jueves, 5 de septiembre de 2024

CONVERSACIONES

Si queremos saber de quién somos, si de Dios o del mundo, basta que observemos nuestras conversaciones, si son de cristianos, o de gente mundana.


X

CONVERSACIONES

Grande es el poder del demonio sobre la lengua humana, y muy diversos son los efectos de ese poder. En unos produce mudez, como en el hombre de que nos habla el Evangelio: símbolo de aquellos que por vergüenza no confiesan sus pecados, o por respeto humano dejan de confesar la fe. En otros, el demonio causa el efecto contrario, y estos se pierden por el mal uso o abuso de la lengua. Este es el tema de que quiero hablaros, y voy a demostraros que generalmente se habla de más; se habla de lo que no se debe, no se habla de Dios y, si se habla, se hace indebida e irrespetuosamente.

1. Se habla de más, lo que es un grave mal. “Sea todo hombre pronto para escuchar, pero detenido en hablar”, aconseja el apóstol Santiago (1:19). Lo que acontece es precisamente lo contrario: casi todos quieren hablar; poquísimos son los que se contentan con escuchar. Esto es un gran mal, porque “en el mucho hablar No faltará pecado” (Prov. 10:19).

El mucho hablar es ya de suyo un mal; pues es inevitable decir muchas cosas ociosas. Y si Dios pide cuenta de cada palabra ociosa, tales palabras, en consecuencia, son pecado. No serán, tal vez, pecados mortales, pero sí, ciertamente veniales, aún cuando no tengan más fin que hacer “pasar el tiempo”. ¡Qué fácilmente nos olvidamos de que el tiempo es un don preciosísimo que Dios nos da!, un don que -puede decirse- vale tanto como Dios, porque el tiempo se nos concede para ganar a Dios. ¡Y cómo desperdiciamos el tiempo en vanas e inútiles conversaciones!

2. Se habla de lo que no se debe, lo que es un mal mucho mayor. ¿De qué se habla ordinariamente?

Ante todo y sobre todo, hablamos de nosotros mismos, el Señor “Yo” ocupa siempre el primer lugar en nuestras conversaciones, -en nuestro favor, por supuesto- ¿No es un pecado de vanidad y de orgullo? Así, sin darnos cuenta, nos hacemos ridículos ante los hombres y detestables a los ojos de Dios. A cada palabra nuestra de vanidad y de orgullo, corresponde no solo una disminución de la gracia, sino también una especie de hostilidad de parte de Dios, porque “Dios resiste a los soberbios” (Sant. 4:6).

a) Hablamos mal de los demás, y con la mayor espontaneidad, cuando tratamos de alabarnos a nosotros mismos, imitación del fariseo, que al glorificarse a sí mismo despreciaba al publicano. Aún cuando sean reales las faltas atribuidas a nuestro prójimo, aún cuando sean del dominio público, y no haya, por lo tanto, calumnia ni detracción en lo que hablamos, tengamos entendido que, reales y públicas eran también las faltas que el fariseo censuraba en el publicano; y sin embargo obra mal, y el Señor no lo justificó. No solo la calumnia y la detracción son pecado; pecado es también sembrar la discordia entre hermanos, rompiendo así el vínculo de la caridad, que a todos nos debe unir En Jesucristo; pecado es usurpar la autoridad que solo a Dios y a sus legítimos representantes compete, de juzgar a los demás; pecado es poner de relieve los delitos del prójimo, callando o disminuyendo con restricción maligna sus virtudes.

b) Se habla de cosas que ofenden la santidad de las costumbres, rebajándose al nivel del habla obscena. Se teje la crónica escandalosa de todas aquellas miserias, cuyo nombre prohíbe el apóstol sea mencionado entre cristianos (Efes. 5:3). Siempre se verifica que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mat. 12:34). El que habla de torpezas seguramente tiene el corazón inmundo. La humareda siempre ha sido y será señal de fuego. ¿Y qué estragos no causan tales obscenidades en los oyentes? Basta una sola palabra para corromper para siempre el alma de un inocente.

3. No se habla de Dios, o se habla mal

a) No se habla. Mal no pequeño es no hablar nunca o rarísimas veces de Dios, de su admirable Providencia, de su Encarnación, de su gracia y de su gloria. Es un mal que, cuando todo el universo incesantemente proclama las maravillas divinas, solo el hombre, al conversar con sus semejantes, deje de entonar un himno de loor y gratitud a su Creador.

b) Se habla sin respeto ni reverencia. Pero mucho mayor mal es hablar de Dios sin respeto ni reverencia.

Todos quieren hablar de religión. Ningún hombre sensato se atreve a discutir un asunto que no ha estudiado. Los mismos Santos Padres y Doctores de la Iglesia sentían la necesidad de estudiar asiduamente y de orar incesantemente, para poder exponer de modo menos indigno las verdades eternas. Hay muchos, sin embargo, muchísimos que, sin más preparación que una instrucción elementalísima, recibida de niños y olvidada por completo en medio de los cuidados de la vida, se juzgan competentes en materia de religión, más competentes que el Cura, que los Obispos y más que el mismo Papa. Según su opinión, no se debería hablar de muerte, ni de infierno, ni de la eternidad; nada de pecados, ni de vicios; nada de Jesús crucificado. El cristianismo debería andar del brazo con el budismo y con otros falsos cultos. Para ellos, Jesús no es ya el Hijo de Dios, si no solo el rubio y bondadoso Nazareno, el bienhechor de la humanidad. Para ellos la Iglesia Católica está en un error imperdonable, al no querer seguir las leyes del progreso, y al obstinarse en pertenecer tal cual quería su Divino Fundador.

Tal es el lenguaje de muchos, lenguaje que claramente denota el grado de abyección a que han llegado esos cristianos. “El hombre será colmado de bienes conforme fueron los frutos de su boca” dice el espíritu santo (Prov. 12:14). “La boca de los impíos rebosa solo maldades” (Prov. 15:28). “El corazón de los fatuos está en su boca, y la boca de los sabios en su corazón” (Ecles. 21:29). “Esos tales son del mundo, y por eso hablan el lenguaje del mundo, y el mundo los escucha. Nosotros somos de Dios. Quién conoce a Dios nos escucha a nosotros; quien no es de Dios no nos escucha: en esto conocemos los que están animados del espíritu de verdad, y los que lo están del espíritu del error” (I Juan 4:5-6).

Si queremos saber de quién somos, si de Dios o del mundo, basta que observemos nuestras conversaciones, si son de cristianos, o de gente mundana.

BERTETTI


Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.

El problema de la felicidad (32)
El pecado de nuestra época (33)



No hay comentarios: