Continuamos con la publicación de la Tercera Parte del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez O.P. (1850-1939) en el cual relata la vida de los Hermanos Dominicos.
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Segunda Parte:
Capítulo I al XVII
Capítulo XVIII al XLIII
Tercera Parte:
Capítulo I al X
Capítulo XI al XX
Capítulo XXI al XXX
Capítulo XXXI al XL
CAPÍTULO XLI
DE UNA REVELACIÓN DE SU MUERTE
Refiérese que en el convento de Limoges, uno de los primeros de la Orden, había un Hermano que con afecto extraordinario quería al Maestro Jordán. Mucho antes de que la noticia de aquella muerte llegase a la parte de acá de los Alpes, hallábase él de noche, después de los Maitines, en la iglesia orando primeramente por el Maestro, de quien había oído que estaba más allá de los mares. Visitóle el Señor y le regó el corazón con el rocío del cielo, instantáneamente quedó aquel Hermano dormido, en cuyo sueño creía verse en la ribera de un lago inmenso y profundo y que en la misma ribera había muchos muertos, como sacados recientemente de las aguas; y considerando estupefacto todo aquello, veía al Maestro Jordán como que de repente se levantaba del fondo de aquel lago, vestido del hábito de la Orden, fijo en una cruz, más risueño y grueso de lo acostumbrado, extendidas las manos y los pies, en la forma en que suelen pintar al Bienaventurado Andrés Apóstol, y que confiado y airoso, sin ayuda alguna, subía a los cielos. Y como le mirase dicho Hermano y se asombrase, le miró también el Bienaventurado Padre, el y sonriéndose con blandura dijo: “Si yo no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros”. Dicho lo cual, elevadas y como fijas en la cruz las manos, con la misma cruz que llevaba era llevado al cielo. Después se desvaneció, parecíale al Hermano como que veía su imagen en la tierra. Llegó por fin la noticia de su tránsito, y entendió él lo que la visión significaba. Fue este Hermano de mucha virtud y persona autorizada en la Orden, el cual siendo Prior de Limoges lo contó al que esto compila, pero en secreto.
De los milagros del Bienaventurado Maestro que en el lugar de su muerte sucedieron y en muchas partes del mundo, y especialmente en Achón a donde fue llevado su cuerpo, no es del caso narrarlos aquí por su orden, por haber sido en número no pequeño. Sin embargo, en alabanza y gloria de Santo tan grande, algunos añadiremos muy notables.
CAPÍTULO XLII
DE LA MONJA POR ÉL CONSOLADA
Hubo por aquel tiempo en Brabante, en el convento de Aquaria, de la Orden del Císter, una monja de edad, llamada Lutgarda, muy devota y conocida del Bienaventurado Padre, por la cual en vida y en muerte hizo Dios muchos milagros. Ésta, después de haber servido al Señor en hábito monacal por espacio de cuarenta años, y no pudiendo ya ver a causa de la vejez y las lágrimas, en la misma vigilia de la Natividad de Jesucristo apareciósele dicho Padre en esta forma: Oraba ella desde la hora prima del día hasta la sexta (8), y como no sintiese aquel día la devoción acostumbrada, comenzó a hastiarse y soltó estás palabras: “¡Buen Señor! ¿Qué es ésto que padezco? Si en el cielo o en la tierra tuviese yo algún amigo que por mi rogase, por cierto no sentiría tal dureza de corazón”. Cuando esto decía con lágrimas, de repente se presentó ante los ojos de su alma un fraile tan luciente y tan glorioso, que por la grandeza de la claridad no pudo reconocerle; y estupefacta dijo: “¿Quién eres, Señor?” -Y él: “-Soy Fray Jordán, en otro tiempo Maestro de la Orden de Predicadores. Salí del siglo y subí a la gloria, y he sido sublimado entre los coros de los Apóstoles y Profetas, y enviado a ti para consolarte en esta gratísima fiesta. Ten, pues, seguro que muy pronto serás coronada. Pero el salmo Deus misereatur nostri con la oración del Espíritu Santo que a mis ruegos prometiste decir por mi Orden, no lo omitas hasta decir”. La visión desapareció, y la Santa quedó llena de un tan grande consuelo cual nunca en su vida había tenido. - Casi las mismas cosas, aunque de otro modo, dijo el mismo venerable Padre a otro Hermano de la Orden, dándole a conocer por su honorable figura que se hallaba en el cielo entre los más sublimes Prelados. Encuéntrase esto en la vida de la Bienaventurada Lutgarda.
CAPÍTULO XLIII
DEL CARMELITA EN SU ORDEN CONFIRMADO
Un Hermano de la Orden del Carmelo que era tentado a dejar la vida religiosa, cuando supo que Fr. Jordán había muerto en la mar, confirmándose más y más en su propósito, decía para sí: “Bien tonto es el que sirve a Dios: o aquel hombre que así pereció no era bueno, o Dios no sabe premiar a los que le sirven”. Fijo en este pensamiento, resolvió por fin marcharse al día siguiente, pero aquella misma noche se le apareció una persona hermosísima que le bañó en resplandores, y atónito y temblando comenzó él a rezar y decir: “Señor Jesucristo, ayúdame y dime qué es esto”. Aquella persona respondió al instante: “No te turbes, Hermano carísimo: soy Fr. Jordán de quien tú dudabas; sabe que será salvo todo aquel que sirviere al Señor Jesucristo”. Y desapareció dejándole consolado. Contaron esto a los nuestros el mismo Hermano y el Prior de su Orden, Fr. Simón, Hermano religioso y veraz.
CAPÍTULO XLIV
DE LOS MILAGROS POR SU INVOCACION
OBRADOS
De la Priora por él sanada
Instituyó dicho Padre, Priora de un convento a una monja de excelente vida, la cual en los muchos años que ejerció aquel oficio, contrajo una parálisis que no la dejaba moverse de un lugar a otro sin la ayuda de las Hermanas; por cuya razón le había pedido con grandes instancias que la absolviese de aquel cargo sin poderlo lograr, por la reclamación de la comunidad entera que la consideraba más capaz de gobernar, aunque enferma, que ninguna otra de las sanas. Llegando a su noticia los muchos milagros que por el Maestro Jordán, después de su muerte, obraba el Señor con los que le invocaban, una vez, mientras la comunidad estaba en el refectorio, pidió a dos monjas que la llevasen en una silla a la iglesia. Estando, pues, en ella, despedidas las dos monjas, rogó devotamente al Bienaventurado Jordán a quien firmemente creía glorificado en Cristo, que la alcanzase del Señor, o morir pronto, para no molestar más a las Hermanas, o hacer que los prelados de la Orden la descargasen del oficio que no podía ejercer, o que la diese virtud y sanidad para desempeñarlo idóneamente. Y hé aquí que repentinamente siente cierta virtud divina que la penetra; comienza a sacar primero un pie y después otro de la silla; levantóse luego y se pone a andar por el coro, como tentando si en efecto estaba sana; oye en esto la campanilla del refectorio que tocaban para levantarse la comunidad, y sale a su encuentro, cuando las religiosas iban a la iglesia cantando Miserere. Vénla las más jóvenes que primero salían del refectorio, y llenas de asombro, apenas pueden creer que aquella fuese la Priora, que por sus pies andaba derecha; llegan enseguida la cantora y las antiguas, y al ver que marchaba sola la que poco antes habían dejado en la silla, omiten el Miserere y entonan el Te-Deum en tan alta voz que, oyendo los vecinos aquel clamor desacostumbrado y temiendo que algunos nobles hubiesen entrado a insultarlas, vinieron con armas dispuestos a defenderlas; pero al oír a la misma Priora que por una ventana les contaba lo ocurrido, alabaron también ellos a Dios fuertemente.
Del niño resucitado
Hubo en Praga, metrópoli de Bohemia, un ciudadano por nombre Consico y de apellido Blanco, casado con una señora llamada Isabel, la cual próxima al alumbramiento había sentido frecuentemente en su seno viva la criatura; pero que tres días antes de dar a luz no la sentía como antes moverse, por cuya causa temía y temblaba consigo misma. Comenzando, pues, a sufrir graves dolores ofreció la criatura, si fuese niño, al Santo Jordán, Maestro de la Orden de Predicadores, creyendo imposible que no fuera Santo aquel cuya vida y doctrina tan gloriosa muchas veces había oído contar; y si fuese niña, la ofreció a Santa Isabel que a la sazón había sido canonizada. Apenas nació la criatura preguntó la madre a las mujeres que la asistían si era niño o niña, y le dijeron que era niño, pero muerto. Echóse al llorar inconsolable la madre y sin cesar invocaba el patrocinio del Beato Jordán para que lo volviese vivo al hijo. Era ya la medianoche y a cada momento mandaba que mirasen si vivía. Por fin para experimentar de una vez si estaba o no muerto, metiéronle (era entonces invierno) en agua friísima, y no dio la menor señal de vida. Consolaban a la señora los que allí estaban, pero ella como madre, perseveraba implorando el auxilio del Beato Jordán; y cuando comenzó a albear el día, hizo que otra vez mirasen el niño, y lo hallaron vivo. Dando ella de corazón gracias al Señor y al Sto. Jordán, impuso al niño el nombre del Bienaventurado Maestro en testimonio del milagro que Dios por él había obrado. Y como tocasen la campana a prima en el convento de los Predicadores, mandó a buscar a los Hermanos, y vinieron para examinar el milagro, Fr. Tymo, polaco, que era Lector en Praga y Fr. Simón, que antes había sido arquidiácono y entonces era Subprior y después Prior de aquel convento, los cuales hallaron las cosas como aquí se dicen, según confesaron acordes todos los testigos.
Del Hermano murmurador castigado y después sanado por invocación del Santo
Se mandó a un Hermano, que se creía a sí mismo de alguna ciencia y autoridad, a un remoto y desconocido convento, y le fue asignado otro Hermano que en el camino le acompañase. Llevó aquel muy a mal la obediencia, y todo el día andaba murmurando y diciendo: “¿Qué hice yo, o qué merecí para que me mandasen esto? ¿Quién lo aconsejó? ¿Quién me lo procuró? Haré esto y lo demás”. Estas y otras cosas parecidas iba diciendo. Más un día, que en presencia del compañero volvió a repetir la cantinela de su impaciencia y murmuración, hirióle súbitamente la divina venganza de una manera tan atroz que le arrojó en tierra, privado casi de todos sus sentidos. Había perdido el habla por completo; la cara hinchada no le dejaba ver; oír no podía sino a grandes voces; los demás miembros del cuerpo no se movían; estaba en tierra atendido como un cuerpo exánime; hinchósele sobremanera la boca, y la lengua enormemente abultada, llenaba de tal suerte la boca, que cualquiera que le viese comprendería que era un verdadero castigo de sus pecados. El Hermano compañero que aquello veía, lleno de dolor y de terror, temiendo allí su vergüenza y la de la Orden, ni qué hacer ni a dónde volverse sabía. En tal perplejidad, vínosele a la memoria Fr. Jordán y acudió a su auxilio diciendo estas palabras: “Ah Maestro Jordán, Padre amante y piadoso! tú que tanto promoviste, adornaste y exaltaste esta Orden, socórreme ahora a mí, hijo tuyo, en este peligro, no sea confundida tu Orden en el hecho de este infeliz Hermano, ¡Dios y Señor! por los ruegos y méritos de tu siervo el Maestro Jordán, líbranos de este peligro”. Vuelto después al hermano en alta voz clamó diciendo: “Hermano, piensa bien que por tus pecados y por tu murmuración de todos los días, te ha venido este tan grave peligro. Pero promete en tu corazón a Dios y al bienaventurado Jordán que, si fueses libre, cesarás de tu murmuración y cumplirás en paz tu obediencia”. Compungido el enfermo a la palabra del Hermano, vuelto en sí, hizo señal, porque hablar no podía, que lo haría en efecto. ¡Admirable venganza de Dios, pero más admirable aún su dignación! Al momento que hizo el voto y el compañero rogó devotamente al Bienaventurado Jordán, recibió aquel de lleno el beneficio de la salud, cumplió después resignado y alegre la obediencia y no incurrió más en el vicio de la murmuración. Contaron esto los dos Hermanos de la misma manera, aunque en distintos lugares, a Fr. Humberto, Maestro de la Orden.
Notas:
8) Dividido el día en cuatro partes iguales desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, llamaban los antiguos prima alas tres primeras horas, de seis a nueve; tercia de nueve a doce; sexta de doce a tres y nona de tres a seis.
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