lunes, 1 de septiembre de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: HACIA DONDE SE ENCAMINA LA CIVILIZACION MODERNA

La verdadera lucha es aquella que enfrenta a la Iglesia Católica y al Templo masónico, un conflicto del que depende la suerte de la humanidad.

Por Monseñor Henri Delassus (1910)


Continuamos con la publicación del octavo capítulo del libro “La Conjuración Anticristiana” publicado en 1910 por Monseñor Henri Delassus, quien nos advirtió sobre el enemigo.


CAPÍTULO VIII
HACIA DONDE SE ENCAMINA LA CIVILIZACION MODERNA

La necesidad de suprimir la Iglesia para asegurar el triunfo de la civilización moderna fue lo que Waldeck-Rousseau había dado a entender en el discurso de Toulouse. Fue lo que Viviani dijo brutalmente, el 15 de enero de 1901, desde lo alto de la tribuna:

“Tenemos la responsabilidad de preservar el patrimonio de la Revolución de cualquier atentado... Nos presentamos aquí portando en nuestras manos, además de las tradiciones republicanas, esas tradiciones francesas atestiguadas por siglos de lucha, en los que, poco a poco, el espíritu laico se fue insinuando en las estrecheces de la sociedad religiosa... No solo nos enfrentamos a las congregaciones, nos enfrentamos a la Iglesia Católica... ¿No es cierto que en esta lucha diaria se reencuentra una vez más ese formidable conflicto en el que el poder espiritual y el poder temporal disputan prerrogativas soberanas, tratando, al conquistar las conciencias, de mantener hasta el final la dirección de la humanidad?

Como decía al principio, ¿creéis que esta ley nos lleva a la última batalla? ¡Pero esto no es más que una escaramuza en comparación con las batallas del pasado y del futuro! La verdad es que aquí se reencuentran, según la bella expresión de De Mun en 1878 (1), la sociedad basada en la voluntad del hombre y la sociedad basada en la voluntad de Dios. Se trata de saber si, en esa batalla, una ley sobre las asociaciones será suficiente para nosotros. Las Congregaciones y la Iglesia no os amenazan solo por sus intrigas, SINO POR LA PROPAGACIÓN DE LA FE... No temáis las batallas que se os presentarán, id; y si os encontráis ante esa religión divina que poetiza el sufrimiento mediante la promesa de reparaciones futuras, oponedle la religión de la humanidad, que también poetiza el sufrimiento, ofreciéndole como recompensa la felicidad de las generaciones”.


Ahí está claramente planteada la cuestión.

En estas palabras se escuchan menos los pensamientos personales de Viviani que los de la secta anticristiana. Esta declara luchar desde hace siglos contra la Iglesia Católica: se jacta de haber logrado ya que el espíritu laico se insinúe poco a poco en las estrecheces de la sociedad religiosa; dice que, en el esfuerzo realizado para destruir las congregaciones, solo libra una escaramuza y que, para garantizar el triunfo definitivo, deberá dedicarse a nuevas y numerosas batallas.

En su nombre, Viviani declara que la batalla actual es muy diferente de la “defensa republicana”, por un lado, y de la aceptación de la forma de gobierno, por otro. De eso se trata: “insinuar el espíritu laico en las estrecheces de la sociedad religiosa”, “mantener la dirección de la humanidad” y “destruir la sociedad basada en la voluntad de Dios para construir una nueva sociedad basada en la voluntad del hombre” (2).

Por eso, la guerra declarada contra las Congregaciones es para ellos un compromiso. La verdadera campaña es aquella que enfrenta a la Iglesia Católica y al Templo masónico, es decir, a la Iglesia de Dios y a la Iglesia de Satanás, un conflicto formidable del que depende la suerte de la humanidad. Mientras la Iglesia siga en pie, propagará la fe, pondrá en el corazón de los que sufren —¿y quién no sufre?— la esperanza eterna. Solo sobre sus ruinas se podrá edificar “la religión de la humanidad, que promete la felicidad en esta tierra”.

La continuación del debate, tanto en el Senado como en la Cámara, no hizo más que acentuar la importancia de estas declaraciones. Algunas breves citas demostrarán que el discurso de Waldeck-Rousseau y Viviani tiene exactamente el significado que acabamos de darle.

Jacques Piou: “Lo que quieren los socialistas, lo dijo Viviani el otro día sin rodeos. Es arrancar las conciencias del poder espiritual y conquistar la dirección de la humanidad”. El orador es interrumpido por un miembro de la izquierda que le grita: “No solo lo quieren los socialistas, lo quieren todos los republicanos”.

Piou no lo contradice. Lee un discurso en el que Bourgeois afirmaba: “Desde que el pensamiento francés se liberalizó, desde que el espíritu de la Reforma, de la Filosofía y de la Revolución entró en las instituciones de Francia, el clericalismo es el enemigo. Bourgeois interrumpe; Viviani replica: “La cita que he hecho es exacta, y Bourgeois la mantiene íntegramente. La mantiene porque constituye el fondo de su pensamiento; explica su ardor en sostener la ley sobre las asociaciones, porque la ley sobre las asociaciones es la victoria del espíritu de la Revolución, de la Filosofía y de la Reforma sobre la afirmación católica.

En la sesión del 22 de enero, Lasies vuelve a plantear la cuestión en su verdadero terreno, en estos términos: “Hay dos frases, diría dos actos, que dominan todo este debate. La primera frase la pronunció nuestro noble colega Viviani. Dijo: “¡Guerra al catolicismo!”. Me levanté y le respondí: “Gracias, eso sí que es franqueza”. Se pronunció otra palabra, y esta por el digno Léon Bourgeois. Por invitación de Piou, Bourgeois afirmó de nuevo que el objetivo que persigue con sus amigos es sustituir el espíritu de la Iglesia, es decir, el espíritu del catolicismo, por el espíritu de la Reforma, por el espíritu de la Revolución y por el espíritu de la Razón. Estas palabras planean sobre el debate, lo dominan, y quiero tratarlas cara a cara, porque ahí está toda la cuestión, sin los subterfugios del lenguaje y las hipocresías de la discusión”.

El 11 de marzo, C. Pelletan también declara que la lucha actual está relacionada con el gran conflicto que involucra los derechos del hombre y los derechos de Dios. “Este es el conflicto que se cierne sobre todo en este debate”.

El 28 de junio, al término del debate, el abad Gayraud considera necesario, antes de la votación, recordar a los diputados lo que van a hacer, sobre lo que van a pronunciarse. “La ley que vais a votar no es una ley de conciliación ni de pacificación. Se está engañando al país con palabras. Es una ley de odio contra la Iglesia Católica. Viviani desveló el fondo del proyecto cuando declaró desde la tribuna la guerra a la FE católica”.

De Mun realiza la misma tarea: “Nadie ha olvidado el memorable discurso de Viviani, que seguirá siendo, a pesar de la abundancia de discursos y carteles, el más comprendido. Viviani ve en la ley el comienzo de la guerra contra la Iglesia católica, que es el alfa y el omega de su partido... En el informe que el Officiel ha publicado esta mañana y que hemos tenido que leer apresuradamente, el digno Trouillot dice que la ley de asociaciones es el preludio de la separación entre las Iglesias y el Estado, que deberá tener como corolario indispensable una ley general sobre la disciplina de los cultos. La Cámara y el país están, pues, informados. Es la guerra abierta, declarada a la Iglesia Católica. Porque esa ley general sobre la disciplina de los cultos no será más que un conjunto de prescripciones destinadas a obstaculizar, por todos los medios posibles, a los ministros del culto”.

Viviani sube a la tribuna para confirmar la amenaza de Trouillot, quien, además, solo repite lo que numerosos ministros habían dicho antes que él: “En el transcurso de las sesiones durante las cuales el partido republicano ultimó el proyecto actual, por incompleto e imperfecto que fuera su formato legal, nos adherimos plenamente a él, con el firme deseo de fortalecerlo en el futuro mediante nuevas medidas”. (¡Muy bien! ¡Muy bien! desde la extrema izquierda).

¿Cuáles deben ser esas medidas? ¿Hacia dónde deben tender? Viviani dijo: “sustituir la religión católica por la religión de la humanidad”, o, según la fórmula de Bourgeois, “dar al espíritu de la Revolución, de la Filosofía y de la Reforma, la victoria sobre la afirmación católica”: la afirmación católica que muestra el fin del hombre más allá de este mundo y de la vida presente, y el espíritu de la Filosofía y la Revolución, que limita el horizonte de la humanidad a la vida animal y terrenal.

Si las palabras que acabamos de relatar hubieran sido pronunciadas en un club o en una logia masónica, merecerían consideración debido a su gravedad. Pero que se hayan dicho en la tribuna, y repetidas allí mismo, con unos seis meses de intervalo, aplaudidas por la gran mayoría de los representantes del pueblo, y finalmente sancionadas por una ley hecha según el espíritu con que fueron pronunciadas, he aquí, sin duda, un tema serio para la meditación.

Viviani dijo: “No solo nos enfrentamos a las Congregaciones, nos enfrentamos cara a cara con la Iglesia Católica”, para combatirla, para dedicarle una guerra de EXTERMINIO.

Hace mucho tiempo que este pensamiento habita en la mente de los enemigos de Dios. Hace mucho tiempo que se jactan de poder exterminar a la Iglesia.

En una carta escrita el 25 de febrero de 1758, Voltaire decía: “Dentro de veinte años, Dios tendrá la mejor partida”. Al teniente de policía Hérault, que le reprendía por su impiedad diciendo: “Se esfuerza en vano; a pesar de lo que escribe, no conseguirá destruir la religión cristiana”, Voltaire respondió: “Ya lo veremos” (3).

Dios jugó mejor... contra Voltaire. En lo que respecta a la Iglesia, no han pasado veinte años, sino ciento cincuenta, y la Iglesia católica sigue en pie.

Lo mismo ocurrirá en nuestros días, aunque ellos se sientan seguros de haber tomado esta vez mejores medidas.

El 15 de enero de 1881, el Journal de Genève publicó una entrevista de su corresponsal en París con uno de los líderes de la mayoría masónica que dominaba, en aquella época como hoy, la Cámara de Diputados: “En el fondo de todo esto (de todas estas leyes promulgadas una tras otra), hay una inspiración dominante, un plan determinado y metódico, que se desarrolla con mayor o menor orden, mayor o menor velocidad, pero con una lógica invencible. Lo que hacemos es cercar sistemáticamente al catolicismo romano, buscando nuestro punto de apoyo en la Concordia. Queremos hacerle capitular o quebrarlo. Sabemos dónde están sus fuerzas vivas y es ahí donde queremos golpearlo”.

En 1886, en el número del 23 de enero de la Semaine Religieuse de Cambrai, mencionábamos estas otras palabras pronunciadas en Lille: “Perseguiremos sin piedad al clero y todo lo relacionado con la religión. Emplearemos contra el catolicismo medios que él mismo pone en duda. Haremos esfuerzos geniales para que desaparezca de este mundo. Si, a pesar de todo, resulta que resiste esta guerra científica, seré el primero en declarar que es de esencia divina”.

G. de Pascal escribía en la Revue Catholique et Royaliste, número de marzo de 1908:

“Hace muchos años, el cardenal Mermillod me contó un episodio que ilustra bien la situación, cuando aún estaba en Ginebra: el ilustre prelado veía de vez en cuando al príncipe Jerónimo Bonaparte, que vivía en la región de Prangins. El príncipe revolucionario apreciaba mucho la conversación del espiritual obispo. Un día le dijo: 'No soy amigo de la Iglesia católica, no creo en su origen divino, pero conociendo lo que se trama contra ella, los esfuerzos admirablemente ejecutados contra su existencia, si ella resiste este asalto, me veré obligado a reconocer que hay en ella algo que trasciende lo humano'”.

En junio de 1903, la Vérité Française refería que Ribot, en una conversación íntima, había hablado de la misma manera: “Sé lo que se está preparando; conozco en detalle los entresijos de la vasta red que se está extendiendo. Muy bien, si la Iglesia romana se libra esta vez en Francia, será un milagro, un milagro tan deslumbrante a mis ojos que me haré católico con vosotros” (4).

Hemos visto este milagro en el pasado, lo veremos en el futuro. Los jacobinos podían creerse muy seguros, más seguros incluso del éxito que nuestros librepensadores; tuvieron que reconocer que se habían equivocado... y no se convirtieron. “Vi -dijo Barruel en sus Mémoires (5)- vi a Cerutti acercarse insolentemente al secretario del nuncio de Pío VI y, con una alegría impía decirle: “Proteja bien a su Papa; proteja bien a este, y embalsámelo bien después de su muerte, porque se lo anuncio, y puede estar muy seguro de ello, no tendrá otro”. Entonces no adivinaba, ese supuesto profeta -continúa Barruel- que iría antes que Pío VI ante Dios, quien, a pesar de las tormentas del jacobinismo, como a pesar de tantas otras, no por ello estará menos con Pedro y su Iglesia hasta el fin de los siglos”.

Viviani dijo que si la masonería quería aniquilar a la Iglesia, era para poder sustituir la religión de Cristo por la religión de la humanidad.

Constituir una nueva religión, la “religión de la humanidad”, es, en efecto, como veremos, el objetivo hacia el que la masonería dirige el movimiento iniciado en el Renacimiento: la liberación de la humanidad.

En una obra editada en Friburgo, bajo el título La deificación de la humanidad, o el lado positivo de la masonería, el padre Patchtler demostró claramente el significado que la masonería da a la palabra “humanidad” y el uso que hace de ella. “Esta palabra -dice- es empleada por miles de hombres (iniciados o ecos inconscientes de los iniciados), en un sentido confuso, sin duda, pero siempre, sin embargo, como el nombre de guerra de un determinado partido con un determinado fin, que es la oposición al cristianismo positivo. Esta palabra, en boca de ellos, no significa solo el ser humano en oposición al ser bestial... sino que postula, en teoría, la independencia absoluta del hombre en el ámbito intelectual, religioso y político; niega todo fin sobrenatural del hombre y exige que la perfección puramente natural de la raza humana sea encaminada por las vías del progreso. A estos tres errores corresponden tres etapas en el camino del mal: la Humanidad sin Dios, la Humanidad que se hace Dios, la Humanidad contra Dios. Tal es el edificio que la masonería pretende erigir en lugar del orden divino que es la Humanidad con Dios”.

Cuando la secta habla de la “religión del futuro”, de la “religión de la humanidad”, es este edificio, este Templo, lo que tiene en mente.

En 1870, a finales de julio y principios de agosto, se celebró en Metz un congreso en el que participaron las logias de Estrasburgo, Nancy, Vesoul, Metz, Châlons-sur-Marne, Reims, Mulhouse, Sarreguemines, en definitiva, todo el este. Se planteó la cuestión del “Ser supremo” y los debates que siguieron se extendieron de logia en logia.

En resumen, el Monde Maçonnique, en sus ediciones de enero y mayo, hizo la siguiente declaración: La masonería nos enseña que solo hay una religión verdadera y, por lo tanto, una sola natural: el culto a la humanidad. Porque, hermanos míos, Dios, esa abstracción que, erigida en sistema, sirvió para formar todas las religiones, no es más que el conjunto de todos nuestros instintos más elevados, a los que hemos dado un cuerpo, una existencia distinta; ese Dios no es más que el producto de una concepción generosa, pero errónea, de la humanidad, que se despojó en beneficio de una quimera”.

Nada más claro: la humanidad es Dios, los derechos del hombre deben sustituir a los de la ley divina, el culto a los instintos del hombre debe ocupar el lugar del rendido al Creador, la búsqueda del progreso en las satisfacciones que se dan a los sentidos debe sustituir a las aspiraciones de la vida futura.

En una sesión conjunta de las tiendas de Lyon, celebrada el 3 de mayo de 1882 y cuyo resultado se publicó en la Chaîne d'Union de agosto de 1882, el I∴ Régnier decía: “No hay que ignorar lo que ya no es un misterio: que desde hace mucho tiempo dos ejércitos se enfrentan, que la lucha está actualmente abierta en Francia, Italia, Bélgica y España, entre la luz y la ignorancia, y que uno prevalecerá sobre el otro. Hay que saber que los Estados Mayores, los jefes de estos ejércitos, son, por un lado, los jesuitas (léase: el clero, secular y regular) y, por otro, los masones”.

Pero la destrucción de la Iglesia no dejará el terreno lo suficientemente limpio para la construcción del Templo masónico; a los gritos contra la Iglesia se suman siempre gritos no menos furiosos contra el orden social, contra la familia y contra la propiedad. Y así debe ser, ya que las verdades del orden religioso han entrado en la propia sustancia de estas instituciones.

La sociedad se basa en la autoridad, que tiene su origen en Dios; la familia, en el matrimonio, que obtiene su legitimidad e indisolubilidad de la bendición divina; la propiedad, en la voluntad de Dios, que la promulgó en el séptimo y décimo mandamiento para protegerla contra el robo e incluso contra la codicia. Todo esto es lo que hay que destruir si se quiere, como pretende la secta, fundar la civilización sobre nuevas bases.

León XIII lo anotó en su encíclica Humanum genus: “La secta masónica produce frutos perniciosos y de sabor amargo, porque, por lo que hemos demostrado más claramente, lo que es su propósito último se hace visible: el derrocamiento total de todo el orden político y religioso del mundo que ha producido la enseñanza cristiana y la sustitución de un nuevo Estado de cosas de acuerdo con sus ideas, de las cuales los fundamentos y las leyes se basarán en el mero naturalismo”.

Las ideas y los proyectos expuestos en la tribuna y en las tiendas son la expresión de un pensamiento y una voluntad que se encuentran por todas partes. Francia, Bélgica, Suiza, Italia, Alemania, en todos los congresos democráticos, se leen cada día en multitud de periódicos.

En 1865 se celebró en Lieja el congreso de los estudiantes. En ese congreso se eligió, en un primer momento, el estado mayor de la Internacional y, posteriormente, los auxiliares de Gambetta. Más de mil jóvenes, procedentes de Alemania, España, Holanda, Inglaterra, Francia y Rusia, estuvieron presentes. Se mostraron unánimes en sus sentimientos de odio contra los dogmas e incluso contra la moral católica: unanimidad en la adhesión a las doctrinas y actos de la Revolución Francesa, incluidas las masacres de 1793; unanimidad en el odio contra el orden social actual, “que no cuenta ni con dos instituciones basadas en la justicia”, expresión pronunciada en la tribuna por Arnoult, redactor del Précurseur de Anvers, y aplaudida con entusiasmo por la asamblea. Otro orador, Fontaine, de Bruselas, terminó su discurso con estas palabras: “Nosotros, revolucionarios y socialistas, queremos el desarrollo físico, moral e intelectual del género humano. Queremos, en el orden moral, mediante la supresión de los prejuicios de la religión y la Iglesia, llegar a la negación de Dios y al libre examen. Queremos, en el orden político, mediante la realización de la idea republicana, llegar a la federación de los pueblos y a la solidaridad de los individuos. En el orden social, queremos, mediante la transformación de la propiedad, la abolición de la herencia y la aplicación de los principios de asociación y mutualidad, llegar a la solidaridad de intereses y a la justicia. Queremos, en primer lugar, la liberación del trabajador y, a continuación, del ciudadano y del individuo, sin distinción de clases, la abolición de todo sistema autoritario.

Otros se han expresado en el mismo sentido. Es que la supresión del cristianismo no puede concebirse sin la ruina de todas las instituciones nacidas de él y basadas en él; los hombres lógicos lo comprenden, los hombres francos lo dicen, los anarquistas lo ejecutarán.

En ese mismo congreso de Lieja, Lafargue preguntaba:

“¿Qué es la Revolución?” Y respondía: “La Revolución es el triunfo del trabajo sobre el capital, del obrero sobre el parásito, del hombre sobre Dios. He aquí la Revolución social que comportan los principios de 1889 y los derechos del hombre llevados a su máxima expresión”. Añadía: Llevamos cuatrocientos años minando los cimientos del catolicismo, la máquina más poderosa jamás inventada en materia de espiritualismo; ¡por desgracia, sigue siendo sólida!”. Luego, en la última sesión, lanzó este grito infernal: “¡Guerra a Dios! ¡Odio a Dios! ¡EL PROGRESO ESTÁ AQUÍ! Hay que reventar el cielo como un saco de papel”.

La conclusión de Lafargue fue: “Ante un principio tan grande, tan puro como este (despojar de lo sobrenatural todo lo que constituye el orden social), se debe odiar o probar que se ama”.

Otros franceses pidieron con él que la separación fuera la más clara y completa entre los que odian y los que aman, entre los que odian el mal y aman el bien, y entre los que odian el bien y aman el mal. Regnard, parisino, vino a decir dónde sitúa la masonería el bien y el mal: el mal en el espiritualismo, el bien en el materialismo. “Vinculamos nuestra bandera a los hombres que proclaman el materialismo: todo hombre que está a favor del progreso está también a favor de la filosofía positiva o materialista”.

Cuando la palabra “progreso” y otras palabras similares salen de los labios masónicos, encontramos católicos que las recogen con una especie de respeto y confianza ingenua, creyendo ver en ellas aspiraciones relativas a un estado de cosas deseable. Lafargue y Regnard acaban de contarnos lo que la secta, que puso en circulación estos términos, entendió que debían representar.

Germain Casse: “Es necesario que, al salir de aquí, seamos de PARÍS o de ROMA, o jesuitas, o revolucionarios”. Y como sanción, pide “la exclusión total y completa de todo individuo que represente, en cualquier nivel, la idea religiosa”. Condición necesaria para que pueda establecerse y, sobre todo, subsistir el nuevo orden de cosas deseado y solicitado.

No tiene sentido prolongar estas citas, transcritas por los redactores de la Gazette de Liège en las propias mesas del congreso. Los demás periódicos tuvieron miedo de reproducir estas palabras en toda su crudeza. El ciudadano Fontaine les recordó la verdad al respecto: “Solo un periódico, solo uno, fue de buena fe, la Gazette de Liège, y esto porque es francamente católico, apostólico y romano. Publicó un análisis completo de los debates”.

Al año siguiente, en el congreso de Bruselas, el ciudadano Sibrac, francés, incitó a las mujeres a la gran obra; y para convencerlas les dijo: “Fue Eva quien lanzó el primer grito de rebelión contra Dios”. Sabemos que uno de los gritos de admiración de la masonería es: “¡Eva! ¡Eva!”.

En ese congreso, el ciudadano Brismée también dijo: “Si la propiedad se resiste a la Revolución, es necesario, por decretos populares, liquidarla. Si la burguesía se resiste, es necesario matarla. Y el ciudadano Pèlerin: “Si seiscientas mil cabezas ponen obstáculos, ¡que caigan!”.

Después de los congresos de Lieja y Bruselas, hubo otro en Ginebra, compuesto por estudiantes y obreros, como en Bruselas. Allí también se acordó apartar a Dios y la Religión, las ideas religiosas fueron declaradas funestas para el pueblo y contrarias a la dignidad humana, y se proclamó la moral independiente de la religión. Se habló de organizar huelgas “inmensas, invencibles”, que debían terminar en una HUELGA GENERAL.

Abreviemos. En 1873 se celebró otro congreso internacional en La Haya. El ciudadano Vaillant también dijo allí que la guerra contra el catolicismo y contra Dios no podía continuar sin la guerra contra la propiedad y los propietarios.

“La burguesía, dijo, debe contar con una guerra más seria que la lucha latente a la que está condenada actualmente la Internacional. ¡Y el día de la revancha de la Comuna de París no tardará en llegar!

El exterminio completo de la burguesía: tal debe ser el primer acto de la futura revolución social”
(6).

Si quisiéramos dar una idea de lo que se ha dicho y publicado en los últimos treinta años, nos llevaría una eternidad. Es de sobra conocido que el régimen republicano, sobre todo en los últimos tiempos, ha permitido la entrada, o incluso ha propagado, en todas las clases sociales, las ideas más subversivas.

Continúa...

Notas:

1) O mejor dicho, el 22 de mayo de 1875, al término del congreso católico de París.

2) Conocemos la consigna dada por Gambetta: “¡El clericalismo, ese es el enemigo!” y en qué circunstancias la pronunció... La república de centro-derecha, inaugurada con el septenato del mariscal Mac-Mahon, pronto se vería eclipsada por una república de centro-izquierda. Buffet fue sustituido al frente del ministerio por Dufaure. Dufaure, cansado de tener que resistir siempre las exigencias de los radicales, presentó su dimisión. Mac-Mahon llamó entonces al poder a la izquierda, en la persona de Jules Simon. Jules Simon hizo a la extrema izquierda las concesiones que Dufaure había hecho a la izquierda y Buffet al centro-izquierda. Mac-Mahon quiso remediar las cosas. El 16 de mayo envió a J. Simon una carta que este interpretó como una petición de dimisión. El presidente encargó entonces a Broglie la formación del Gabinete y, el 18 de mayo, envió a las Cámaras un mensaje en el que, tras explicarles su conducta, aplazaba los trabajos durante un mes, de conformidad con el artículo 24 de la Constitución.

Durante ese receso, el 1 de junio de 1877, Gambetta recibió a una delegación de jóvenes de las facultades de Derecho, Medicina, etc., y les dijo unas palabras que nunca deberían olvidarse, porque ninguna otra arroja más luz sobre el cuarto de siglo que acaba de pasar y sobre el carácter de la lucha actual. “Fingimos -dijo- luchar en favor de la forma de gobierno, por la integridad de la Constitución. LA LUCHA ES MÁS PROFUNDA: la lucha es contra todo lo que queda del viejo mundo, ENTRE LOS AGENTES DE LA TEOCRACIA ROMANA Y LOS HIJOS DEL 89”.

Un inglés, Bodley, tras una larga investigación realizada en Francia, la publicó con el título: “FRANCIA, Ensayo sobre la historia y el funcionamiento de las instituciones políticas francesas”. Esta cita de Gambetta puede leerse en la página 201.

En cuanto al grito de guerra “¡El clericalismo es el enemigo!”, Gambetta declaró en la tribuna, en 1876, que lo había tomado de Peyrat. Peyrat, en efecto, había escrito durante el Imperio en Opinion Nationale esta frase: “¡El catolicismo es el enemigo!”. Sustituyendo la palabra catolicismo por la palabra clericalismo, Gambetta utilizaba la hipocresía propia de los masones.

3) Condorcet. Vie de Voltaire.

4) En la sesión del 8 de noviembre de 1909, en el Senado, Ribot dijo: “Mantendremos la escuela laica como un instrumento necesario para el progreso y la civilización”. Al decir esto, Ribot no solo se mostraba como uno de los iniciados, sino como participante en la conspiración.

5) Tomo V, p. 208.

6) Aquellos que deseen citas más numerosas y extensas, pueden encontrarlas en la obra Les Sociétés Secrètes et la Société, de N. Deschamps, continuada por Claudio Janet.

EL COLEGIO EPISCOPAL Y LOS CONCILIOS DEBEN OBEDECER AL PAPA

En la publicación de hoy contra la “sinodalidad” o la “colegialidad”, leemos que el Papa León XIII condenó directamente los dos errores más comunes en la iglesia conciliar. 


Esos errores son:

1. El Colegio Episcopal tiene más poder que el Papa.

2. El concilio Vaticano II tiene más poder que cualquier Papa.

Estos dos pilares utilizados para la usurpación del progresismo se ven sacudidos, rotos y derribados por el extracto de la encíclica Satis cognitum que transcribimos a continuación.

Con este extracto, el lector dispone ahora de tres textos contundentes de la Encíclica del Papa León XIII para destruir la errónea doctrina progresista —herejía, dicho sea de paso— que, lamentablemente, ha sido enseñada desde el Vaticano II por los propios “papas conciliares”.

Para leer el primer texto, haga clic aquí; el segundo, aquí.


Papa León XIII:

Pero el orden de los obispos no puede ser mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto, se dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión y el desordenPara conservar la unidad de fe y comunión, no bastan ni una primacía de honor ni un poder de dirección; es necesaria una autoridad verdadera y al mismo tiempo soberana, a la que obedezca toda la comunidad. ¿Qué ha querido, en efecto, el Hijo de Dios cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos sólo a Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poder supremo; el uso bíblico y el consentimiento unánime de los Padres no permiten dudarloY no se pueden interpretar de otro modo los poderes que han sido conferidos, sea a Pedro separadamente, o ya a los demás apóstoles conjuntamente con Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el rebaño, da a los obispos, sucesores de los apóstoles, el derecho de gobernar con autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos, seguramente esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien ha sido designado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y las ovejas. Pedro no ha sido sólo instituido Pastor por Cristo, sino Pastor de los pastores. Pedro, pues, apacienta a los corderos y apacienta a las ovejas; apacienta a los pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los súbditos y también a los prelados, pues en la Iglesia, fuera de los corderos y de las ovejas, no hay nada. (S. Brunonis Episcopi Signiensis Comment. in Joan., parte III, cap. 21, n. 55).

De aquí nacen entre los antiguos Padres estas expresiones que designan aparte al bienaventurado Pedro, y que le muestran evidentemente colocado en un grado supremo de la dignidad y del poder. Le llaman con frecuencia “jefe de la Asamblea de los discípulos; príncipe de los santos apóstoles; corifeo del coro apostólico; boca de todos los apóstoles; jefe de esta familia; aquel que manda al mundo entero; el primero entre los apóstoles; columna de la Iglesia”.

La conclusión de todo lo que precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al papa Eugenio: “¿Quién sois vos? Sois el gran Sacerdote, el Pontífice soberano.

Sois el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles... Sois aquel a quien las llaves han sido dadas, a quien las ovejas han sido confiadas. Otros además que vos son también porteros del cielo y pastores de rebaños; pero ese doble título es en vos tanto más glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños, que les han sido asignados a cada uno el suyo; pero a vos han sido confiados todos los rebaños; vos únicamente tenéis un solo rebaño, formado no solamente por las ovejas, sino también por los pastores; sois el único pastor de todos.

Me preguntáis cómo lo pruebo. Por la palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los obispos, sino entre los apóstoles, han sido confiadas absoluta e indistintamente todas las ovejas? Si tú me amas, Pedro, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de tal o cual ciudad, de tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién no ve que no se designa a una o algunas, sino que todas se confían a Pedro? Ninguna distinción, ninguna excepción” (De Consideratione, lib. II, cap. 8).

Sería apartarse de la verdad y contradecir abiertamente a la constitución divina de la Iglesia pretender que cada uno de los obispos, considerados aisladamente, debe estar sometido a la jurisdicción de los Pontífices romanos; pero que todos los obispos, considerados en conjunto, no deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto, toda la razón de ser y la naturaleza del fundamento? Es la de poner a salvo la unidad y la solidez más bien de todo el edificio que la de cada una de sus partes. Y esto es mucho más verdadero en el punto de que tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para la solidez del fundamento de su Iglesia obtener este resultado: que las puertas del infierno no puedan prevalecer contra ella. Todo el mundo conviene en que esta promesa divina se refiere a la Iglesia universal y no a sus partes tomadas aisladamente, pues éstas pueden, en realidad, ser vencidas por el esfuerzo de los infiernos, y ha ocurrido a muchas de ellas separadamente ser, en efecto, vencidas.

Además, el que ha sido puesto a la cabeza de todo el rebaño, debe tener necesariamente la autoridad, no solamente sobre las ovejas dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas reunidas. ¿Es acaso que el conjunto de las ovejas gobierna y conduce al pastor? Los sucesores de los apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el que el sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la solidez?

Quien posee las llaves del reino tiene, evidentemente, derecho y autoridad no sólo sobre las provincias aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los obispos, cada uno en su territorio, mandan con autoridad verdadera, así a los Pontífices romanos, cuya jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tiene todas las porciones de esta sociedad, aun reunidas en conjunto, sometidas y obedientes a su poder. Jesucristo nuestro Señor, según hemos dicho repetidas veces, ha dado a Pedro y a sus sucesores el cargo de ser sus Vicarios, para ejercer perpetuamente en la Iglesia el mismo poder que El ejerció durante su vida mortal. Después de esto, ¿se dirá que el colegio de los apóstoles excedía en autoridad a su Maestro?

Este poder de que hablamos sobre el colegio mismo de los obispos, poder que las Sagradas Letras denuncian tan abiertamente, no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y atestiguarlo. He aquí lo que acerca de este punto declaran los concilios: “Leemos que el Pontífice romano ha juzgado a los prelados de todas las Iglesias; pero no leemos que él haya sido juzgado por ninguno de ellos” (Adrianus II, En Allocutione III, ad Synodum Romanum an. 869 , cf. Actionem VII, Conc. Constantinopolitani IV). Y la razón de este hecho está indicada con sólo decir que “no hay autoridad superior a la autoridad de la Sede Apostólica” (Nicholaus in Epist. LXXXVI ad Michael. Imperat). 

Por esto Gelasio habla así de los decretos de los concilios: “Del mismo modo que lo que la Sede primera no ha aprobado no puede estar en vigor, así, por el contrario, lo que ha confirmado por su juicio, ha sido recibido por toda la Iglesia” (Epist. XXVI, ad Episcopos Dardaniae, n. 5). En efecto, ratificar o invalidar la sentencia y los decretos de los Concilios ha sido siempre propio de los Pontífices romanos. León el Grande anuló los actos del conciliábulo de Efeso; Dámaso rechazó el de Rímini; Adriano I el de Constantinopla; y el vigésimo octavo canon del concilio de Calcedonia, desprovisto de la aprobación y de la autoridad de la Sede Apostólica, ha quedado, como todos saben, sin vigor ni efecto.

Con razón, pues, en el quinto Concilio de Letrán expidió León X este decreto: “Consta de un modo manifiesto no solamente por los testimonios de la Sagrada Escritura, por las palabras de los Padres y de otros Pontífices romanos y por los decretos de los sagrados cánones, sino por la confesión formal de los mismos concilios, que sólo el Pontífice romano, durante el ejercicio de su cargo, tiene pleno derecho y poder, como tiene autoridad sobre los concilios, para convocar, transferir y disolver los concilios.

Las Sagradas Escrituras dan testimonio de que las llaves del reino de los cielos fueron confiadas a Pedro solamente, y también que el poder de atar y desatar fue conferido a los apóstoles conjuntamente con Pedro; pero ¿dónde consta que los apóstoles hayan recibido el soberano poder sin Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente no es de Cristo de quien lo han recibido.

Por esto, el decreto del Concilio Vaticano I que definió la naturaleza y el alcance de la primacía del Pontífice romano no introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó la antigua y constante fe de todos los siglos (Ses. IV, cap. 3).

León XIII, Encíclica Satis cognitum, § 39, 40, 41, 42


 

1 DE SEPTIEMBRE: SAN GIL, ABAD


1 de Septiembre: San Gil, Abad

(✞ 720)

El maravilloso abad San Gil, fue griego de nación, natural de Atenas, y de sangre real.

Se aplicó desde niño a las letras y virtudes, y era muy inclinado a las obras de misericordia.

Yendo cierto día a la iglesia, vio un pobre enfermo que estaba echado en el suelo y que le pedía limosna; y San Gil, quitándose la túnica, cubrió con ella la desnudez del pobre, y al colocársela, le dio juntamente la salud.

Muertos sus padres, repartió entre los pobres su crecido patrimonio; y no parece sino que Dios quiso pagárselo con el don de milagros, porque obró tantos, que divulgándose en Grecia la fama de su santidad, se embarcó a donde no fuese conocido ni estimado.

Más la gracia de los prodigios lo seguía, y así en el mar sosegó con su oración una gran borrasca.

Llegado a Arles, donde era Obispo San Cesáreo, estuvo dos años con él en santa compañía, y habiendo pasado después el Ródano, obró muchos milagros en las regiones vecinas.

La gente del país lo honraba por tantos prodigios; y él, por huir de la alabanza de los hombres, entró por la parte en que el Ródano va a morir en el mar, y halló una gran espesura, y en ella, una cueva muy solitaria, y no lejos de aquel lugar, una fuente de agua clara y abundante.

Allí puso el santo su asiento; y todos los días venía a San Gil una cierva como enviada de la mano de Dios, para que con su leche se sustentase.

Habiendo salido una vez el rey de Francia a cazar hacia aquella parte, la cierva acosada por los perros, con gran ligereza fue a guarecerse en la cueva del santo, se volvieron los perros atrás hacia sus amos, y como otro día viniese el rey con más cazadores, y no osasen los perros llegarse a aquella gruta, un ballestero, tiró desatinadamente una saeta que hirió al santo.

Rompiendo luego las malezas el rey con su gente, halló a San Gil en hábito de monje, de muy venerable aspecto, puesto en oración, sin moverse ni turbarse, y corriéndole sangre de la herida, y la cierva rendida a sus pies.

El rey se admiró en gran manera de lo que estaba viendo, y pidiendo perdón al santo, mandó que le curaran luego la herida, pero él lo resistió, diciendo que no consentiría jamás que le quitasen aquella ocasión de nuevos merecimientos.

Con esto quedó tan edificado el rey que le construyó allí un monasterio, en el cual vivió San Gil algunos años, ordenado ya como sacerdote, con muchos discípulos que se le juntaron, a quienes gobernó con prudencia del cielo, hasta que llegando el día de su muerte, les echó su paternal bendición, y fue a gozar de Dios, a quien tan santamente había servido.

Reflexión:

Preguntarás por ventura ¿en qué se ocupaban los discípulos del santo abad Gil y otros tantos monjes de los antiguos monasterios? En la contemplación de las cosas celestiales, en el canto de los salmos, en trabajos manuales, en el cultivo de las tierras, en abrir caminos por los desiertos y formar poco a poco centros de poblaciones en medio de las soledades; en evangelizar a pueblos rudos o bárbaros, y en socorrerlos como ángeles de los pobres. Siempre verás alrededor de un antiguo monasterio algunas poblaciones que se formaron debajo de la protección y jurisdicción paternal de los monjes. Ahora están bajo el yugo del estado o de amos a las veces harto codiciosos y egoístas.

Oración:

Te rogamos, Señor, que la intercesión del bienaventurado abad San Gil nos recomiende en tu divino acatamiento, para alcanzar por su patrocinio lo que no podemos impetrar por nuestros méritos. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.