V
EL DEMONIO MUDO
“Otro día estaba Jesús lanzando un demonio, el cual era mudo. Y así que hubo echado al demonio, habló el mudo” (Luc. 11: 14). ¡Pobres los posesos! Felizmente ya son rarísimos los casos de posesión, merced al bendito Cristianismo, al Bautismo y a los demás Sacramentos que la Iglesia viene aplicando desde hace veinte siglos. Hombres hay sin embargo -esos casos no son raros-, cuya alma está en poder de Satanás. No solo los paganos y los herejes se hallan en tan triste esclavitud; también en el seno de la Iglesia hay quienes se hallan bajo la influencia de un demonio mudo. Voy a referirme únicamente a dos clases de católicos que enmudecieron por influencia diabólica.
1. A la primera clase pertenecen los que no adoran a Dios como es debido, los que no le alaban, los que no rezan. El deber más noble y principal de nuestra lengua es el de expresar los sentimientos de nuestra alma. Así David, abrasado en amor de Dios, inflamado en ansias de servirle, encantado por las maravillas que la naturaleza le descubría a cada paso, dio libre curso a tales sentimientos, componiendo y cantando sus magníficos Salmos. Así los ángeles cantaron jubilosos en las campiñas de Belén, comunicando a la humanidad la feliz nueva de la Encarnación de Dios Salvador. Así Pablo y sus compañeros de prisión, hacían resonar los muros de la cárcel, con los cánticos que al cielo dirigían, en alabanza del Altísimo. El mismo San Pablo exhortaba a los cristianos a que alabasen a Dios, entonando en su honor, “salmos, himnos y cánticos espirituales” (Ef. 5:19). El demonio no gusta de tales alabanzas. Si en su mano estuviera, haría enmudecer todas las lenguas, para que de este modo cesara el tributo de alabanza que a Dios continuamente se ofrece. ¡Jamás permitas que el demonio cobre poder sobre tu lengua! Usa de ella, honrando a Dios con piadosa oración y cánticos sagrados. ¡Cuán bello es el canto del pueblo en la Iglesia! ¡Cómo edifica y eleva durante la Misa, en el Via Crucis, y mientras la sagrada Bendición! Los ángeles mismos nos acompañan, cuando entonamos los bellos y tradicionales cánticos: “Alabado sea el Santísimo, Perdón , oh Dios mío, Tantum ergo, oh María”, etc. Ojalá que el pueblo jamás se olvidara de esos cánticos religiosos, entonándolos en la Iglesia y en casa. Para que un día podamos en el cielo cantar las alabanzas de Dios, es preciso que empecemos a ensayarnos en la tierra.
2. A la segunda clase de mudos pertenecen los que no quieren declarar sus pecados en la confesión. El demonio, para tenerlos más seguros en sus redes, los ata de la lengua. Solo Dios sabe cuántos posesos de esta clase hay. La falsa vergüenza sella su boca. El demonio saca partido de los mismos dones de Dios, abusando de ellos: de la alegría y del dolor, de la pobreza y de la riqueza, de la honra y de la humillación. Así también de la vergüenza, de esa defensa tan útil y sabia que Dios ha dado al hombre, saca el demonio provecho. La vergüenza es la defensora de la inocencia. La vergüenza debía detener al hombre en el camino del pecado; la vergüenza había de pararle los pies, para que no se atreviese a pisar la sangre de Dios; la vergüenza había de impedir al hombre que profanara el templo del Espíritu Santo. ¡Ojalá prevalezca en nosotros esta bendita vergüenza! ¡Ojalá tengamos siempre el valor de replicar al tentador: “Hijo soy del Señor. ¿Cómo podría cometer tamaña injusticia y pecar contra Dios? ¡Eso jamás!” ¡Qué imprudencia tan grande, avergonzarse de confesar los pecados y de enmendarse! ¿Es entonces vergonzoso adelantar en el camino de la virtud? Vergonzoso fue en David convertirse en adúltero y asesino. ¿Pero acaso fue vergonzoso el haberse arrepentido y confesado su crimen, detestando sus pecados?
Nos hallamos en el tiempo de cumplimiento pascual. Es indudable que el demonio mudo ha de procurar también enredarnos en sus mallas, para alejarnos lo más posible del confesionario. Conocemos ya sus intenciones; no nos dejemos engañar. Si somos pecadores, procuremos liberarnos de nuestras culpas por medio de una buena y sincera confesión. Si, como David, caímos, como David, levantémonos, confesemos nuestras culpas y procuremos enmendarnos. Tenga Dios piedad de nosotros, según su inmensa misericordia.
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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