miércoles, 15 de mayo de 2024

OBJECIONES CONTRA LA RELIGION (49)

Ni tampoco puedo: es cosa muy difícil vivir cristianamente.

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


Bastante menos difícil de lo que a ti te parece, y quizá de lo mismo que tú crees; pues me voy sospechando, al ver los reparos que me pones, que lo que te falta es voluntad, y no otra cosa. Dime que no has tenido nunca, o que has perdido ya la costumbre de vivir cristianamente, y no me digas que te es difícil hacerlo.

Si se tratara de escribir libros sobre materias profundísimas de ciencia, o de asaltar fortalezas defendidas con cañones, me haría fuerza tu dificultad. Pero nada de eso, hijo mío; se trata de una Religión fundada, en primer lugar, para los humildes de espíritu y los mansos de corazón.

El secreto para ser buen cristiano no es saber mucho, sino el amar mucho y tener mucha confianza en Dios y en la intercesión de su Santísima Madre. El que mucho ama, no tiene ni vanidad ni pereza, que son las dos verdaderas, las dos
grandes dificultades para vivir cristianamente.

Yo no te negaré, ni te lo he negado nunca, que el verdadero cristiano tiene que estar muy sobre sí para no dejarse sorprender ni dominar por los vicios y pasiones que continuamente nos asaltan. Pero también te he asegurado, y te lo repito ahora, que todo el que quiere vencer, vence.

¿Y quién es el que verdaderamente quiere vencer? El que busca y emplea las armas que la Religión le ha dado, es decir, el que usa de los medios que Jesucristo nos ha enseñado para que obtengamos el auxilio de su gracia. Estos medios ya los conoces tú, y a fe que, cuando eras buen cristiano, demasiado bien te servían. Hoy no te sirven, porque no los usas. Estos medios son la oración, la santificación de las fiestas, el estudio y la meditación sobre la doctrina cristiana, el huir las ocasiones peligrosas, las malas compañías y las malas lecturas, y, por último, el confesarse a menudo y comulgar.

Sin que emplees estos medios, todo te será difícil; pero empléalos, y verás cómo todo se te vuelve facilísimo y agradable. Te hablo por experiencia. He conocido a muchas personas que estaban muy viciadas, muy perdidas, y que, sin más que emplear aquellos medios, se han hecho modelo de cristianos.

Me acuerdo ahora de un antiguo militar que desde su niñez tenía el pícaro vicio de estar siempre jurando y maldiciendo. Reprendido cierta vez por una persona caritativa, se propuso nuestro veterano quitarse aquella perversa costumbre; y con tan buen ánimo lo emprendió, que al cabo de quince días lo había ya logrado: Cada vez que se le escapaba, o que oía a sus camaradas una blasfemia, decía compungido en su interior: “¡Perdón, Dios mío! ¡Bendito sea tu nombre!”

Con este sencillo medio logró dejar de ofender a Dios, y eso que, según él decía, tan dominado estaba por el vicio, que no podía descuidarse ni un instante, y que hubo días en que tuvo que reprimirse más de cincuenta veces.

Otra persona he conocido yo que era muy honrada y de muy buenos sentimientos, pero que poco a poco se fue aficionando al vino más de lo regular, hasta llegar a ser un borrachón de primera. En una de las buenas que tomaba, dio una paliza a su mujer que por poco la mata. Cuando volvió en sí y vio lo que había hecho, le entró una pena y un remordimiento tan grande, que hizo voto de no volver en su vida a beber una gota.

Pero lo más singular no es esto, sino que tuvo el valor de hacer que todos los días le pusieran a su lado en la mesa una botella de vino con su vaso correspondiente. Veintiún años estuvo de este modo, y ni un solo día faltó a su promesa de no volver a tocar el vino con sus labios.

Yo le vi atacado de la enfermedad que se lo llevó al sepulcro, y me acuerdo que el peor rato que en ella pasó fue un día que el médico le mandó tomar unos buches de vino blanco.

Cada vez que tomaba un buche, se ponía de mil colores, y no cesaba de decir: 

- ¡Válgame Dios!

- Tanto odio ha tomado usted al vino? -le preguntó el médico, que sabía la historia que te he contado. 

- ¡Odio! - le contestó el enfermo- No, señor; me gusta hoy más que el día que lo dejé, hace ya más de veinte años; pero mi palabra es palabra, y esta pobrecita, decía señalando a su mujer, sabe por qué hago lo que hago.

¿Qué te parece, hijito? ¿No te admira el valor y la constancia de este hombre? ¿Y sabes cuál es el secreto de su victoria? Muy sencillo: el secreto consiste en que era buen cristiano.

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