no sólo porque es deber del pastor conducir a los fieles a la práctica de toda virtud, sino también porque los actos que proceden de la Penitencia como virtud constituyen, por así decirlo, la materia de la Penitencia como Sacramento, y si no se comprende bien la virtud, no se puede apreciar la fuerza del Sacramento.
Por lo tanto, lo primero que hay que hacer es amonestar y exhortar a los fieles a que trabajen con ahínco para alcanzar esta penitencia interior del corazón, que llamamos virtud, y sin la cual la penitencia exterior puede aprovecharles muy poco.
Significado de la Penitencia
La penitencia interior consiste en volverse a Dios sinceramente y de corazón, y en odiar y detestar las transgresiones pasadas, con firme resolución de enmienda de vida, esperando obtener el perdón por la misericordia. Acompañando a esta penitencia, como compañera inseparable de la detestación del pecado, está el dolor y la tristeza, que es una cierta agitación y turbación del alma, y que muchos llaman pasión. Por eso muchos Padres definen la penitencia como una angustia del alma.
La penitencia, sin embargo, en aquellos que se arrepienten, debe ser precedida por la Fe, porque sin Fe ningún hombre puede volverse a Dios. La Fe, por lo tanto, no puede ser llamada en ningún caso parte de la penitencia.
La penitencia, una virtud comprobada
Que esta penitencia interior es, como ya hemos dicho, una virtud, lo muestran claramente los diversos mandamientos que se han dado acerca de ella, pues la ley sólo manda aquellas acciones que son virtuosas.
Además, nadie puede negar que es una virtud estar triste en el momento, en la forma y en la medida que se requiere. Regular el dolor de esta manera pertenece a la virtud de la penitencia. Algunos conciben un dolor que no guarda proporción con sus crímenes. Es más, hay algunos, dice Salomón, que se alegran cuando han hecho el mal. Otros, por el contrario, se entregan a tal melancolía y dolor, que abandonan por completo toda esperanza de salvación. Tal, tal vez, era la condición de Caín cuando exclamó: Mi iniquidad es mayor que la de merecer perdón. Tal fue ciertamente la condición de Judas, quien, arrepentido, se ahorcó, y así perdió alma y cuerpo. La penitencia, pues, considerada como virtud, nos ayuda a contener dentro de los límites de la moderación nuestro sentimiento de dolor.
Que la penitencia es una virtud puede inferirse también de los fines que se propone el verdadero penitente. El primero es destruir el pecado y borrar del alma toda mancha. El segundo es satisfacer a Dios por los pecados que ha cometido, lo cual es claramente un acto de justicia. Entre Dios y el hombre, es cierto, no puede existir una relación de estricta justicia, tan grande es la distancia que los separa; sin embargo, entre ellos existe evidentemente una especie de justicia, como la que existe entre un padre y sus hijos, entre un amo y sus siervos. El tercero (fin del penitente) es restablecerse en el favor y en la amistad de Dios, a quien ha ofendido y cuyo odio se ha ganado por la bajeza del pecado. Las consideraciones precedentes prueban suficientemente que la penitencia es una virtud.
Los pasos que conducen a esta virtud
También debemos indicar los pasos por los cuales podemos ascender a esta virtud divina. La misericordia de Dios va primero delante de nosotros y convierte nuestros corazones a Él. Este fue el objeto de la oración del Profeta: Conviértenos, Señor, a Ti, y nos convertiremos.
Iluminada por esta luz, el alma se dirige luego a Dios por la Fe. El que se acerca a Dios -dice el Apóstol- debe creer que Él existe y que es galardonador de los que le buscan.
A esto sigue un saludable temor de los juicios de Dios, y el alma, contemplando los castigos que aguardan al pecado, se aparta de los caminos del vicio. A este (estado del alma) parecen referirse estas palabras de Isaías: Como una mujer encinta, cuando se acerca el momento del parto, se duele y grita en sus dolores, así somos nosotros.
Sigue luego la esperanza de obtener misericordia de Dios, alentada por la cual nos decidimos a mejorar nuestra vida.
Por último, nuestros corazones se inflaman por la caridad, de donde nace ese temor filial que experimentan los hijos buenos y obedientes; y así, no temiendo más que ofender en algo la majestad de Dios, abandonamos por completo los caminos del pecado.
Frutos de esta virtud
Tales son, por así decirlo, los escalones por los que se asciende a esta altísima virtud, virtud totalmente celestial y divina, a la que las Sagradas Escrituras prometen el reino de los cielos, pues está escrito en San Mateo: Haced penitencia, porque el reino de los cielos está cerca. Si -dice Ezequiel- el malvado hace penitencia de todos los pecados que ha cometido, y guarda todos mis mandamientos, y practica el derecho y la justicia, vivirá. En otro lugar: No quiero la muerte del malvado, sino que se convierta de su camino y viva, palabras que evidentemente se entienden por la vida eterna.
La Penitencia como Sacramento
Respecto a la penitencia externa será necesario demostrar que en ella consiste propiamente el Sacramento, y que posee ciertos signos externos y sensibles que denotan el efecto que se opera interiormente en el alma.
¿Por qué Cristo instituyó este Sacramento?
En primer lugar, sin embargo, será bueno explicar por qué Cristo nuestro Señor se complació en contar la Penitencia entre los Sacramentos. Una de sus razones fue, ciertamente, no dejar lugar a dudas sobre la remisión de los pecados prometida por Dios cuando dijo: Si los impíos hacen penitencia, etc. Porque cada uno tiene buenas razones para desconfiar de la exactitud de su propio juicio sobre sus propias acciones, y de ahí que no pudiéramos menos que dudar mucho acerca de la verdad de nuestra penitencia interna. Para destruir esta inquietud, instituyó el Señor el Sacramento de la Penitencia, por medio del cual se nos asegura que nuestros pecados son perdonados por la absolución del sacerdote; y también para tranquilizar nuestra conciencia por medio de la confianza que con razón depositamos en la virtud de los Sacramentos. Las palabras del sacerdote que nos absuelve sacramental y legítimamente de nuestros pecados deben aceptarse en el mismo sentido que las palabras de Cristo nuestro Señor cuando dijo al paralítico: Hijo, ten buen corazón: tus pecados te son perdonados.
En segundo lugar, nadie puede alcanzar la salvación si no es por Cristo y por los méritos de su Pasión. Por eso era conveniente y sumamente ventajoso para nosotros que se instituyera un Sacramento por cuya fuerza y eficacia la sangre de Cristo fluya en nuestras almas, lave todos los pecados cometidos después del Bautismo y nos lleve así a reconocer que sólo a nuestro Salvador debemos el bien de la reconciliación.
La Penitencia es un Sacramento
Los pastores pueden demostrar fácilmente que la Penitencia es un Sacramento por lo que sigue. Así como el Bautismo es un Sacramento porque borra todos los pecados, especialmente el pecado original, así también por la misma razón la Penitencia, que borra todos los pecados de pensamiento y de acción cometidos después del Bautismo, debe ser considerada como un verdadero Sacramento en el sentido propio de la palabra.
Además, y esta es la razón principal, puesto que lo que se hace exteriormente, tanto por el sacerdote como por el penitente, significa los efectos interiores que se producen en el alma, ¿quién se atreverá a negar que la Penitencia tiene la naturaleza de un Sacramento propio y verdadero? Porque un Sacramento es un signo de algo sagrado. Ahora bien, el pecador que se arrepiente expresa claramente con sus palabras y acciones que ha apartado su corazón del pecado; mientras que por las palabras y acciones del sacerdote reconocemos fácilmente la misericordia de Dios ejercida en la remisión de los pecados.
En todo caso, las palabras del Salvador nos dan una prueba clara: Te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que desates en la tierra quedará desatado también en el cielo. La absolución anunciada con las palabras del sacerdote expresa la remisión de los pecados que se realiza en el alma.
Este Sacramento puede repetirse
A los fieles se les debe instruir no sólo que la Penitencia se cuenta entre los Sacramentos, sino que es uno de los Sacramentos que pueden repetirse. A Pedro, que había preguntado si se podía conceder el perdón de los pecados siete veces, nuestro Señor respondió: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete.
Si, pues, el párroco se encuentra con personas que parecen desconfiar de la infinita bondad y clemencia de Dios, procure inspirarles confianza y elevarles a la esperanza de obtener la gracia de Dios. Lo conseguirá fácilmente explicando los pasajes citados y otros que se encuentran con frecuencia en la Sagrada Escritura, y empleando los argumentos y razones que se pueden encontrar en el libro De los caídos de San Juan Crisóstomo y en los libros De la penitencia de San Ambrosio.
Las partes constitutivas de la Penitencia
La Materia
No hay nada que deba ser más conocido por los fieles que la materia de este Sacramento; por eso se les debe enseñar que la Penitencia se distingue de los demás Sacramentos en que, mientras que la materia de los otros Sacramentos es algo natural o artificial, la materia del Sacramento de la Penitencia son, por así decirlo, los actos del penitente, es decir, la contrición, la confesión y la satisfacción, como ha declarado el Concilio de Trento. Ahora bien, en cuanto que estos actos son requeridos por institución divina de parte del penitente para la integridad del Sacramento, y para la plena y perfecta remisión de los pecados, se llaman partes de la Penitencia. No es porque no sean la verdadera materia por lo que el Concilio los llama, por así decirlo, la materia, sino porque no son de esa clase de materia que se aplica externamente, como, por ejemplo, el agua en el Bautismo y el crisma en la Confirmación.
En cuanto a la opinión de algunos que sostienen que los pecados mismos son la materia de este Sacramento, si se examina con cuidado, se verá que en realidad no difiere de la explicación que ya se ha dado. Así, decimos que la madera que se consume con el fuego es la materia del fuego. Del mismo modo, los pecados que se destruyen con la Penitencia pueden llamarse propiamente materia de la Penitencia.
La forma de la Penitencia
Los pastores no deben descuidar la explicación de la forma del Sacramento de la Penitencia, pues su conocimiento estimulará a los fieles a recibir la gracia de este Sacramento con la mayor devoción posible. Ahora bien, la forma es: Yo te absuelvo, como se desprende no sólo de las palabras: Todo lo que ates en la tierra quedará atado también en el cielo, sino también de la enseñanza de Cristo nuestro Señor, transmitida hasta nosotros por los Apóstoles.
Además, puesto que los Sacramentos significan lo que efectúan, las palabras Yo te absuelvo significan que la remisión de los pecados se efectúa por la administración de este Sacramento; y, por lo tanto, es evidente que ésta es la forma perfecta del Sacramento, pues los pecados son, por así decirlo, las cadenas con que está atada el alma, y de las que se libera por el Sacramento de la Penitencia. Y no por ello es menos cierto que el sacerdote pronuncia la forma sobre el penitente, quien, por la contrición perfecta, acompañada del deseo de confesarse, ya ha obtenido de Dios la remisión de sus pecados.
Se añaden varias oraciones, no porque sean necesarias a la forma, sino para quitar todo obstáculo que pueda impedir la fuerza y eficacia del Sacramento por culpa de aquel a quien se administra.
¡Cuán agradecidos deben estar los pecadores a Dios por haber otorgado tan amplio poder a los sacerdotes de su Iglesia! A diferencia de los sacerdotes de la antigua ley, que se limitaban a declarar limpio de su lepra al leproso, el poder que ahora se da a los sacerdotes de la nueva ley no se limita a declarar al pecador absuelto de sus pecados, sino que, como ministro de Dios, absuelve verdaderamente del pecado. Este es un efecto del cual Dios mismo, autor y fuente de la gracia y de la justicia, es la causa principal.
Los ritos observados en el Sacramento de la Penitencia
Los fieles deben observar con sumo cuidado los ritos que acompañan a la administración de este Sacramento. De este modo tendrán una idea más clara de lo que obtienen de él, es decir, de que se han reconciliado como esclavos con su bondadoso amo, o mejor, como hijos con su mejor padre; y al mismo tiempo comprenderán también mejor cuál es el deber de quienes desean, como todos deben, manifestar su gratitud y recordar tan gran beneficio.
El pecador, pues, que se arrepiente, se arroja humilde y tristemente a los pies del sacerdote, para que, humillándose allí, le sea más fácil comprender que debe arrancar las raíces de la soberbia de donde brotan y florecen todos los pecados que ahora deplora. En el sacerdote, que es su legítimo juez, venera la persona y el poder de Cristo nuestro Señor, pues en la administración del Sacramento de la Penitencia, como en la de los demás Sacramentos, el sacerdote hace el lugar de Cristo. A continuación, el penitente enumera sus pecados, reconociendo al mismo tiempo que merece los mayores y más severos castigos; y, finalmente, pide suplicante perdón por sus faltas.
Todos estos ritos tienen una garantía segura de su antigüedad en la autoridad de San Dionisio.
Efectos del Sacramento de la Penitencia
Nada será más útil para los fieles, nada se encontrará que contribuya más a la recepción voluntaria del Sacramento de la Penitencia, que el que los pastores expliquen con frecuencia el gran beneficio que de él se deriva. Verán entonces que de la Penitencia se dice en verdad que sus raíces son amargas, pero su fruto es dulce en verdad.
En primer lugar, pues, la gran eficacia de la penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une a Él en la más íntima amistad.
En las almas piadosas que se acercan a este Sacramento con devoción, esta reconciliación va acompañada de una profunda paz y tranquilidad de conciencia, junto con una alegría inefable del alma. Porque no hay pecado, por grande y horrible que sea, que no pueda ser borrado por el Sacramento de la Penitencia, y esto no sólo una vez, sino todas las veces que sea necesario. Sobre este punto, Dios mismo habla así por medio del Profeta: Si el malvado hace penitencia de todos los pecados que ha cometido, y guarda todos mis mandamientos, y practica el derecho y la justicia, vivirá y no morirá, y no me acordaré de todas las iniquidades que ha cometido. Y San Juan dice: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados. Y un poco más adelante, añade: Y si alguno peca, Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. El mismo es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.…
Cuando leemos en la Sagrada Escritura que algunas personas no obtuvieron el perdón de Dios, aunque lo imploraron con insistencia, sabemos que esto se debió a que no tenían un verdadero y sentido dolor de sus pecados. Así, cuando encontramos en la Sagrada Escritura y en los escritos de los Padres pasajes que parecen afirmar que ciertos pecados son irremisibles, debemos entender que el significado es que es muy difícil obtener el perdón de ellos. A veces se dice que una enfermedad es incurable, porque el paciente está tan dispuesto que detesta las medicinas que podrían aliviarle. Del mismo modo, ciertos pecados no se remiten ni se perdonan porque el pecador rechaza la gracia de Dios, única medicina para la salvación. En este sentido escribió San Agustín: Cuando un hombre que, por la gracia de Jesucristo, ha llegado una vez al conocimiento de Dios, hiere la caridad fraterna y, llevado por la furia de la envidia, levanta la cabeza contra la gracia, la enormidad de su pecado es tan grande que, aunque obligado por una conciencia culpable a reconocer y confesar su falta, se encuentra incapaz de someterse a la humillación de implorar el perdón.
La necesidad del Sacramento de la Penitencia
Volviendo ahora al Sacramento, la remisión de los pecados es tan propia de la Penitencia que es imposible obtener o incluso esperar la remisión de los pecados por cualquier otro medio, pues está escrito: Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. Estas palabras fueron dichas por nuestro Señor con referencia a los pecados graves y mortales, aunque al mismo tiempo los pecados más leves, que se llaman veniales, también requieren algún tipo de penitencia. San Agustín observa que la clase de penitencia que se realiza diariamente en la Iglesia por los pecados veniales, sería absolutamente inútil, si el pecado venial pudiera ser remitido sin penitencia.
Las tres partes integrantes de la Penitencia
Pero como no basta hablar en términos generales, al tratar de cuestiones prácticas, los pastores deben cuidar de explicar, una por una, aquellas cosas por las cuales los fieles puedan entender el sentido de la verdadera y saludable Penitencia.
Su existencia
Ahora bien, lo peculiar de este Sacramento es que, además de la materia y la forma, que tiene en común con todos los demás Sacramentos, tiene también, como hemos dicho, aquellas partes que constituyen la Penitencia, por así decirlo, entera y completa, a saber: la contrición, la confesión y la satisfacción. Sobre estas partes habla san Juan Crisóstomo así: La penitencia hace al pecador soportar todo voluntariamente: en su corazón está la contrición; en sus labios, la confesión; en sus acciones, la humildad entera o satisfacción saludable.
Su naturaleza
Estas tres partes pertenecen a la clase de partes que son necesarias para constituir un todo. El cuerpo humano se compone de muchos miembros, manos, pies, ojos y otras varias partes; la falta de cualquiera de las cuales hace que el cuerpo sea considerado con justicia imperfecto, mientras que si no falta ninguna de ellas, el cuerpo es considerado perfecto. De la misma manera, la Penitencia se compone de estas tres partes de tal manera que, aunque la contrición y la confesión, que justifican al hombre, son las únicas necesarias para constituir su esencia, sin embargo, si no van acompañadas de su tercera parte, la satisfacción, necesariamente queda lejos de su perfección absoluta.
Estas tres partes, pues, están tan íntimamente conectadas entre sí, que la contrición incluye la intención y resolución de confesar y hacer satisfacción; la contrición y la resolución de hacer satisfacción implican la confesión; mientras que las otras dos preceden a la satisfacción.
Necesidad de estas partes integrales
La razón por la que éstas son las partes integrantes puede explicarse así. Los pecados contra Dios se cometen de pensamiento, de palabra y de obra. Por lo tanto, no es sino razonable que, al recurrir al poder de las llaves, intentemos aplacar la ira de Dios y obtener el perdón de nuestros pecados por medio de las mismas cosas que empleamos para ofender su soberanía.
También se puede aducir otra razón a modo de confirmación. La Penitencia es una especie de compensación por el pecado, que brota de la libre voluntad del delincuente, y es designada por Dios, contra quien se ha cometido la ofensa. De ahí que, por una parte, se requiera la voluntad de compensar, en cuya voluntad consiste principalmente la contrición; mientras que, por otra, el penitente debe someterse al juicio del sacerdote, que ocupa el lugar de Dios, a fin de que pueda imponer un castigo proporcionado a la gravedad del pecado cometido. De aquí se deduce fácilmente la razón y la necesidad de la confesión y de la satisfacción.
La primera parte de la Penitencia
Arrepentimiento
El significado de la contrición
Los Padres del Concilio de Trento definen la contrición como: Un dolor y detestación por el pecado cometido, con el propósito de no pecar más, y un poco más adelante el Concilio, hablando de la moción de la voluntad a la contrición, añade: Si se une a una confianza en la misericordia de Dios y a un deseo ferviente de hacer todo lo necesario para la debida recepción del Sacramento, nos prepara para la remisión de los pecados.
La contrición es una abominación por el pecado
De esta definición, pues, percibirán los fieles que la eficacia de la contrición no consiste simplemente en cesar de pecar, o en proponerse comenzar, o haber comenzado realmente, una nueva vida; supone ante todo el odio a la propia vida malvada y el deseo de expiar las transgresiones pasadas.
Esto lo confirman especialmente aquellas exclamaciones de los santos Padres, que tan frecuentemente encontramos en las Sagradas Escrituras. He trabajado en mis gemidos -dice David- todas las noches lavaré mi lecho; y también: El Señor ha oído la voz de mi llanto. Te contaré todos mis años -dice otro- en la amargura de mi alma. Éstas y muchas otras expresiones semejantes eran provocadas por un odio intenso y una viva detestación de las transgresiones pasadas.
La contrición produce dolor
Pero aunque la contrición se defina como dolor, no por ello se debe concluir que este dolor consiste en un sentimiento sensible, pues la contrición es un acto de la voluntad y, como observa San Agustín, el dolor no es penitencia, sino la compañía de la penitencia. Por dolor los Padres entendían el odio y la detestación del pecado; en primer lugar, porque las Sagradas Escrituras usan con frecuencia la palabra en este sentido. ¿Hasta cuándo -dice David- tendré pensamientos en mi alma, y tristeza en mi corazón todo el día? Y en segundo lugar, porque de la contrición nace el dolor en la parte inferior del alma, que se llama sede de la concupiscencia.
Con propiedad, pues, se define la contrición como un dolor, porque produce dolor; por eso los penitentes, para expresarlo, solían cambiar de ropas. Nuestro Señor alude a esta costumbre cuando dice: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia en cilicio y ceniza.
Nombres del dolor por el pecado
Para significar la intensidad de este dolor, con razón se ha dado el nombre de contrición a la detestación del pecado de que hablamos. La palabra significa romper un objeto en pedazos pequeños por medio de una piedra o alguna sustancia más dura; y aquí se usa metafóricamente, para significar que nuestros corazones, endurecidos por el orgullo, son golpeados y quebrantados por la penitencia. Por eso, ningún otro dolor, ni siquiera el que se siente por la muerte de los padres o de los hijos, o por cualquier otra calamidad, se llama contrición. La palabra se emplea exclusivamente para expresar el dolor que nos embarga por la pérdida de la gracia de Dios y de nuestra propia inocencia.
La contrición, sin embargo, se designa a menudo con otros nombres. A veces se la llama contrición de corazón, porque la palabra corazón se usa con frecuencia en las Escrituras para expresar la voluntad. Así como el movimiento del cuerpo se origina en el corazón, así también la voluntad es la facultad que gobierna y controla las demás potencias del alma.
Los Santos Padres la llaman también compunción de corazón, y por eso prefirieron titular sus obras sobre la contrición en De la compunción del corazón; porque así como las úlceras se abren con un cuchillo para dejar escapar la materia venenosa acumulada en su interior, así también el corazón es como atravesado con la lanza de la contrición para que pueda emitir el veneno mortal del pecado.
Por eso el profeta Joel llama a la contrición un desgarramiento del corazón. Convertíos a mí -dice- con todo vuestro corazón, en ayuno, en llanto, en duelo, y desgarrad vuestro corazón.
Cualidades del dolor por el pecado
Debe ser supremo
Que el dolor por los pecados cometidos debe ser tan profundo y supremo que no podría pensarse en un dolor mayor, se desprende fácilmente de las consideraciones que siguen.
La contrición perfecta es un acto de caridad que emana del llamado temor filial; por lo tanto, es evidente que la medida de la contrición y de la caridad debe ser la misma. Por lo tanto, dado que la caridad que sentimos hacia Dios es el amor más perfecto, se sigue que la contrición debe ser el dolor más intenso del alma. Dios debe ser amado sobre todas las cosas, y todo lo que nos separa de Dios debe ser odiado sobre todas las cosas. También es digno de notar que a la caridad y a la contrición el lenguaje de la Escritura asigna el mismo grado. De la caridad se dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. De la contrición el Señor dice por medio del Profeta: Convertíos con todo vuestro corazón.
En segundo lugar, es verdad que de todos los objetos que merecen nuestro amor, Dios es el bien supremo, y no es menos cierto que de todos los objetos que merecen nuestra execración, el pecado es el mal supremo. La misma razón, pues, que nos mueve a confesar que Dios debe ser amado sobre todas las cosas, nos obliga también necesariamente a reconocer que el pecado debe ser odiado sobre todas las cosas. Que Dios debe ser amado sobre todas las cosas, de modo que estemos dispuestos a sacrificar nuestras vidas antes que ofenderlo, lo declaran claramente estas palabras del Señor: El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiera salvar su vida, la perderá.
Además, es de notar que, puesto que, como dice San Bernardo, no hay límite ni medida para la caridad, o, para usar sus propias palabras, como la medida de amar a Dios es amarlo sin medida, no debe haber límite para el odio al pecado.
El dolor por el pecado debe ser intenso
Además, nuestra contrición no sólo debe ser la mayor, sino también la más intensa, y tan perfecta que excluya toda apatía e indiferencia; porque está escrito en el Deuteronomio: Cuando busques al Señor tu Dios, lo hallarás; así también si lo buscares con todo tu corazón y con toda la aflicción de tu alma, y en Jeremías: Me buscarás y me hallarás, cuando me busques de todo corazón; y seré hallado por ti, dice el Señor.
Sin embargo, si nuestra contrición no es perfecta, puede ser verdadera y eficaz. Porque como las cosas que caen bajo los sentidos frecuentemente tocan el corazón más sensiblemente que las cosas puramente espirituales, a veces sucede que las personas sienten un dolor más intenso por la muerte de sus hijos que por la gravedad de sus pecados.
Nuestra contrición puede ser verdadera y eficaz, aunque no vaya acompañada de lágrimas. Las lágrimas penitenciales, sin embargo, son muy deseables y recomendables. Sobre este tema dijo muy bien San Agustín: El espíritu de caridad cristiana no vive en vosotros si lloráis por el cuerpo del que se ha separado el alma, pero no lloráis por el alma de la que se ha separado Dios. En el mismo sentido se dicen las palabras del Redentor antes citadas: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia, en cilicio y ceniza. Para establecer esta verdad bastará recordar los ejemplos bien conocidos de los ninivitas, de David, de la mujer pecadora y del Príncipe de los Apóstoles, todos los cuales obtuvieron el perdón de sus pecados cuando imploraron la misericordia de Dios con abundantes lágrimas.
El dolor por el pecado debería ser universal
Los fieles deben ser exhortados y amonestados con insistencia para que se esfuercen por extender su contrición a cada pecado mortal. Porque es así como Ezequías describe la contrición: Te contaré todos mis años en la amargura de mi alma. Contar todos nuestros años es examinar nuestros pecados uno por uno para tener dolor de corazón por ellos. En Ezequiel también leemos: Si el malvado hace penitencia por todos sus pecados, vivirá. En este sentido dice San Agustín: Considere el pecador la calidad de sus pecados, en cuanto a tiempo, lugar, variedad y persona.
En este asunto, sin embargo, los fieles no deben desesperar de la infinita bondad y misericordia de Dios. Pues, como Dios desea vivamente nuestra salvación, no tardará en perdonarnos. Con el cariño de un padre, abraza al pecador en el momento en que entra en sí mismo, se vuelve al Señor y, habiendo detestado todos sus pecados, resuelve que más tarde, en la medida de sus posibilidades, los recordará singularmente y los detestará. El Todopoderoso mismo, por boca de Su Profeta, nos ordena esperar, cuando dice: La maldad del impío no le dañará, sea cual fuere el día en que se convierta de su maldad.
Condiciones requeridas para la contrición
De lo que se ha dicho se deducen los requisitos principales de la verdadera contrición, en los que se debe instruir con precisión a los fieles, para que cada uno conozca los medios de alcanzarla y tenga un criterio fijo para determinar hasta qué punto puede alejarse de la perfección de esta virtud.
Detestación del pecado
Debemos, pues, en primer lugar, detestar y deplorar todos nuestros pecados. Si nuestro dolor y detestación se extienden sólo a algunos pecados, nuestro arrepentimiento no es saludable, sino fingido y falso. El que guarda toda la ley -dice Santiago- pero ofende en un punto, se hace culpable de todos.
Intención de confesión y satisfacción
En segundo lugar, nuestra contrición debe ir acompañada del deseo de confesar y satisfacer nuestros pecados. De estas disposiciones trataremos en su lugar correspondiente.
Propósito de la enmienda
En tercer lugar, el penitente debe formarse un propósito fijo y firme de enmienda de vida. Esto lo enseña claramente el Profeta en las siguientes palabras: Cuando el impío se aparta de la maldad que ha cometido y practica el derecho y la justicia, salvará su vida. Porque consideró y se apartó de todas las transgresiones que había cometido, ciertamente vivirá, no morirá. Y un poco después: Arrepentíos y apartaos de todas vuestras transgresiones, para que la iniquidad no os sea piedra de tropiezo. Arrojad de vosotros todas las transgresiones que habéis cometido, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Lo mismo mandó Cristo Nuestro Señor a la mujer sorprendida en adulterio: Vete y no peques más; y también al cojo que curó en el estanque de Betsaida: He aquí que has sido sanado, no peques más.
Razones de estas condiciones
La naturaleza y la razón demuestran claramente que el dolor del pecado y el firme propósito de evitarlo en el futuro son dos condiciones indispensables para la contrición. El que quiera reconciliarse con un amigo a quien ha ofendido debe arrepentirse de haberlo ofendido y perjudicado, y su conducta futura debe ser tal que evite ofender en nada a la amistad.
Además, son condiciones a las que el hombre está obligado a rendir obediencia; porque la ley a la que el hombre está sujeto, sea natural, divina o humana, está obligado a obedecerla. Por lo tanto, si el penitente ha tomado algo de su prójimo por la fuerza o por fraude, está obligado a restituirlo. Asimismo, si de palabra o de obra ha lesionado el honor o la reputación de su prójimo, está obligado a reparar el daño procurándole alguna ventaja o prestándole algún servicio. Bien conocida por todos es la máxima de San Agustín: El pecado no se perdona si no se restituye lo que se ha quitado.
Perdón de las injurias
Además, no menos necesaria que las otras condiciones principales para la contrición es la diligencia de que vaya acompañada del perdón total de las injurias que hayamos recibido de los demás. Esto nos advierte nuestro Señor y Salvador cuando declara: Si perdonáis a los hombres sus ofensas, vuestro Padre celestial os perdonará también vuestras ofensas; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas.
Éstas son las condiciones que deben observar los fieles en cuanto a la contrición. Hay otras disposiciones que, aunque no son esenciales para una verdadera y saludable penitencia, contribuyen a hacer la contrición más perfecta y completa en su género, y que los pastores descubrirán fácilmente.
Los efectos de la contrición
El simple hecho de dar a conocer las cosas que pertenecen a la salvación no debe considerarse como un cumplimiento pleno del deber de los pastores; deben emplear su celo y su laboriosidad en persuadir al pueblo a que adopte estas verdades como regla de conducta y principio rector de sus acciones. Por eso será sumamente útil explicar a menudo el poder y la utilidad de la contrición.
En efecto, mientras que la mayoría de las demás prácticas piadosas, como la limosna, el ayuno, la oración y otras obras santas y loables similares, a veces son rechazadas por Dios a causa de las faltas de quienes las realizan, la contrición nunca puede ser otra cosa que agradable y aceptable para Él. Un corazón contrito y humilde, oh Dios -exclama el Profeta- tú no despreciarás.
Más aún, el mismo profeta declara en otro lugar que, tan pronto como hemos concebido esta contrición en nuestros corazones, nuestros pecados son perdonados por Dios: Dije: Confesaré mi injusticia al Señor, y tú has perdonado la maldad de mi pecado. De esta verdad tenemos una figura en los diez leprosos, quienes, cuando fueron enviados por nuestro Señor a los sacerdotes, fueron curados de su lepra antes de llegar a ellos; lo cual nos da a entender que tal es la eficacia de la verdadera contrición, de la que hemos hablado anteriormente, que por ella obtenemos del Señor el perdón inmediato de todos los pecados.
Medios para despertar la verdadera contrición
Para mover a los fieles a la contrición, será muy útil que los pastores indiquen algún método por el cual cada uno pueda excitarse a la contrición.
A todos se les debe exhortar a que examinen frecuentemente su conciencia, para comprobar si han sido fieles en la observancia de las cosas que Dios y su Iglesia exigen. Si alguno tiene conciencia de pecado, acuse inmediatamente a sí mismo, pida humildemente perdón a Dios e implore tiempo para confesarse y satisfacer por sus pecados. Sobre todo, suplique el auxilio de la gracia divina, para no recaer en los pecados que ahora deplora con arrepentimiento.
Los pastores deben procurar también que los fieles se entusiasmen con un odio supremo al pecado, ya porque su bajeza y vileza son muy grandes, ya porque nos acarrea gravísimos perjuicios y desgracias. En efecto, el pecado nos priva de la amistad de Dios, a quien debemos tantos bienes inestimables y de quien podríamos esperar y recibir dones de mayor valor todavía; y, junto con esto, nos condena a la muerte eterna y a tormentos interminables y durísimos.
Segunda Parte de la Penitencia
Confesión
Habiendo dicho tanto sobre la contrición, llegamos ahora a la confesión, que es otra parte de la Penitencia. El cuidado y la exactitud que exige su exposición por parte de los pastores debe ser evidente enseguida si sólo pensamos que las personas más santas están firmemente persuadidas de que todo lo que de piedad, de santidad y de religión se ha conservado hasta nuestros días en la Iglesia, por la bondad de Dios, debe atribuirse en gran medida a la confesión. No puede, por lo tanto, sorprender que el enemigo del género humano, en sus esfuerzos por destruir completamente a la Iglesia Católica, haya atacado con todas sus fuerzas, por medio de los ministros de sus malvados designios, este baluarte, por así decirlo, de la virtud cristiana. Debe demostrarse, en primer lugar, que la institución de la confesión nos es sumamente útil e incluso necesaria.
Necesidad de la Confesión
La contrición, es cierto, borra el pecado; pero ¿quién no sabe que para lograrlo debe ser tan intensa, tan ardiente, tan vehemente, que guarde proporción con la magnitud de los crímenes que borra? Éste es un grado de contrición que pocos alcanzan; y, por consiguiente, de esta manera muy pocos podrían esperar obtener el perdón de sus pecados. Por lo tanto, se hizo necesario que el Señor misericordioso proveyera de algún medio más fácil para la salvación común de los hombres; y esto lo ha hecho en su admirable sabiduría, dando a su Iglesia las llaves del reino de los cielos.
Según la Doctrina de la Iglesia Católica, Doctrina que todos deben creer firmemente y profesar constantemente, si el pecador tiene un sincero dolor de sus pecados y la firme resolución de evitarlos en lo sucesivo, aunque no lleve consigo la contrición que por sí sola puede ser suficiente para obtener el perdón, todos sus pecados son perdonados y remitidos por el poder de las llaves, si los confiesa debidamente al sacerdote. Con razón, pues, proclaman nuestros santísimos Padres que con las llaves de la Iglesia se abren de par en par las puertas del cielo, verdad de la que nadie puede dudar, ya que el Concilio de Florencia decretó que el efecto de la Penitencia es la absolución del pecado.
Ventajas de la Confesión
Para apreciar mejor las grandes ventajas de la confesión podemos recurrir a un hecho que nos enseña la experiencia. Para quienes han llevado una vida inmoral, nada les resulta tan útil para reformarse como revelar a veces sus pensamientos secretos, todas sus palabras y acciones a un amigo prudente y fiel, que pueda ayudarlos con su consejo y cooperación. Por la misma razón, debe resultar sumamente saludable para quienes tienen el espíritu agitado por la conciencia de la culpa, dar a conocer las enfermedades y heridas de sus almas al sacerdote, como vicegerente de Cristo nuestro Señor, obligado al secreto eterno por las leyes más estrictas. (En el Sacramento de la Penitencia) encontrarán remedios inmediatos, cuyas cualidades curativas no sólo eliminarán la enfermedad actual, sino que también tendrán una eficacia celestial en la preparación del alma contra una fácil recaída en el mismo tipo de enfermedad y dolencia.
Otra ventaja de la confesión, que no debe pasarse por alto, es que contribuye poderosamente a la preservación del orden social. Si se aboliera la confesión sacramental, se inundaría la sociedad con toda clase de crímenes secretos y atroces, y otros de mayor enormidad aún, que los hombres, una vez depravados por los malos hábitos, no temerían cometer en público. La vergüenza saludable que acompaña a la confesión restringe el libertinaje, frena el deseo y controla la maldad.
Definición de Confesión
Habiendo explicado las ventajas de la confesión, los pastores deben explicar a continuación su naturaleza y eficacia. La confesión, pues, se define como: acusación sacramental de los propios pecados, hecha para obtener el perdón en virtud de las llaves.
Con razón se llama acusación, porque los pecados no deben contarse como si el pecador se jactara de sus crímenes, como hacen quienes se alegran cuando han hecho el mal; ni deben contarse como historias contadas con el fin de divertir a los oyentes ociosos. Deben confesarse como asuntos de autoacusación, con el deseo, por así decirlo, de vengarnos de ellos.
Confesamos nuestros pecados para obtener el perdón. En esto difiere el tribunal de la penitencia de otros tribunales, que conocen de delitos capitales, y ante los cuales la confesión de culpabilidad no asegura la absolución y el perdón, sino la pena y el castigo.
La definición de confesión que dan los santos Padres, aunque diferente en las palabras, es sustancialmente la misma. La confesión -dice San Agustín- es la revelación de una enfermedad secreta, con la esperanza de obtener el perdón; y San Gregorio: La confesión es la detestación de los pecados. Ambas definiciones concuerdan con la definición precedente y están contenidas en ella.
La Confesión instituida por Cristo
En segundo lugar, es un deber de suma importancia que los pastores enseñen sin vacilar que este Sacramento debe su institución a la singular bondad y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, quien ha ordenado todas las cosas para bien y únicamente con vistas a nuestra salvación.
Después de Su Resurrección, sopló sobre los apóstoles reunidos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. Ahora bien, al dar a los sacerdotes el poder de retener y perdonar los pecados, es evidente que nuestro Señor los hizo también jueces en esta materia.
El Señor parece haber querido decir lo mismo cuando, después de resucitar a Lázaro, mandó a Sus Apóstoles que lo desataran de las ataduras con que estaba atado. Ésta es la interpretación de San Agustín. Los sacerdotes -dice- pueden ahora hacer más: pueden ejercer mayor clemencia hacia aquellos que se confiesan y cuyos pecados perdonan. El Señor, al entregar a Lázaro, a quien ya había resucitado de entre los muertos, para que fuera desatado por manos de Sus discípulos, quiso que entendiéramos que a los sacerdotes se les dio el poder de desatar.
A esto se refiere también el mandato dado por nuestro Señor a los leprosos curados en el camino, de que se presenten a los sacerdotes y se sometan a su juicio.
Investidos, pues, por nuestro Señor, con poder para remitir y retener los pecados, los sacerdotes son evidentemente designados jueces de la materia sobre la que han de pronunciarse; y puesto que, según la sabia observación del Concilio de Trento, no podemos formarnos un juicio exacto sobre ninguna materia, ni atribuir a un crimen una justa proporción de pena sin haber examinado previamente y nos hemos informado bien del caso, se sigue que el penitente está obligado a dar a conocer a los sacerdotes, por medio de la confesión, todos y cada uno de los pecados.
Los pastores deben enseñar esta Doctrina, tal como la definió el Santo Concilio de Trento y la transmitió la Doctrina uniforme de la Iglesia Católica. Una lectura atenta de los Padres presentará pasajes en todas sus obras que prueban con los términos más claros que este Sacramento fue instituido por nuestro Señor y que la ley de la confesión sacramental, que, del griego, llaman exomologesis y exagoreusis, debe recibirse como verdadera enseñanza evangélica.
Si buscamos figuras en el Antiguo Testamento, las diferentes clases de sacrificios que ofrecían los sacerdotes para la expiación de diferentes clases de pecados, parecen, más allá de toda duda, tener referencia a la confesión de los pecados.
Ritos añadidos por la Iglesia
No sólo hay que enseñar a los fieles que la confesión fue instituida por nuestro Señor, sino que también hay que recordarles que, por autoridad de la Iglesia, se han añadido ciertos ritos y ceremonias solemnes que, aunque no son esenciales al Sacramento, sirven para colocar su dignidad más plenamente ante los ojos del penitente y para preparar su alma para que, encendida por la devoción, pueda recibir más fácilmente la gracia de Dios. Cuando con la cabeza descubierta y las rodillas dobladas, los ojos fijos en la tierra y las manos levantadas en señal de súplica, y con otras indicaciones de humildad cristiana no esenciales al Sacramento, confesamos nuestros pecados, nuestra mente queda así profundamente impresionada con una clara convicción de la virtud celestial del Sacramento y también de la necesidad de suplicar e implorar con el mayor fervor la misericordia de Dios.
La ley de la Confesión
Tampoco debe suponerse que, aunque la confesión fue instituida por nuestro Señor, Él no declaró que su uso era necesario. Los fieles deben estar convencidos de que quien está muerto en el pecado debe ser devuelto a la vida espiritual por medio de la confesión sacramental.
Prueba de la obligación
Esta verdad la expresa claramente el mismo Señor cuando, con una metáfora bellísima, llama al poder de administrar este Sacramento la llave del reino de los cielos. Así como nadie puede entrar en ningún lugar sin la ayuda de aquel que tiene las llaves, así nadie es admitido en el cielo a menos que sus puertas sean abiertas por los sacerdotes a quienes el Señor entregó las llaves. De otro modo, este poder no sería de ninguna utilidad en la Iglesia. Si se puede entrar en el cielo sin el poder de las llaves, en vano tratarían de impedir la entrada por sus puertas aquellos a quienes se les dieron las llaves.
Este pensamiento era familiar al espíritu de San Agustín. Nadie -dice- diga en su interior: Me arrepiento en secreto ante el Señor. Dios, que tiene poder para perdonarme, conoce los sentimientos más íntimos de mi corazón. ¿No había, entonces, razón para decir “todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo”, razón para que se dieran las llaves a la Iglesia de Dios? La misma Doctrina enseña San Ambrosio en su tratado De la penitencia, al refutar la herejía de los novacianos que afirmaban que el poder de perdonar los pecados pertenecía únicamente a Dios. ¿Quién -dice- rinde mayor reverencia a Dios, el que obedece o el que se resiste a sus mandatos? Dios nos manda obedecer a sus ministros; y al obedecerlos, honramos sólo a Dios.
Edad a la que obliga la ley de Confesión
Como la ley de la confesión fue indudablemente promulgada y establecida por nuestro Señor mismo, es nuestro deber averiguar para quién, a qué edad y en qué período del año se hace obligatoria. Según el canon del Concilio de Letrán, que comienza: Omnis utriusque sexus, nadie está obligado por la ley de la confesión hasta que haya llegado al uso de razón, un tiempo que no se puede determinar por un número fijo de años. Sin embargo, puede establecerse como principio general que los niños están obligados a confesarse tan pronto como son capaces de discernir el bien del mal y son capaces de malicia; porque, cuando una persona ha llegado a una edad en la que debe comenzar a ocuparse de la obra de su salvación, está obligada a confesar sus pecados a un sacerdote, ya que no hay otra salvación para quien tiene la conciencia cargada de pecado.
¿En qué momento obliga la ley de la Confesión?
En el mismo canon, la Santa Iglesia ha determinado el período en el que estamos especialmente obligados a cumplir con el deber de la confesión, y manda a todos los fieles confesar sus pecados al menos una vez al año. Pero si atendemos a nuestros intereses eternos, no dejemos de recurrir a la confesión al menos cuantas veces estemos en peligro de muerte o nos comprometamos a realizar algún acto incompatible con el estado de pecado, como administrar o recibir los Sacramentos. La misma regla debe observarse estrictamente cuando tememos olvidar algún pecado en el que hayamos caído, pues no podemos confesar los pecados si no los recordamos, ni obtenemos el perdón si no son borrados por la confesión sacramental.
Las cualidades de la Confesión
Pero como en la confesión se deben observar muchas cosas, algunas esenciales y otras no, es preciso tratarlas con mucho cuidado. Se puede acceder fácilmente a obras y tratados de los que se puede sacar una explicación de todas estas cosas.
La Confesión debe ser completa
Los pastores deben enseñar, en primer lugar, que se debe tener cuidado de que la confesión sea completa e íntegra. Todos los pecados mortales deben ser revelados al sacerdote. Los pecados veniales, que no nos separan de la gracia de Dios y en los que caemos con frecuencia, aunque pueden confesarse útilmente, como prueba la experiencia de los piadosos, pueden omitirse sin pecado y expiarse por una variedad de otros medios. Los pecados mortales, como ya hemos dicho, deben ser confesados todos, aunque sean muy secretos o se opongan sólo a los dos últimos mandamientos del Decálogo. Estos pecados secretos a menudo infligen heridas más profundas en el alma que los que se cometen abiertamente y públicamente.
Así lo ha definido el Concilio de Trento y tal ha sido la enseñanza constante de la Iglesia, como declaran los Padres. San Ambrosio habla así: Sin la confesión de su pecado, nadie puede ser justificado de su pecado. En confirmación de la misma Doctrina, San Jerónimo, sobre el Eclesiastés, dice: Si la serpiente, el diablo, ha mordido a alguien secretamente y sin el conocimiento de una tercera persona, y le ha infundido el veneno del pecado, si no quiere revelar su herida a su hermano o amo, se queda callado y no hace penitencia, su amo, que tiene una lengua pronta para curarlo, no puede hacerle ningún servicio. La misma Doctrina la encontramos en San Cipriano, en su sermón “Sobre los caídos”. Aunque inocente -dice- del atroz crimen de sacrificar a los ídolos, o de haber comprado certificados para tal efecto, sin embargo, ya que albergaban la idea de hacerlo, debían confesarlo con dolor a los sacerdotes de Dios. En fin, ésta es la voz y la enseñanza unánime de todos los Doctores de la Iglesia.
En la confesión debemos emplear todo el cuidado y exactitud que solemos otorgar a los asuntos mundanos de gran importancia, y todos nuestros esfuerzos deben dirigirse a la curación de las heridas de nuestra alma y a la destrucción de las raíces del pecado. No debemos conformarnos con la simple enumeración de nuestros pecados mortales, sino que debemos mencionar las circunstancias que agravan o atenúan considerablemente su malicia. Algunas circunstancias son tan graves que por sí mismas constituyen una culpa mortal. Por lo tanto, bajo ningún concepto deben omitirse tales circunstancias. Así, si un hombre ha matado a otro, debe declarar si su víctima era un laico o un eclesiástico. O, si ha tenido relaciones pecaminosas con una mujer, debe declarar si la mujer era soltera o casada, pariente o persona consagrada a Dios por voto. Estas circunstancias cambian la naturaleza de los pecados; de modo que la primera clase de relación ilícita es llamada por los teólogos fornicación simple, la segunda adulterio, la tercera incesto y la cuarta sacrilegio. Además, el hurto está incluido en el catálogo de los pecados. Pero si una persona ha robado una moneda de oro, su pecado es menos grave que si hubiera robado cien o doscientas, o una suma inmensa; y si el dinero robado pertenecía a la Iglesia, el pecado sería aún más grave. La misma regla se aplica a las circunstancias de tiempo y lugar, pero los ejemplos son demasiado conocidos en muchos libros para que sea necesario mencionarlos aquí. Circunstancias como estas, por lo tanto, deben mencionarse; pero aquellas que no agravan considerablemente la malicia del pecado pueden omitirse legalmente.
Pecados ocultos
Tan importante es que la confesión sea completa, que si el penitente confiesa sólo algunos de sus pecados y voluntariamente deja de acusarse de otros que debería confesar, no sólo no aprovecha su confesión, sino que se envuelve en una nueva culpa. Tal enumeración de pecados no puede llamarse confesión sacramental; por el contrario, el penitente debe repetir su confesión, sin dejar de acusarse de haber profanado, bajo la apariencia de la confesión, la santidad del Sacramento.
Pecados olvidados
Pero si la confesión parece defectuosa, ya porque el penitente olvidó algunos pecados graves, ya porque, aunque quiso confesar todos sus pecados, no examinó con suficiente exactitud su conciencia, no está obligado a repetir la confesión. Le bastará, cuando recuerde los pecados que había olvidado, confesarlos al sacerdote en una ocasión futura.
Sin embargo, conviene tener presente que no debemos examinar nuestra conciencia con indiferencia y despreocupación, ni ser tan negligentes al recordar nuestros pecados que parezca que no queremos recordarlos. Si así fuera, la confesión debe hacerse de nuevo sin falta.
La confesión debe ser sencilla, clara y sincera
En segundo lugar, nuestra confesión debe ser clara, sencilla y sin disimulos; no hecha con artificios, como sucede con algunos que parecen más interesados en defenderse que en confesar sus pecados. Nuestra confesión debe ser tal que revele al sacerdote una imagen verdadera de nuestras vidas, tal como nosotros mismos las conocemos, mostrando como dudoso lo que es dudoso y como cierto lo que es cierto. Si, por lo tanto, no enumeramos nuestros pecados o introducimos material extraño, nuestra confesión, es evidente, carece de esta cualidad.
La confesión debe ser prudente, modesta y breve
También es muy recomendable la prudencia y modestia en la explicación de los asuntos de la confesión, y se debe evitar cuidadosamente la superfluidad de palabras. Todo lo que sea necesario para dar a conocer la naturaleza de cada pecado se debe explicar breve y modestamente.
La confesión debe hacerse en privado y con frecuencia
El secreto de la confesión debe ser estrictamente observado tanto por el penitente como por el sacerdote. Por lo tanto, nadie puede, en ningún caso, confesarse por mensajero o por carta, porque en esos casos el secreto no sería posible.
Los fieles deben procurar, sobre todo, purificar su conciencia de los pecados con la frecuente confesión. Cuando una persona está en pecado mortal, nada puede ser más saludable, tan precaria es la vida humana, que recurrir inmediatamente a la confesión. Pero, aunque pudiéramos prometernos una larga vida, sería verdaderamente vergonzoso que nosotros, que somos tan escrupulosos en todo lo que se refiere a la limpieza del vestido o de la persona, no tuviéramos al menos el mismo cuidado en conservar el brillo del alma inmaculado de las sucias manchas del pecado.
El Ministro del Sacramento de la Penitencia
El ministro de siempre
Ahora vamos a tratar sobre el ministro de este Sacramento. Las leyes de la Iglesia declaran suficientemente que el ministro del Sacramento de la Penitencia debe ser un sacerdote que tenga jurisdicción ordinaria o delegada. Quien desempeña esta sagrada función debe estar investido no sólo de la potestad del orden, sino también de la de jurisdicción. De este ministerio tenemos una prueba ilustre en estas palabras de nuestro Señor, registradas por San Juan: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos, palabras dirigidas no a todos, sino sólo a los Apóstoles, a quienes, en esta función del ministerio, suceden los sacerdotes.
Esto es también muy conveniente, pues como toda la gracia impartida por este Sacramento se comunica de Cristo Cabeza a sus miembros, sólo aquellos que tienen poder para consagrar su verdadero cuerpo deben tener poder para administrar este Sacramento a su cuerpo místico, los fieles, particularmente en cuanto éstos están calificados y dispuestos por medio del Sacramento de la Penitencia para recibir la Sagrada Eucaristía.
El cuidado escrupuloso con que en los primeros tiempos de la Iglesia se protegía el derecho del sacerdote ordinario se ve fácilmente en los antiguos decretos de los Padres, que preveían que ningún obispo o sacerdote, salvo en caso de gran necesidad, se atreviera a ejercer función alguna en la parroquia de otro sin la autorización del que gobernaba en ella. Esta ley recibe su sanción del Apóstol cuando mandó a Tito ordenar sacerdotes en todas las ciudades para administrar a los fieles el alimento celestial de la Doctrina y de los Sacramentos.
El Ministro en peligro de muerte
Para que nadie perezca si hay peligro inminente de muerte y no se puede recurrir al sacerdote apropiado, el Concilio de Trento enseña que, según la antigua práctica de la Iglesia de Dios, es lícito a cualquier sacerdote, no sólo remitir toda clase de pecados, cualesquiera sean las facultades que de otro modo pudieran requerir, sino también absolver de la excomunión.
Cualificaciones del Ministro
Además de los poderes de orden y de jurisdicción, que son de absoluta necesidad, el ministro de este Sacramento, desempeñando a la vez el papel de juez y de médico, debe estar dotado no sólo de ciencia y erudición, sino también de prudencia.
Como juez, su conocimiento, es evidente, debe ser más que ordinario, pues por medio de él debe examinar la naturaleza de los pecados, y entre las diversas clases de pecados juzgar cuáles son graves y cuáles no, teniendo en cuenta el rango y la condición de la persona.
Como médico, también tiene derecho a una consumada prudencia, pues le corresponde administrar al alma enferma aquellas medicinas curativas que no sólo producirán la cura, sino que resultarán preservativos adecuados contra su futuro contagio.
Los fieles verán, pues, el gran cuidado que cada uno debe tener en elegir como confesor a un sacerdote recomendado por su integridad de vida, por su ciencia y prudencia, que está profundamente impresionado con el terrible peso y la responsabilidad de la posición que ocupa, que entiende bien el castigo debido a cada pecado, y que también pueda discernir qué debe ser desatado y qué debe ser atado.
El confesor debe observar el Secreto de Confesión
Como cada uno desea con gran empeño que sus pecados y sus inmundicias queden sepultados en el olvido, se debe advertir a los fieles que no hay razón alguna para temer que lo que se manifiesta en la confesión sea revelado por el sacerdote a alguien, o que por ello, el penitente pueda en algún momento correr algún peligro. Las leyes de la Iglesia amenazan con las penas más severas a los sacerdotes que no observen un silencio perpetuo y religioso sobre todos los pecados que se les confiesen. El sacerdote -dice el gran Concilio de Letrán- tenga especial cuidado de no delatar en lo más mínimo al pecador, ni con palabras ni con signos, ni por ningún otro medio.
Deberes del confesor respecto a las diversas clases de penitentes
Habiendo tratado sobre el ministro de este Sacramento, el orden de nuestro asunto exige que procedamos a explicar algunos puntos generales que son de considerable importancia con respecto al uso y práctica de la confesión.
Muchos fieles, a quienes, por regla general, ningún tiempo parece transcurrir tan lentamente como el señalado por las leyes de la Iglesia para el deber de la confesión, están tan alejados de la perfección cristiana que, lejos de prestar atención a aquellos otros asuntos que son evidentemente más eficaces para conciliar el favor y la amistad de Dios, ni siquiera intentan recordar los pecados que deben confesarse al sacerdote.
Por lo tanto, puesto que no se debe omitir nada que pueda ayudar a los fieles en la importante obra de la salvación, el sacerdote debe tener cuidado de observar si el penitente está verdaderamente contrito de sus pecados y resuelto deliberada y firmemente a evitar el pecado en el futuro.
Hay que exhortar a los bien dispuestos a la acción de gracias y a la perseverancia
Si se descubre que el pecador está así dispuesto, se le ha de amonestar y exhortar encarecidamente a que derrame su corazón en gratitud a Dios por tan grande y singular bendición, y a que suplique sin cesar la ayuda de la gracia divina, al amparo de la cual pueda combatir con seguridad sus malas propensiones.
También se le debe enseñar a no dejar pasar un día sin dedicar una parte de él a la meditación de algún misterio de la Pasión de Nuestro Señor, y a excitarse y encenderse a la imitación y al más ardiente amor de su Redentor. El fruto de tal meditación será fortificarle cada día más contra todos los asaltos del demonio. Pues ¿qué otra razón hay para que nuestro ánimo decaiga y nuestras fuerzas desfallezcan en el momento en que el enemigo nos hace el más leve ataque, sino que descuidamos por medio de la piadosa meditación encender en nosotros el fuego del amor divino, que anima y vigoriza el alma?
Hay que ayudar a los indispuestos
Pero si el sacerdote percibe que el penitente no está verdaderamente contrito, procurará inspirarle un ardiente deseo de contrición, inflamado por el cual se resuelva a pedir e implorar este don celestial de la misericordia de Dios.
Aquellos que buscan excusar sus pecados deben ser corregidos
Hay que reprimir cuidadosamente el orgullo de algunos que buscan excusas vanas para justificar o atenuar sus ofensas. Si, por ejemplo, un penitente confiesa que se enojó y de inmediato atribuye la culpa a otro, de quien se queja, que fue el agresor, hay que recordarle que tales disculpas son indicios de un espíritu orgulloso y de un hombre que o bien piensa a la ligera o bien no conoce la enormidad de su pecado, mientras que sirven más para agravar que para atenuar su culpa. El que se esfuerza así por justificar su conducta parece decir que sólo entonces ejercerá paciencia cuando nadie le haga daño, algo que nada puede ser más indigno de un cristiano. En lugar de lamentar el estado de quien le infligió el daño, hace caso omiso de la gravedad del pecado y se enoja con su hermano. Habiendo tenido la oportunidad de honrar a Dios con su paciencia ejemplar y de corregir a un hermano con su mansedumbre, convierte los mismos medios de salvación en su propia destrucción.
Aquellos que se avergüenzan de confesar sus pecados deberían ser instruidos
Los negligentes deben ser reprendidos
Hay otros que, ya sea porque confiesan raramente sus pecados, ya porque no han prestado atención ni cuidado al examen de conciencia, no saben bien cómo empezar o terminar su confesión. A estos individuos hay que reprenderlos severamente y enseñarles que, antes de acudir al tribunal de la Penitencia, deben esforzarse por contristarse de sus pecados, y que esto no se puede hacer sin esforzarse en conocerlos y recordarlos por separado.
Los que no están preparados deben ser despedidos o conducidos a una buena disposición
Si el confesor encuentra a personas de esta clase que no están preparadas en absoluto, debe despedirlas sin dureza, exhortándolas con los términos más amables a que se tomen un tiempo para reflexionar sobre sus pecados y luego regresen; pero si declaran que ya han hecho todo lo posible para prepararse, y hay motivos para temer que, si se les despide, no puedan volver, se oirá su confesión, sobre todo si manifiestan alguna disposición a enmendar su vida y se les puede inducir a acusar su propia negligencia y prometer expiarla en otro momento mediante un examen de conciencia diligente y exacto. En tales casos, sin embargo, el confesor debe proceder con cautela. Si, después de haber oído la confesión, opina que al penitente no le ha faltado del todo diligencia en el examen de conciencia ni dolor en aborrecer sus pecados, puede absolverle; pero si le ha encontrado deficiente en ambas cosas, debe, como ya hemos dicho, amonestarle para que ponga mayor cuidado en el examen de conciencia, y despedirle con toda la amabilidad que pueda.
El pastor debe mostrar el error del sentido humano
Pero como sucede a veces que las mujeres, que han olvidado algún pecado en una confesión anterior, no se atreven a volver al confesor, por temor a exponerse ante el pueblo a la sospecha de haber cometido algo grave o de esperar elogios por una piedad extraordinaria, el párroco debe recordar frecuentemente a los fieles, tanto en público como en privado, que nadie está dotado de una memoria tan tenaz como para ser capaz de recordar todos sus pensamientos, palabras y acciones; que los fieles, por lo tanto, en caso de que recuerden algún pecado que habían olvidado previamente, no deben ser disuadidos de volver al sacerdote. Estos y otros muchos asuntos de la misma naturaleza exigen la atención de los sacerdotes en la confesión.
Tercera parte de la Penitencia
Satisfacción
Pasemos ahora a la tercera parte de la Penitencia, que se llama satisfacción. Empezaremos por explicar su naturaleza y eficacia, porque los enemigos de la Iglesia Católica han aprovechado en estas materias muchas ocasiones para sembrar discordia y división, con grave perjuicio para los cristianos.
Significado general de la palabra “Satisfacción”
La satisfacción es el pago completo de una deuda; pues es suficiente o satisfactorio aquello a lo que no falta nada. Por lo tanto, cuando hablamos de reconciliación para favorecer, satisfacer significa hacer lo que es suficiente para expiar a la mente enojada por una injuria ofrecida; y en este sentido la satisfacción no es más que la compensación por una injuria hecha a otro. Pero, para llegar al objeto que ahora nos ocupa, los teólogos hacen uso de la palabra “satisfacción” para significar la compensación que el hombre hace, ofreciendo a Dios alguna reparación por los pecados que ha cometido.
Diversos tipos de Satisfacción para Dios
Este tipo de satisfacción, al tener varios grados, puede entenderse en diversos sentidos.
El primer y más alto grado de satisfacción es aquel por el cual se paga abundantemente todo lo que debemos a Dios por nuestros pecados, aunque Él nos trate según el más estricto rigor de su justicia. Este grado de satisfacción apacigua a Dios y lo hace propicio para con nosotros; y es una satisfacción que debemos únicamente a Cristo nuestro Señor, quien pagó el precio de nuestros pecados en la cruz y ofreció a Dios una satisfacción superabundante. Ningún ser creado hubiera podido ser de tal valor como para librarnos de tan pesada deuda. Él es la propiciación por nuestros pecados -dice San Juan- y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo. Esta satisfacción, por lo tanto, es plena y sobreabundante, perfectamente adecuada a la deuda de todos los pecados cometidos en este mundo. Da a las acciones del hombre un gran valor ante Dios, y sin ella no merecerían estima alguna. Esto parece haber tenido David en vista cuando, habiéndose preguntado a sí mismo, ¿qué daré al Señor, por todas las cosas que me ha dado? y no encontrando nada además de esta satisfacción, que expresó con la palabra cáliz, una digna retribución por tantos y tan grandes favores, respondió: Tomaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor.
Existe otra clase de satisfacción, que se llama canónica, y se realiza dentro de un período de tiempo determinado. Por eso, según la práctica más antigua de la Iglesia, cuando los penitentes son absueltos de sus pecados, se les impone una penitencia, cuyo cumplimiento se llama comúnmente satisfacción.
Con el mismo nombre se llama cualquier especie de castigo sufrido por el pecado, aunque no impuesto por el sacerdote, sino espontáneamente asumido y realizado por nosotros mismos.
Elementos de la Satisfacción Sacramental
Esto, sin embargo, no pertenece a la Penitencia como Sacramento. Sólo esa satisfacción constituye parte del Sacramento que, como ya hemos dicho, se ofrece a Dios por los pecados por mandato del sacerdote. Además, debe ir acompañada de un propósito deliberado y firme de evitar cuidadosamente el pecado para el futuro.
Satisfacer, como algunos lo definen, es rendir el debido honor a Dios, y esto, es evidente, nadie puede hacerlo si no está totalmente resuelto a evitar el pecado. Además, satisfacer es eliminar todas las ocasiones de pecado y cerrar toda vía contra sus sugestiones. De acuerdo con esta idea de satisfacción, algunos la han definido como una limpieza que borra cualquier contaminación que pueda quedar en el alma debido a las manchas del pecado y que nos exime de los castigos temporales debidos al pecado.
Necesidad de Satisfacción
Siendo tal la naturaleza de la satisfacción, no será difícil convencer a los fieles de la necesidad impuesta al penitente de realizar obras de satisfacción. Se les debe enseñar que el pecado lleva consigo dos males, la mancha y la pena. Cuando se borra la mancha, se perdona la pena de muerte eterna con la culpa a que se debía; sin embargo, como declara el Concilio de Trento, no siempre se perdonan los restos del pecado y la pena temporal.
Las Sagradas Escrituras nos ofrecen muchos ejemplos ilustres de esto, como los que se encuentran en el tercer capítulo del Génesis, en los capítulos doce y veintidós de los Números y en muchos otros lugares. Sin embargo, el de David es el más conocido y el más llamativo. Aunque el profeta Natán le había anunciado: El Señor también ha quitado tu pecado, no lo harás, David se sometió voluntariamente a la más severa penitencia, implorando noche y día la misericordia de Dios con estas palabras: Lávame aún más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado; porque conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí. Así suplicaba al Señor que no sólo perdonara el crimen, sino también el castigo debido a él, y que lo restableciera, limpio de los restos del pecado, a su antiguo estado de pureza e integridad. Esto lo pidió con fervientes súplicas, y sin embargo el Señor castigó su transgresión con la pérdida de su descendencia adúltera, la rebelión y muerte de su amado hijo Absalón, y con los demás castigos y calamidades con los que previamente lo había amenazado.
En el Éxodo, también, leemos que aunque el Señor cedió a las oraciones de Moisés y perdonó a los israelitas idólatras, sin embargo amenazó la enormidad de su crimen con un duro castigo, y Moisés mismo declaró que el Señor tomaría la más severa venganza sobre ello, incluso hasta la tercera y cuarta generaciones.
Que ésta fue en todo tiempo la Doctrina de los Santos Padres en la Iglesia Católica, lo prueba muy claramente su propio testimonio.
Ventajas de la Satisfacción
Lo exige la justicia y la misericordia de Dios
Por qué en el Sacramento de la Penitencia, como en el del Bautismo, no se perdona totalmente la pena debida por los pecados, se explica admirablemente con estas palabras del Concilio de Trento: La justicia divina parece requerir que aquellos que por ignorancia pecaron antes del Bautismo, recuperen la amistad de Dios de una manera diferente de aquellos que, después de haber sido liberados de la atadura del pecado y del diablo y haber recibido los dones del Espíritu Santo, no temen violar a sabiendas el templo de Dios y contristar al Espíritu Santo. También está de acuerdo con la misericordia divina no remitir nuestros pecados sin ninguna satisfacción, no sea que, aprovechando la ocasión, e imaginando que nuestros pecados son menos graves de lo que son, nos volvamos injuriosos, por así decirlo, y contumeliosos al Espíritu Santo, y caigamos en mayores enormidades, atesorando para nosotros mismos ira para el día de la ira. Estas penitencias satisfactorias tienen, sin duda, gran influencia en recordar y, por así decirlo, frenar el pecado, y en hacer al pecador más vigilante y cauteloso para el futuro.
La Satisfacción repara a la Iglesia
Además, estas satisfacciones sirven como testimonio de nuestro dolor por los pecados cometidos, y de esta manera expiamos a la Iglesia, que se siente gravemente insultada por nuestros crímenes. Dios -dice San Agustín- no desprecia un corazón contrito y humilde; pero, como el dolor del corazón generalmente se oculta a los demás y no se manifiesta con palabras ni otros signos, es prudente, por lo tanto, que los que presiden la Iglesia establezcan tiempos de penitencia para expiar a la Iglesia, en los que se perdonan los pecados.
La Satisfacción disuade a otros de pecar
Además, el ejemplo que ofrecen nuestras prácticas penitenciales sirve de lección a los demás sobre cómo regular su vida y practicar la piedad. Viendo los castigos que se infligen al pecado, deben sentir la necesidad de usar la mayor circunspección a lo largo de su vida y de corregir sus hábitos anteriores.
Por eso la Iglesia, con gran sabiduría, ordenó que, cuando alguien hubiera cometido un delito público, se le impusiera una penitencia pública, para que los demás, disuadidos por el temor, evitaran con más cuidado el pecado en el futuro. Esto se ha observado a veces incluso en relación con pecados secretos de mayor gravedad que la habitual.
En cuanto a los pecadores públicos, como ya hemos dicho, nunca se los absolvía hasta que hacían penitencia pública. Durante la ejecución de esta penitencia, los pastores elevaban oraciones a Dios por su salvación y no cesaban de exhortar a los penitentes a que hicieran lo mismo. En este aspecto era grande el cuidado y la solicitud de San Ambrosio, de quien se cuenta que muchos de los que acudían al tribunal de la Penitencia con el corazón endurecido se enternecían de tal manera con sus lágrimas que concebían el dolor de la verdadera contrición. Pero con el tiempo se relajó tanto la severidad de la antigua disciplina y se enfrió tanto la caridad, que en nuestros días muchos fieles creen que no es necesario el dolor interior del alma ni el dolor del corazón para obtener el perdón, imaginando que basta una mera apariencia de dolor.
Por la Satisfacción somos hechos semejantes a Cristo
Además, al sufrir estas penitencias nos hacemos semejantes a Jesucristo, nuestra Cabeza, en cuanto que Él mismo sufrió y fue tentado. Como observa San Bernardo, nada puede parecer más indecoroso que un miembro delicado bajo una cabeza coronada de espinas. Para usar las palabras del Apóstol: Somos unidos a Cristo, pero si sufrimos con Él; y también: Si morimos con Él, también viviremos con Él; si sufrimos, también reinaremos con Él.
La Satisfacción cura las heridas del pecado
San Bernardo observa también que el pecado produce dos efectos: una mancha en el alma y una herida; que la mancha se quita por la misericordia de Dios, mientras que para curar la herida infligida por el pecado es sumamente necesario el remedio de la penitencia. Cuando una herida ha sido curada, quedan algunas cicatrices que exigen atención; asimismo, en lo que respecta al alma, después de perdonada la culpa del pecado, quedan algunos de sus efectos, de los que es necesario purificarla.
San Juan Crisóstomo confirma plenamente la misma doctrina cuando dice: No basta que la flecha haya sido extraída del cuerpo, sino que es necesario que la herida que ha causado esté curada. Así también, en lo que respecta al alma, no basta que el pecado haya sido perdonado, sino que es necesario que la herida que ha dejado sea curada también por la penitencia.
San Agustín también enseña con frecuencia que la penitencia manifiesta a la vez la misericordia y la justicia de Dios: su misericordia por la cual perdona el pecado y el castigo eterno debido al pecado; su justicia por la cual exige al pecador un castigo temporal.
La Satisfacción desarma la venganza divina
Finalmente, el castigo que sufre el pecador desarma la venganza de Dios y evita los castigos decretados contra nosotros. Así dice el Apóstol: Si nos juzgáramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; pero mientras somos juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con este mundo. Si todo esto se explica a los fieles, debe tener gran influencia para incitarlos a realizar obras de penitencia.
Fuente de la eficacia de las obras satisfactorias
Podemos hacernos una idea de la gran eficacia de la Penitencia si consideramos que ella proviene enteramente de los méritos de la Pasión de Cristo nuestro Señor. Es su Pasión la que comunica a nuestras buenas acciones dos grandes ventajas: la primera, que merezcamos el premio de la gloria eterna, de modo que un vaso de agua fría dado en su nombre no quedará sin su premio; la segunda, que podamos satisfacer por nuestros pecados.
Y esto no disminuye la perfectísima y sobreabundante satisfacción de Cristo nuestro Señor, sino que, al contrario, la hace aún más notoria e ilustre. Porque la gracia de Cristo se ve más abundante, en cuanto que nos comunica no sólo lo que Él mereció y pagó por Sí solo, sino también lo que, como Cabeza, mereció y pagó en sus miembros, es decir, en los hombres santos y justos. De aquí se ve cuán grande es el peso y la dignidad de las buenas acciones de los piadosos. Porque Cristo nuestro Señor infunde continuamente su gracia en el alma devota unida a Él por la caridad, como la cabeza a los miembros, o como la vid a través de los sarmientos. Esta gracia siempre precede, acompaña y sigue a nuestras buenas obras, y sin ella no podemos tener ningún mérito, ni podemos satisfacer a Dios en absoluto.
Por eso, a los justos nada les parece faltar. Por las obras realizadas por el poder de Dios, pueden, por una parte, satisfacer la ley de Dios, en la medida en que su condición humana y mortal se lo permite; y, por otra, pueden merecer la vida eterna, a cuyo goce serán admitidos si mueren en estado de gracia de Dios. Son bien conocidas las palabras del Salvador: El que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente; sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brotará para vida eterna.
Condiciones de Satisfacción
En la satisfacción se requieren dos cosas en particular: una, que quien satisface esté en gracia, sea amigo de Dios, pues las obras hechas sin fe y caridad no pueden ser agradables a Dios; la otra, que las obras realizadas sean de naturaleza penosa o laboriosa, sean una compensación por los pecados pasados y, por usar las palabras del santo mártir Cipriano, redentoras, por así decirlo, de los pecados pasados, y, por lo tanto, deben ser de algún modo desagradables.
Sin embargo, no siempre se deduce que sean dolorosas o laboriosas para quienes las padecen. La influencia de la costumbre, o la intensidad del amor divino, hacen con frecuencia al alma insensible a las cosas más difíciles. Tales obras, sin embargo, no dejan por ello de ser satisfactorias. Los hijos de Dios tienen el privilegio de estar tan inflamados por su amor, que mientras sufren las torturas más crueles, o son casi insensibles a ellas, o las soportan con la mayor alegría.
Las obras de Satisfacción son de tres tipos
Los pastores deben enseñar que toda clase de satisfacciones se reducen a tres conceptos: la oración, el ayuno y la limosna, que corresponden a tres clases de bienes que hemos recibido de Dios, los del alma, los del cuerpo y los llamados bienes externos.
Nada puede ser más eficaz para desarraigar todo pecado del alma que estas tres clases de satisfacciones. Porque, puesto que todo lo que hay en el mundo es la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, todo el mundo puede ver que a estas tres causas de enfermedad se oponen también tres remedios. A la primera se opone el ayuno; a la segunda, la limosna; a la tercera, la oración.
Además, si consideramos a aquellos a quienes dañamos con nuestros pecados, comprenderemos fácilmente por qué toda clase de satisfacción se reduce especialmente a estas tres. Pues aquellos a quienes ofendemos con nuestros pecados son: Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos. A Dios apaciguamos con la oración, a nuestro prójimo satisfacemos con la limosna y a nosotros mismos nos castigamos con el ayuno.
Como esta vida está marcada por muchas y diversas aflicciones, se ha de recordar particularmente a los fieles que quienes soportan con paciencia todas las pruebas y aflicciones que vienen de la mano de Dios, adquieren abundante satisfacción y mérito, mientras que quienes las sufren con desgana e impaciencia se privan de todos los frutos de la satisfacción, soportando únicamente el castigo que el justo juicio de Dios inflige sobre sus pecados.
Uno puede satisfacer a otro
En esto merece nuestro reconocimiento y alabanza la suprema misericordia y bondad de Dios, que ha concedido a nuestra fragilidad el privilegio de que uno pueda satisfacer por otro. Sin embargo, este privilegio se limita únicamente a la parte satisfactoria de la penitencia. En cuanto a la contrición y la confesión, nadie puede contristarse por otro; pero los que están en estado de gracia pueden pagar por los demás lo que se debe a Dios, y así se puede decir que en cierta medida llevamos las cargas de los demás.
Esta es una doctrina sobre la cual los fieles no pueden ni por un momento albergar duda alguna, ya que en el Símbolo de los Apóstoles profesamos nuestra creencia en la Comunión de los Santos. En efecto, como todos renacemos en Cristo en las mismas aguas purificadoras del Bautismo y somos participantes de los mismos Sacramentos, y, sobre todo, somos alimentados con el mismo Cuerpo y Sangre de Cristo nuestro Señor, como nuestro alimento y bebida, todos somos, es evidente, miembros del mismo cuerpo. Así pues, como el pie no realiza sus funciones sólo para sí mismo, sino también para el bien de los ojos, y como los ojos no sólo ven para sí mismos, sino para el bien general de todos los miembros, así también las obras de satisfacción deben considerarse comunes a todos nosotros.
Pero esto no es cierto en lo que se refiere a todos los beneficios que se derivan de la satisfacción, pues las obras de satisfacción son también medicinales y son otros tantos remedios que se prescriben al penitente para curar las afecciones depravadas del alma. Es evidente que quienes no satisfacen por sí mismos no pueden tener parte en este fruto de la penitencia.
Estas tres partes de la Penitencia, contrición, confesión y satisfacción, deben explicarse completa y claramente.
Deberes del confesor en cuanto a la Satisfacción
Se debe insistir en la restitución
Sobre todo, los sacerdotes deben tener mucho cuidado de no dar la absolución a ningún penitente cuya confesión hayan oído sin obligarlo a reparar plenamente cualquier daño causado a los bienes o a la reputación del prójimo, de lo cual parezca responsable. Nadie debe ser absuelto sin antes haber prometido fielmente restituir todo lo que pertenece a los demás.
Pero como hay muchos que prometen fácilmente cumplir con su deber a este respecto, pero están deliberadamente determinados a nunca cumplir sus promesas, estas personas deben ser obligadas a hacer restitución, y las palabras del Apóstol deben ser impresas frecuentemente en sus mentes: El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué dar al que padece necesidad.
La cantidad y calidad de las penitencias deben ser razonables
Al imponer la penitencia, los sacerdotes no deben hacer nada arbitrariamente, sino guiarse únicamente por la justicia, la prudencia y la piedad. Para mostrar que siguen esta regla y también para imprimir más profundamente en la mente del penitente la enormidad de su pecado, será útil a veces recordarle los severos castigos que infligían los antiguos cánones penitenciales, como se los llama, para ciertos pecados. La naturaleza del pecado, por lo tanto, regulará la extensión de la satisfacción.
Ninguna satisfacción puede ser más saludable que exigir del penitente que, durante un cierto número de días, dedique algún tiempo a la oración, sin dejar de orar a Dios por toda la humanidad, y particularmente por los que han partido de esta vida en el Señor.
Se deben recomendar las obras voluntarias de penitencia
Se debe también exhortar a los penitentes a que emprendan voluntariamente el cumplimiento frecuente de las penitencias impuestas por el confesor, y a que lleven así su vida de tal modo que, habiendo cumplido fielmente todo lo que exige el Sacramento de la Penitencia, no cesen nunca de practicar con empeño la virtud de la Penitencia.
A VECES DEBEN DÁRSE PENITENCIAS PÚBLICAS
Si a veces se considera apropiado castigar los crímenes públicos con penitencia pública, y si el penitente manifiesta gran renuencia a tratar de escapar de su cumplimiento, no se le debe escuchar con demasiada facilidad, sino que se le debe persuadir a abrazar con alegría y disposición aquello que será saludable para él y para los demás.
Amonestación
Estas cosas acerca del Sacramento de la Penitencia y de sus diversas partes deben enseñarse de tal manera que los fieles no sólo puedan entenderlas perfectamente, sino también, con la ayuda del Señor, resolverse a ponerlas en práctica piadosa y religiosamente.
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