sábado, 11 de mayo de 2024

UN MUNDO SIN LA ASCENSIÓN

Vivir el Cristianismo sin la Ascensión es ser únicamente un cordero y no un león.

Por Michael Pakaluk


La fiesta de la Ascensión parece estar a la altura de la Pascua. Recibe la misma atención en los credos: “Al tercer día resucitó de entre los muertos. Subió a los cielos”. Es la primera doctrina que predica Jesús tras Su Resurrección. Le dice a María Magdalena: “Ve a mis hermanos y diles” - no “he resucitado” - sino “subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Ella vio que había resucitado. El Señor no necesitaba decírselo. Pero sí le dice, como cuestión de primera importancia, que Él ascenderá.

Lógicamente, si el Señor no ascendiera al Cielo, si el Cielo no fuera Su meta y Su hogar, entonces Su Resurrección habría sido únicamente “para este mundo”, igual que la resurrección de Lázaro, y habría muerto una vez más. Es decir, la Resurrección que celebramos en Pascua es, por definición, una Resurrección para un lugar distinto de este mundo actual.

No es de extrañar que las Iglesias Orientales utilicen un lenguaje apropiado para designar la naturaleza del misterio. Lo llaman episôzomenê (énfasis en la penúltima palabra), “el día en que nuestra salvación alcanza su perfección”. Si negar la perfección de una cosa es negar su bondad, negar la Ascensión es negar la bondad de la Pascua.

En consecuencia, la Iglesia ha dado a esta fiesta la máxima importancia. “Es una de las fiestas ecuménicas, junto con la Pasión, la Pascua y Pentecostés, más solemnes del calendario”, dice la Enciclopedia Católica. Ya en tiempos de San Agustín, el santo podía decir que “este día se celebra en todo el mundo”, señal de su gran antigüedad.

La Ascensión se consideraba tan importante que Pentecostés podía asimilarse a ella: el Concilio de Elvira (c. 300 d.C.) condenó la práctica aparentemente común entonces de celebrar Pentecostés junto con la Ascensión el cuadragésimo día después de Pascua, en lugar de hacerlo por separado el quincuagésimo día.

Exégetas sagaces han señalado que los nueve días durante los cuales María oró con los Apóstoles en el aposento alto entre la Ascensión y Pentecostés constituyeron la primera novena. La fiesta de la Ascensión, por lo tanto, conmemora el comienzo de un tiempo especial de oración en la Iglesia.

El Papa León XIII, haciendo más que notar el hecho, “decretó y ordenó”:
“Decretamos, por lo tanto, y mandamos que en todo el mundo católico en este año, y siempre en lo por venir, a la fiesta de Pentecostés preceda la novena en todas las iglesias parroquiales y también aun en los demás templos y oratorios, a juicio de los Ordinarios”.
Carta Encíclica Divinum illud munus)
San Agustín predicó varios sermones famosos sobre la Ascensión. ¿Qué significado le atribuye?

Según él, es la fiesta que más se corresponde con la Encarnación (Sermón 262). Del mismo modo que Cristo se despojó de sí mismo para hacerse hombre (Filipenses 2:6), así Dios lo exalta ahora. Vivir un cristianismo sin la Ascensión es, pues, vivir una vida de vaciamiento únicamente -en el extremo, una vida de activismo o nihilismo-. ¿Y nos atrevemos a decir que no podemos entender la Navidad sin entender su colofón?

Es la fiesta, también, en la que se muestra y como si se reivindicara la protección de Cristo sobre nosotros (Sermón 263): “La razón por la que resucitó fue para mostrarnos un ejemplo de resurrección, y la razón por la que ascendió fue para protegernos desde lo alto”. Sin la Ascensión entonces:, queda la ansiedad.

Y no se puede comprender la victoria de Cristo sin verla en la Ascensión. Cristo no es simplemente un cordero, sino también un león (Apocalipsis 5:5), dice Agustín. Como manso cordero fue inmolado; como león, venció al demonio, también león, que merodea por la tierra para devorar las almas. (1 Pedro 5:8) “Contra el león, un león”, dice el santo. Vivir el Cristianismo sin la Ascensión es ser únicamente un cordero y no un león.

Sin embargo, no es sólo el poder del Señor mostrado en la Ascensión lo que importa, dice San Agustín, sino también que deliberadamente sea elevado a lo alto. Es como cuando parece que has perdido una competición, y otros empiezan a reírse de ti, y sin embargo al final ganas; entonces se hacen necesarias dos cosas: no sólo que ganes, sino también que disfrutes la victoria, por ejemplo, levantando un trofeo. Aquí el santo utiliza su famoso lenguaje atrapante:
El diablo estaba exultante cuando Cristo murió, y por esa misma muerte de Cristo fue vencido el diablo; es como si mordiera el anzuelo de una trampa. El se deleitó en la muerte, como siendo el comandante de la muerte; en lo que él se deleitó, ahí es donde la trampa fue puesta para él. La trampa para el diablo era la cruz del Señor; la carnada por la que sería atrapado, la muerte del Señor. Y nuestro Señor Jesucristo resucitó.
Pero hay más. Correspondiendo al deleite del diablo, y a la burla de las multitudes - “Si es Hijo de Dios, que baje de la cruz” (Mateo 27:4), debe haber el levantamiento de un trofeo en victoria, que es la Ascensión.

Vivimos efectivamente en una Iglesia sin Ascensión. Se ha trasladado al domingo, seguramente no para darle más importancia. (Es posible que ni siquiera te des cuenta dentro de dos días. ¿Te importó si pasó ayer?) Es de suponer que nuestros obispos intuyen que si se mantuviera el jueves, nadie vería sentido en ir. Vivimos en grave discontinuidad con nuestros hermanos y hermanas del pasado. No veo otra salida que: el estudio por parte de los católicos de hoy, con ardor, de nuestra Tradición.

Imagen: “Ascensión” de un artista desconocido, 1490-1500 [Galería Nacional Húngara, Budapest]

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