martes, 17 de septiembre de 2024

LA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA Y EL ESTADO ES UN PECADO: HE AQUÍ POR QUÉ

Muchos de nosotros crecimos bajo sistemas políticos que consagran la separación de la Iglesia y el Estado. Pero, como veremos, la Iglesia Católica repudia esta idea.

Por Matthew McCusker


Esta es la sexta parte de una serie sobre la verdadera naturaleza de la libertad humana. 

La  primera parte  trató sobre la libertad natural del hombre, por la cual es libre de elegir cómo actuar. La  segunda parte  examinó la libertad moral, por la cual el hombre actúa libremente de acuerdo con su propia naturaleza. La  tercera parte  exploró las formas en que Dios nos ayuda para que podamos alcanzar la libertad moral. La  cuarta parte  explicó cómo las leyes hechas por el estado pueden ayudar al hombre a alcanzar la verdadera libertad. La quinta parte trató sobre la naturaleza del liberalismo y su incompatibilidad con la fe católica.


El título de este artículo refleja la enseñanza de la Iglesia Católica tal como nos la transmitieron los Romanos Pontífices. Esta enseñanza ha sido explicada con particular claridad y detalle por el Papa León XIII en su carta encíclica Immortale Dei, “Sobre la constitución cristiana de los Estados”, y en Libertas, “Sobre la libertad humana”.

Redescubrir esta doctrina nos ayudará a entender muchos de los problemas que enfrenta el Occidente moderno. Sabemos que algo ha ido muy mal en nuestra sociedad: el aborto, la redefinición del matrimonio, el transgenerismo, la espiral de criminalidad, las crecientes tasas de suicidio, las guerras interminables y muchos otros síntomas de una civilización en rápido colapso.

Esto, según los Papas, es lo que inevitablemente le sucede a una sociedad que intenta vivir sin Dios y sin la revelación divina que Él ha confiado a su Iglesia.

La afirmación hecha en el titular, de que “la separación de la Iglesia y el Estado es un pecado”, se deriva de la enseñanza del Papa León XIII, quien escribió:

Así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la Religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la Religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas [1].

Continúa:
El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por lo tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la Religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos [2].
Hoy en día muchas personas, incluidas algunas que desean sinceramente ser católicas, rechazan esta doctrina.

Insisten en que, si bien como individuos y familias están obligados a seguir la ley de Dios y practicar la verdadera religión, el Estado puede, y tal vez deba, ser neutral en materia de religión.

La doctrina que León XIII consideraba manifiestamente absurda, es algo que hoy muchos consideran manifiestamente bueno.


La distinción adecuada entre Iglesia y Estado

Hay una distinción adecuada y necesaria entre Iglesia y Estado.

“Dios -enseña el Papa León XIII- ha repartido, por lo tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos” [3].

Las autoridades civiles utilizan medios naturales para lograr el fin de la felicidad natural de sus súbditos. Las autoridades eclesiásticas utilizan medios sobrenaturales para lograr el fin de la felicidad sobrenatural de toda la humanidad.

El Papa explica más detalladamente:
Ambas potestades son soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad [4].
Tanto la Iglesia como el Estado tienen su origen en Dios y deben cooperar armoniosamente entre sí en el desempeño de su propia labor en beneficio de quienes están sujetos a ellos.

Y aunque son dos sociedades distintas, cada una con fines, medios y autoridades diferentes, están unidas por sus miembros. Todos los miembros de la Iglesia son también miembros de un Estado [5]. Y es esta pertenencia conjunta la que conduce a una unidad necesaria entre Iglesia y Estado.

El Santo Padre enseña:
Para determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho, otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio, la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios [6].
La Iglesia y el Estado son sociedades distintas, pero pueden estar unidos por sus miembros. Las siguientes secciones exploran la naturaleza de esta unidad con más profundidad.
Lo que estamos obligados a hacer como individuos, estamos obligados a hacerlo como colectivo.

Los seres humanos son animales racionales. Como escribió Aristóteles, “todos los hombres, por naturaleza, desean saber”. [7]. La reflexión sobre el mundo que nos rodea nos lleva a saber que Dios existe y que la razón nos dice que a ese Dios hay que adorarlo. Existe la obligación de aceptar el Evangelio una vez que lo hemos oído predicar. La gravedad de esta obligación la dejó clara Nuestro Señor mismo: 
Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado (Mc 16:15-16)
Todo ser humano debe creer en Dios, aceptar el Evangelio de Jesucristo y vivir conforme a él. Esa obligación no cesa cuando nos reunimos como individuos. Esto se ve muy claramente en la vida familiar. Las familias católicas rezan juntas, tienen imágenes religiosas en sus hogares y crían a sus hijos en la Fe Católica. Nadie defiende que las familias deban ser “laicas” aunque sus miembros sean 
individualmente católicos.

Muchas otras sociedades también tienen un carácter católico por sus miembros católicos: hay escuelas católicas, orfanatos católicos, hospitales católicos, etc. Cuando los católicos individuales se unen, forman sociedades católicas.

La Iglesia Católica enseña que cuando los católicos se reúnen para formar un Estado, éste también debe tener un carácter católico. Y así como todos los hombres y mujeres están obligados a creer en Dios y a recibir el Evangelio, también todos los Estados están obligados a reconocer públicamente a Dios y la verdad de la Religión Católica. El deber de los Estados se desprende lógicamente del deber de los individuos.

El Papa León XIII enseña:
La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil [8].
Esto se debe a que:
Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes [9].
“Así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la Religión” [10].
Y el Estado no puede elegir una religión para sí mismo, sino que está obligado a adherir a aquella religión que es verdadera:
No la [religión] que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la Religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere” [11].
Y sólo hay una religión que Dios ha demostrado que es verdadera, como lo deja claro el Papa:
Todo hombre de juicio sincero y prudente ve con facilidad cuál es la Religión Verdadera. Multitud de argumentos eficaces, como son el cumplimiento real de las profecías, el gran número de milagros, la rápida propagación de la fe, aun en medio de poderes enemigos y de dificultades insuperables, el testimonio de los mártires y otros muchos parecidos, demuestran que la única Religión Verdadera es aquella que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia para conservarla y para propagarla por todo el tiempo [12].
Y continuó:
El Hijo Unigénito de Dios estableció en la tierra una sociedad llamada Iglesia, y le entregó el excelso y divino oficio que había recibido de su Padre, para que lo continuara por los siglos venideros. “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (1 Co 1, 10). “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del mundo” (1 Co 1, 11). Por consiguiente, como Jesucristo vino al mundo para que los hombres “tengan vida y la tengan en abundancia”, así también la Iglesia tiene por fin y meta la salvación eterna de las almas, y por eso está constituida de tal manera que abre sus brazos a toda la humanidad, sin que le impida ningún límite de tiempo o de lugar. “Predicad el Evangelio a toda criatura” (1 Co 1, 14) [13]
Por lo tanto, “es obligación grave de las autoridades”  el “favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes” y “no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los gobernantes también a sus ciudadanos” [14].

La felicidad del pueblo exige que el Estado profese la verdadera religión

El fin último del ser humano es alcanzar la visión eterna de Dios en el Cielo. En esto reside la verdadera felicidad del hombre. El Papa León XIII enseña:
Porque todos los hombres hemos nacido y hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida [15].
La Iglesia es la sociedad sobrenatural perfecta que posee los medios sobrenaturales para santificar las almas y conducirlas al cielo. El Estado tiene como fin propio la felicidad natural de los súbditos. Pero esto no significa que el Estado pueda ser indiferente al fin último de sus súbditos, como tampoco pueden serlo otras sociedades como las familias, las escuelas y los hospitales. Como dejó claro el Papa:

Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por lo tanto, es necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean [16].

Por lo tanto, el Estado debe “procurar una inviolable y santa observancia de la Religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios
” [17].

En Libertas, León XIII escribe:
Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien: en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por esta razón, los que en el gobierno de Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza [18] .
El reverendo Denis Fahey, escribiendo en 1944, amplió este aspecto de la doctrina:
La política es la ciencia que tiene por objeto la organización del Estado en vista del bien común completo de los ciudadanos en el orden natural y de los medios que conducen a él. Pero como el fin último del hombre no es meramente natural, el Estado, encargado del orden social temporal, debe obrar siempre de modo que no sólo no impida, sino que favorezca la consecución del fin supremo del hombre, la visión de Dios en tres divinas Personas.

Por lo tanto, el pensamiento y la acción política en un Estado ordenado respetarán la jurisdicción y la guía de la Iglesia Católica, Guardiana del orden moral divinamente instituida, recordando que lo que es moralmente malo no puede ser políticamente bueno. Así, los que tienen autoridad tenderán siempre al Bien Común natural o temporal, de la manera más adecuada para favorecer la vida familiar, con vistas al desarrollo de la verdadera personalidad, en y a través del Cuerpo Místico de Cristo [19].
La Iglesia es una sociedad más elevada que el Estado

La Iglesia no tiene jurisdicción sobre el Estado como tal, y sus autoridades no pueden interferir en las operaciones propias del Estado, pero, no obstante, tiene la “autoridad más alta” de las dos. Tiene el poder y el derecho “con libertad” y “sin trabas” de llevar a cabo su misión, como explica León XIII:
Esta sociedad, aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. Por lo tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil [20].
Continúa:
Jesucristo ha dado a sus apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles tanto el poder legislativo como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado”. Y en otro texto: “Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia”. Y todavía: “Prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia”. Y aún más: “Emplee yo con severidad la autoridad que el Señor me confirió para edificar, no para destruir”[21].
Es necesario que la Iglesia de Cristo posea esta autoridad irrestricta porque:
Por lo tanto, no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar y definir en las cosas tocantes a la Religión, de enseñar a todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del cristianismo; en una palabra: de gobernar la cristiandad, según su propio criterio, con libertad y sin trabas [22].
El Estado no puede jamás tener autoridad alguna sobre la Iglesia como tal, aunque tenga autoridad sobre sus miembros en materia civil. El Estado no tiene derecho a interferir en las operaciones propias de la Iglesia y no puede obstaculizarlas de ninguna manera. El Papa enseña:
La Iglesia no ha cesado nunca de reivindicar para sí ni de ejercer públicamente esta autoridad completa en sí misma y jurídicamente perfecta, atacada desde hace mucho tiempo por una filosofía aduladora de los poderes políticos. Han sido los apóstoles los primeros en defenderla. A los príncipes de la sinagoga, que les prohibían predicar la doctrina evangélica, respondían los apóstoles con firmeza: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres [23].
Esta autoridad, observó el Papa, ha sido sostenida por los “razonamientos sólidos” de los “Santos Padres de la Iglesia” y “los Romanos Pontífices, con invicta constancia de ánimo, no han cesado jamás de reivindicar esta autoridad frente a los agresores de ella” [24].

También lo han reconocido con frecuencia los propios gobernantes:
Más aún: los mismos príncipes y gobernantes de los Estados han reconocido, de hecho y de derecho, esta autoridad, al tratar con la Iglesia como con un legítimo poder soberano, ya por medios de convenios y concordatos, ya con el envío y aceptación de embajadores, ya con el mutuo intercambio de otros buenos oficios [25].
Conflictos entre la Iglesia y el Estado

La Iglesia y el Estado comparten miembros y por lo tanto, es posible un choque entre sus respectivos mandos . En Immortale Dei el Santo Padre escribe:
De donde resulta una esfera determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte, puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la competencia y jurisdicción de ambos poderes, es necesario que Dios, origen de uno y otro, haya establecido en su providencia un orden recto de composición entre las actividades respectivas de uno y otro poder [26].
Y en Libertas repite:
hemos subrayado más de una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder religioso, aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas funciones, encontrarse algunas veces [27].
Continúa:
En esta convergencia de poderes, el conflicto sería absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la voluntad divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un procedimiento para evitar los motivos de disputas y luchas y para establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha sido comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida [28].
Se deben evitar tales choques, respetando cada sociedad la esfera propia de la otra, pero en los casos en que el Estado ordena algo contrario a la ley o a la enseñanza de la Iglesia, es a la Iglesia a la que se debe obedecer, pues “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29).

Las autoridades civiles deben ceder a la autoridad de la Iglesia en todo lo que pertenece a su propia esfera, incluida la conformidad con todas y cada una de sus enseñanzas sobre la fe y la moral.

La auténtica unión de la Iglesia y el Estado es beneficiosa para ambos

La Iglesia Católica respeta y defiende de tal manera la autoridad legítima del Estado y sus orígenes divinos que:
La constitución del Estado [...] no menoscaba ni desdora la verdadera dignidad de los gobernantes. Y está tan lejos de mermar los derechos de la autoridad, que antes, por el contrario, los engrandece y consolida [29].
Si la Iglesia y el Estado cooperan entre sí, ambos alcanzarán más fácilmente sus respectivos fines:
Si se examina a fondo el asunto, la constitución expuesta presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente. Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin [30].
La institución de la familia también se beneficiará:
La sociedad doméstica encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son regulados con toda justicia y equidad. El honor debido a la mujer es salvaguardado. La autoridad del marido se configura según el modelo de la autoridad de Dios. La patria potestad queda moderada de acuerdo con la dignidad de la esposa y de los hijos. Por último, se provee con acierto a la seguridad, al mantenimiento y a la educación de la prole [31].
Y la unión de la Iglesia y el Estado es la mejor manera de garantizar leyes justas y su aplicación equitativa:
En la esfera política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y frenada para que ni se aparte de la justicia ni degenere en abusos del poder. La obediencia de los ciudadanos tiene como compañera inseparable una honrosa dignidad, porque no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que ejerce su poder por medio de los hombres [32].
Cuando los hombres y las mujeres vean que son gobernados con justicia, respetarán y honrarán a sus gobernantes a cambio, y habrá paz social:
Tan pronto como arraiga esta convicción en la sociedad, entienden los ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad pública, el rechazo de toda sedición y la observancia religiosa de la constitución del Estado [33].
Finalmente, en tal estado, cada aspecto de la vida y la conducta del hombre se eleva mediante la práctica de la verdadera religión :
Se imponen también como obligatorias la mutua caridad, la benignidad, la liberalidad. No queda dividido el hombre, que es ciudadano y cristiano al mismo tiempo, con preceptos contradictorios entre sí. En resumen: todos los grandes bienes con que la Religión Cristiana enriquece abundante y espontáneamente la misma vida mortal de los hombres quedan asegurados a la comunidad y al Estado [34].
Por lo tanto, “puede decirse con sobria verdad” que:
De donde se desprende la evidencia de aquella sentencia: “El destino del Estado depende del culto que se da a Dios. Entre éste y aquél existe un estrecho e íntimo parentesco” [35].
La gloria de la cristiandad

La visión del Estado cristiano propuesta por León XIII no es una fantasía idealista. Se realizó en gran medida, aunque siempre de manera imperfecta, en la composición de individuos católicos, familias católicas y Estados católicos, que llamamos cristiandad. El Sumo Pontífice escribe:
Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La Religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la Religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones [36].
Si la Iglesia y el Estado hubieran permanecido unidos, “habríamos conservado también hoy todos estos mismos bienes”, incluso se podrían haber esperado “mayores bienes” porque
Cuando el imperio y el sacerdocio viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos la discordia, no sólo no crecen los pequeños brotes, sino que incluso las mismas grandes instituciones perecen miserablemente [37].

Pero, trágicamente, la unidad de la cristiandad occidental fue rota, primero por el protestantismo y luego por el ascenso del liberalismo:
Sin embargo, el pernicioso y deplorable afán de novedades promovido en el siglo XVI, después de turbar primeramente a la Religión Cristiana, vino a trastornar como consecuencia obligada la filosofía, y de ésta pasó a alterar todos los órdenes de la sociedad civil. A esta fuente hay que remontar el origen de los principios modernos de una libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del siglo pasado y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces y contrario en muchas de sus tesis no solamente al derecho cristiano, sino incluso también al derecho natural [38].
Como consecuencia:
Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo [39].
Las deplorables consecuencias de semejante estado son cada vez más evidentes para todos. Pero no se encontrará ninguna solución hasta que los hombres reconozcan nuevamente a Jesucristo como Rey y lo honren y obedezcan, como individuos, como familias y como estados. Porque, como enseñó el Papa Pío XI:
Proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador

Exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el Reino de Cristo [40].

Referencias:

1) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
2) Papa León XIII, 
Immortale Dei, n.º 3.
3
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 6.
4
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 6.
5
) Aunque, por supuesto, puede ser que no todos los miembros de un Estado sean miembros de la Iglesia.
6
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 6.
7
) Aristóteles,  Metafísica, Libro I, Parte I, trad. WD Ross.
8
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
9) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
10
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
11
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
12
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 4 .
13
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 5.
14
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
15
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
16
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
17
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 3.
18
) Papa León XIII, Libertas, n.º 14.
19
) Rev. Denis Fahey, Money Manipulation and Social Order  (Manipulación del dinero y orden social), (Dublín, 1944), pág. 8.
20
) Papa León XIII, Immortale Dei, núm. 5.
21
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 5.
22
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 5.
23
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 5.
24
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 5.
25
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 5.
26
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 6.
27
) Papa León XIII, Libertas, n.º 14.
28
) Papa León XIII, Libertas, n.º 14.
29
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
30
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
31
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
32
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
33
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
34
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
35
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 8.
36
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 9.
37
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 9.
38
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 10.
39
) Papa León XIII, Immortale Dei, n.º 10.
40
) Papa Pío XI, Quas Primas, n.º 1.


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