III
CELO
El Evangelista San Marcos, refiriéndose al hecho narrado por San Lucas en el Evangelio de hoy, introduce una pequeña variante: “Presentáronle -dice- un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano” (7: 32).
He aquí un ejemplo y una lección saludable. Todos y cada uno de nosotros somos sordomudos de nacimiento a los que el Señor, por medio de la Iglesia, abre los oídos para que oigan la divina palabra, y desata la lengua para que profesen y propaguen la fe. Inspirada por el Espíritu Santo, tomó la Santa Iglesia de la curación milagrosa, relatada en el Evangelio de hoy, algunas ceremonias que emplea al administrar el Sacramento del Bautismo.
1. “Efeta”. - El “efeta” divino abre nuestras almas a la verdad, y a la vez que nos confiere privilegios y derechos sublimes, nos impone también los deberes sagrados, que no podremos violar impunemente. Todo cristiano está obligado a atender el fin para el que fue creado, es decir, a servir a Dios en este mundo, para así gozarle y glorificarle por siempre, en la eternidad. Para facilitarnos el cumplimiento de esa tarea, nos dio el Señor los Mandamientos, que no son otra cosa, sino el código detallado de nuestros deberes para con Dios y para con el prójimo. Todos ellos se resumen en el doble precepto del amor, que encierra en sí totalmente la voluntad divina:
“Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”
Pero ese amor, si ha de ser vivo y sincero, tiene que ser eficaz y se ha de traducir en buenas obras.
2. El celo, obligación del cristiano. - Entre todas las manifestaciones de la caridad, la más expresiva es ciertamente el celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas. El verdadero cristiano tiene que ser un apóstol, sea cual fuere el estado a que Dios le llamare. Entre los deberes de su vocación, está incluido el celo como uno de los más sagrados, impuestos por la ley divina. La comunión de los santos establece entre todos los fieles una unión sagrada, que debe fomentar la solidaridad, el afecto fraternal, la caridad, que es de suyo expansiva, dadivosa, solícita por el bien del prójimo, especialmente por el bien espiritual, a cuya consecución se encaminan todos sus esfuerzos.
La vida cristiana no tolera el egoísmo, la exclusiva preocupación por sí mismo, por el “Yo”. En la soledad de los claustros anida y florece la caridad. Allí se sufre, se ora, se santifican las almas y se ofrecen como víctimas de expiación por amor a la humanidad pecadora. Pero ese deber no incumbe solamente a las almas más perfectas.
A todos se nos ha de juzgar por las obras de misericordia; y si las corporales son tan agradables a Dios, cuando van inspiradas por la caridad, ¿qué diremos de las espirituales, que se ordenan directamente al alma, y cooperan con el Divino Redentor al fin sublime de la salvación del prójimo?
Siguiendo el ejemplo que hoy en el Evangelio se nos da, llevemos a la presencia de Cristo, en alas de nuestro celo, a todos los pobres sordos y mudos, que se nos presentan en el camino de la vida.
Aprovechémonos para ese fin de los talentos que el Señor tan generosamente nos concedió, de los cuales tendremos que dar cuenta un día.
Perfumemos nuestras actividades y trabajos, con el suave incienso de la oración y con la mirra de la mortificación, y así lograremos atraer las bendiciones divinas sobre nuestras buenas obras, y su misericordia sobre los pecadores. Sufrir, orar y trabajar es el triple apostolado del amor y el instrumento de que se sirve el celo para realizar su obra suprema: cooperar, en la medida de sus fuerzas, a la gloria de Dios y a la salvación de las almas.
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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