Por Monseñor de Segur (1820-1881)
¿Y de dónde has sacado eso de que el ser cristiano te obligue a privarte de todo y a tener miedo a todo? ¿Quién te ha enseñado semejante paparrucha? Verdad es que la ley del Evangelio es un yugo; pero, como dice el mismo que nos lo ha impuesto, Nuestro Señor Jesucristo: “Es un yugo dulce y una carga ligera”.
Cualquiera pensaría, al oírte, que no se puede ser cristiano sin llevar siempre una cara de agonizante, y sin estar a todas horas receloso hasta de su sombra. Nada de eso, hijito.
El verdadero cristiano debe, sin duda, estar continuamente alerta contra sus propias pasiones y los peligros del mundo, y tampoco te negaré que la costumbre de pensar en la humana miseria y en las grandes cosas de que nos habla la Religión, le hagan naturalmente grave y reservado.
Pero de aquí a ser un cazurro impertinente y un ave triste, hay mucha diferencia. Todo lo contrario; el verdadero cristiano, por lo mismo que tiene la conciencia tranquila y confiada en la misericordia de Dios, suele llevar en su semblante una apacible dulzura y derramar en derredor de sí un cierto perfume de inocencia y de alegría, que todo lo purifica y lo embellece. Este bien, este privilegio de la vida cristiana, claro es que, como todo lo que vale mucho, no se logra de balde. Sin duda hay que luchar contra las malas inclinaciones, hay que hacer algunos sacrificios. Pero, ¿qué estado me señalarás en que no sea menester hacer lo mismo? ¿Para aprender tú el oficio que tienes, para ganarte tu vida, no necesitas tomarte trabajos y pasar privaciones, a veces muy grandes?
Hasta para divertirse, hay muchas veces que pasar por el mismo punto. Y el negocio más importante de tu vida, como es tu salvación, ¿quieres que nada te cueste?
¡Ya se ve! Las gentes del mundo, que ven a los cristianos abstenerse de ciertos placeres, hacer penitencias, dar limosnas y obrar muchas otras cosas que nada tienen de divertidas, se figuran que éstos llevan una vida de perros, y que son personas con quienes no puede tratarse.
Pero, acércate a ellos, hijo mío, o, lo que es mejor, haz tú la prueba en ti mismo, y ya verás cómo con la vida cristiana se hace dulce hasta lo que más amargo parece, a la manera que las abejas convierten en miel el amarguísimo jugo del tomillo y la retama.
Cosas son éstas que yo nunca podré explicarte bien, y que tú no entenderás, como no las experimentes. Pero si quieres formarte una idea de ellas, acuérdate de tu niñez, acuérdate de la alegría y la paz que tenías entonces, cuando aún no habías ofendido a tu buen Dios, cuando eras puro, casto, obediente; en una palabra, cristiano. Pues bien, hijo mío; el Dios de tu niñez es hoy el mismo que era entonces; digo mal, hoy te ama más porque eres desgraciado y quiere salvarte. Siempre es aquel buen Jesús que dice: “Jamás desecharé al que viniere a buscarme”. Búscalo, hijo mío, que el premio de buscarlo es nada menos que la gloria eterna.
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