viernes, 17 de mayo de 2024

EL SÍNODO DE LA INDIGNIDAD

Cupich insiste en el hecho de que en el sínodo que sigue adelante se ha utilizado un método de trabajo en el que se busca “la igualdad de los participantes”

Por Francisco José Delgado


Quiero hacer un breve comentario sobre un asunto que me ha llamado la atención en las recientes declaraciones del cardenal Cupich acerca del sínodo.

El cardenal insiste en el hecho de que en el sínodo que sigue adelante (sin que la inmensa mayoría del Pueblo de Dios le haga mucho caso, la verdad) se había utilizado un método de trabajo en el que se buscaba la igualdad de los participantes. La impresión que dan sus palabras es que en el sínodo habría que ignorar la realidad jerárquica de la Iglesia, buscando una igualdad en autoridad de todos los participantes.

De entrada, yo tiendo a sospechar cuando alguien que está muy alto en una jerarquía y no tiene ningún problema en abusar de su poder (como ha hecho el card. Cupich intentando prohibir la Misa Tradicional en su diócesis, por ejemplo), empieza a hablar de igualdad y corresponsabilidad. Porque la experiencia demuestra que los que hacen eso en realidad buscan aquella igualdad que se consigue cuando todos se someten dócilmente a sus caprichos. Vaya, que sólo hace falta echar un vistazo a la lista de los convocados para saber por dónde van los tiros. Pero, en fin, sigamos.

El cardenal dice que el método de la “conversación en el espíritu” apunta especialmente a ello y esto hace que sea algo “revolucionario”. En este caso, ciertamente el Espíritu ha hablado por la boca del cardenal, porque si hay algo que caracteriza ciertamente a la Revolución, entendida como ese proceso que busca eliminar el orden cristiano para sustituirlo por el desorden que viene del pecado, es el igualitarismo.

Es la idea de que “todos somos iguales” (aunque, en la Iglesia ahora más que nunca, unos sean más iguales que otros), que destruye cualquier tipo de jerarquía social, natural o sobrenatural y, según una correcta metafísica, destruye el orden y, con ello, el Bien Común. Por eso Dios actúa siempre estableciendo jerarquías. Hay jerarquía entre los ángeles, que se ordenan por coros según su mayor o menor proximidad a Dios, y hay jerarquía entre los hombres, especialmente en la Iglesia. Dionisio Areopagita es el maestro en esto y Santo Tomás su discípulo más aventajado. No insistiré más en esto, porque los que me conocen y me siguen en mi canal de YouTube saben que me encanta entretenerme demasiado en estos asuntos.

¿Por qué, entonces, al considerar todas estas cosas he decidido hablar del “sínodo de la indignidad”? Pues porque hace unos días, comentando con dos amigos sacerdotes el nuevo documento Dignitas infinita del nunca tan prolífico como ahora Dicasterio para la Doctrina de la Fe, señalaba que, aunque el documento acertadamente señala distintos sentidos de la palabra “dignidad”, no menciona uno de los sentidos más importantes y, quizá, uno de los más originarios. En nuestra conversación yo lo llamé “dignidad jerárquica”, es decir la dignidad que tiene alguien no tanto por su dimensión esencial (“ontológica” la llama el documento) o moral, sino por ocupar un lugar dentro de una jerarquía.

En la jerarquía cósmica se da que, efectivamente, la dignidad jerárquica coincide con la dignidad esencial. Por ejemplo, los ángeles que son más dignos, por estar más cerca de Dios, también son esencialmente superiores a los que son inferiores en la gloriosa jerarquía celeste. También sucede esto en la creación visible. El hombre, que es cabeza de la creación (como acertadamente insinúa el documento al que nos referimos), lo es por ser esencialmente superior al resto de criaturas del mundo visible, que se ordenan jerárquicamente en una escala del ser que refleja la anteriormente mencionada jerarquía celeste.

Sin embargo, esto no sucede así en las jerarquías humanas ni, por lo tanto, en la jerarquía eclesiástica. En las jerarquías humanas se da, sí, una esencial igualdad de todos los hombres, pues todos comparten una igual naturaleza humana. A la vez, hay una desigualdad en el aspecto moral, pues unos son mejores y otros son menos buenos. Pero existe otra desigualdad, que, aunque debería corresponderse con la anterior, generalmente no lo hace, que viene dada por el lugar que ocupa alguien dentro del nudo de relaciones que organizan una sociedad. Por ejemplo, el padre es superior en dignidad jerárquica al hijo, lo que hace que el hijo le deba respeto y obediencia. No lo hace por una superioridad esencial ni moral, sino porque en la sociedad familiar el padre es “más” que el hijo, es decir, ocupa un puesto de mayor dignidad.

Insisto en el aspecto de que la dignidad jerárquica debería coincidir con la dignidad moral. Esto es lo característico del concepto de aristocracia, odiada a muerte, lógicamente, por la Revolución. “Aristocracia” proviene de “aristós”, superlativo de “agazós” (bueno), es decir, sería el gobierno de los mejores, de los más excelentes, de los más virtuosos. Es cierto que las realizaciones prácticas de la aristocracia no solían hacer honor a su nombre, porque la nobleza de cuna no siempre ha supuesto nobleza de espíritu, pero el concepto suponía, al menos, que los que tenían puestos superiores en la jerarquía social debían ser superiores también en la virtud. De ahí la proximidad léxica entre la dignidad y la decencia, porque no es decente que alguien con dignidad jerárquica se comporte de manera indecente.

En la Iglesia esta disparidad entre la dignidad jerárquica y la dignidad moral se da de manera más viva, porque la dignidad moral se cifra en la santidad, mientras que la dignidad eclesiástica exige santidad, pero bueno, ya vemos lo que sucede en la práctica. Por eso, ante la jerarquía eclesiástica (lo mismo que ante cualquier jerarquía) se da esa doble valoración: por un lado la realidad moral y por otro la realidad jerárquica.

Hace unos días estuve comentando, también en mi canal de YouTube, la predicación del P. José de Acosta de la dignidad del indio, y leía algunos pasajes del Sermonario del Tercer Concilio Limense (s. XVI) que todo el mundo le atribuye. Entre esos pasajes me llamaba la atención el siguiente, por lo representativo de esto que estoy tratando de explicar:
“Ya veis como el Corregidor quiere ser obedecido y acatado, porque es Ministro del Rey; pues el Sacerdote es Ministro de Dios: y delante del Sacerdote se hinca de rodillas el Corregidor, y el Oydor, y el Yirey, y el Rey, y le dicen con humildad sus pecados, y él como juez le sentencia. Asi que todos han de honrar a los Ministros de Dios. Y si algun Padre vieredes que es flaco, y mal acondicionado, y codicioso, no os maravilléis, que es hombre como vos [dignidad ontológica], y él da cuenta a Dios muy estrecha del mal exemplo que da [dignidad moral]. Mas vos honradle por su dignidad [jerárquica], porque es Ministro de Dios, y no hableis mal de él, ni le levanteis testimonios; mirad que se enoja mucho Dios, y lo siente por la afrenta y agravio que le hacéis”.
En efecto, no hay nada más tradicional y contrarrevolucionario que respetar la dignidad jerárquica del que, incluso por su comportamiento indecente, se ha hecho indigno moralmente. Esto hace que uno deba ser especialmente prudente cuando se trata de señalar, buscando el bien, tal comportamiento indecente, porque fácilmente se puede caer en la indignidad moral de vulnerar la dignidad jerárquica.

Ahora bien, la dignidad jerárquica puede vulnerarse cuando se falta al respeto debido a una autoridad, hurtándole el honor que por su estado y, repetimos, no por su dignidad moral, se le debe. Pero también se puede faltar a la dignidad jerárquica cuando tal dignidad es simplemente ignorada, defendiendo propuestas como las del cardenal Cupich de que en un órgano que tiene un importante papel en el gobierno de la Iglesia, aunque sea consultivo, se actúe como si la dignidad jerárquica no existiera.

Un apunte más sobre la indignidad de vulnerar la dignidad jerárquica en una sociedad es que esa afrenta no afecta únicamente al ofendido, sino que la indignación (respuesta correspondiente ante la indignidad) se propaga por todo el cuerpo social del que el ofendido es cabeza. Es decir, el que ofende al rey ofende a toda sus súbditos, lo mismo que el que ofende al pastor ofende a toda su comunidad. ¿Por qué se da esto? Pues porque, como hemos señalado, la jerarquía es esencialmente necesaria en el Bien Común, y éste es el bien superior y más perfecto de cualquier unidad social. Destruir la jerarquía o atacarla en cualquier manera supone destruir el Bien Común y, por ende, destruir lo que da sentido a la comunidad.

En definitiva, si se persiste en el camino, acertadamente calificado como “revolucionario”, de obviar la realidad jerárquica de la Iglesia, se estaría actuando de forma claramente indigna. Y, de esa forma, el sínodo no podría calificarse de otra manera que como “el sínodo de la indignidad”. Espero que ahora se entienda bien el título de este artículo.


Mas Duro que el Pedernal

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