Esos errores son:
1. El Colegio Episcopal tiene más poder que el Papa.
2. El concilio Vaticano II tiene más poder que cualquier Papa.
Estos dos pilares utilizados para la usurpación del progresismo se ven sacudidos, rotos y derribados por el extracto de la encíclica Satis cognitum que transcribimos a continuación.
Con este extracto, el lector dispone ahora de tres textos contundentes de la Encíclica del Papa León XIII para destruir la errónea doctrina progresista —herejía, dicho sea de paso— que, lamentablemente, ha sido enseñada desde el Vaticano II por los propios “papas conciliares”.
Para leer el primer texto, haga clic aquí; el segundo, aquí.
1. El Colegio Episcopal tiene más poder que el Papa.
2. El concilio Vaticano II tiene más poder que cualquier Papa.
Estos dos pilares utilizados para la usurpación del progresismo se ven sacudidos, rotos y derribados por el extracto de la encíclica Satis cognitum que transcribimos a continuación.
Con este extracto, el lector dispone ahora de tres textos contundentes de la Encíclica del Papa León XIII para destruir la errónea doctrina progresista —herejía, dicho sea de paso— que, lamentablemente, ha sido enseñada desde el Vaticano II por los propios “papas conciliares”.
Para leer el primer texto, haga clic aquí; el segundo, aquí.
Papa León XIII:
Pero el orden de los obispos no puede ser mirado como verdaderamente unido a Pedro, de la manera que Cristo lo ha querido, sino en cuanto está sometido y obedece a Pedro; sin esto, se dispersa necesariamente en una multitud en la que reinan la confusión y el desorden. Para conservar la unidad de fe y comunión, no bastan ni una primacía de honor ni un poder de dirección; es necesaria una autoridad verdadera y al mismo tiempo soberana, a la que obedezca toda la comunidad. ¿Qué ha querido, en efecto, el Hijo de Dios cuando ha prometido las llaves del reino de los cielos sólo a Pedro? Que las llaves signifiquen aquí el poder supremo; el uso bíblico y el consentimiento unánime de los Padres no permiten dudarlo. Y no se pueden interpretar de otro modo los poderes que han sido conferidos, sea a Pedro separadamente, o ya a los demás apóstoles conjuntamente con Pedro. Si la facultad de atar y desatar, de apacentar el rebaño, da a los obispos, sucesores de los apóstoles, el derecho de gobernar con autoridad propia al pueblo confiado a cada uno de ellos, seguramente esta misma facultad debe producir idéntico efecto en aquel a quien ha sido designado por Dios mismo el papel de apacentar los corderos y las ovejas. Pedro no ha sido sólo instituido Pastor por Cristo, sino Pastor de los pastores. Pedro, pues, apacienta a los corderos y apacienta a las ovejas; apacienta a los pequeñuelos y a sus madres, gobierna a los súbditos y también a los prelados, pues en la Iglesia, fuera de los corderos y de las ovejas, no hay nada. (S. Brunonis Episcopi Signiensis Comment. in Joan., parte III, cap. 21, n. 55).
De aquí nacen entre los antiguos Padres estas expresiones que designan aparte al bienaventurado Pedro, y que le muestran evidentemente colocado en un grado supremo de la dignidad y del poder. Le llaman con frecuencia “jefe de la Asamblea de los discípulos; príncipe de los santos apóstoles; corifeo del coro apostólico; boca de todos los apóstoles; jefe de esta familia; aquel que manda al mundo entero; el primero entre los apóstoles; columna de la Iglesia”.
La conclusión de todo lo que precede parece hallarse en estas palabras de San Bernardo al papa Eugenio: “¿Quién sois vos? Sois el gran Sacerdote, el Pontífice soberano.
Sois el príncipe de los obispos, el heredero de los apóstoles... Sois aquel a quien las llaves han sido dadas, a quien las ovejas han sido confiadas. Otros además que vos son también porteros del cielo y pastores de rebaños; pero ese doble título es en vos tanto más glorioso cuanto que lo habéis recibido como herencia en un sentido más particular que todos los demás. Estos tienen sus rebaños, que les han sido asignados a cada uno el suyo; pero a vos han sido confiados todos los rebaños; vos únicamente tenéis un solo rebaño, formado no solamente por las ovejas, sino también por los pastores; sois el único pastor de todos.
Me preguntáis cómo lo pruebo. Por la palabra del Señor. ¿A quién, en efecto, no digo entre los obispos, sino entre los apóstoles, han sido confiadas absoluta e indistintamente todas las ovejas? Si tú me amas, Pedro, apacienta mis ovejas. ¿Cuáles? ¿Los pueblos de tal o cual ciudad, de tal o cual comarca, de tal reino? Mis ovejas, dice. ¿Quién no ve que no se designa a una o algunas, sino que todas se confían a Pedro? Ninguna distinción, ninguna excepción” (De Consideratione, lib. II, cap. 8).
Sería apartarse de la verdad y contradecir abiertamente a la constitución divina de la Iglesia pretender que cada uno de los obispos, considerados aisladamente, debe estar sometido a la jurisdicción de los Pontífices romanos; pero que todos los obispos, considerados en conjunto, no deben estarlo. ¿Cuál es, en efecto, toda la razón de ser y la naturaleza del fundamento? Es la de poner a salvo la unidad y la solidez más bien de todo el edificio que la de cada una de sus partes. Y esto es mucho más verdadero en el punto de que tratamos, pues Jesucristo nuestro Señor ha querido para la solidez del fundamento de su Iglesia obtener este resultado: que las puertas del infierno no puedan prevalecer contra ella. Todo el mundo conviene en que esta promesa divina se refiere a la Iglesia universal y no a sus partes tomadas aisladamente, pues éstas pueden, en realidad, ser vencidas por el esfuerzo de los infiernos, y ha ocurrido a muchas de ellas separadamente ser, en efecto, vencidas.
Además, el que ha sido puesto a la cabeza de todo el rebaño, debe tener necesariamente la autoridad, no solamente sobre las ovejas dispersas, sino sobre todo el conjunto de las ovejas reunidas. ¿Es acaso que el conjunto de las ovejas gobierna y conduce al pastor? Los sucesores de los apóstoles, reunidos, ¿serán el fundamento sobre el que el sucesor de Pedro debería apoyarse para encontrar la solidez?
Quien posee las llaves del reino tiene, evidentemente, derecho y autoridad no sólo sobre las provincias aisladas, sino sobre todas a la vez; y del mismo modo que los obispos, cada uno en su territorio, mandan con autoridad verdadera, así a los Pontífices romanos, cuya jurisdicción abraza a toda la sociedad cristiana, tiene todas las porciones de esta sociedad, aun reunidas en conjunto, sometidas y obedientes a su poder. Jesucristo nuestro Señor, según hemos dicho repetidas veces, ha dado a Pedro y a sus sucesores el cargo de ser sus Vicarios, para ejercer perpetuamente en la Iglesia el mismo poder que El ejerció durante su vida mortal. Después de esto, ¿se dirá que el colegio de los apóstoles excedía en autoridad a su Maestro?
Este poder de que hablamos sobre el colegio mismo de los obispos, poder que las Sagradas Letras denuncian tan abiertamente, no ha cesado la Iglesia de reconocerlo y atestiguarlo. He aquí lo que acerca de este punto declaran los concilios: “Leemos que el Pontífice romano ha juzgado a los prelados de todas las Iglesias; pero no leemos que él haya sido juzgado por ninguno de ellos” (Adrianus II, En Allocutione III, ad Synodum Romanum an. 869 , cf. Actionem VII, Conc. Constantinopolitani IV). Y la razón de este hecho está indicada con sólo decir que “no hay autoridad superior a la autoridad de la Sede Apostólica” (Nicholaus in Epist. LXXXVI ad Michael. Imperat).
Por esto Gelasio habla así de los decretos de los concilios: “Del mismo modo que lo que la Sede primera no ha aprobado no puede estar en vigor, así, por el contrario, lo que ha confirmado por su juicio, ha sido recibido por toda la Iglesia” (Epist. XXVI, ad Episcopos Dardaniae, n. 5). En efecto, ratificar o invalidar la sentencia y los decretos de los Concilios ha sido siempre propio de los Pontífices romanos. León el Grande anuló los actos del conciliábulo de Efeso; Dámaso rechazó el de Rímini; Adriano I el de Constantinopla; y el vigésimo octavo canon del concilio de Calcedonia, desprovisto de la aprobación y de la autoridad de la Sede Apostólica, ha quedado, como todos saben, sin vigor ni efecto.
Con razón, pues, en el quinto Concilio de Letrán expidió León X este decreto: “Consta de un modo manifiesto no solamente por los testimonios de la Sagrada Escritura, por las palabras de los Padres y de otros Pontífices romanos y por los decretos de los sagrados cánones, sino por la confesión formal de los mismos concilios, que sólo el Pontífice romano, durante el ejercicio de su cargo, tiene pleno derecho y poder, como tiene autoridad sobre los concilios, para convocar, transferir y disolver los concilios.
Las Sagradas Escrituras dan testimonio de que las llaves del reino de los cielos fueron confiadas a Pedro solamente, y también que el poder de atar y desatar fue conferido a los apóstoles conjuntamente con Pedro; pero ¿dónde consta que los apóstoles hayan recibido el soberano poder sin Pedro y contra Pedro? Ningún testimonio lo dice. Seguramente no es de Cristo de quien lo han recibido.
Por esto, el decreto del Concilio Vaticano I que definió la naturaleza y el alcance de la primacía del Pontífice romano no introdujo ninguna opinión nueva, pues sólo afirmó la antigua y constante fe de todos los siglos (Ses. IV, cap. 3).
León XIII, Encíclica Satis cognitum, § 39, 40, 41, 42
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