Este libro que puede intitularse Vidas de los Hermanos (de vitis fratum), fue compilado de las diversas relaciones que muchos religiosos temerosos de Dios y dignos de toda fe, escribieron a Humberto, quinto General de nuestra Orden. Consta de cinco partes: la primera contiene las cosas pertenecientes al origen de la Orden, la segunda refiere muchas cosas de nuestro padre Santo Domingo, las cuales no se hallan en su leyenda, la tercera trata del bienaventurado Fray Jordán, segundo General de la Orden, la cuarta del Progreso de los Hermanos y la quinta, de la salida de los Hermanos de este mundo.
Capítulo 1
QUE NUESTRA SEÑORA ALCANZÓ DE SU HIJO LA ORDEN DE PREDICADORES
I. Saben muy bien los cristianos que Nuestra Señora, la Virgen María, es solícita medianera entre su Hijo y el humano linaje, y protectora piadosísima por cuyos ruegos se aplaca la severidad de la divina Justicia, para que no perezcan los pecadores ante la cara de Dios, y por cuyas instancias se conceden al mundo grandes mercedes. Llámase por esta causa nube que, interpuesta entre Dios y los hombres, templa las iras del Señor, y llámase también propiciatoria a cuya vista perdona Dios nuestros delitos y derrama los muchos y grandes favores que su por su mediación pedimos. Entre estos es un principalísimo el haber alcanzado de la misericordia de Dios, para salud del género humano, nuestra santísima y gloriosa Orden, según a varios fue revelado.
II. Hubo un monje, antes de la institución de esta Orden, de muy santa vida, arreglada a las leyes de su profesión, el cual hallándose enfermo fue visitado del cielo y arrobado en éxtasis por espacio de tres días y tres noches continuas, sin sentido y sin movimiento alguno. Los monjes que cabe él estaban velando, juzgábanle difunto y se disponían para darle sepultura. Más he aquí que pasado aquel largo tiempo, los religiosos observaban que el creído difunto abre los ojos, despierta como de un sueño profundísimo y clava en ellos su vista asombrada. Poseídos de estupor, le miran también ellos y le preguntan qué le había pasado, que había visto, pero él no respondió otra cosa más que esta: "he tenido un breve éxtasis". Después de algunos años, fundada ya la Orden y diseminados por todo el mundo los Religiosos, llegaron dos de ellos a aquel país y entraron a predicar en la iglesia donde estaba aquel monje. Al verlos él, quedóse sorprendido como quien se encuentra de inesperada manera con la solución de un misterio que traía atormentado su espíritu. Preguntó con ansiedad quiénes eran aquellos Predicadores de hábito blanco, cuál era su misión, su familia religiosa y el nombre de su Orden, y enterado de todo, los llamó aparte después del sermón, y con ellos a varias otras personas sabias y discretas. Había llegado el momento de comprender las revelaciones de lo alto y descubrir lo que en su pecho llevaba encerrado, y dijo: "No puedo ocultar por más tiempo lo que benignamente plugo a Dios darme a conocer y que hasta el presente he callado, porque lo veo ya todo cumplido. Hace algún tiempo, arrebatado yo fuera de mí mismo por espacio de tres días y tres noches, ví a Nuestra Señora la Virgen María postrada de rodillas los tres días seguidos suplicando a su Hijo que no castigase al mundo, sino que le diese lugar de penitencia. Jesús se negaba y repitió la repulsa durante todo ese tiempo. La virgen instaba sin cesar pidiendo para los hombres indulgencia, hasta que rendido, Jesús le contestó: "Madre mía, ¿qué más puedo yo hacer por el mundo de lo que hice? Envié Patriarcas y apenas los atendieron, envié Profetas y apenas se corrigieron, vine después yo mismo en persona, y envié mis Apóstoles, y a mí y a ellos nos dieron muerte. Envié Mártires, Confesores, Doctores y otros muchos, y tampoco se enmendaron. No obstante, por tus ruegos (¿qué podré negarte yo a ti?), enviaré predicadores, pregoneros de la verdad, por cuyo medio se iluminen los pecadores y se arrepientan. Si así lo hacen me aplacaré; de otra suerte no queda remedio alguno; tomaré venganza de ellos y los arruinaré".
III. En confirmación de esta revelación se añade otro suceso semejante que un anciano y santo monje de la abadía del Buen Valle, Orden de Cister, diócesis de Viena, refirió a Fr. Humberto, que después fue Maestro General de la Orden de Predicadores. Lo refirió así: Cuando el Santísimo Señor Inocencio III, Papa, mandó doce abades cistercienses contra los herejes de Albi, uno de los abades, que iba acompañado de otro monje, al pasar por cierto sitio, observó que había una gran multitud de hombres y mujeres en derredor de un hombre resucitado dos días después de su muerte. Deseoso de conservar el decoro que a su hábito y a su Orden se debía, mandó a su abad que pasase adelante y se enterase de la verdad del hecho, y que si era cierto lo que se contaba del hombre resucitado, le preguntase con cautela que había visto digno de memoria en el otro mundo. Hízolo así el monje, y respondió el resucitado que entre otras cosas había visto a la Gloriosa Virgen María, Madre de Dios, arrodillada, las manos juntas, los ojos derramando lágrimas por espacio de tres días y tres noches, intercediendo por el género humano y diciendo al Divino Hijo: "Gracias te doy, Hijo mío, porque me elegiste por Madre tuya y Reina del Cielo, pero siento pena muy grande de ver que se condenan la mayor parte de aquellas almas por las cuales tanta pobreza, trabajos y fatigas sufriste. Ruégote pues, Hijo mío; por tu clemencia, que no se malogre tan inestimable beneficio; que no sea vana tu sangre derramada; que te apiades una vez más de las pobres almas". A lo cual contestó así el Hijo: "Madre piadosa, ¿qué más pude yo hacer por el mundo y no lo hice? ¿No mandé mis Patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires, Confesores y Doctores de la Iglesia? ¿No me entregué yo mismo a la muerte por los hombres? ¿Acaso conviene salvar al pecador con el justo y al reo con el inocente? Mi justicia y majestad los repugnan. Soy misericordioso con los arrepentidos; pero soy justo con los réprobos. Dime Tú, Dulce Madre, dime qué quieres y te lo concederé". "Tú lo sabes, Hijo mío", respondió la Madre. "Tú lo sabes porque eres sabiduría infinita. Yo no te pido si no que pongas nuevo remedio al pueblo que peligra". Así suplicaba y replicaba la Madre de piedad a su Hijo durante tres días continuos. Por último, el día tercero, la tomó él por la mano con grande reverencia, la levantó y le dijo: "Yo sé que las almas perecen por falta de Predicadores que les partan el pan de la sagrada Doctrina. Accediendo a tus ruegos, enviaré al mundo nuevos nuncios, la Orden de Predicadores, los cuales llamarán al pueblo y lo traerán a las eternas solemnidades, después cerraremos la puerta a todos los perezosos, vanos y perversos". Dicho esto, y revestidos los Hermanos Predicadores, por el mismo Hijo, del hábito que ahora llevan, Hijo y Madre juntamente les echaron su bendición, les dieron la potestad de predicar el reino de Dios y les enviaron por el universo mundo. Cuéntase que el mencionado monje dijo en su monasterio: "Yo no veré a esos mensajeros de la Madre de Dios; pero si su Orden no se levantare después de mi muerte, borradme de vuestro calendario y no roguéis jamás por mi". Después que esta visión profética fue referida al Maestro Fr. Humberto, añadió el venerable anciano: "Vosotros mismos sois esos Predicadores a quienes el hombre resucitado aludía; debéis, pues, creer que vuestra Orden fue instituida a ruegos de la Gloriosa Virgen. Perpetuad con toda diligencia tan grande Orden, y venerad tiernamente a la Bienaventurada María, que es su primera autora". Por estas revelaciones, que una a otra se confirman, se ve claro que se hizo la palabra del Señor y se cumplio velozmente.
IV. Un religioso muy veraz de la Orden de los Menores, socio por largo tiempo del Bienaventurado Francisco, contó a varios de la Orden de Hermanos Predicadores, y uno de estos, a Jordán, Maestro General, que hallándose en Roma el Bienaventurado Domingo, instando al Papa que confirmase su Orden, cerca del año 1215, en que se celebró un Concilio Lateranense, vio, estando de noche en oración, al Señor sentado en su trono con tres lanzas en la mano a punto de arrojarlas contra el mundo. La Virgen Madre voló hacia él y se postró a sus pies pidiéndole misericordia para los redimidos. Pero el Hijo contestó: "¿No ves cuantas injurias me estan haciendo? Yo bien quisiera apiadarme, pero mi justicia no permite que los delitos queden sin castigo".
-"Sabes muy bien"- replicó la Madre -"porque nada ignoras, y yo, asimismo sé, de qué modo has de reducir los hombres a tu gracia. Tengo un siervo fiel que mandarás por el mundo para que anuncie tu palabra, y lloren las gentes su pecado, y lo detesten, y solo a tí, salvador de todos, amen en adelante. Otro siervo tengo además que será su compañero en esa obra de conversión".
- "Acepto benigno tu palabra"- contestó el Hijo a la Madre -pero quiero que me presentes a esos dos que a tan alto fin están destinados".
Tomando entonces de la mano la Virgen al Bienaventurado Domingo, lo presentó a Jesucristo el cual dijo: "Cumplirá fielmente lo que esperas". Y lo mismo hizo con el Bienaventurado Francisco.
Estos dos santos se encontraron a la mañana siguiente, y aunque uno a otro jamás se habían visto, se reconocieron mutuamente por lo que la noche antes se les había revelado, arrojándose uno a otro, se abrazaron y besaron diciendo: "Seremos para siempre compañeros y hermanos, juntos andaremos, juntos pelearemos y nadie podrá con nosotros". Se contaron la visión tenida; su alma y su corazón fue uno mismo en Cristo Jesús, como lo fue y será, mediante el Señor, en sus hijos para siempre. Amén.
Continuará...
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