sábado, 31 de agosto de 2024

¿TIENE EL ESTADO DERECHO A IMPONER LEYES?

¿Con qué autoridad un ser humano o un grupo de seres humanos puede hacer leyes que puedan ser impuestas a otra persona con la sanción de un castigo?

Por Matthew McCusker


Esta es la cuarta parte de una serie sobre la naturaleza de la verdadera libertad, basándose especialmente en la enseñanza del Papa León XIII en su carta encíclica “Sobre la libertad humana”.

La primera parte trató de la libertad natural del hombre para elegir cómo actuar. La segunda parte trató de la libertad moral por la que el hombre actúa libremente de acuerdo con su propia naturaleza. La tercera parte exploró las formas en que Dios nos ayuda con su gracia para que podamos alcanzar la libertad moral.

En esta cuarta entrega, analizamos cómo las leyes creadas por el Estado ayudan al hombre a alcanzar la verdadera libertad.

Ley humana

El hombre, observando la ley natural escrita en su corazón y cooperando con la gracia divina, puede alcanzar la libertad moral.

Sin embargo, en nuestro estado caído, nuestra capacidad de actuar de acuerdo con lo que es correcto y justo, y así alcanzar nuestros fines naturales y sobrenaturales, está inhibida por 
(a) nuestra propia oscuridad de intelecto y debilidad de voluntad y 
(b) la ignorancia y malicia de nuestros semejantes.
Por eso es necesario que exista una ley humana que, al castigar el mal, nos disuada de hacerlo y disuada también a nuestro prójimo. El fin de la ley humana es el bien común de la sociedad que regula.

León XIII enseña:
Porque lo que en cada hombre hacen la razón y la ley natural, esto mismo hace en los asociados la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. Entre estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto consiste en lo que es bueno o malo por naturaleza, añadiendo al precepto de practicar el bien y de evitar el mal la sanción conveniente [1].
Por ley humana, las autoridades legítimas de un Estado pueden castigar a sus súbditos por sus malas acciones.

De aquí surge una pregunta: ¿con qué autoridad un ser humano o un grupo de seres humanos elabora leyes que pueden ser impuestas a otra persona con la sanción de un castigo? ¿No debe el hombre estar sujeto únicamente a Dios, autor de la ley natural y de la ley divina?

La solución a esta dificultad reside en el hecho de que la verdadera ley humana deriva su fuerza vinculante de la ley natural y, por lo tanto, de la ley eterna de Dios. Cuando un hombre obedece las leyes justas del Estado, está obedeciendo principalmente a Dios, no al hombre. Y cuando el Estado castiga, está utilizando la autoridad que le ha dado Dios. Por eso enseñaba San Pablo:
Sométase toda persona a las autoridades superiores, porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas. Así que, quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, se acarrean condenación. Porque los príncipes no están para infundir temor a los que hacen el bien, sino a los que hacen el mal. ¿No temerás, pues, a la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella, porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace el mal. Por lo cual, estad sujetos por necesidad, no solamente por el castigo, sino también por causa de la conciencia. Pues para esto también pagáis los tributos, porque son servidores de Dios que sirven para este propósito (Romanos 13:1-6).
Y como enseña el Vicario de Cristo:
El origen de estas leyes no es en modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto, en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley eterna [2].
Las leyes humanas se derivan de la ley natural y nos ayudan a cumplirla. Por ejemplo, el asesinato está prohibido por la ley natural y, por lo tanto, todo hombre está obligado por su conciencia a no cometer asesinato. Las leyes humanas contra el asesinato, que amenazan a los asesinos con castigos, ayudan a disuadir a los asesinos y a proteger a los inocentes de esta violación de la ley natural. Como dice el Papa:
En esta clase de leyes la misión del legislador civil se limita a lograr, por medio de una disciplina común, la obediencia de los ciudadanos, castigando a los perversos y viciosos, para apartarlos del mal y devolverlos al bien, o para impedir, al menos, que perjudiquen a la sociedad y dañen a sus conciudadanos [3].
A veces las leyes humanas se derivan de un modo más remoto de la ley natural: 
“Existen otras disposiciones del poder civil que no proceden del derecho natural inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente, determinando una variedad de cosas que han sido reguladas por la naturaleza de un modo general y en conjunto” [4]. 
Por ejemplo:
Así, por ejemplo, la naturaleza ordena que los ciudadanos cooperen con su trabajo a la tranquilidad y prosperidad públicas. Pero la medida, el modo y el objeto de esta colaboración no están determinados por el derecho natural, sino por la prudencia humana. Estas reglas peculiares de la convivencia social, determinadas según la razón y promulgadas por la legítima potestad, constituyen el ámbito de la ley humana propiamente dicha. Esta ley ordena a todos los ciudadanos colaborar en el fin que la comunidad se propone y les prohíbe desertar de este servicio; y mientras sigue sumisa y se conforma con los preceptos de la naturaleza, esa ley conduce al bien y aparta del mal [5].
Por ejemplo, la ley natural establece que no debemos poner en peligro innecesariamente la vida de los demás, pero deja a la ley humana la regulación de la seguridad alimentaria, la seguridad vial, la seguridad en el trabajo y una miríada de otras áreas relacionadas.

Estas leyes humanas, si son justas y proporcionadas, nos ayudan a observar la ley natural y así a vivir más libremente.

Con frecuencia sucederá que la ley humana prohíbe o prescribe algo que no está específicamente prohibido o prescrito por la ley natural. Por ejemplo, respetar un límite de velocidad determinado, pagar impuestos a una determinada tasa o realizar el servicio militar obligatorio. Estas cosas pueden parecer limitaciones injustas a nuestra libertad natural de elegir cómo actuamos, una libertad propia de los seres racionales.

El padre E. Cahill SJ escribió:
Teniendo en cuenta que el fin y el propósito de la vida del hombre sólo le conciernen a él mismo y a su Creador, y que en dignidad personal todos los hombres son iguales, no hay razón en la naturaleza de las cosas por la que un hombre debería tener derecho a interferir en la libertad de acción de otro.

Por lo tanto, cada uno tiene el derecho natural de ordenar su vida a su manera, siempre que observe la ley de Dios y no viole los derechos de los demás [6].
Sin embargo, continúa:
El ejercicio de esta libertad puede limitarse cuando el bien público lo requiera; aunque tales límites no pueden aplicarse al ejercicio de derechos que sean perfectos o inalienables [7].
Explica además:
No es difícil encontrar la razón por la que, en algunos casos, la necesidad pública puede prevalecer sobre los derechos naturales. Los derechos o necesidades de la sociedad se basan en los derechos de los individuos que la componen; y cuando el derecho a la libertad de un hombre choca con los derechos colectivos de otros miembros de la comunidad, es razonable que prevalezca la reivindicación más fuerte y urgente.

Por lo tanto, aunque ninguna necesidad social puede ser lo suficientemente fuerte como para privar al individuo de derechos tales como su derecho a su propia vida (que es irrenunciable mientras sea inocente de un delito)… hay otros derechos naturales a los que se pueden establecer legítimamente limitaciones [8].
La observancia de las leyes humanas justas no es un atentado contra nuestra libertad, sino más bien una ayuda para asegurarla, pues, como enseñó León XIII:
La verdadera libertad no consiste en hacer el capricho personal de cada uno; esto provocaría una extrema confusión y una perturbación, que acabarían destruyendo al propio Estado; sino que consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual fácilmente vivir según los preceptos de la ley eterna. Y para los gobernantes la libertad no está en que manden al azar y a su capricho, proceder criminal que implicaría, al mismo tiempo, grandes daños para el Estado, sino que la eficacia de las leyes humanas consiste en su reconocida derivación de la ley eterna y en la sanción exclusiva de todo lo que está contenido en esta ley eterna, como en fuente radical de todo el derecho [9] .
Leyes justas

La ley humana está ordenada a la observancia de la ley natural y, por lo tanto, sirve a la libertad del hombre. Esto, por supuesto, implica que las leyes son justas, pues las leyes humanas injustas, de hecho, no son leyes en absoluto.

La verdadera ley, según la definición de ley dada por Santo Tomás, es “una ordenación de la razón para el bien común, hecha por quien tiene cuidado de la comunidad y promulgada” [10].

Veamos cada parte de esa definición con más detalle.

La ley como ordenación de la razón 

“La ley -afirma Santo Tomás- es una regla y medida de los actos, por la que el hombre es inducido a actuar o es impedido de actuar- por lo que -pertenece a la ley mandar y prohibir” [11].

Ya hemos visto en la primera parte de esta serie que todos los actos humanos deben estar de acuerdo con la razón [12]. Por lo tanto, las leyes que inducen al hombre a actuar o le impiden actuar también deben estar de acuerdo con la razón [13].

Si una pretendida ley humana no fuese conforme a la razón, no tendría naturaleza de ley, como dice Santo Tomás:
Para que la voluntad de lo mandado tenga naturaleza de ley, es necesario que esté de acuerdo con alguna regla de la razón [14].
Además, como se ha dicho antes, la ley humana se deriva de la ley natural, “por lo tanto, toda ley humana tiene de ley en la medida en que se deriva de la ley natural. Pero si en algún punto se aparta de la ley natural, ya no es ley, sino perversión de la ley” [15].

Una ley está ordenada al bien común 

Las leyes se ordenan siempre al bien común de la comunidad para la que se ordenan. Y el fin primario de toda ley debe ser el fin de la vida humana misma, es decir, la felicidad; “la ley debe necesariamente considerar principalmente la relación con la felicidad” [16]. Las leyes civiles llamadas “justas” son aquellas “que están adaptadas a producir y preservar la felicidad y sus partes para el cuerpo político” [17].

De aquí se sigue que todo mandato que no tenga como fin el bien común no tiene naturaleza de ley: 
Por consiguiente, puesto que la ley está ordenada principalmente al bien común, cualquier otro precepto que se refiera a alguna obra individual, debe necesariamente carecer de la naturaleza de una ley, salvo en lo que se refiere al bien común [18].
Una ley se hace por autoridad legítima 

Las leyes tienen como finalidad el bien común, por lo que sólo la comunidad en su conjunto, o quienes tienen autoridad legítima sobre toda la comunidad, pueden crear leyes. 

Santo Tomás enseña: 
Ahora bien, ordenar algo para el bien común es tarea de todo el pueblo o de alguien que es el vicerregente de todo el pueblo. Y, por lo tanto, la creación de una ley es tarea de todo el pueblo o de un personaje público que tiene a su cargo el cuidado de todo el pueblo, ya que en todas las demás materias la ordenación de algo hacia el fin corresponde a aquel a quien pertenece el fin [19].
Si una persona privada –es decir, alguien que no tiene autoridad legítima– intenta crear o hacer cumplir una ley, ésta es nula y sin valor [20] .

La fuerza de las leyes aprobadas por una autoridad legítima se ve disminuida –y quizá anulada por completo– si las leyes que aprueban son contrarias a la costumbre universal de un pueblo: 
En cierta medida, el mero cambio de la ley es de suyo perjudicial al bien común, porque la costumbre es muy útil para la observancia de las leyes, pues lo que se hace contra la costumbre general, incluso en asuntos menores, se considera grave. Por consiguiente, cuando se cambia una ley, el poder vinculante de la ley disminuye, en la medida en que se suprime la costumbre. 

Por lo cual la ley humana nunca debe ser cambiada, a menos que, de una manera u otra, el bien común sea compensado según la magnitud del daño causado a este respecto.

Tal compensación puede provenir, o bien de algún beneficio muy grande y muy evidente que confiera la nueva ley, o bien de la extrema urgencia del caso, debida a que la ley existente sea manifiestamente injusta, o bien su observancia extremadamente perjudicial. Por lo que el jurista dice que “al establecer nuevas leyes, debe haber evidencia del beneficio que se derivará, antes de apartarse de una ley que ha sido considerada justa durante mucho tiempo”. 
De hecho, la propia costumbre puede tener fuerza de ley. San Agustín dice: 
Las costumbres del pueblo de Dios y las instituciones de nuestros antepasados ​​deben ser consideradas como leyes. Y quienes desprecian las costumbres de la Iglesia deben ser castigados como quienes desobedecen la ley de Dios [21].
Además, si un pueblo es: 
Libre y capaz de hacer sus propias leyes, el consentimiento de todo el pueblo expresado por una costumbre cuenta mucho más a favor de una observancia particular que la autoridad del soberano, quien no tiene el poder de crear leyes, excepto como representante del pueblo [22].
En la mayoría de las sociedades estables, la costumbre ha sido una fuente importante de derecho, como lo es en el sistema de derecho consuetudinario inglés, que se utiliza en la mayor parte del mundo de habla inglesa.

Una ley está debidamente promulgada 

Las leyes, por su naturaleza, se hacen para el bien de una comunidad en particular, por lo que deben ser debidamente aplicadas a esa comunidad para que tengan carácter de ley. 

Santo Tomás afirma: 
Por lo tanto, para que una ley adquiera la fuerza obligatoria que le es propia, es necesario que sea aplicada a los hombres que deben regirse por ella. Esta aplicación se realiza mediante su notificación a los mismos mediante su promulgación. Por lo tanto, la promulgación es necesaria para que la ley adquiera su fuerza [23].
La forma de promulgación variará de una sociedad a otra. En la mayoría de las sociedades estables, existe una forma establecida de promulgación, por la cual todos saben cuál es la ley.

¿Tenemos que obedecer una ley injusta? 

De los apartados anteriores debería quedar claro que cuando hablamos del carácter vinculante de la ley humana, sólo hablamos de leyes justas, porque las leyes injustas no son leyes en absoluto.

En general, estamos obligados a obedecer las leyes verdaderas. Santo Tomás enseña:
Si son justas, tienen el poder de obligar en conciencia, de la ley eterna de donde se derivan, según Proverbios 8:15: 'Por mí reinan los reyes, y los legisladores decretan cosas justas' [24].
Por supuesto, habrá ciertas circunstancias en las que incluso las leyes verdaderas no serán vinculantes; por ejemplo, las leyes dejarán de ser vinculantes si su aplicación se vuelve perjudicial: 
Ahora bien, sucede a menudo que la observancia de algún punto de la ley contribuye al bien común en la mayoría de los casos, y sin embargo, en algunos casos, es muy perjudicial. Como el legislador no puede tener en cuenta todos los casos particulares, modela la ley según lo que sucede con mayor frecuencia, dirigiendo su atención al bien común. Por lo tanto, si se presenta un caso en que la observancia de esa ley sea perjudicial para el bienestar general, no debe observarse [25].
¿Pero qué pasa con las supuestas leyes que no cumplen la definición de ley verdadera descrita anteriormente? 

Santo Tomás las separa en dos categorías. 

Leyes que son contrarias a la ley divina, como una ley que ordena algo pecaminoso [26].

Leyes que son contrarias a un bien humano, pero que no ordenan algo intrínsecamente malo.

Las leyes que mandan algo intrínsecamente malo, enseña Santo Tomás, “no deben ser observadas en ningún caso, porque, como se afirma en Hechos 5:29, 'es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres'” [27].

Las leyes que son contrarias a un bien humano, pero no intrínsecamente malas, son también injustas y “una ley que no es justa parece no ser ley en absoluto”. Estas leyes son, de hecho, “actos de violencia más que leyes”. Por consiguiente, “tales leyes no obligan en conciencia”, excepto quizás en ciertas circunstancias individuales, “para evitar escándalo o disturbios” [28].

Como enseñó el Papa León XIII:
Con suma sabiduría lo ha expresado San Agustín: “Creo que se puede ver que nada hay justo y legítimo en la ley temporal que no lo hayan tomado los hombres de la ley eterna”. Si, por consiguiente, tenemos una ley establecida por una autoridad cualquiera, y esta ley es contraria a la recta razón y perniciosa para el Estado, su fuerza legal es nula, porque no es norma de justicia y porque aparta a los hombres del bien para el que ha sido establecido el Estado [29].

Y la justicia de las leyes es resultado de su derivación de la ley eterna de Dios:
Por lo tanto, la naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el campo en que la consideremos, en los particulares o en la comunidad, en los gobernantes o en los gobernados, incluye la necesidad de obedecer a una razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios imponiendo sus mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo dominio de Dios sobre los hombres está tan lejos de suprimir o debilitar siquiera la libertad humana, que lo que hace es precisamente todo lo contrario: defenderla y perfeccionarla; porque la perfección verdadera de todo ser creado consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora bien: el fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el mismo Dios [30].
Conclusión

Hemos visto en este artículo que es necesario, tanto para el bien del individuo como para el de la sociedad, que existan leyes humanas. La obediencia a estas leyes es una ayuda para alcanzar la libertad moral y nos protege de que nuestra libertad de acción se vea indebidamente inhibida por la ignorancia y la malicia de nuestro prójimo. Si el Estado intentara imponer leyes injustas, éstas no tendrían fuerza vinculante.

En las próximas entregas de esta serie, analizaremos algunas de las mayores amenazas a la libertad en el mundo moderno, identificadas por el Papa León XIII, empezando por el error del liberalismo.


Referencias:

1) León XIII, Libertas, n.º 7.

2) León XIII, Libertas, n.º 7.

3) León XIII, Libertas, n.º 7.

4) León XIII, Libertas, n.º 7.

5) León XIII, Libertas, n.º 7.

6) Rev. E Cahill SJ, The Framework of a Christian State (El marco de un Estado cristiano), (Dublín, 1932), págs. 311-12.

7) Rev. E Cahill SJ, The Framework of a Christian State (El marco de un Estado cristiano), (Dublín, 1932), págs. 311-12.

8) Rev. E Cahill SJ, The Framework of a Christian State (El marco de un Estado cristiano), (Dublín, 1932), pág. 312.

9) León XIII, Libertas, n.º 7.

10) Santo Tomás de Aquino,  Summa Theologica, II. I q.90 a.4.

11) S T II. I q.90 a. 1 .

12) ST II. I q. 1 a. 1 .

13) ST II. I p. 90 a. 1 .

14) ST II. I p. 90 a. 1 .

15) ST II. I p. 90 a. 1 .

16) ST II. I p. 90 a. 2 .

17) ST II. I p. 90 a. 2 .

18) ST II. I p. 90 a. 2 .

19) ST II. I p. 90 a. 3 .

20) ST II. I p. 90 a. 3 .

21) ST II. I p. 97 a. 3 .

22) ST II. I p. 90 a. 4 .

23) ST II. I p. 90 a. 4 .

24) ST II. I pág. 96 a.

25) ST II. I p. 96 a . 6 .

26) ST II. I pág. 96 a . 4 .

27) ST II. I pág. 96 a . 4 .

28) ST II. I pág. 96 a . 4 .

29) León XIII, Libertas, n.º 7.

30) León XIII, Libertas, n.º 8.


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