Continuamos con la publicación de la Cuarta Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez (1850-1939) de la Orden de Predicadores.
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Cuarta Parte:
CUARTA PARTE
DEL LIBRO INTITULADO
"VIDAS DE LOS HERMANOS"
CAPÍTULO X
DE LOS QUE ENTRABAN EN LA ORDEN POR LA VIRTUD DE LA PALABRA DE DIOS
I. Por el tiempo en que Fr. Reginaldo, de santa memoria, antes decano de Orleans, con gran fervor se entregaba a la predicación en Bolonia y atraía a muchos grandes clérigos y Maestros, el Maestro Moneta, que entonces leía artes y en toda la Lombardía era famoso, temió ser cogido como los demás en alguno de aquellos sermones y resolvió huir cuanto pudiera de Fr. Reginaldo, y lo mismo aconsejaba de palabra y con el ejemplo a todos sus alumnos. El día de San Esteban rogáronle estos mismos que fuera con ellos al sermón; y no pudiendo él excusarse ni con la cátedra ni de manera alguna, díjoles: “Vayamos antes a San Próculo a oír Misa”. Fueron y oyeron no una, sino tres. Hacía él ésto para que pasase el tiempo y no llegasen al sermón: tanto era el miedo que tenía de que le pescase Fr. Reginaldo. Después de las misas instáronle de nuevo diciendo: “Vayamos ahora al sermón”. Fue, pues, Moneta y halló a Fr. Reginaldo que aún estaba predicando, y la iglesia mayor, de tal manera llena, que no pudo entrar y hubo que quedarse a la puerta. Escuchó desde allí, y a la primera palabra quedó prendido. La palabra era esta: “He aquí que veo los cielos abiertos, los veo ahora mismo y claramente que están abiertos para entrar. Todos, si quieren pueden entrar por las puertas abiertas. Vean y teman los míseros negligentes, no sea que a ellos que cierran a Dios su corazón, y boca, y manos, se les cierre el reino de los cielos y no puedan entrar. ¿Qué esperáis, carísimos? Ved los cielos abiertos”. Terminada la predicación llegóse a él dicho Maestro compungido por la palabra de Dios, y exponiéndole su estado y otros asuntos, en sus manos profesó. Y porque estaba de muchas maneras ligado, con licencia del mismo Fr. Reginaldo, continuó por un año y más con su hábito seglar, y no inútilmente, pues así como antes retraía de su predicación, así después atrajo a muchísimos, no solo a la predicación sino también a la Orden. Atraíalos primero a los sermones, y después, cuando a éste, cuando al otro, los inducía a la Orden y con cada uno de ellos hacía como una nueva profesión. Cuál haya sido en toda santidad y cuánto haya aprovechado en la predicación, y en la doctrina, y en la impugnación de las herejías, no sería fácil escribirlo (1). Juan Miguel, canónigo de León, refirió a Fr. Juan de Faria, portugués, que yendo a Roma con su Obispo se habían detenido en Bolonia con objeto de visitar el sepulcro del Bienaventurado Domingo. Entraron en nuestra iglesia, y mientras el Obispo celebraba la misa, se fue él a oír el sermón que un Hermano predicaba en el Capítulo a los estudiantes; y vio que durante el sermón bajaba de lo alto, sobre tres de los escolares, una llama de fuego que permaneció sobre su cabeza hasta que la plática fue terminada; y postrándose a seguida todos tres a los pies del Prior, pidieron y obtuvieron ser recibidos en la Orden.
II. Uno que en la Orden llegó a ocupar un alto puesto, enviado de muy joven a los estudios de París, cuando nuestros Hermanos comenzaban a levantarse, pedía al Señor que le dejase morir en nuestra Orden o en la de los Cartujos, a quienes mucho conocía y quería, porque solían hospedarse en la casa de su padre. Más aunque por la divina gracia se precavía de muchos pecados, y por la esperanza de la salvación llevaba a veces cilicio ocultamente, hacía algunas limosnas, y en los días festivos asistía a los divinos oficios, y casi todos los días iba a la iglesia de la Bienaventurada Virgen, y siempre y con gusto oía los sermones, esto no obstante, ni por la predicación del Maestro Jordán que a tantos conmovía, ni por la de ningún otro se resolvía a hacer su entrada en la Orden. Cuando después de estudiar artes pasó al derecho canónico, por la mañana sin que lo supiesen los compañeros, asistía algunas veces a las cátedras de Teología. Más sucedió que un día de fiesta oídas las vísperas en la iglesia de San Pedro, en el término de cuya parroquia vivía entonces, dejó que se fueran los demás estudiantes y se quedó él a las vigilias de los muertos; y mientras se cantaban las lecciones, el capellán de dicha iglesia, que parecía algo simple, pero que era un buen hombre, se acercó a él y comenzó a hablarle de este modo: “¿Es usted parroquiano mío?”
- El estudiante: Vivo, señor, en tal casa.
- El sacerdote: Muy bien; luego es usted mi parroquiano y por lo tanto quiero descargar mi alma de usted.
Y poco después:
- El sacerdote: ¿Sabe usted lo que prometió al Señor en el bautismo?
-El estudiante: ¿Y qué prometí yo?
-El sacerdote: Prometió renunciar a Satanás y todas sus pompas. Al preguntar a usted el sacerdote que le bautizaba: “¿Renuncias a Satanás y sus pompas?”, el que a usted llevaba y por usted hablaba, respondió por usted: “Renuncio”.
El estudiante: ¿A qué fin me decís eso?
- El sacerdote: Porque hay muchos estudiantes en París que se afanan dándose a las letras por largo tiempo y cuyo fin último de sus estudios, no es otra cosa que la pompa de Satanás; pues dicen en su corazón: Si estudiares en París y fueres en tal o cual facultad Maestro, al volver a tu tierra serás famoso, serás reputado gran clérigo, te honrarán todos, te darán beneficios, subirás a dignidades; y así otras cosas. ¿Y qué es esto si no pompa de Satanás? Guárdese, carísimo, de tales pensamientos en los estudios, y mire como muchos, hasta Maestros y clérigos, dejan el mundo y entran en Santiago (2), porque ven, que, casi todo lo que los hombres en el mundo apetecen es pompa de Satanás”.
Cuando esto decía el sacerdote, terminada una lección entonó un clérigo aquel responsorio: ¡Ay de mí, Señor, que tanto he pecado en mi vida: ¿Qué haré, miserable, a dónde iré sino a Ti, Dios mío?; y así, la palabra del sacerdote por una parte y por otra el canto del clérigo, a manera de dos trompetas que penetraban en su corazón, le conmovieron a compunción inusitada y abundancia de lágrimas. Marchó de allí; más por donde quiera que iba y donde quiera que se paraba, siempre en sus adentros resonaban aquellas palabras, y singularmente las del responsorio: ¿Qué haré, miserable, a dónde iré? Y como esto revolviese de continuo en su corazón, parecíale como que una voz del fondo de su alma le respondía: No tienes dónde huir sino a los Hermanos Predicadores de Santiago. Y visitando por aquellos días a la Bienaventurada Virgen, según solía, le fue dada muchas veces una tal gracia de compunción y devoción de lágrimas y ternura desacostumbrada de corazón, que disgustado cada vez más del mundo, a los pocos días se fue a los Hermanos que él conocía en Santiago y trató con ellos de su entrada, libre que se viera de algunas deudas. Entre tanto habló al Sr. Hugo, que después fue Cardenal (3), y había sido Maestro suyo, y le reveló su propósito en la confianza que no le retraería, pues era un hombre bueno, bachiller en Teología. Lo cual oído, el señor Hugo, dio a Dios gracias y a él le confirmó diciendo: “Sabed maestro que también yo pienso hacer lo mismo, aunque ahora no me es posible, porque tengo negocios que despachar; pero entrad vos, seguro que muy pronto os he de seguir”. Y entró en efecto el día del Bienaventurado Andrés, y a la cuaresma siguiente, en la fiesta de la cátedra del Bienaventurado Pedro, entró también Hugo. Cuentan muchos, que aún viven de su mismo pueblo, que cuando le dio a luz su madre, después de fuertes trabajos, se llenó tan sobremanera de júbilo el padre, que a la sazón se hallaba en la iglesia orando, cuál nunca jamás le había sucedido con ninguno de los otros hijos e hijas, que eran muchos, y con ser éste el postrero. Otro Hermano suyo anterior a él, que en Bolonia y París había estudiado derecho canónico, y que mucho le quería, movido de su ejemplo, entró en la Orden Cartujana, por creerla más conforme a su complexión que la nuestra. En lo cual se ve como muy cumplidamente se verificó su petición entrando él en la nuestra y su hermano, que con él era un solo corazón, en la Orden de los Cartujos, en la cual santísimamente pasó la vida.
III. Por el tiempo en que el Maestro Jordán, de bienaventurada memoria, predicaba en Vercelis, donde entonces florecían los estudios, como en breves días entrasen en la Orden trece de los principales estudiantes y letrados, un Maestro alemán llamado Waltero, que enseñaba artes y en medicina era peritísimo, a quién por enseñar pagaban un gran salario, al oír que Fr. Jordán había llegado dijo a sus compañeros y alumnos: “Guardados de ir a sus sermones y de oír una sola palabra suya, porque es como las damas cortesanas que pulen sus palabras para aprender hombres”. ¡Pero cosa bien extraña! El que a otros retraía de Fr. Jordán fue el primero que quedó prendido en su palabra, o más bien de Dios. Y como una sensualidad miserable quisiera contenerle de entrar en la Orden, él, cerrando ambas manos, se daba de puñadas por los dos costados diciéndose: “Has de ir sin remedio, has de ir”. Y marchó, y le recibieron, y para muchos fue ejemplar de salud.
IV. Hubo también allí otro gran clérigo y en derecho muy versado, el cual, oyendo que entraban algunos de los estudiantes amigos suyos, olvidado de sí, olvidado de los libros que antes sí tenía abiertos, y que ni a cerrarlos se detuvo, olvidado de cuánto en casa tenía, solo, como un amente,
Se fue corriendo a los Hermanos. Y como en el camino le encontrase un conocido suyo y le preguntase a dónde iba tan corriendo y solo, sin pararse le contestó: “Voy a Dios, voy a Dios”. Y llegando a donde estaban hospedados los Hermanos, que convento allí aún no lo tenían, y encontrando al Maestro Jordán y Hermanos congregados, arrojó de sí una capa de seda, se postró en medio de ellos como ebrio sin decir otra cosa que: “Soy de Dios, soy de Dios”. El Maestro Jordán, sin más examen ni exhortación le contestó: “Pues sois de Dios, a Dios os entregamos en su santo Nombre”. Y levantándole le vistió. -Estas dos cosas refirió quien estuvo presente y las vio, y las oyó, y fue uno de ellos.
V. Hubo en París dos estudiantes que cada día rezaban el Oficio de la Bienaventurada María, uno de los cuales tenía propósito de entrar en la Orden de Predicadores y al otro muchas veces le exhortaba a lo mismo. Un día que estaban diciendo las Vísperas de la Bienaventurada Virgen sintió aquel que no tenía propósito una tal devoción, y tal abundancia de lágrimas, y su corazón tan cambiado en mejor que, sin poder contenerse, terminado el oficio, dijo a su compañero: “Ya no te contradiré más: quiero irme a aquella sociedad venturosa a que tantas veces me has invitado”. Aquella noche fueron los dos a los Maitines que se cantaban en la iglesia mayor de la Bienaventurada María. Era la Dominica segunda de Adviento. Oídos, pues, los Maitines, preguntóse uno a otro qué le había llamado más la atención y excitado el afecto. Uno dijo: “A mí me conmovió en gran manera la exposición del Bienaventurado Gregorio sobre el Evangelio: Habrá señales en el sol y en la luna (4). El otro dijo: "Yo me sentí muy consolado y conmovido con el responsorio segundo (5): nos enseñará sus caminos, etc. y aún más con el versículo que al parecer hablaba con nosotros: Venid, subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob; literalmente parece que nos invita el Señor a que entremos en la casa de Santiago, qué es casa de Dios, y en el monte situada”. Entraron, pues, y ambos vivieron muy santamente.
VI. Fr. Pedro de Quirinis, varón de gran sabiduría y de autoridad preclara, cuando en el siglo comenzó a pensar si entraría en la Orden, y por cierta sabiduría que ya tenía, lo difería de día en día, titubeando siempre; al decir una tarde las Completas de la Virgen, prosiguió su salmo: “Hasta cuándo, Señor, me tendrás olvidado, hasta cuándo apartarás de mí tu rostro”, y repitiendo el versículo: ¿Cuándo pondré consejos en mi alma? Súbitamente se apoderó de él tanto ímpetu de compunción y lágrimas que, sin poder decir otra cosa, arrojado en tierra y llorando, solo esto volvía y revolvía en su corazón: “¿Cuándo pondré consejos en mi alma? ¿Cuándo pondré consejos en mi alma? ¿Hasta cuando se exaltará mi enemigo sobre mí? Escúchame, Señor, Dios mío, alumbra mis ojos para que nunca duerman en la muerte”. Y así pasando toda la noche con las Completas, removida la dilación, en breve entró en la Orden.
Notas:
1) Falta el párrafo siguiente en el ejemplar de Roma.
2) Nuestro el convento de París.
3) “Famoso por su mucha erudición y letras, escribió largamente comentarios sobre casi todos los libros de la Escritura sagrada. Este famoso varón fue el primero que acometió, con ánimo sin duda muy grande, de hacer las concordancias de la Biblia, obra casi infinita; la cual traza puso en ejecución, y salió con ella ayudado de quinientos monjes. La diligencia de Hugo imitaron después los Hebreos y también los Griegos”. (Mariana: Historia de España, lib. XIII, cap. II)
4) Según la actual liturgia, este Evangelio se dice en la dominica primera de Adviento.
5) Hoy en nuestros breviarios es el octavo.
Imagen: Fr. Reginaldo de Orleans
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