lunes, 5 de abril de 2021

QUE SE DOBLE PERO QUE NO SE QUIEBRE

Los primeros capítulo de Ana Karenina, obra cumbre de la literatura universal, narran las desgracian que le sobrevienen a Stepan Arkadi Oblonski. Le ha sido infiel a su mujer en una ocasión con la institutriz francesa y, enterada Daria Alexandrovna de la situación, decide terminar el matrimonio y alejarse junto con sus hijos de la casa de Stepan.

La semana pasada apareció en Italia un nuevo libro de Marco Marzano titulado La casta dei casti. I preti, il sesso, l’amore, en el que se hace un análisis del ejercicio de la castidad en los sacerdotes y seminaristas católicos a partir de entrevistas y otros informes. No se trata de un libro escrito contra la Iglesia y a los solos fines del escarnio; presenta una situación más que preocupante, cuyas conclusiones llevan a afirmar que las promesas del celibato son escasamente cumplidas y faltan a ella la gran mayoría de los sacerdotes, secundum vel contra natura. Hay que señalar, sin embargo, que el autor se basa en una muestra muy pequeña que no permite universalizar la conclusión como él hace, pero no deja de ser significativa, sobre todo cuando se la ubica en el marco de las noticias que aparecen casi a diario sobre las costumbres sacerdotales en todos los países del mundo.

Ambos textos —el de Tolstoi y el de Marzano— me llevan a una reflexión: dada una situación concreta y real, ¿es preferible que la caña se doble o que se quiebre?, según se preguntaría el suicida Leandro Alem. Daria Alexandrovna decidió que aunque su corazón se rompiera de dolor, la caña debía quebrarse pero nunca doblarse; nunca ceder y ablandar los principios. Como ella dice: “Mis hijos no pueden vivir bajo el mismo techo que un libertino”. No se trata de debatir acerca de la mayor o menor prudencia de la mujer de Oblonski; será ese tema de moralistas y confesores. Se trata de observar la actitud que toma esta mujer ante el hecho y mirar la actitud que está tomando otra mujer —la Iglesia—, ante un hecho análogo.

Reduciendo la situación a los elementos básicos, podría enunciarse del siguiente modo: la realidad muestra que el cumplimiento del sexto mandamiento y, consecuentemente, del noveno, es una ficción. Son escasos los que los cumplen entre las personas solteras, casadas o consagradas. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos insistiendo en el cumplimento de una regla externa —mandamientos y leyes morales—, o aceptamos la realidad y nos conformamos a ella, tratando de minimizar los daños y aliviando a los hombres el dolor psíquico que produce el faltar habitualmente a una norma de imposible cumplimiento?

Pongámoslo en términos de Alem: ¿doblamos la caña o la quebramos? Quebrar la caña desencadena un daño irreparable, y de esto puede dar fe la pobre Daria Alexandrovna. Y también, para quedarnos en el imperio ruso, Nicolás II que no quiso que la caña se doblara, siendo perfectamente consciente que se quebraría lo cual significaría que su familia acabara como acabó en la casa Ipátiev. Santa María Goretti prefirió también quebrar la caña, y lo mismo hicieron los mártires de la Guerra Civil Española, y tantos miles de santos que venera la Iglesia.

La fornicación, el adulterio y los sacerdotes infieles siempre existieron, pero estos pecados acarreaban no solo la condena de la Iglesia sino también la condena social, cuyas penas eran gravísimas cuando los hechos salían a luz. Desde hace unas pocas décadas, la sociedad no solamente ya no condena sino que festeja y enaltece a los impuros, adúlteros y sacrílegos, enarbolando activamente el derecho universal a la fornicación, que merece un respeto mucho mayor a otros más básicos, como el derecho a la vida. Y si no, miremos a España que legaliza el aborto, la eutanasia y el matrimonio homosexual.

Los pontífices inmediatamente anteriores a Francisco, al enfrentarse a esta situación, no tuvieron duda en la defensa de la fe y de sus principios seculares. La caña permanecería inhiesta a toda costa, en el peor de los casos se quebraría, pero jamás se doblaría. Y así les fue. El mundo se encarnizó contra la moral de Juan Pablo II y, sobre todo, contra Benedicto XVI.

No podíamos pedirle a Bergoglio, que es peronista, que adoptara los principios del radical Leandro Alem, pero teníamos derecho a exigirle que adoptara los principios de la Iglesia. Pues no lo hizo. Cambió de política. A fin de evitar daños mayores —según los criterios mundanos—, para evitar que la caña se quebrara, había que doblarla. Y así, comenzó a dar cabida en el corpus doctrinal de la Iglesia al derecho universal a la fornicación.

Bergoglio ha reemplazado los principios morales —entelequias ideadas por sus despreciados teólogos— por sus famosos “discernimientos”. Lo dijo con todas las letras la semana pasada en un texto clave sobre el que todavía no se ha dimensionado su gravedad extrema: “La teología moral no puede reflexionar sólo sobre la formulación de principios, de normas, sino que necesita hacerse cargo propositivamente de la realidad que supera cualquier idea”. Es la realidad la que domina, y no los principios. La caña debe estar en constante ejercicio de flexión, pero jamás quebrarse.

¿Cuántos son los confesores que aún advierten a los penitentes que la fornicación es un pecado mortal? Lo que hasta los años juanpablistas se llamaba “relaciones prematrimoniales” se ha convertido ahora en una práctica habitual y universalmente aceptada, contrariando directamente los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Es el discernimiento el que permite estas licencias, y lo que era pecado, ya no lo es más.

Con Amoris laetitiae, Bergoglio legalizó el adulterio, lo que si bien era una práctica más o menos extendida, lo era con discreción y con ciertas dudas por parte de sacerdotes y fieles. Ahora se trata solamente de discernir. En apenas diez minutos, me reconcilio con la realidad, que supera cualquier idea, y tomo distancia de las normas morales. Soy libre para vivir en adulterio y volver a ser un feliz católico con plenos derechos en Iglesia.

El último paso del Pontífice ha sido con respecto a una variante del derecho universal al que nos hemos referidos. En este caso, el derecho a la fornicación homosexual. En una táctica muy típica de él, mandó que apareciera un sorpresivo y terminante documento de parte de la execrada Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre asociada en el imaginario con el cardenal Ratzinger, afirmando que las relaciones homosexuales son pecaminosas, y pocos días más tarde, tomó distancia del mismo, ayudado por el aparato de prensa internacional que le es adicto. El mensaje es que también en estos casos hay que discernir, confrontarse con la realidad y flexibilizar las normas morales. Doblar la caña.

No se me escapa que si Francisco mantenía la doctrina del depositum fidei y prefería que finalmente la caña se quebrara, las consecuencias iban a ser, quizás, las peores de la historia de la Iglesia. Si aún torciéndola como la ha ya torcido, se le están rebelando los alemanes, belgas y austriacos, podemos imaginar qué sucedería si insistiera en no ceder ni un tranco: quedaría un pequeño rebaño fiel a la fe que recibida de nuestros padres.

¿Imaginación de este modesto blogero? El Papa Benedicto XVI lo dijo en 1969, siendo aún sacerdote y profesor de teología. Y agregaba que sería justamente en este resto fiel en el que los hombres del mundo, asqueados de su soledad y de su vida materialista, terminarían recurriendo en una nuevo surgimiento de la fe.


Wanderer



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