sábado, 15 de junio de 2024

EL CIELO

Nuestra divisa es y debe ser: “Al cielo he de ir, en el cielo he de descansar, cueste lo que cueste”


VII

EL CIELO

Bien probada fue la vida de San Pedro después de la muerte del divino Maestro. En las horas de tribulación, se consolaba con el recuerdo feliz de aquellos momentos pasados en el monte Tabor, como él mismo lo afirma en sus Epístolas.

1. Felicidad del cielo. Es indudable que a nosotros también nos aguardan momentos deliciosos de Tabor, más no acá en la tierra: aquellas horas eternas, colmadas de la más perfecta felicidad en el cielo. Esta certidumbre debe animarnos y confortarnos, como el recuerdo de las delicias del Tabor confortaba al gran apóstol en los trances más angustiosos de sus tareas apostólicas. Nuestro Tabor es el cielo con sus goces inefables.

a) Visión beatífica. La primera maravilla, que nos encantará cuando entremos en el cielo, será aquella, cuya contemplación, en el monte Tabor, el Mesías es verdadero. La conclusión aparece en el Evangelio: “Su rostro quedó resplandeciente como el sol, y sus vestiduras se hicieron blancas como la nieve” (Mat. 17: 2). Momentos antes se había apartado Jesús de sus discípulos para orar. Cuando estuvo concentrado en la oración, su humanidad como si se hubiera eclipsado, dejó aparecer en todo su brillo y esplendor, la luz soberana de la divinidad. En corazón, apartado de lo terreno, quedó henchido de alegría celestial. En su rostro, veíase brillar la luz del cielo, y toda su figura estaba inundada de luz y de gloria.

Una Transfiguración semejante se va a operar en nosotros, cuando nos sea dado ver a Dios tal como Él es, y no como ahora lo adivinamos, de modo enigmático y como un espejo. En el momento en que traspase el alma el umbral de la eternidad, verá al gran Ser misericordioso, síntesis de toda perfección, belleza y santidad. Con clara intuición comprenderá entonces que los Querubines y Serafines y los seres más perfectos se inclinen en profunda adoración ante la divina presencia. ¡Qué júbilo inundará entonces nuestra alma! Una alegría purísima, jamás experimentada, se apoderará de nuestro ser, colmándolo de voces hasta entonces desconocidos. Es el comienzo del cielo; una leve partecita de sus delicias sin fin.

b) Compañía de los Santos. Añade el Evangelio: “Aparecieron Moisés y Elías” (Ibid. 3), ¡compañeros celestiales! Hablando de la compañía, que formará en el cielo nuestro encanto, dice el Apocalipsis: “Vi una gran muchedumbre, que nadie podía contar, de todas las naciones y tribus, y pueblos, y lenguas” (Apoc. 7: 9). ¡Cuánto bien nos causa acá en la tierra la compañía de un buen amigo! ¡Cuánto ánimo y consuelo, cuánta satisfacción y felicidad nos viene de la íntima convivencia con un corazón amigo! Si eso ocurre en la tierra, ¿cómo será en el cielo donde todo esto se hallará elevado a un grado de infinita perfección? Allá oiremos a los santos patriarcas y profetas del Antiguo Testamento contar los acontecimientos de su vida y de su tiempo; allá escucharemos de boca de María Santísima, de San José y de los Apóstoles, los episodios y circunstancias más minuciosas de la vida de Nuestro Señor; allá oiremos a los Mártires, a los Confesores y a las Vírgenes relatar, con vívidas imágenes, las persecuciones de la Iglesia; allá nos referirán los misioneros, cómo hicieron brillar la luz divina en medio de las sombras del paganismo y del error. ¡Qué delicia, qué encanto, qué placer!

Y si después de todo esto contempláramos, como aquella innumerable multitud se reunía por millones, formando un coro grandioso, que, rodeando el trono de la Santísima Trinidad, en unión con los nueve coros de los ángeles, entonara el himno arrebatador: “Santo, Santo, Santo”, fácilmente comprenderíamos porque San Felipe Neri, cuando meditaba sobre la gloria del cielo, no podía resistir más en la celda, sino que salía afuera, y por las calles de la ciudad de Roma, exclamaba como alucinado: “¡Oh cielo, cielo! ¡Qué bello eres, qué encantador”.

2. Camino para el cielo: La Cruz. ¡Hermosas de verdad son las alturas del celestial Tabor! No hay corazón que no las apetezca. Lástima da que tantos en la tierra queden embebidos en un entusiasmo estéril e inerte. Les causa desaliento la subida. No hay más camino que el de la Cruz; el de la observancia de los mandamientos. La palabra “Cruz” basta para intimidar a nuestra naturaleza débil e inconstante. ¿Por qué admirarnos, pues, de que sean tan pocos los que se animan a escalar la empinada pendiente del Tabor? Pensemos, sin embargo, que fuera de este no hay otro camino. Por más vueltas que demos a nuestra imaginación, ningún otro se nos ofrecerá. El mismo Hijo de Dios, hecho hombre, no vio otra posibilidad de ir al cielo, sino recorriendo el sendero de la cruz. Escuchemos sus palabras: “¿Por ventura, no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas, y entrase así en su gloria?” (Luc. 24: 26). Si el Hijo de Dios se conformó con este camino, ¿qué mejor suerte debo desear para mí? ¡Ánimo, pues! Solo el camino de la cruz lleva monte arriba, los demás me conducirán monte abajo, y en vez de llegar a las alturas del Tabor, daré con las puertas del infierno.

a) Camino relativamente suave: Aunque no sea ciertamente seductor el nombre de la “Cruz”, su camino es, no obstante, relativamente suave. Si el hombre se mueve a trabajar, día a día, desde la mañana hasta la noche, clavado en su escritorio o en la oficina, a fin de recibir todos los sábados, o al fin de mes, la apetecida recompensa, siendo esta esperanza la que le hace cargar alegremente con el pesado fardo cotidiano, ¿cómo el cielo, con su recompensa sin par, no ha de ser capaz de amenizar el camino, que a él conduce, por duro y áspero que sea?

b) Doctrina y ejemplo de San Pablo. A San Pablo le fue dado lanzar una rápida mirada a la gloria del cielo, viéndolo, por así decirlo, a través de una hendidura, y asombrado por lo que pudo columbrar, exclamó: “Estoy firmemente persuadido de que los sufrimientos de la vida presente no son de comparar con aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros” (Rom. 8: 8). A su parecer, es muy pequeño el precio que debemos pagar para que Dios nos conceda, en cambio, la vida eterna. Que las palabras recién citadas no eran la expresión de un entusiasmo momentáneo y fugaz, el mismo San Pablo nos lo afirma en su autobiografía, cuando dice: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; estuve una noche y un día como hundido en alta mar; en penosos viajes muchas veces, en peligro de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en poblado, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos”... (II Cor. 11: 24-26), y, lo que ninguno puede decir: fue encarcelado y sufrió martirio.

¿Y para qué todo este cúmulo inmenso de cruz y de sufrimiento? Solo para el cielo. El cielo valía todo esto y mucho más. Si San Pablo, después de haber gozado 1900 años en el cielo, fuese enviado de nuevo a este mundo, para trabajar otra vez, y otra vez sufrir, y sufrir mil veces más de lo que antes sufriera, el mismo Apóstol viviría con la misma disposición de ánimo, y con el mismo o con mayor entusiasmo, si cabe, tomaría su cruz, aunque fuese mil veces más pesada. Hoy, mucho más que cuando escribió las palabras referidas, está el convencido de que el cielo todo se lo merece.

¿Y nuestro cielo nada valdrá? ¿No tenemos un lugar preparado en las mansiones celestes? Tomemos, pues, sosegada y resignadamente nuestra cruz. Abracémosla, abracemos la cruz de los mandamientos, la cruz de la lucha contra nuestras pasiones, la cruz del deber. Y si algún día nos parece demasiado pesada, acordémonos del cielo. Nuestra divisa es y debe ser: “Al cielo he de ir, en el cielo he de descansar, cueste lo que cueste”. “Per crucem ad lucen”. ¡Por la cruz a la luz!

H. S.





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