Por el Prof. Plinio Correa de Oliveira
Lo que yo llamaría el principio del “gradualismo” se refiere al hecho de que, al analizar la larga y victoriosa marcha de la corrupción de la Cristiandad, vemos que no avanzó a saltos. Por el contrario, progresó a través de etapas tan imperceptibles que en esa larga trayectoria todos se deslizaron inconscientemente hacia nuevas ideas, costumbres y estilos. Deslizándose dócilmente, la humanidad recorrió una inmensa distancia...
La mayoría de las lamentables costumbres del siglo XX aparecieron tímidamente en el siglo XIX. Las discretas y nobles damas que iniciaron la costumbre de bañarse en las playas francesas se habrían sorprendido mucho al ver la ropa de playa de la elegante sociedad de 1920. Y tal vez, para evitar tales excesos, incluso hubieran renunciado a esa costumbre aún en su fase inicial.
A su vez, ¿qué dirían las elegantes bañistas de 1920 si pudieran ver cómo vestirían sus hijas y sobrinas en las playas en 1956?Este anticipo probablemente habría suscitado en ellas una reacción saludable. Pero, como nadie previó tal exceso, el estilo siguió su curso. Hoy [1956], podemos preguntarnos: ¿cómo serán las cosas en 1986?
Cualquier denuncia de este proceso que pretenda suscitar una reacción debe tener en cuenta el principio del gradualismo. Nada parece más importante que entender cómo funciona.
Hoy me ocuparé más concretamente de la masculinización de la mujer, un fenómeno tan absolutamente deplorable y ridículo como la feminización de los hombres.
Cualquier denuncia de este proceso que pretenda suscitar una reacción debe tener en cuenta el principio del gradualismo. Nada parece más importante que entender cómo funciona.
La paulatina masculinización de la mujer
Hoy me ocuparé más concretamente de la masculinización de la mujer, un fenómeno tan absolutamente deplorable y ridículo como la feminización de los hombres.
La imagen muestra a dos señoritas y una niña en una cómoda habitación en la década de 1850. El ambiente en el que se mueven se caracteriza por una nota de solemnidad.
Las cortinas son gruesas; la silla es grandiosa y noble; el jarrón tiene líneas fuertes y definidas y diseños dorados; una hermosa alfombra cubre todo el piso. Al mismo tiempo, los colores, que lamentablemente nuestra imagen no reproduce, son alegres. Las cortinas son de un azul muy claro, casi aguamarina.
La dama sentada, que parece una visitante, viste un hermoso vestido verde primaveral y una chaqueta blanca. En su cabello hay algunas rosas. La dama de pie lleva un vestido de seda lila brillante. El vestido de la niña es blanco con ribetes rojos y adornado con cintas rojas. El mismo color se repite en las cintas del pelo y en las trenzas.
Esta mezcla de solemnidad y encanto caracteriza bien el ambiente de la vida familiar en aquellos tiempos. En él, la mujer podía ampliar plenamente las preciosas cualidades propias de su sexo: dulzura, afabilidad, encanto, bondad y distinción.
Los rasgos de las tres personas de nuestra imagen son relajados, tranquilos y rebosantes de cariño, indicando una relación profundamente marcada por lo mejor de la suavidad y delicadeza femenina. Parecen encontrarse en su elemento adecuado para la práctica natural e instintiva de los deberes cristianos de esposa, madre e hija.
Poco tiempo después comenzó la masculinización, aunque tímidamente. En las dos jóvenes del segundo cuadro se ve el comienzo de una audacia, dureza y atrevimiento que contrasta con el primer cuadro. Se tiene la impresión de que, en lo que respecta a la vida familiar, algo muy profundo –aunque todavía muy discreto– ha ocurrido en el interior de estas señoras.
A estas mujeres el hogar les parece algo insípido. Exhiben un manifiesto placer por estar en la calle, por afrontar imprevistos, por vivir aventuras, en definitiva, por llevar una vida que ya no está del todo volcada hacia los placeres de la familia.
El tenor ha cambiado, y sus momentos más agradables son los que pasan paseando anónimamente entre la multitud. Los sombreros y estilos de vestir más masculinos y, sobre todo, la expresión de las damas lo denotan bien.
Por todos sus poros se respira el gusto por la aventura, por las batallas de una vida parecida a la de un hombre, que exige el desarrollo de cualidades típicamente masculinas. Un poco más y la masculinización será lo más completa posible.
Pero alguien podría preguntarse ¿qué hay de malo en esto?
Es fácil responder. Aquí encontramos un mal similar al que se manifestaría si los hombres de hoy se vistieran y vivieran como las damas de nuestra primera imagen.
Se trata pura y simplemente de una monstruosa subversión del orden natural.
Publicado en Catolicismo, agosto de 1956.
Tradition in Action
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