lunes, 23 de septiembre de 2024

IN HOC SIGNO VINCES

Este “Papa”, para quien cualquiera puede salvarse sin la Revelación de Cristo, pretende ser reconocido y obedecido por los católicos como cabeza de una Iglesia que él considera blasfemamente inútil

Por Monseñor Carlo Maria Viganò


Homilía en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

Tum Heraclius, abyecto amplissimo vestitu detractisque calceis ac plebejo amictu indutus,

reliquum via easy confecit, et in eodem Calvariæ loco Crucem statuit, unde fuerat a Persis astinata.

Itaque Exaltionis sanctæ Crucis solemnitas, quæ hac die quotennis celebratobatur,

ilustre haberi cœpit ob ejus rei memoriam,

quod ibidem fuerit reposita ab Heraclio, ubi Salvatori primum fuerat constituta.


Lectura. VI – II Noct.

En el séptimo mes, durante la fiesta de los Tabernáculos, Salomón había realizado los ritos de consagración del antiguo Templo (1 Re 8,2 y 65); el 14 de septiembre de 335, el mismo día, Constantino había dedicado la Basílica del Santo Sepulcro, para simbolizar cómo el lugar de la Sepultura -el Martyrium- y de la Resurrección -la Anastasis- constituían el nuevo Templo de Jerusalén. La basílica romana de la Santa Cruz fue construida por la emperatriz Santa Elena para albergar las reliquias del Santo Madero tras su regreso de su viaje a Tierra Santa en 325. Fue allí donde el culto a la Cruz de Cristo se extendió por todo el mundo católico -como recuerda Dom Prosper Guéranger- perdurando hasta nuestros días. 

En 614, el rey persa Cosroes II invadió Jerusalén, destruyó la basílica constantiniana, se apoderó de la Vera Cruz y -en un gesto de impiedad que suscitó la indignación de los fieles- utilizó ese madero bendito para su propia sede. En 628, el emperador Heraclio derrotó y decapitó a Coriae, reconquistó Jerusalén, reconstruyó la basílica del Santo Sepulcro y llevó de vuelta a Bizancio - abjecto amplissimo vestitu detractisque calceis ac plebejo amictu indutus, descalzo y vestido de peregrino - las preciosas reliquias de la Santa Cruz. 

Los acontecimientos históricos -porque hablamos de historia documentada y corroborada por testimonios autorizados- que llevaron a la difusión del culto a la Cruz y a la fiesta de su Exaltación que hoy celebramos, no deben distraernos de un aspecto espiritual y sobrenatural fundamental para cada uno de nosotros. La Cruz en la que Nuestro Señor derramó su Sangre y murió por nuestra Redención ha atravesado la historia de la humanidad desde que, según la Legenda aurea del obispo dominico Jacopo da Varagine, San Miguel Arcángel ordenó a Set (hijo de Noé) que pusiera tres semillas del árbol de la vida en la boca del muerto Adán: de esas semillas brotó un árbol que Salomón había cortado para la construcción del Templo pero que no pudo utilizar y había enterrado ante el aviso de la Reina de Saba. Ese madero fue redescubierto en tiempos de Cristo y utilizado para fabricar la Cruz, recuperada más tarde por Santa Elena después de que los judíos la hubieran escondido para sustraerla a la adoración de los fieles. Como prueba de su autenticidad en comparación con aquellas en las que fueron ejecutados los ladrones, el Santo Madero resucitó a un muerto por simple contacto.

Nuestra mentalidad mundana, infectada de un racionalismo descreído que no tiene nada de científico, se siente incómoda ante la narración de acontecimientos prodigiosos que a través de los milenios unen a Adán con Cristo. Nos resulta difícil y casi vergonzoso creer un relato transmitido a través de los siglos que habla de la reina de Saba y del rey Salomón, de la humilde fe del emperador Constantino y de su madre Helena. Y es siempre la mentalidad secularizada la que nos hace sentir la Cruz como un yugo insoportable, como un signo incomprensible para el mundo, en el que la Sangre del Salvador impregna las fibras de la madera, guardando el Cuerpo santísimo del Dios encarnado clavado y desgarrado por la Pasión. A los horribles tormentos de la Cruz, la Iglesia conciliar prefirió la imagen tranquilizadora de un Cristo resucitado y exento de los dolores de la Pasión. El mundo rechaza la Cruz porque no se reconoce pecador y, por lo tanto, no acepta la Pasión redentora de Nuestro Señor. Si filius Dei es, descende de cruce (Mt 27,40): ésta es la tentación de quienes no comprenden que no hay victoria sin combate, ni triunfo de la Resurrección sin los sufrimientos de la Cruz. 

El espíritu secularizado, que ha penetrado en la Iglesia con la complicidad de una Jerarquía sin Fe y sin Caridad, ha venido a imponer esta visión horizontal que anula la Redención de Cristo, su Encarnación, su Pasión. Si “todas las religiones son un camino hacia Dios”, como afirmó blasfemamente Bergoglio hace unos días en Singapur, no hace falta un Salvador; no hace falta una Iglesia que sea en el mundo un instrumento de salvación; no hace falta un Papa que sea en la Iglesia un vínculo de unidad en la Fe. Sin embargo, este “Papa”, para quien cualquiera puede salvarse sin la Revelación de Cristo, pretende ser reconocido y obedecido por los católicos como cabeza de la Iglesia que él considera blasfemamente inútil; y en nombre de un poder usurpado se atreve incluso a excomulgar a quienes denuncian su apostasía.

Ante la Cruz nos arrodillamos con adoración el Viernes Santo, día de su Invención, y hoy, en la fiesta de su Exaltación. Lo hacemos de dos rodillas, como ante el augustísimo Sacramento: un gesto externo de adoración nos invita a contemplar esos dos maderos desnudos, que han atravesado la Historia y siguen representando el discrimen (la divisoria de aguas) de los asuntos humanos, hasta el final de los tiempos, cuando será la Cruz la que brillará en los cielos, como anticipó San Juan en el Apocalipsis (1,7). Ante la Cruz nos arrodillamos, despojándonos de nosotros mismos, como Cristo mismo se expuso a la humillación y a la oscuridad como criminal merecedor de la muerte. Y ante la Cruz deben arrodillarse todas las criaturas, cœlestium, terrestrium et infernorum (Flp 2, 10), para que el fruto de muerte que nuestros Progenitores tomaron desobedeciendo el mandato de Dios se convierta en fruto de vida eterna en el Sacrificio del nuevo Adán; un fruto madurado a lo largo de los siglos mediante la preparación en la Antigua Ley, hasta su cumplimiento en la nueva y eterna Alianza; un fruto rociado con la Sangre del Cordero Inmaculado, que nos perdona y salva al paso del ángel exterminador (Ex 12,13). Aquel Árbol de la Vida que nos causó la muerte en el Edén renace en el Gólgota como instrumento de tortura y muerte, para darnos la verdadera Vida, la vida de la Gracia, de la amistad con Dios, con la Santísima Trinidad, vida restaurada en Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre.

Volvamos, pues, a la Cruz, queridos hermanos, porque es verdaderamente spes unica, como cantamos en el antiguo himno Vexilla Regis. Es la única esperanza porque en la Cruz comprendemos la necesidad de la Pasión, en los designios de un Dios que se encarna para redimir al siervo, felix culpa. Es la única esperanza porque las alegrías, las riquezas, el éxito, el dinero, los placeres de este mundo son todos falaces y engañosos. Con ellos Satanás nos mantiene apegados a las criaturas, para impedirnos elevar nuestro espíritu al Creador; nos ata a la ficción, para que no podamos captar la realidad; nos engaña con cosas efímeras, mientras que el Señor nos concede la Gracia de entrar en la eternidad. Sólo así podemos comprender por qué algunos Santos -como san Francisco, modelo de pobreza y renuncia al mundo- fueron privilegiados por Cristo precisamente al llevar sobre sí los Estigmas de la Pasión. Esas Santas Llagas cada uno de nosotros debe tenerlas impresas místicamente en el alma, en la abnegación que tanto nos cuesta, pero que es la única que nos hace verdaderamente semejantes a Nuestro Señor. 

Si quis vult venire post me, abneget semetipsum, et tollat crucem suam quotidie et sequatur me (Lc 9, 23). La abnegación consiste en abrazar nuestra cruz y llevarla cada día, todos los días, siguiendo a Cristo hasta el Calvario. Y es nuestra cruz, es decir, la que la Providencia nos ha destinado -sea pequeña o grande- y no la que queremos elegir para nosotros, creyéndonos capaces de llevarla con nuestras propias fuerzas. Tenemos nuestra propia cruz y las gracias sobrenaturales que nos permiten no ser aplastados por ella. Esta es la prueba, el certamen que hay que afrontar, si queremos alcanzar el premio eterno y ser admitidos en la presencia de Dios. Aceptémosla como Heraclio, detractis calceis ac plebejo amictu indutus, para que despojándonos de las vestiduras de este mundo -que ineluctablemente estamos destinados a abandonar- nos revistamos con San Pablo del hombre nuevo en Cristo, in justitia et sanctitate veritatis (Ef 4, 24). Y así sea. 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

14 septiembre 2024

In Exsaltatione Sanctæ Crucis D.N.J.C.

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