miércoles, 17 de julio de 2024

LA IGLESIA CATÓLICA ES LA MAYOR DEFENSORA DE LA LIBERTAD

En esta breve serie de artículos, exploraremos la verdadera naturaleza de la libertad humana, tal como se presenta en la carta encíclica "Sobre la naturaleza de la libertad humana", promulgada por el Papa León XIII el 20 de junio de 1888.

Por Matthew McCusker


En el mundo moderno, hombres y mujeres exigen libertad.

A menudo estas demandas son justas.

Exigimos la libertad de decir la verdad sin ser censurados, de reunirnos como ciudadanos para dedicarnos a nuestros asuntos lícitos, de mantener relaciones sociales normales con nuestra familia y amigos, etc.

Muchas de estas libertades han sido violadas sistemáticamente por nuestros gobiernos, especialmente desde 2020, y muchos de nosotros las hemos defendido ferozmente.

Sin embargo, también oímos a gente defender libertades que no estamos dispuestos a aceptar: la libertad de matar a un nonato, la libertad de elegir la eutanasia, la libertad de mutilar el propio cuerpo, la libertad de difundir pornografía, y muchas otras.

Estamos dispuestos a defender, incluso a riesgo de nuestra vida, un conjunto de libertades, pero estamos igualmente decididos a oponernos al otro tipo.

Esto puede dejarnos expuestos a acusaciones de hipocresía por parte de nuestros oponentes, y a veces nos puede resultar difícil explicar por qué algunos actos deben ser defendidos, mientras que otros deben ser prohibidos.

Y a menudo ocurre que quienes se aliaron con nosotros en cuestiones cruciales no ven la manera de apoyarnos en cuestiones que consideramos igualmente vitales.

Incluso hay personas que consideran a la Iglesia Católica enemiga de la libertad por su firme prohibición de ciertos actos.

Esto se debe, como enseñaba el Papa León XIII, a que
“el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntaria” [1].

Sin embargo, para entender nuestras propias posiciones y poder defenderlas de forma convincente, necesitamos comprender la verdadera naturaleza de la libertad humana.

Sólo podremos distinguir la auténtica libertad de la esclavitud que se disfraza de libertad, cuando comprendamos lo que es realmente la libertad.

En esta breve serie de artículos, exploraremos la verdadera naturaleza de la libertad humana, tal como se presenta en la carta encíclica “Sobre la naturaleza de la libertad humana”, promulgada por el Papa León XIII el 20 de junio de 1888.

El Papa León XIII consideraba la libertad como un “don excelente de la naturaleza”  y “propio y exclusivo de los seres racionales”, apreciado por la Iglesia Católica y que “ha sido y será siempre benemérita de este preciado don de la Naturaleza” [2].

El Papa escribió su gran encíclica para explicar y defender la verdadera naturaleza de esta libertad -psicológica, moral y social- de los errores modernos que la amenazaban. Errores que todavía hoy la amenazan, e incluso en mayor medida.

El Sumo Pontífice explicó que la Iglesia Católica, al tratar de “las llamadas libertades modernas”, siempre ha estado “separando lo que en éstas hay de bueno de lo que en ellas hay de malo” [3] Explicó que “todo lo bueno que estas libertades presentan es tan antiguo como la misma verdad” y que “la Iglesia lo ha aprobado siempre de buena voluntad y lo ha incorporado siempre a la práctica diaria de su vida” [4].

Sin embargo, la Iglesia rechazó la idea distorsionada de libertad que dominaba en el mundo occidental a finales del siglo XIX, porque “no es más que una auténtica corrupción producida por las turbulencias de la época y por la inmoderada fiebre de revoluciones” [5].

Por ello, consideró necesario “para la utilidad de todos” escribir una encíclica que explicara la verdadera naturaleza de la libertad [6].

¿Qué es la libertad?

“La libertad -escribió el Vicario de Cristo- confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío” [Ecl 15,14] “y de ser dueño de sus acciones. Pero lo más importante en esta dignidad es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los mayores bienes y los mayores males” [7].

Y continuó:

El hombre puede obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntaria [8].

El Sumo Pontífice introduce así un problema crucial sobre la libertad humana.

Por una parte, el hombre es libre de hacer todo lo que puede. Sin embargo, por otra parte, nuestra experiencia nos dice que muchas acciones humanas tienen consecuencias negativas, tanto para la persona que comete el acto como para los demás miembros de la sociedad.

El hombre es libre de hacer lo que quiera y, sin embargo, el uso de este poder parece incompatible con la libertad de los demás y, en última instancia, con la suya propia.

Para resolver esta paradoja, el Santo Padre nos introduce en la distinción entre libertad natural y libertad moral.

La libertad natural

La libertad natural, dice León XIII, es “la fuente y el principio de donde nacen y derivan espontáneamente todas las especies de libertad” [9].

Esta libertad natural sólo la posee el hombre, porque sólo él tiene naturaleza racional.

Los animales no son libres de elegir sus actos. Todo lo que hacen está determinado por sus respuestas instintivas a los datos que les proporcionan sus sentidos.

Un ratón olerá la presencia de comida e instintivamente se dirigirá hacia ella, a menos que otros datos sensoriales, como el olor de un gato o el sonido de pasos, desencadenen algún otro instinto, como la huida.

Los instintos y las facultades sensoriales del ratón están ordenados para alcanzar el bien y evitar el mal, pero el ratón no es libre de elegir entre los distintos medios para alcanzar esos fines. No puede sopesar los pros y los contras de avanzar hacia la comida o huir para ponerse a salvo. Sus instintos le dirigirán simplemente hacia uno u otro.

En cambio, el hombre tiene libertad de elección.

Imagina a un hombre hambriento que ve una mesa cargada de comida en la orilla opuesta de un río caudaloso. Este río sólo se puede cruzar por piedras resbaladizas, a cierta distancia unas de otras, que están parcialmente sumergidas por el rápido movimiento del agua.

El hombre ha adquirido conocimiento, mediante el uso de sus sentidos, tanto de la presencia de la comida como del peligro que representa el río, y es libre de elegir cómo actúa en respuesta a estos datos.

Es libre de intentar cruzar las piedras, lo que puede hacer si considera que la amenaza de morir de hambre es mayor que el peligro que supone el río. Alternativamente, puede juzgar que continuar por la orilla del río, en busca de otras fuentes de alimento, es más prudente que arriesgar su vida en el cruce.

Elija lo que elija, es libre como no lo es un animal.

De ahí que León XIII pueda afirmar:
El juicio recto y el sentido común de todos los hombres ...  reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida [10].
El bien que busca el hombre es la felicidad, que es lo que necesariamente desean todos los hombres [11]. La felicidad perfecta sólo se encuentra en la visión beatífica de Dios, que es el fin último del hombre.

Sin embargo, hay muchos bienes creados en este mundo de los que también debemos usar y disfrutar, de manera ordenada a nuestro fin último. Como escribe San Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales:
El hombre es creado para alabar, reverenciar y servir a Dios Nuestro Señor, y por este medio, salvar su alma. Las demás cosas que hay sobre la faz de la tierra han sido creadas para el hombre, para que le ayuden a conseguir el fin para que ha sido creado.
Por lo tanto, el hombre debe servirse de ellas en la medida en que le ayuden a la consecución de su fin, y debe librarse de ellas en la medida en que le resulten un obstáculo [12].
Ninguno de estos bienes creados es necesario, ni en sí mismo ni para nosotros. Somos libres de elegir entre estos bienes contingentes el que juzguemos que sirve mejor para la consecución de nuestro fin último.

De ahí que León XIII escriba
Pero la razón, a la vista de los bienes de este mundo, juzga de todos y de cada uno de ellos que lo mismo pueden existir que no existir; y concluyendo, por esto mismo, que ninguno de los referidos bienes es absolutamente necesario, la razón da a la voluntad el poder de elegir lo que ésta quiera [13].
El hombre es capaz, dice el Sumo Pontífice, de “juzgar de la contingencia” sólo porque “tiene un alma de naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar” [14].

El alma racional “no proviene de las cosas corporales ni depende de éstas en su conservación” [15], sino que el alma humana es:
... creada inmediatamente por Dios y muy superior a la común condición de los cuerpos, tiene un modo propio de vida y un modo no menos propio de obrar; esto es lo que explica que el hombre, con el conocimiento intelectual de las inmutables y necesarias esencias del bien y de la verdad descubra con certeza que estos bienes particulares no son en modo alguno bienes necesarios [16].
Porque nuestras almas son simples, espirituales e intelectuales, no estamos atados por el instinto y la sensación -como los demás animales-, sino que somos libres de elegir qué bienes perseguir.

Por eso concluye el Papa
De esta manera, afirmar que el alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido fundamento [17].
La Iglesia Católica, al afirmar la inmortalidad y la racionalidad del alma humana, se convierte en la mayor defensora de la libertad del ser humano, como pone de manifiesto León XIII:
Ahora bien: así como ha sido la Iglesia Católica la más alta propagadora y la defensora más constante de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma humana, así también es la Iglesia la defensora más firme de la libertad. La Iglesia ha enseñado siempre estas dos realidades y las defiende como dogmas de fe. Y no sólo esto. Frente a los ataques de los herejes y de los fautores de novedades, ha sido la Iglesia la que tomó a su cargo la defensa de la libertad y la que libró de la ruina a esta tan excelsa cualidad del hombre. La historia de la teología demuestra la enérgica reacción de la Iglesia contra los intentos alocados de los maniqueos y otros herejes. Y, en tiempos más recientes, todos conocen el vigoroso esfuerzo que la Iglesia realizó, primero en el concilio de Trento y después contra los discípulos de Jansenio, para defender la libertad del hombre, sin permitir que el fatalismo arraigue en tiempo o en lugar alguno [18].
Habiendo establecido la libertad del alma humana, el Vicario de Cristo continúa:
La libertad es, por tanto, como hemos dicho, patrimonio exclusivo de los seres dotados de inteligencia o razón. Considerada en su misma naturaleza, esta libertad no es otra cosa que la facultad de elegir entre los medios que son aptos para alcanzar un fin determinado, en el sentido de que el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas es dueño de sus propias acciones. Ahora bien: como todo lo que uno elige como medio para obtener otra cosa pertenece al género del denominado bien útil, y el bien por su propia naturaleza tiene la facultad de mover la voluntad, por esto se concluye que la libertad es propia de la voluntad, o más exactamente, es la voluntad misma, en cuanto que ésta, al obrar, posee la facultad de elegir [19].
La libertad es el poder de elegir los medios por los cuales alcanzaremos nuestro fin. Todo lo que elegimos es un bien o un medio para alcanzar un bien. Lo que es un medio para alcanzar un bien se llama útil.

Volviendo al ejemplo anterior, la comida al otro lado del río es buena. Saltar sobre las piedras resbaladizas no se considerará un bien: es peligroso. Pero puede considerarse un medio útil para alcanzar el bien de nutrirse con la comida.

La facultad con la que hacemos esta elección es la voluntad.

Sin embargo, la voluntad no puede elegir si antes no conoce. Es decir, sólo después de que el intelecto tenga conocimiento de lo bueno o útil puede la voluntad ejercer su libertad de elección.

Por ejemplo, sólo después de que el intelecto tenga conocimiento del alimento, o de las piedras peligrosas, puede la voluntad elegir cómo actuar. Por lo tanto, el campo de elección de la voluntad está limitado por el conocimiento que posee el intelecto.

De ahí que el Papa escriba:
Pero el movimiento de la voluntad es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola como una antorcha, o sea, que el bien deseado por la voluntad es necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón. Tanto más cuanto que en todas las voliciones humanas la elección es posterior al juicio sobre la verdad de los bienes propuestos y sobre el orden de preferencia que debe observarse en éstos [20].
En otras palabras, sólo después de que el intelecto ha juzgado que algo es bueno, puede la voluntad elegirlo. La voluntad siempre elige entre los bienes que le presenta el intelecto.

En nuestro ejemplo, tanto la comida como evitar el peligro de cruzar el río son buenos. La voluntad es libre de elegir entre ellos.

De esto se deduce que:
Pero el juicio es, sin duda alguna, acto de la razón, no de la voluntad. Si la libertad, por tanto, reside en la voluntad, que es por su misma naturaleza un apetito obediente a la razón, síguese que la libertad, lo mismo que la voluntad, tiene por objeto un bien conforme a la razón [21].
La afirmación de que la voluntad sólo elige el bien conforme a la razón podría, a primera vista, parecer contraria a nuestra experiencia de que, de hecho, los seres humanos hacen a menudo elecciones irrazonables, e incluso malas.

León XIII responde así a esta objeción:
No obstante, como la razón y la voluntad son facultades imperfectas, puede suceder, y sucede muchas veces, que la razón proponga a la voluntad un objeto que, siendo en realidad malo, presenta una engañosa apariencia de bien, y que a él se aplique la voluntad [22]. 
Así, pues, la posibilidad del mal uso de nuestra libertad natural surge de la imperfección de nuestras facultades.

Por eso los ángeles buenos y los elegidos en el cielo ya no son capaces de pecar. Ellos tienen la visión directa de Dios - el Bien Supremo - y por lo tanto, no podrían elegir rechazarlo.

Sin embargo, en ausencia de la visión beatífica del Ser Supremo, incluso los intelectos angélicos pueden elegir el mal, bajo la apariencia del bien. El pecado de Satanás fue el orgullo; se negó a aceptar el lugar que Dios le había asignado en el orden sobrenatural. Eligió, en cambio, el bien de su propio ser natural, en lugar de conformarse al bien superior de los designios de Dios.

Todo pecado, ya sea humano o angélico, es la elección por la voluntad de algo que se presenta como un bien, pero de tal manera que viola un bien superior.

Por ejemplo, un hombre puede desear poseer un objeto particular que el intelecto presenta como un bien, pero si elige obtener el bien robándoselo a otra persona, ha violado el orden moral y ha cometido pecado.

La voluntad pudo elegir entre distintos medios para obtener el bien, y al elegir un medio contrario a la razón ha cometido pecado. El objeto, sin embargo, sigue siendo bueno.

Debería ser obvio que por “bueno” aquí no queremos decir “moralmente bueno”. Por ejemplo, los placeres sensibles son buenos en sí mismos, pero pueden perseguirse de un modo contrario al orden moral y, por lo tanto, pecaminoso. Incluso en los pecados más atroces, la persona actúa para obtener algo que se presenta a su voluntad bajo la apariencia de un bien.

Está claro, pues, que el hombre tiene la libertad natural de elegir cosas bajo la apariencia de un bien, mediante acciones que no son moralmente buenas.

¿Significa esto que el hombre puede cometer el mal y seguir siendo verdaderamente libre?

La Iglesia responde negativamente a esta pregunta:
Pero así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad [23].
En otras palabras, aunque nuestra capacidad de pecar es una prueba de que nuestra voluntad es libre, y de que poseemos libertad natural, también implica un defecto en la libertad entendida de manera más amplia.

El Papa explica:
La voluntad, por el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto que se aparta de la recta razón, incurre en el defecto radical de corromper y abusar de la libertad.
Quiere decir que, cuando la voluntad elige actuar contra el orden de la razón, está violando su propia naturaleza. Ha sido desviada por el mal juicio del intelecto y, en ese sentido, ha sido “esclavizada” o “capturada” por la falsedad. Un ser racional verdaderamente libre nunca violaría de este modo su propia naturaleza. De ahí que
Dios, infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por esencia es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal moral; como tampoco pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien supremo.
Dios no es menos libre por su incapacidad de elegir el mal. No puede elegir el mal, porque no puede ser engañado.

El Papa continuó:
Esta era la objeción que sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre en estado de prueba e imperfección.
Los ángeles y los santos son verdaderamente libres. Por toda la eternidad, elegirán libremente el bien. Sin embargo, durante nuestra peregrinación terrena, corremos el peligro de ser cautivos del pecado, debido a la imperfección de nuestro intelecto y de nuestra voluntad.

Como Nuestro Señor Jesucristo afirmó claramente “Todo el que comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8,34).

Y Santo Tomás de Aquino, comentando estas palabras, escribe
El hombre es racional por naturaleza. Por lo tanto, cuando actúa según la razón, actúa por sí mismo y según su libre albedrío; y esto es libertad. En cambio, cuando peca, actúa en oposición a la razón, [y] es movido por otro... Por lo tanto, “quien comete pecado es esclavo del pecado” [24].
Resumiendo:
1. Cuando el hombre elige libremente actuar de acuerdo con su propia naturaleza racional, es verdaderamente libre.

2. Cuando el hombre elige actuar de manera contraria a su propia naturaleza racional, algo distinto de él mismo le está moviendo a actuar así, por lo que es esclavo de aquello que le hace violar su propia naturaleza.
La libertad natural es, pues, compatible con la esclavitud moral.

Entonces, ¿cómo puede el hombre poseer la libertad moral?

Examinaremos esta cuestión en el próximo artículo.


Notas:

Referencias
1) León XIII,  Libertas , n.º 1.
2) León XIII,  Libertas , n.º 1.
3) León XIII,  Libertas , n.º 2.
4) León XIII,  Libertas , n.º 2.
5) León XIII,  Libertas , n.º 2.
6) León XIII,  Libertas , n.º 2.
7) León XIII,  Libertas , n.º 1.
8) León XIII,  Libertas , n.º 1.
9) León XIII,  Libertas , n.º 3.
10) León XIII,  Libertas , n.º 3.
11) Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica,  II.I q.5 a.8.
12) San Ignacio de Loyola,  Ejercicios espirituales, (edición de la Abadía de San José de  Clairval ), pág. 26.
13)  León XIII,  Libertas , n.º 3.
14)  León XIII,  Libertas , n.º 3.
15)  León XIII,  Libertas , n.º 3.
16)  León XIII,  Libertas , n.º 3.
17) León XIII,  Libertas , n.º 3.
18) León XIII,  Libertas , n.º 4.
19) León XIII,  Libertas , n.º 5.
20) León XIII,  Libertas , n.º 5.
21) León XIII,  Libertas , n.º 5.
22) León XIII,  Libertas , n.º 6.
23) León XIII,  Libertas , n.º 6.
24) León XIII,  Libertas , n.º 6.

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