domingo, 30 de junio de 2024

EL ENTORNO FAMILIAR

Por los modales y las relaciones que reinan entre padres e hijos se puede juzgar el grado de dignidad y cultura que existen en una familia

Por Marian T. Horvat, Ph.D.


En primer lugar, es importante señalar que el hogar católico no sólo debe ser un lugar serio, sino que también tiene algo de sagrado, y como tal debe ser tratado con respeto. No es un lugar para que los niños salten sobre los muebles, se tumben en el sofá y en las sillas, o corran descalzos y a medio vestir. La desafortunada tendencia moderna a idolatrar la vida informal y la comodidad ha ido minando poco a poco la seriedad y las sanas costumbres del pasado, que hacían hincapié en un orden sereno, que infundía armonía y felicidad en el hogar.


En segundo lugar, esta moderación natural también estaba presente en las relaciones entre los miembros de la familia. En un ambiente familiar marcado por el espíritu del afecto católico, existía un profundo respeto natural de los jóvenes hacia sus padres y mayores. Los jóvenes se educaban también en la idea de que, como hombres, tenían la obligación de proteger y ayudar a su madre y a sus hermanas. Este respeto por la dignidad de los demás se manifestaba en todas las relaciones familiares.

Para que un hijo tenga confianza, tranquilidad y seguridad, el padre y la madre deben mostrar una seriedad estable en las relaciones cotidianas con sus hijos. Si están constantemente jugando, bromeando y haciendo que la vida parezca un juego, enseñan a sus hijos no sólo que la vida no es seria, sino que la autoridad es frívola y payasa.

San Francisco de Sales señaló que el afecto que los padres sienten por sus hijos no se llama amistad, porque la amistad supone una cierta igualdad en vocación, rango o fines. Esta igualdad, continuó, no debe existir en el afecto de los padres hacia sus hijos. El amor de los padres es, dice, un amor majestuoso, y el de los hijos un amor de respeto y sumisión. Todo en una sociedad católica, la manera de ser, el habla, los gestos, incluso la forma de vestir, solía reflejar este sabio pensamiento.

Este artículo es una llamada inestimable para que los padres y los jóvenes católicos se replanteen la tendencia al desenfado, y empiecen a cultivar un espíritu católico ceremonial.

La familia debería ser la primera escuela de urbanidad. Todo en ella es sagrado y, por lo tanto, digno de respeto, no sólo los padres, representantes y depositarios de la autoridad divina, sino también la propia vivienda, el hogar paterno, el lugar donde se vive y se duerme.

Puesto que el hogar es la imagen y el reflejo de la familia, debe ser honrado. Los miembros de la familia deben velar por su limpieza y decoro, y todos deben vivir en ella con dignidad, discreción y moderación. Cuán censurable sería quien deshonrara a la familia o introdujera en ella la discordia, el conflicto y el engaño. Por los modales y las relaciones que reinan entre padres e hijos se puede juzgar el grado de dignidad y cultura que existen en una familia, así como se pueden conocer las virtudes que se practican en ella.

Además, los futuros ciudadanos se forman a imagen de las virtudes domésticas. El futuro de una nación depende, por lo tanto, de la buena constitución de la familia, primera célula social, en la que deben reinar y florecer el respeto, el amor recíproco, la abnegación mutua y la solidaridad. Estas virtudes irradian de este núcleo a toda la sociedad. Las familias fuertes son el bastión que protege la felicidad del conjunto.


Honra a tus padres

Amar y respetar a los padres es un precepto divino: “Honra a tu padre y a tu madre”. Sería insensible, insensato y antinatural que un hijo no cumpliera con este deber hacia quienes, después de Dios, les dan todos los bienes que les llegan. ¿Quién podría calcular la suma total de los trabajos, sacrificios, sufrimientos y cuidados que los padres asumen por sus hijos? Un hijo nunca podrá pagar, por así decirlo, la deuda de sangre, sustento y educación que recibió. Seguirá siendo eternamente deudor de quienes se sacrificaron por él.


La juventud no debe prestar atención a ciertas teorías revolucionarias y antinaturales sobre la independencia de los hijos, en las que el Estado-Dios sustituye a los padres. Esta doctrina nefasta rompe los lazos naturales que unen a los miembros de la familia. Estas enseñanzas igualitarias sirven para disolver los hogares, destruir las barreras del respeto y el amor, y convertir un santuario bendito en un antro de discordia o en una especie de posada cuyos habitantes reciben comida y cama, pero nada más.

Primero, el padre debe reconocer a Dios como el origen de su autoridad, y luego afirmar tal autoridad, o los hijos fácilmente se volverán insubordinados y se levantarán contra él. Si permite que sus hijos impongan su propia voluntad en el hogar, éstos tenderán a perderle el respeto. Los hijos se volverán egoístas, y el padre se sentirá humillado, sometiéndose a las exigencias e impertinencias de los hijos. La madre también sufrirá, soportando la ingratitud y el capricho de sus seres queridos. El equilibrio de la familia se verá alterado por la falta de autoridad paterna.

Los modales de los jóvenes deben ser los mismos tanto si están en casa como fuera de ella. Algunos jóvenes hacen grandes esfuerzos por parecer amables, respetuosos y serviciales fuera de casa, dando la impresión de ser jóvenes finos y honrados. Sin embargo, cuando entran en el círculo familiar, olvidan sus principales deberes. Cambian bruscamente su forma de ser, adoptan un aire ácido, sombrío y taciturno. Son desagradables, de hablar cortante, dispuestos a discutir. Su exterior es desaliñado, su vestimenta desordenada, y caen en silencios descorteses. Actúan como si estuvieran recluidos en una penitenciaría, sin disfrutar de la compañía de las personas de su hogar. Este espíritu destruye la vida familiar, convirtiendo lo que debería ser para todos un pequeño Edén en una especie de purgatorio.


El joven bien educado

El niño bien educado, por el contrario, contribuye a la felicidad del círculo familiar con su sola presencia. Pone de su parte para que todo esté alfombrado de terciopelo: en su forma de ser, gestos, palabras, expresiones y actitudes respecto a los demás miembros de la familia.

Por la mañana, al primer encuentro, saluda a su madre o a su padre y recibe su bendición. Por la noche, al retirarse, observa el mismo ceremonial. No se ausenta del hogar sin previo aviso o permiso, de acuerdo con su edad. Se presenta a la mesa a la hora debida, porque siendo miembro de la sociedad doméstica, está obligado a observar el horario establecido por el cabeza de familia. Pasa muchas horas de los domingos y días festivos con su familia, participando en las buenas conversaciones que se refieren a asuntos familiares o tocan los negocios, la política y la vida civil. Al escuchar los juicios de sus mayores sobre las personas y las cosas, amplía sus ideas, fortalece su propio juicio y, algo que es muy importante, asume el espíritu de la familia, que es un legado sagrado para un buen hijo.

Un joven bien educado suele acompañar a los miembros de su familia en excursiones y visitas. Es el compañero diligente y distinguido del padre. Es el apoyo protector de sus madres y hermanas, abriéndoles las puertas, acercándoles las sillas a la mesa, cuidadoso en sus palabras y acciones de no ofender sus sensibilidades más delicadas. Intenta interesarlas con un tono y una conversación amables.

La amabilidad y la armonía brillan en este retrato familiar de una familia colonial

En el seno de la familia, se apresura a obedecer, escucha con respeto y docilidad los consejos de sus padres, confiando en su experiencia. Cuando es oportuno, comparte con sus padres sus pensamientos, esperanzas y sueños de futuro, y acepta agradecido la orientación que le ofrecen.

Qué diferente es el comportamiento del niño antinatural, irrespetuoso y falto de amor. Lo vemos lleno de sí mismo, encaprichado con su personalidad, imaginándose superior a sus padres en cualidades o conocimientos, hablándoles con arrogancia, tratándoles con cierto aire de desprecio, disputando con ellos, negando sus afirmaciones, reprendiéndoles a veces por lo que considera manías de la generación mayor.

Un hijo así es infeliz y despreciado por los hombres de bien. La sociedad debería rechazarlo. Sin duda, le espera una gran infelicidad en la vida.


Amor y respeto por los hermanos

Entre los hijos de una misma familia debe reinar un respeto constante y un amor sincero. Los hermanos y las hermanas deben amarse porque comparten el mismo nombre, la misma sangre, las mismas tradiciones y las mismas virtudes de su patrimonio moral común.

El mayor debe dar buen ejemplo y protección a los demás. Los varones deben a sus hermanas un amor respetuoso y delicado, con el que deben evitar causarles molestias y disgustos. Deben ser sus protectores naturales y vigilantes, prestándoles servicios y ayuda conveniente, como aligerarles el trabajo, llevarles los bultos o cosas pesadas, cediéndoles siempre el mejor asiento. Es en la práctica de la caridad fraterna en el hogar donde el muchacho aprende las primeras y mejores lecciones de urbanidad.


Respeto a los mayores

Todas estas leyes se aplican a las relaciones de los nietos con sus abuelos. Su avanzada edad es razón de más para que los hijos virtuosos y bien educados les muestren veneración y respeto.

Siempre hay que dirigirse a los padres por su nombre: Padre o Madre, o Papá o Mamá, o términos similares. Estas palabras son sagradas y significan respeto y afecto. Los hijos nunca deben dirigirse a sus padres por sus nombres de pila, ni con términos vulgares o comunes, como “viejo” o “vieja”.


El buen hijo ama a sus padres no por su fortuna o posición social, sino porque son para él los representantes de Dios. Por eso, si cayeran en desgracia, redoblaría su afecto y haría todo lo posible por aliviarles la carga de la vida. Actuando así, está seguro de que se hará más merecedor de la bendición de sus progenitores. Se da cuenta de la verdad de las palabras de la Escritura: “El que honra a su padre gozará de larga vida; y el que obedece al padre, será consuelo de su madre”.


Las palabras de las Sagradas Escrituras

Las Escrituras afirman la importancia de honrar a los padres:

“Porque Dios ha hecho al padre honorable para los hijos; y buscando el juicio de las madres, lo ha confirmado sobre los hijos” (Ecles 3:3).

“Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor” (Col 3,20).

“El hijo sabio alegra al padre; pero el necio desprecia a su madre” (Prov 15:20).

“El que honra a su madre es como el que guarda un tesoro. El que honra a su padre se alegrará con sus hijos, y el día de su oración será escuchado” (Eclesiastés 3: 5-6).

“El que teme al Señor, honra a sus padres, y les servirá como a señores que le trajeron al mundo” (Ecles 3:7).

“Honra a tu padre, en obra y palabra, y con toda paciencia, para que de él te venga una bendición, y su bendición permanezca en el postrer fin” (Ecles 3: 9-10).


Pautas generales para el joven

La primera prueba de amor a los padres es rendirles obediencia y sumisión en todo, excepto en lo que no es lícito. Un hijo nunca debe responder a sus padres con un “¡No!” o un “¡No quiero!”.

Al responder a los padres, es loable que los jóvenes utilicen el respetuoso “Sí, señor” o “No, señora”.

Los hijos no deben ser inoportunos ni exigentes en sus peticiones a los padres. Es aún peor mostrar resentimiento si se recibe una respuesta negativa a alguna petición.

Un joven desafiante es una carga para los padres y la sociedad

Evita molestar o interrumpir a tus padres cuando estén ocupados. Si necesitas interrumpirles, hazlo siempre con educación: “Perdona, mamá, siento molestarte, pero necesito...”. No les contradigas ni respondas a sus órdenes con miradas sombrías o expresiones de enfado.

No hables de asuntos familiares que puedan perjudicar el honor de tus padres o hermanos. No difundas sus defectos ni los critiques entre tus amigos. Por el contrario, cúbrelos, excúsalos, ten compasión de ellos.

Evita toda expresión de desprecio o injuria, así como las palabras arrogantes, resentidas o impertinentes. En el Antiguo Testamento, Dios fulminaba con palabras de muerte a los hijos que maldecían o insultaban a sus padres.

No hacer gestos irrespetuosos delante de ellos, como encogerse de hombros, darles la espalda, sacudir la cabeza, dar pisotones, levantar la voz, o lo que sería verdaderamente atroz, amenazarles o golpearles.

No caer en hábitos o formas de vestir descuidadas o perezosas en el hogar. Uno muestra respeto por sí mismo y por sus padres siendo pulcro y ordenado en el hogar, así como fuera de él. Un joven nunca debe ser inmodesto o vulgar en su forma de vestir o en sus actitudes.

Felices los jóvenes que cumplen fielmente estos deberes. Serán bendecidos por Dios. Pero, malditos serán aquellos que sean desobedientes e irrespetuosos, que amarguen los días de sus padres. Traerán sobre sí, incluso en esta vida, el desprecio de Dios, anticipo de las maldiciones y castigos de la otra vida. Maldito el hijo que no honra a su fe y a su madre, dice la Sagrada Escritura.

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Tradition in Action


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