lunes, 4 de septiembre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGION (1)

¿Qué falta me hace a mí la Religión? Yo no tengo ninguna religión y esto no me quita de estar tan gordo y tan bueno.

Por Monseñor De Segur (1820-1881)


Objeción 1:

Excelente discurso, si yo te quisiera ofrecer la Religión como un medio para estar gordo y bueno. Pero, ¿hemos venido al mundo para echar carnes como los cerdos? Porque todos los hombres en todos tiempos han creído otra cosa, y no me parece fácil que tú solo tengas razón contra todos los hombres.

La Religión te enseña lo que es bueno y lo que es malo; te muestra los medios seguros para que obres lo bueno y aborrezcas lo malo; te promete el premio de una gloria sin fin si obras lo bueno, y te asegura el castigo de un infierno también perdurable si obras lo malo. En resumen: la Religión nos enseña lo que somos los hombres, de dónde venimos, la senda que debemos seguir en esta vida y el término que nos aguarda en la otra, proporcionado al bien o al mal que hayamos obrado en la tierra. Si esto no te interesa, no sé qué otra cosa puede interesarte en este mundo.

Por lo pronto, dime tú, discurriendo con tu razón natural, si te parece posible que viva del mismo modo un hombre religioso que otro que no tenga religión ninguna: dime tú qué interés tiene en ser bueno el hombre que ningún premio aguarde, y qué freno pueden contener las maldades del que ningún castigo tema en la otra vida. ¿Creerás que sea bastante para dejar de obrar mal el temor a la justicia de los hombres? Esto no puedes creerlo, pues ni la justicia de los hombres tiene poder contra todos los malos, aunque sepa sus maldades, ni es tampoco tan sabia y prudente que pueda saber todo el mal que se obra. Podrá la justicia humana castigarte si matas a un hombre; pero, ¿podrá del mismo modo castigar el deseo que tengas de matarlo, mientras no lo pongas por obra? Y no me dirás que el solo deseo de matar a un hombre no sea ya una maldad que por fuerza ha de recibir castigo. Voy a ponerte esto más claro todavía.

Supongamos que tú eres un hombre sin Religión ninguna, lo que Dios no permita; supongamos que te nombran juez de la causa de un vecino tuyo que ha matado a su padre con un puñal, ¿Qué sentencia darás contra este hijo malvado? De seguro, lo condenarás a un patíbulo. ¿Y por qué lo condenas? Porque sabes que el matar a su padre es un delito horrible; porque tu conciencia de hombre te dice que un delito de esta especie debe ser castigado; y últimamente, porque hay leyes humanas que lo condenan y castigan con la muerte. Pues figúrate ahora que este hijo delincuente ha matado a su padre no con un puñal sino a fuerza de disgustos que le ha causado, y con la deliberada intención de que se muera de pena. ¿Qué sucederá en este caso? En primer lugar, es muy difícil probar en juicio los disgustos que el hijo le haya dado al padre; y mucho más difícil de probar todavía, que le haya dado estos disgustos con la deliberada intención de que se muera a causa de ellos; en segundo lugar, aunque todo esto se probara sería imposible probar que efectivamente estos disgustos, y no otra causa cualquiera, han ocasionado la muerte del padre. De manera que la justicia humana carece absolutamente de medios, no ya para castigar, ni aún para juzgar esta clase de delitos. ¿Que resultará entonces?  Que el delito quedará sin castigo. Y en ello no hay remedio: igual es el crimen en un caso y en otro; tan criminal es el hijo que mata a su padre de una puñalada, como el que le mata a fuerza de causarle disgustos, con deliberada intención de que se muera. Este crimen no puede ser castigado por la justicia de los hombres; tu conciencia te dice que no puede quedar sin castigo; los hombres no se lo dan. ¿Quién se lo da?

Se lo da Dios. Esto cree el que tenga Religión; pero ¿y el que no la tenga? El que no la tenga verá que el crimen se queda sin castigo; no lo recibe de los hombres, porque la justicia humana no alcanza a probar, ni aún quizás a saber el delito; no lo recibe de Dios, porque no hay Dios... ¡Que horror, hijo mío! Y sin embargo, en esto viene a parar el no tener Religión.

En vista de este ejemplo, no me negarás que la Religión es, cuando menos, una cosa conveniente. Una vez confesado esto, y aunque tengas la desgracia de pensar que no hay ninguna Religión verdadera, por poco razonable que seas, habrás también de confesarme que no es imposible que la haya; del mismo modo que, aunque tú no creas que yo estoy escribiendo estas líneas con la mano izquierda, por ejemplo, confesarás que no es imposible que así sea. Es decir, que no solo me confesarás que la Religión es una cosa conveniente, sino también que es posible que haya una verdadera.

Porque, una de dos: o tú me aseguras que no hay ninguna Religión, ni verdadera ni falsa, ni mala ni buena, y me lo aseguras con la misma certeza con que aseguras que estás ahora leyendo esto, o me confiesas que es posible que haya alguna Religión verdadera. Lo primero no puedes tú asegurármelo, porque no lo sabes; y si me confiesas lo segundo, yo te diré: Sí, por una parte, no es imposible que haya una Religión verdadera, y por otra es conveniente que la haya, racional y juicioso es pensar que la hay.

Y la hay, hijo mío, la hay. No te pido que me lo creas desde luego por mí palabra, pero lee con atención estas pocas páginas que te presento; procura hacerte cargo de todas las razones que te doy; consulta con personas sensatas y buenas lo que no entendieres; procura al mismo tiempo refrenar los malos pensamientos que nacen en tu alma, los vicios y pasiones que dominan tu corazón. Haz esto, hijo mío, y la ayuda de Dios no te faltará, y te dará luz para que veas la verdad de lo que yo te enseño, y te dará la firme voluntad y el ardiente deseo de obrar conforme a esta verdad que, con la misma ayuda de Dios, quiero enseñarte.

Mira, hijo mio: en todos los tiempos ha habido hombres perversos, interesados en apartar de lo bueno a los demás y enseñarles lo malo; pero hoy día permite Dios que haya muchos más medios que nunca ha habido de pervertir y de alucinar al mundo. La santa Religión que yo voy a enseñarte manda a los ricos que tengan caridad y a los pobres que tengan paciencia. Pues bien, hijito mío; los ricos endurecidos, que no quieren tener caridad con los pobres, y los pobres soberbios, que se cansan de sufrir con paciencia sus trabajos, tienen interés en que se olvide o se aborrezca una Religión que no quiere que los ricos abandonen a sus hermanos los pobres, ni que los pobres se apoderen por fuerza o miren con envidia los bienes de los ricos. Todo el rico que no quiere dar nada al pobre, y todo el pobre que desea apoderarse injustamente de lo que posee el rico, son enemigos de la Religión.

Es menester que te penetres bien de esto, para que desoigas y condenes, como es justo, la multitud de cosas que te dirán y te alabarán contrarias a nuestra Santa Religión. Los interesados en perderte no te dirán que esta Religión, tan calumniada por ellos, ha sido creída y practicada, y enseñada y defendida por los hombres más sabios y más buenos que ha habido en el mundo. Sin salir de nuestra España te nombraré al prudente, al esforzado, al humilde y venturoso nuestro Santo Rey don Fernando III, terror de los moros, conquistador de Sevilla y autor de las leyes más veneradas que rigen a nuestra monarquía; te citaré a la piadosa heroína nuestra Reina Católica doña Isabel I, la que conquistó a Granada y acabó de echar de nuestro territorio a los moros y judíos que lo infestaban y oprimían; te citaré a nuestro Rey Carlos I el emperador, que después de haber sido señor del mundo entero fue a acabar sus días santamente en el monasterio de Yuste. Y no haré si no mencionarte el gran número de compatriotas nuestros que, desde los tiempos más remotos de la monarquía, han venido admirando al mundo por su saber y sus virtudes; un San Isidoro, arzobispo de Sevilla, grande historiador y gran filósofo; un San Vicente Ferrer, a cuya palabra caían helados de espanto los soberbios y se regocijaban los humildes; un San Francisco Javier, apóstol de las Indias; un cardenal Jiménez de Cisneros, ilustre ministro de la Reina Católica, un San Ignacio de Loyola, un San Juan de la Cruz, una Santa Teresa, un venerable maestro Fray Luis de Granada, y en fin, otros miles de miles, pues sería cuento de nunca acabar. Y no te hablo de los grandes artistas y poetas que, inspirados por nuestra Santa Religión, nos han dejado para eterna memoria de su nombre, esas catedrales, esas pinturas y esculturas, esos poemas de toda especie, que nos envidia el mundo. Y no te hablo tampoco del sinnúmero de hombres, no menos eminentes en saber y virtud, nacidos fuera de nuestra España; de un San Luis, Rey de Francia, tan ilustre por su valor como por su ciencia y virtudes; de un Santo Tomás de Aquino, lumbrera del mundo, y el hombre más sabio que ha tenido la tierra; de un San Vicente de Paúl, verdadero ángel de caridad, fundador de esas Hermanas celestiales que ves a cada hora arrostrando la muerte en los campos de batalla y en los hospitales pestilentes; de un San Francisco de Sales, tan profundo conocedor del corazón humano; de un Pontífice Gregorio VII, pacificador de la Iglesia, abogado de los débiles, freno de los opresores; de un San Pío V, reformador de la Iglesia.

Dime, por tu vida, hijito mío, si encuentras que pueda compararse con cualquiera de éstos, ni en sabiduría, ni en virtud, ni en grandeza, ni en heroísmo, ninguno de esos que te hablan o te escriben en contra de la Religión. Dime por tu vida, si es conveniente, si es natural, si es racional siquiera, negar que sea útil, y dudar de que es santa y verdadera una Religión que tiene a su favor el testimonio de servidores tan ilustres y en número casi tan infinito. Dime, en fin, y sobre todo, si puede ser puesta en duda o despreciada una Religión que ha hecho al mundo tan grandes beneficios, como son el establecer entre los hombres esa caridad, por la cual, considerándose todos como hermanos, hijos del Padre común que está en los cielos, llegan todos a ser verdaderamente libres y verdaderamente iguales ante el Dios bueno que a todos los hizo de la misma masa, y a todos infundió entendimiento para conocerle y voluntad para amarle.

¡Ah! ¡Si te pararas un poco a considerar el bien que ha hecho esta Religión santa! ¡Si la vieses como yo la veo, enjugar a cada instante las lágrimas del pobre, convertir los corazones más depravados y derramar en todas partes la verdad, la paz, la esperanza y la alegría! 

Quiero contarte aquí brevemente una historia que viene a pelo: Hubo en España, hace ya más de dos siglos, un caballero llamado D. Rodrigo Calderón.

Nacido de padres no ricos, aunque hidalgos, llegó por varios modos haberse de tal altura que, aunque falto de merecimientos y de vida nada cristiana, alcanzó a ser primer ministro y poderoso privado del monarca D. Felipe III, que entonces reinaba; tuvo los títulos de conde de la Oliva, marqués de Siete Iglesias, y alcanzó, en fin, tal grandeza y poderío, que él solo disponía de todos los dineros y de todas las mercedes del reino. Se ensoberbeció, D. Rodrigo hasta tal punto con tan inesperada fortuna, y soltó a sus pasiones tan larga rienda que, atropellado por sus propios desmanes y perseguido por sus émulos, perdió en un día, con la gracia del soberano, su poder, sus riquezas, sus honores; y encausado y preso, fue condenado por sentencia del Rey a morir degollado en la Plaza Mayor de Madrid.

Oyó D. Rodrigo su sentencia con gran valor, y volviéndose a un Crucifijo que estaba en su prisión, exclamó compungido: “Bendito seáis, mi Dios! ¡Cúmplase en mí vuestra voluntad!”.

Desde ese momento su vida fue tan penitente y santa, que las asperezas de ayunos, cilicios y otras con que se trataba, no menos que la humildad con que adornaba todo su porte y las grandes limosnas que hacía, solo podían compararse a la ostentación con que había vivido antes de llegar a aquel trance.

De esta manera pasó tres meses aguardando la ejecución de su sentencia, hasta que ya una noche, su confesor, después de haberle encarecido los premios que Dios da a los que saben aprovecharse de lo que padecen, ofreciéndole sus trabajos en retorno de su Sagrada Pasión, le anunció que de allí a dos días daría su cuello al verdugo. “Quiera Dios, padre mío (le respondió D. Rodrigo entonces), que mis pecados no sean parte para que yo pierda tanto bien; pues por ahora le puedo asegurar que me ha dado su Majestad tanto gusto al condenarme a muerte, que, si no pareciera mal, me riera”.

Lleno el rostro de alegría, y con grandísimos actos de fe, recibió al siguiente día por la mañana el Santísimo Sacramento, diciendo tiernamente: “¡Señor mío, Jesucristo! pues hoy venís Vos a mí, consiga yo ir mañana a Vos: en vuestras manos encomiendo mi espíritu...”

Pidió luego recado de escribir, y puso a su padre, que aún vivía, una carta, donde, entre otras cosas, le dice: “Triunfó la emulación, pero con tan distinto modo del que discurrieron sus designios, que habiendo sido su fin perderme para siempre, para siempre me he ganado, asegurándome lo principal, que es mi salvación, según la confianza que tengo de la Divina misericordia... Se me ha confirmado la sentencia de muerte, que padeceré tan gustoso, que deseo por instantes llegue el de entregar mi garganta al cuchillo y derramar mi sangre por la voluntad de mi Señor Jesucristo, en descuento de mis pecados, pues el mismo Señor tan liberalmente derramó por mí la suya”.

En este ánimo continuó hasta su última hora. Lo único que le causaba gran vergüenza era el considerar que daba ocasión con sus devociones para que se creyese que era más ostentación que virtud, y con este pensamiento, poco antes de salir al patíbulo, se quitó los cilicios, para que no se hiciesen públicos. A todos sus amigos y criados consolaba diciéndoles: “Señores, ahora no es tiempo de llorar, pues voy a ver a Dios y a ejecutar su santísima voluntad”.

Llegado a la puerta de la casa en que había tenido su prisión, vio la mula en que había de ir, y dijo: “Jesús, ¿mula para mí? No había de ser sino un serón en que me llevasen arrastrando, y que me fuesen atenaceando, sacándome bocados de mis carnes”.

En el último escalón, para subir en la mula, dio el Santo Cristo a su confesor, y tomando la rienda en la mano izquierda, se santiguó con la derecha, puso el pie en el estribo, y teniendo el otro el verdugo, subió a la cabalgadura tan airosamente y con tanto valor como si fuera a fiestas. Luego se compuso la túnica, y volvió a tomar el Crucifijo, besándolo con grande fervor. Llegó luego el verdugo a atarle las piernas con una liga por debajo de las cinchas de la mula, y le dijo don Rodrigo: “No me ates, amigo, ¿piensas que me tengo que escapar? Bien sé que voy a morir”. Le replicó su confesor: “Sosiéguese V.S., que el verdugo obra lo mandado”. A lo cual respondió don Rodrigo: “Pues siendo así, ata, amigo, ata”.

Empezó a caminar, y el pueblo, lastimado, pedía por él a gritos, diciendo: “Dios te perdone; Dios te dé valor; Dios te dé buena muerte”; y él respondía sin mirar a nadie: “Amén, Dios os lo pague, que sí hará”. Llegó su confesor a animarle, y él le respondió: “Padre mío, vamos en buena hora, que no me falta ánimo, pues le llevo grandísimo para padecer esta muerte, pues por mí la padeció más deshonrada mi Señor Jesucristo. Vamos en nombre de Dios; y pues su Divina Majestad y el Rey mi señor lo quieren, voy contentísimo a cumplir su voluntad y pagar mis pecados”. Y más adelante, añadía: “Padre, esto no es ir afrentado, esto es ir siguiendo a mi Señor Jesucristo, y triunfando; pues a su Divina Majestad le iban blasfemando y escupiendo, y a mí me van encomendando a Dios. Rueguen a su Majestad, padres míos, no quiera pagarme en esta vida el triunfo que padezco por el mucho gozo que siento”.

A vista ya del cadalso, pues oyó a unas mujeres que decían en altas voces: “Dios vaya contigo y te perdone tus pecados”; a lo cual don Rodrigo, sin mirar quién lo decía, y alzando los ojos al cielo, respondió: “¡Dios mío, por la sangre santísima que derramasteis por mí, que hagáis lo que os pide vuestro pueblo!”.

Puesto ya de pie sobre el cadalso, y después sentado en la silla donde había de ser degollado, no desmayó un solo punto, ni el valor, ni la piedad, ni la humilde contrición de D. Rodrigo. No pudiendo abrazar al verdugo, por tener los brazos atados, le dio el beso de la paz en el carrillo. 

Llegó, por fin, el terrible momento, y reconciliado nuevamente con su Dios, dejó la vida en manos del verdugo, pronunciando con fervor inexplicable, pero sin miedo, y hasta su último aliento, el dulcísimo nombre de Jesús.

Párate bien, hijo mío, párate bien a considerar la vida y la muerte de este hombre. De cuna humilde, sube a las grandezas del favor cortesano, embriagado por su fortuna, se olvida de Dios, y busca satisfacciones a su orgullo y a su ansia de gozar, sin que pudiera hallar un momento de verdadero goce ni de paz interior. Y este mismo hombre, cuando Dios le llama a padecer la afrenta de una prisión tan larga y de un suplicio público, consigue, solo con volver los ojos a aquella Religión de cuya observancia había vivido lejos, consigue, te digo, encontrar en la ignominia y en la muerte la paz interior, la santa alegría y la celestial esperanza que no logró mientras fue grande, poderoso y afortunado.

¿Te parece, hijo mío, que una Religión capaz de conseguir sobre un hombre, tan grande y casi milagroso triunfo, no es, cuando menos, una cosa que merece bien ser conocida y estudiada? Ven, pues, dócilmente conmigo, y oye sin prevención alguna de las breves máximas de verdad y de virtud que me propongo enseñarte. Dios sea contigo y conmigo en esta obra de bendición.





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