lunes, 26 de agosto de 2024

FRANCISCO CONDUCE LAS ALMAS A LA ESCLAVITUD MORAL Y A LA MUERTE ETERNA

La enseñanza de la Iglesia Católica conduce a la libertad moral. La enseñanza de Francisco conduce a la esclavitud moral.

Por Matthew McCusker


Esta es la tercera parte de una serie sobre la naturaleza de la verdadera libertad, basándose especialmente en las enseñanzas del Papa León XIII en su carta encíclica Sobre la libertad humana.

En la primera parte se explica la libertad natural del hombre y en la segunda se explica que podemos alcanzar la libertad moral observando la ley natural que Dios ha escrito en nuestros corazones. En esta tercera parte exploraremos cómo Dios nos ayuda a observar la ley moral por medio de la ley divina y con la ayuda de su gracia.

Nuestra conciencia, como hemos visto anteriormente, es el juicio de nuestro intelecto práctico sobre si una acción debe realizarse u omitirse. Nuestra conciencia juzga según los primeros principios de la razón práctica, que se llaman sindéresis. La sindéresis es un hábito natural que Dios ha puesto en nosotros. Esto es lo que quiere decir san Pablo cuando habla de la “obra de la ley escrita en sus corazones, y de la cual da testimonio su conciencia” (Rm 2,15).

Por lo tanto, con razón se considera que la conciencia es, como lo expresó el cardenal Newman, “la voz de Dios en la naturaleza y el corazón del hombre, a diferencia de la voz de la Revelación” [1].

Continúa:
La conciencia es el Vicario original de Cristo, profeta en sus informaciones, monarca en su perentoriedad, sacerdote en sus bendiciones y anatemas, y, aunque el sacerdocio eterno en toda la Iglesia pudiese dejar de existir, en ella permanecería y tendría imperio el principio sacerdotal [2].
Esta sorprendente afirmación nos hace comprender el origen divino de la ley natural que está en nosotros. Sin embargo, la referencia a la conciencia como el Vicario original de Cristo nos hace pensar que hay otro Vicario de Cristo que proclama la ley moral. Existe una ley externa así como una ley interna.

Expliqué en el artículo anterior que Dios gobierna todas las cosas por su ley eterna, y que la ley eterna, tal como está impresa en las criaturas racionales, se llama ley natural.

Pero para ayudarnos a conocer mejor las exigencias de la moral, Dios ha revelado también a su Iglesia la ley moral, a la que llamamos ley divina.

La ley divina

Nuestra razón natural puede juzgar correctamente lo que debemos hacer o dejar de hacer, aplicando los primeros principios de la razón práctica a la situación concreta en la que debemos decidir cómo actuar. Sin embargo, en nuestro estado caído, y sujetos a la influencia de otros hombres y mujeres caídos, nuestros juicios estarán muy a menudo distorsionados por la ignorancia o la malicia.

No se trata de un defecto de nuestra naturaleza humana, creada por Dios, ni de la ley grabada en nosotros por Dios. Es más bien una consecuencia del pecado de nuestros primeros padres, el pecado original que nos privó de la integración que nos es propia. A las consecuencias del pecado original se suman nuestros propios pecados y los de los demás, que tienen sus efectos sobre nosotros.

Para ayudarnos a observar la ley moral, Dios la ha revelado directamente a su Iglesia, que la enseña de manera autorizada e infalible a cada generación. Existe, pues, una fuente externa de ley moral que nos ayuda y nos fortalece en el cumplimiento de la ley que encontramos en nuestra propia naturaleza. Como ambas leyes tienen su origen en Dios, no hay contradicción en los principios morales que contienen.

Pero hay otra razón por la que Dios nos ha revelado una ley moral. La moral no sólo concierne al orden natural, sino también al sobrenatural. Por ejemplo, el hombre sabe por naturaleza que debe adorar al Creador, pero sólo por revelación divina puede saber que Dios quiere que su Iglesia lo adore ofreciendo el Santo Sacrificio de la Misa. El hombre sabe por naturaleza que debe arrepentirse de sus malas acciones, pero sólo por revelación divina puede saber cómo buscar el perdón en el Sacramento de la Penitencia, y así sucesivamente.

Por lo tanto, Dios necesitaba revelar una ley divina que nos guiara en la realización de actos que pertenecen a la vida sobrenatural de la gracia.

La ciencia que trata de la moral tal como puede ser conocida por la razón natural se llama ética; la ciencia que trata de la moral tal como puede ser conocida por la revelación divina se llama teología moral.

En la Summa Theologica, Santo Tomás de Aquino explica con más detalle los puntos anteriores:
Además de la ley natural y humana, era necesario que para la dirección de la conducta humana existiera una ley divina [3].
Continúa:
En primer lugar, porque la ley es la que ordena al hombre a realizar sus actos propios en vista de su fin último. Y, en efecto, si el hombre no estuviese ordenado a otro fin que el que es proporcionado a su facultad natural, no habría necesidad de que el hombre tuviese otra dirección de la parte de su razón, además de la ley natural y de la ley humana que se deriva de ella. Pero, puesto que el hombre está ordenado a un fin de felicidad eterna que es desproporcionado a su facultad natural, como dijimos antes (I-II, 5, 5), era necesario que, además de la ley natural y de la ley humana, el hombre fuese ordenado a su fin por una ley dada por Dios [4].
La segunda razón de Santo Tomás es la siguiente:
En segundo lugar, porque, a causa de la incertidumbre del juicio humano, sobre todo en lo contingente y particular, diversos hombres juzgan de modo distinto los actos humanos, de donde resultan también leyes diferentes y contrarias. Por lo tanto, para que el hombre supiera sin duda alguna lo que debía hacer y lo que debía evitar, era necesario que el hombre se orientara en sus actos propios por una ley dada por Dios, pues es cierto que tal ley no puede errar [5].
Santo Tomás explica también que la ley divina remedia algunas de las limitaciones de la ley humana. Trataré estos puntos en la próxima entrega de esta serie, que tratará de la relación entre la libertad y la ley humana.

Aquí basta señalar que la ley divina ayuda al hombre a alcanzar la libertad moral, haciéndole claros los requisitos de la ley moral y dirigiéndolo en asuntos relacionados con el orden sobrenatural.

El Papa León XIII expresó esta doctrina de la siguiente manera:
La Iglesia, aleccionada con las enseñanzas y con los ejemplos de su divino Fundador, ha defendido y propagado por todas partes estos preceptos de profunda y verdadera doctrina, conocidos incluso por la sola luz de la razón. Nunca ha cesado la Iglesia de medir con ellos su misión y de educar en ellos a los pueblos cristianos [6].
Y la ley cristiana, al tratar del fin sobrenatural del hombre, supera todos los sistemas éticos de los antiguos, cualquiera que sea su valor. El Papa enseñó:
En lo tocante a la moral, la ley evangélica no sólo supera con mucho a toda la sabiduría pagana, sino que además llama abiertamente al hombre y le capacita para una santidad desconocida en la antigüedad, y, acercándolo más a Dios, le pone en posesión de una libertad más perfecta [7] .
La asistencia de la gracia divina

La ley natural y la ley divina nos dan el conocimiento de cómo actuar de acuerdo con la razón y alcanzar la libertad moral. Sin embargo, seguimos siendo débiles y nos resulta difícil observar la ley moral. Es imposible evitar todo pecado con nuestras propias fuerzas naturales. Sin embargo, nuestro Señor manda:
“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
¿Cómo se pueden conciliar estas dos afirmaciones?

La solución es que el pecado puede evitarse, no por las propias fuerzas del hombre, sino mediante la cooperación con la gracia divina. Esta gracia debe buscarse y obtenerse mediante la oración y la recepción de los Sacramentos.

El Concilio de Trento, ejerciendo su infalible autoridad docente, condenó la doctrina de que el hombre no podía evitar cometer pecado:
Pero nadie, por muy justificado que sea, debe considerarse exento de la observancia de los mandamientos; nadie debe hacer uso de aquella temeraria frase, prohibida por los Padres bajo anatema, de que la observancia de los mandamientos de Dios es imposible para quien está justificado [8].
Dios nos dará su gracia para ayudarnos a permanecer libres del pecado, pero debemos hacer nuestra parte para cooperar con él. El Concilio enseñó:
Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar, te amonesta a hacer lo que puedes y a pedir lo que no puedes, y te ayuda para que puedas hacerlo; sus mandamientos no son pesados, su yugo es suave y su carga ligera. Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo; pero los que lo aman, guardan sus mandamientos, como Él mismo lo atestigua; lo cual, sin duda, con la ayuda divina, pueden hacer [9].
Y continúa:
Porque Dios no abandona a los que una vez fueron justificados por su gracia, a menos que él mismo sea primero abandonado por ellos [10].
La gracia de Dios se nos da para ayudarnos a seguir la ley moral. El Papa León XIII enseñó:
A esta regla de nuestras acciones, a este freno del pecado, la bondad divina ha añadido ciertos auxilios especiales, aptísimos para dirigir y confirmar la voluntad del hombre. El principal y más eficaz auxilio de todos estos socorros es la gracia divina, la cual, iluminando el entendimiento y robusteciendo e impulsando la voluntad hacia el bien moral, facilita y asegura al mismo tiempo, con saludable constancia, el ejercicio de nuestra libertad natural [11].
Esta gracia nos ayuda a ser verdaderamente libres y no limita en ningún modo nuestra libertad. El Papa explica:
Es totalmente errónea la afirmación de que las mociones de la voluntad, a causa de esta intervención divina, son menos libres. Porque la influencia de la gracia divina alcanza las profundidades más íntimas del hombre y se armoniza con las tendencias naturales de éste, porque la gracia nace de aquel que es autor de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad y mueve todos los seres de un modo adecuado a la naturaleza de cada uno.

Como advierte el Doctor Angélico, la gracia divina, por proceder del Creador de la Naturaleza, está admirablemente capacitada para defender todas las naturalezas individuales y para conservar sus caracteres, sus facultades y su eficacia [12].
Con la ayuda de la gracia divina, el hombre puede alcanzar la libertad moral, sin que su libertad natural quede limitada de ningún modo.

Amoris Laetitia

La enseñanza infalible e irreformable de la Iglesia Católica sobre la asistencia divina de la gracia para evitar el pecado es contradicha directamente por Francisco en su documento Amoris Laetitia.

El párrafo 301 de dicho documento establece:
Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad para comprender “los valores inherentes a la norma” o puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa [13].
El significado claro de este pasaje es que hay ocasiones en las que es imposible evitar cometer pecado. Sin embargo, no hay situaciones concretas en las que el pecado sea inevitable. Dios siempre da la gracia a quienes cooperan con Él. El Concilio de Trento, como vimos anteriormente, define específicamente que:
Nadie, por muy justificado que sea, debe considerarse exento de la observancia de los mandamientos; nadie debe hacer uso de aquel dicho temerario, prohibido por los Padres bajo anatema, de que la observancia de los mandamientos de Dios es imposible para quien está justificado.

Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar, te amonesta a hacer lo que puedes y a orar por lo que no puedes, y te ayuda para que puedas ser capaz [14].
No es posible asentir al mismo tiempo a la enseñanza de la Iglesia Católica y a la posición expresada por Francisco.

Estamos en presencia de dos reglas de fe, y la adhesión a una excluye la adhesión a la otra. Se puede seguir la enseñanza propuesta infaliblemente por el Magisterio de la Iglesia Católica, o se puede seguir la enseñanza de Amoris Laetitia, propuesta por Francisco.

La enseñanza de la Iglesia Católica lleva a los hombres y mujeres a buscar la ayuda de Dios y, a través de la oración y los Sacramentos, alcanzar la verdadera libertad aquí en la tierra y la felicidad perfecta para siempre en el Cielo.

La enseñanza de Francisco lleva a hombres y mujeres a permanecer esclavos del pecado y, en última instancia, a sufrir las agonías eternas del infierno.

La enseñanza de la Iglesia Católica presenta a Dios como un Padre amoroso, siempre dispuesto a ayudar a sus hijos a alcanzar su plena dignidad y a llevar una vida de libertad, cuyo fin es la felicidad.

La enseñanza de Francisco presenta a Dios como alguien que carece tanto del poder como del deseo de ayudarnos y presenta a los seres humanos como inevitablemente atrapados en un ciclo de pecado y vicio.

La enseñanza de la Iglesia Católica conduce a la libertad moral. La enseñanza de Francisco conduce a la esclavitud moral.

Conclusión

En este artículo y en el anterior hemos visto que la libertad moral puede ser alcanzada por los seres humanos mediante:
● Seguir la propia conciencia, que juzga cómo debemos actuar según la ley natural, que es una regla interna de conducta moral, grabada por Dios en nuestros corazones.

● Siguiendo la ley divina, que proporciona una regla externa de conducta moral y nos dirige en aquellos actos que pertenecen a nuestro destino sobrenatural.

● Cooperar con la gracia divina, especialmente buscando la ayuda de Dios mediante la oración y los Sacramentos.
El hombre que tiene libertad moral es, en el sentido más importante de la palabra, libre. Sigue siendo libre, incluso en prisión o bajo persecución, porque vive de acuerdo con su propia naturaleza y la ley del Dios que lo creó. Un esclavo puede poseer libertad moral, mientras que su amo permanece esclavizado por el pecado.

Sin embargo, también utilizamos la palabra libertad en un sentido más amplio. Hablamos de que el hombre es “libre” en relación con su prójimo y con el Estado. En nuestra próxima entrega nos ocuparemos de este aspecto de la libertad.

Notas:

1) Newman, Letter to the Duke of Norfolk (Carta al duque de Norfolk), publicada en Certain Difficulties Felt by Anglicans in Catholic Teaching Volume II, (Londres, 1900), pág. 247.

2) Newman, “Letter...”, pág. 248

3) ST II:I q.91 a.4.

4) ST II:I q.91 a.4.

5) ST II:I q.91 a.4.

6) Papa León XIII, Libertas, núm. 9.

7) Papa León XIII, Libertas, n.º 12.

8) Concilio de Trento, Sesión 8, Decreto sobre la Justificación.

9) Concilio de Trento, Sesión 8, Decreto sobre la Justificación.

10) Concilio de Trento, Sesión 8, Decreto sobre la Justificación.

11) Papa León XIII, Libertas, n.º 6.

12) Papa León XIII, Libertas, n.º 6.

13) Francisco, Amoris Laetitia, n.° 301

14) Concilio de Trento, Sesión 8, Decreto sobre la Justificación.


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