Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
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Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
Capítulo XLI Al XLIV
Cuarta Parte:
CUARTA PARTE
DEL LIBRO INTITULADO
"VIDAS DE LOS HERMANOS"
CAPÍTULO VII
DE LA VIRTUD DE LA CONFESIÓN
I. En el convento de Langres hubo un Hermano que nunca había mancillado su inocencia, y que por este mismo candor que en el siglo y en el claustro había conservado no se confesaba, como acostumbran los demás Hermanos, dos o tres veces a la semana, sino una vez al mes o de quince en quince días. Sucedió, pues, que una noche fue en visión llevado al juicio, y creía ver sobre un monte muy elevado un trono, y en el trono a Cristo, y al lado de Cristo a la Virgen Bienaventurada. El género humano estaba en el valle, y todos, uno tras otro eran por fuerza llevados ante el juez, por cuya sentencia iban unos subidos al descanso, otros arrebatados al suplicio y otros al purgatorio. Tocóle a él su vez y fue sentenciado al purgatorio. Al verlo la Virgen, dijo a su Hijo: “¿Por qué, Hijo y Señor mío, mandas a éste allá? Es tan delicado que no podrá soportar aquellas penas, y además no ha perdido nunca su candor, y por fin es de la Orden que a Ti y a Mí tantos servicios nos hace”. Respondió Cristo: “Quería yo ésto porque se confesaba raras veces; más por tus ruegos al presente le perdono”. Vuelto en sí el Hermano corrigió su negligencia y contó esto a muchos Religiosos.
II. Estando un Hermano de Bolonia postrado en oración ante un altar después de Completas, cogióle por un pie el diablo y le arrastró para atrás hasta el medio de la iglesia. A las voces que daba acudieron más de treinta Hermanos que en diversos sitios de la misma iglesia estaban orando; viéronle ser arrastrado sin saber por quién y procuraron sujetarle, pero no podían. Aterrados en gran manera, a manos llenas echaban encima de él agua bendita, pero tampoco valía. Un Religioso anciano que se arrojó sobre él fue igualmente arrastrado. Por fin, y después de grandes esfuerzos, fue el Hermano llevado ante el altar del Bienaventurado Nicolás, y acercándose entonces el Maestro Reginaldo, le confesó el Hermano un pecado mortal que nunca había confesado, y al momento el diablo le dejó libre. -Y para que se vea el rigor con que los Hermanos después de Completas guardaban el silencio, en medio de aquel sobresalto y agitación, de tantos ni uno solo hubo que hablase una sola palabra.
III. Un Hermano de la Provincia Romana, que en el siglo se deleitaba en oír y cantar mundanas cantinelas, lo cual no se había acordado de confesar, hallándose en una grave enfermedad, parecíale que continuamente resonaban en sus oídos y cerebro dichas canciones, causándole, no deleite como antes, sino tormento y pena no pequeña. Un día, pues, se levantó de su cama, aunque muy desfallecido, se fue a la cama del Prior, que también se hallaba en la enfermería, manifestóle aquella su tribulación, se confesó humildemente de aquellas vanidades, y al recibir la absolución, toda aquella resonancia que en los oídos y cerebro sentía, repentinamente desapareció.
IV. Otro Hermano de gran autoridad en la Orden, de vida y fama preclara en la Provincia de Lombardía, contó que siendo novicio en tiempos del Bienaventurado Domingo, y estando una noche después de Maitines ante el altar, le vino un ligero sueño y oyó una voz que le decía: “despierta y rae otra vez tu cabeza”. Despierta él, e interpretando aquella voz como un aviso de que nuevamente se confesase y declarase las circunstancias todas, se postró a los pies del Padre Domingo y con mayor atención y contrición que nunca se confesó de todo; después de lo cual, tomando algún descanso, vio al ángel del Señor que del cielo descendía, y en su mano traía una corona de oro vistosísima, y se la puso en la cabeza. Cuando otra vez despertó, sintióse lleno de consuelo y dio al Señor muchas gracias.
V. En el convento de Narbona, queriendo otro Hermano enfermo confesarse con el Prior, díjole éste: “Espérame, Hermano carísimo, voy a la procesión, porque es hoy fiesta de la Asunción de Nuestra Señora; enseguida volveré”. Pero el Hermano contestó: “Por esto mismo quiero confesarme ahora, porque me ha concedido el Señor que hoy vaya a la procesión que harán los Ángeles con la Bienaventurada Virgen”. Se confesó, pues, y al momento se durmió en el Señor.
VI. En el convento de Lausana hubo un novicio que después de haberse confesado, a su parecer, plenamente, la noche antes de la comunión, vio al diablo delante de él que le decía: “Tú crees que te has confesado bien, pero en este papel hay aún muchas cosas por las cuales eres mío”. Quería el novicio ver el papel, y el diablo, que no lo consentía, huyó llevándolo en la mano; pero al huir tropezó con el vaso de agua bendita, según creyó ver el Hermano, y cayendo se le cayó también el papel. Cogióselo a prisa el novicio y en efecto halló en él cosas que no había confesado; y despertando al instante y recordando bien aquellas cosas, todas las confesó; y ésto que el diablo hacía para atormentarle, quiso el Dios piadoso y bondadoso que le sirviera de provecho. Contó esto al Maestro de la Orden el mismo confesor del novicio, varón santo y digno de toda fe.
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