sábado, 30 de septiembre de 2023

OBJECIONES CONTRA LA RELIGIÓN (7)

La mejor de las religiones es hacer a nuestros semejantes todo el bien que podamos.

Por Monseñor de Segur (1820-1881)


Entendámonos, hijito, ¿Quieres decir con esto que basta y sobra hacer el bien que podamos a los demás para creernos completamente religiosos? Pues dices un desatino. ¿Quieres decir que para ser verdaderamente religiosos debemos hacer todo el bien que podamos? Entonces dices mil veces bien, y no haces sino repetir lo propio que nuestra Religión nos enseña.

Si sabes, como creo, el Catecismo de la Doctrina Cristiana, recordarás que después de los Mandamientos de la ley de Dios hay un párrafo que dice: 
“Todos estos mandamientos se encierran en dos: en servir y amar a Dios, y al prójimo como a nosotros mismos”.
Es decir, que al principio mismo de la Doctrina Cristiana te encuentras ya eso que tú quieres, y te lo encuentras también recalcado, que no solo se te manda hacer a tu prójimo todo el bien que puedas, sino todo el que te harías a ti mismo cuando te hallares en su caso.

Pero fíjate bien: al propio tiempo, y aún antes de mandarte que ames y sirvas a tu prójimo como a ti mismo, se te manda que ames y sirvas a Dios, y se te enseña que en estos dos Mandamientos se encierran todos los demás. En estos dos, ¿entiendes? Como si dijéramos, no en uno solo, sino en ambos. Es decir, que no basta amar y servir a Dios sólo o sólo al prójimo, sino que es menester amar y servir juntamente a Dios y al prójimo.

¿Sabes lo que, bien entendido, quiere decir esto? Pues quiere decir una cosa que la razón enseña desde luego, y que, además, está aprobada por la experiencia; y es que el que no ama y sirve a Dios, tampoco ama ni sirve al prójimo: y que el que no ama y sirve a su prójimo, tampoco suele amar ni servir a Dios. O, para que lo entiendas mejor, todo el que tiene Religión es necesariamente benéfico, así como ninguno que sea verdaderamente benéfico puede dejar de tener verdadera Religión.

En resumen: el amor a Dios y al prójimo son tan necesarios para ser verdaderamente religiosos, como son necesarias para andar las dos piernas, como es necesario para cosechar trigo tener simiente y tierra.

Ama a Dios, y ten por seguro que amarás y servirás a tus semejantes; ama a tu prójimo, ámalo tan verdaderamente, que sea como a ti mismo, y yo te aseguro que también amas a Dios.

Pero repara que, aunque estos dos amores van inseparablemente juntos, el amor a Dios va delante del amor del prójimo; lo cual quiere decir que si el segundo es camino derecho para llegar al primero, el primero es la causa, el principio, el fundamento del segundo.

¿Me dices que hay o ha habido un solo hombre que ame a Dios, es decir, que tenga Religión y que no sea benéfico? Yo te respondo con toda seguridad que es mentira; que ni hay, ni ha habido, ni puede haber semejante hombre.

¿Me dices (y este es el caso que tratamos) que hay o ha habido un hombre verdaderamente benéfico, que, sin embargo, no tenía o no tiene Religión? Mentira, y mentira, y mentira. Para convencerte, respóndeme a esta pregunta: ¿Qué entiendes tú por un hombre verdaderamente benéfico? Yo supongo que hayas conocido a alguno (muy raro será, pero, en fin, alguno) que, sin cuidarse nada de la Religión, sea generoso con los pobres, servicial con todo el mundo, dispuesto a hacer un favor a cualquiera; todavía más, que sea capaz, en una ocasión dada, de exponer su vida por hacer un beneficio a otro. Ya ves que no puedo concederte más.

Pero dime ahora: ¿Estás seguro de que este hombre benéfico servirá con el mismo amor y con la misma generosidad a un enemigo suyo que a un amigo? ¿Estás seguro de que no se retraerá de hacer sus beneficios si teme que no han de agradecérselos? ¿Estás seguro de que al hacer sus beneficios no se lleva ninguna mira humana, ni la de ganarse amigos, ni la de merecer las alabanzas del mundo? ¿Estás seguro de que no hace el bien por cálculo, para evitar algún mal que teme le suceda si no lo hace?

Y aún suponiendo que estás seguro de todo esto ¿Lo estás igualmente de que, llegado el caso, aquel hombre a quien le ves dar generosamente a los pobres su dinero, les daría del propio modo su paciencia para aguantarlos si le insultaban? ¿Estás seguro de que entraría en la miserable y hedionda cueva de un mendigo a sufrir sus olores pestilentes, a curarle sus llagas, a darle ánimo con sus exhortaciones, a consolarle con sus palabras? Y aún suponiendo que nuestro hombre benéfico fuese capaz, en un día dado, en una ocasión determinada, de hacer todas estas cosas, ¿estás seguro de que las haría en todos los tiempos y ocasiones, sin quejarse, sin cansarse, sin impacientarse nunca, y no solamente no disgustándose de ello, si no teniendo mucho gusto en sufrirlo y deseando que dure?

¿La beneficencia de tu hombre benéfico, es tan grande que alcanza toda esta altura? Ya veo que no te atreves a decirme que sí; pero yo, en cambio, te digo redondamente que no.

Y ahora te añado que esto, que no es capaz de hacer tu hombre benéfico sin Religión, son capaces de hacerlo, y lo hacen, y lo han hecho, y lo harán perpetuamente, todos los hombres de Caridad cristiana; ¿qué digo todos los hombres? Lo hacen a todas las horas esas mujeres de bendición, esos ángeles de la tierra, esas Hermanas de la Caridad, corona santa de la gran beneficencia católica, esperanza del porvenir, consuelo de esta edad tan corrompida.

¿Concibes tu Hermanas de la Caridad que no tengan Religión? Pues si no fuese por amor a Dios, ¿quién les daría esa fortaleza, esa resignación, esa dulzura y esa constancia con que desempeñan sus penosísimas funciones? No me hables, pues, de hombres verdaderamente benéficos sin Religión; porque no los hay; porque es lo mismo que si me hablaras de música que suena sin instrumentos, o de flores que brotan sin tallo.

¿Quieres saber la diferencia que hay entre la beneficencia que se ejerce sin caridad, es decir, sin Religión, y la que se ejerce con caridad, es decir, por amor del prójimo en Dios y por Dios? Pues mira por un lado cuán escasos y cuán tibios son los hombres benéficos de tu gusto, y cuán numerosos y verdaderamente admirables son la multitud de Santos que pasaron su vida entera sirviendo a los pobres: un San Juan de Dios, un San Vicente de Paúl, una Santa Isabel de Hungría, y tantos otros, o, por mejor decir, todos, pues la vida de todos se distingue principalmente por su gran caridad. 

Mira ahora, por otro lado, cuán numerosas y qué bien fundadas y qué duraderas han sido tantas Casas de Caridad, hospitales, hospicios, escuelas, como ha fundado la Iglesia Católica, y echa después una ojeada sobre estos otros establecimientos de beneficencia, fundados por lo que en nuestro tiempo se llama Filantropía, es decir, amor a los hombres; y a tu buena fe dejo el decidir si en ellos se socorre a los necesitados con tanta abundancia, tan a tiempo y con tanto amor como lo ha hecho la Iglesia en otros tiempos, cuando no era perseguida, y humillada, y escarnecida, y despojada, como lo ha sido por los charlatanes de la Filantropía. 

Desengáñate: todos los discursos más pulidos, los sistemas de beneficencia mejor combinados, los esfuerzos más grandes, no conseguirán nada que haga verdadero bien a los hombres, si no se apoyan en la Religión, si no se alimentan con el jugo de la Doctrina Católica, si no tienen por principio y por fin, el amor a Dios nuestro señor Jesucristo.


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