Por Monseñor de Segur (1820-1881)
Si; con la muerte todo se acaba para los burros, para los perros y para el canario de tu cuarto. Pero por poco amor propio que tengas, no querrás hacerte igual a estos animalitos; porque tú eres un hombre, hijito mío, y no un bruto irracional; es decir, tú tienes un alma capaz de saber lo que es bueno y lo que es malo; y esa alma es inmortal, y esa alma inmortal la tienes tú, como hombre que eres y no la tienen los irracionales.
De los brutos irracionales no te distingues ciertamente por sólo el cuerpo; pues ellos tienen ojos, oídos, paladar, olfato y tacto lo mismo que tú, y algunos tienen todas estas cosas mucho más perfectas que las tuyas. Por lo que realmente te distingues de los demás animales es por el alma racional, que te da el ser de hombre, es decir por la facultad, la capacidad que tienes de pensar, de entender, de conocer lo que es verdadero y de querer lo que es bueno. Eso, eso es lo que te distingue de los demás animales; por eso te incomodas cuando te dicen: “Eres un burro, un animal”, porque decirte eso vale tanto como negarte tu primera gloria, que es el ser de hombre. Y esto es cabalmente lo que así mismo se dice el que dice que con la muerte todo se acaba. Si a ti te incomoda creerlo así, que te haga muy buen provecho; pero déjame que yo me tenga en algo más que eso, y que quiera conservar mi ser de hombre. Ya ves que no es mucho pedir.
Tú no te has parado bien a considerar la atrocidad que es el decir que no hay más vida que la de por acá abajo, y que muriéndose uno, todo se acaba. ¡Bonito se pondría el mundo si eso fuera verdad! ¡No se armaría tal barullo! Lo bueno y lo malo, la virtud y el vicio, la santidad y el crimen, todo ello sería lo mismo; todo ello no sería más que palabras que nada significarían, más que una mentira y mentira bien fastidiosa. Porque ello es claro, que, si nada tengo que temer de la otra vida, y, por otra parte, acierto a componérmelas de modo que nada tenga que temer en ésta, ya puedo echarme a robar y matar al prójimo siempre que me interese o me dé por ahí el capricho; ya puedo cometer todas las picardías que se me antojen y no privarme de ningún gusto, ¿por qué no? Yo nada tengo que temer. Si alguna vez me remuerde allá dentro el coquillo de la conciencia, me echaré el alma atrás, y fuera penas. Solo una cosa me dará que hacer, y será ver cómo tapo mis bribonadas de manera que nunca me eche el guante la justicia. Lo que llamamos bueno, para mí como para todo hombre de chapa, no será más sino el no ser atrapado por la policía, y lo que llamamos malo no será otra cosa sino el que me avergüencen mi vida y milagros y me lleven a la horca.
¿Te espanta este lenguaje, eh? Con muchísima razón; pero ni más ni menos de lo que te digo tendría que suceder si fuera verdad que no hay más vida que la de por acá abajo. Si esto fuese cierto, por mí no sé decirte en qué se diferenciaría San Juan de Dios de Jaime el Barbudo; ni te podré explicar en qué valdrían más las Hermanas de la Caridad que los Niños de Ecija. Por sus frutos se conoce el árbol, como enseña el Evangelio y nuestra experiencia misma. Pues bueno; por las consecuencias que produciría en el mundo, puedes conocer la atrocidad que sería el negar la otra vida.
Óyeme, hijito, ningún hombre de razón puede negarse a creer una cosa que todos los hombres han creído desde que el mundo es mundo. Pues bien; desde que hay mundo, siempre y en todas partes ha sucedido que el hombre de bien a quien se persigue injustamente, o que es desgraciado por cualquier otra causa, ha esperado firmemente en otra vida, donde hallará la justicia y la felicidad que le niegan en esta; siempre y en todas partes se ha creído que el pícaro que no paga sus maldades en este mundo, las pagará irremisiblemente en el otro; siempre y en todas partes se ha rogado a Dios por el eterno descanso de los muertos, y se ha creído que en el otro mundo hemos de reunirnos, para no separarnos ya más, con las personas que amamos y de quienes fuimos amados en éste.
Sí, todo esto nos enseña la razón y la voz de todo el género humano, que sin cesar nos repite esta creencia tan verdadera como consoladora. Y lo que aún vale más que esto, hijito, así nos lo enseña, así nos lo promete nuestra Santa Religión, la cual, al decirnos que este mundo es un valle de lágrimas, y que solo en el otro hallaremos completa paz y perfecta bienaventuranza, nos convida y alienta a merecer la gracia de Dios por medio del fiel cumplimiento de nuestras obligaciones de cristianos. ¿No ves tú cómo vive el hombre que es verdaderamente cristiano? Y, sobre todo, ¿no has visto cómo muere? Mientras vive, todo se lo ofrece a Dios, sus prosperidades, lo mismo que sus desgracias; sus bienes, lo mismo que sus males; y luego, cuando muere, ¿no has visto qué tranquilo espera su última hora, y cómo lleno de confianza, pone su alma en manos de Dios, creyendo firmemente que la Divina misericordia le perdonará las faltas que, sin duda habrá cometido, como hombre que es, flaco y miserable, y se dignará a hacerle partícipe de las glorias celestiales?
Por consiguiente, hijito mío, no des oídos al insensato que quiera quitarte tu creencia en otra vida; yo te aseguro que el mismo, que quiere perderte, teme mucho que exista lo propio que te niega. Créelo tú, hijo mío, créelo tú, porque así lo manda nuestra Santa Religión; porque así te lo enseña la creencia de todos los hombres en todos los tiempos; y finalmente, porque así te lo dice a gritos tu misma conciencia.
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