SEGUNDA PARTE
DEL LIBRO INTITULADO
VIDAS DE LOS HERMANOS
La cual contiene del Bienaventurado
Domingo las cosas que no se hallan
en su Leyenda
No debe parecer superfluo, si aquellas cosas que por los compiladores de la leyenda de Nuestro Bienaventurado Padre Sto. Domingo fueron omitidas, las recogemos nosotros a manera de espigas escapadas de las manos de los cosecheros. Ante todo, pues, para indicio de su santidad y argumento de su vida perfecta, decimos que no sólo tuvo padres honestos y piadosos, sino también dos hermanos varones muy perfectos que en vida y en muerte, según se refiere, brillaron con milagros. Uno de ellos, sacerdote, entregado a obras de misericordia en un hospital, sacrificándose todo en obsequio de los pobres, se granjeó, como hombre querido de Dios, la gracia de los habitantes de la región en que vivió. El otro llamado Fr. Manés, hombre contemplativo y santo para Dios, después de servir largo tiempo en la Orden, murió santamente, y descansa en cierto monasterio de los monjes blancos en España, donde se esclareció por sus milagros. Es allí reputado Santo y honoríficamente custodiado junto al altar donde tiene su venerable sepulcro. Vivieron además santa y laudablemente en la Orden dos sobrinos del Santo Patriarca.
Anuncióse cierto día una conferencia pública con los herejes, a la cual se disponía a ir el Obispo de un lugar con pomposa comitiva y gran fausto de caballos. El Bienaventurado Domingo le dijo: "No así, Señor Padre, no conviene salir así contra tales enemigos. Los herejes han de ser convencidos con la humildad y otros ejemplos de virtudes, más bien que con aparato de exterior y fuerza de razones; y porque debe ser en algo temida la presente disputa, armémonos de devotas oraciones; sean la humildad nuestras insignias, descalzos los pies marchemos al lugar del combate". Creyó el Obispo al varón de Dios y dejada la caballería se descalzaron todos. Distaba el lugar muchas millas. Después de andar algún tiempo perdieron el camino y pidieron a uno que creían católico y era hereje, que se lo enseñase. "No sólo os lo enseñaré" -contestó- "sino que yo mismo os guiaré hasta allá"; y él, maligno, los llevó errantes por baldíos sembrados de zarzas y espinos que les despedazaron y cubrieron de sangre los pies y las piernas.
Domingo las cosas que no se hallan
en su Leyenda
CAPITULO I
DE LA FAMILIA SANTA DEL BIENAVENTURADO
DOMINGO
No debe parecer superfluo, si aquellas cosas que por los compiladores de la leyenda de Nuestro Bienaventurado Padre Sto. Domingo fueron omitidas, las recogemos nosotros a manera de espigas escapadas de las manos de los cosecheros. Ante todo, pues, para indicio de su santidad y argumento de su vida perfecta, decimos que no sólo tuvo padres honestos y piadosos, sino también dos hermanos varones muy perfectos que en vida y en muerte, según se refiere, brillaron con milagros. Uno de ellos, sacerdote, entregado a obras de misericordia en un hospital, sacrificándose todo en obsequio de los pobres, se granjeó, como hombre querido de Dios, la gracia de los habitantes de la región en que vivió. El otro llamado Fr. Manés, hombre contemplativo y santo para Dios, después de servir largo tiempo en la Orden, murió santamente, y descansa en cierto monasterio de los monjes blancos en España, donde se esclareció por sus milagros. Es allí reputado Santo y honoríficamente custodiado junto al altar donde tiene su venerable sepulcro. Vivieron además santa y laudablemente en la Orden dos sobrinos del Santo Patriarca.
CAPITULO II
DE LA ALEGRE PACIENCIA CON QUE CONVIRTIÓ
A UN HEREJE
Anuncióse cierto día una conferencia pública con los herejes, a la cual se disponía a ir el Obispo de un lugar con pomposa comitiva y gran fausto de caballos. El Bienaventurado Domingo le dijo: "No así, Señor Padre, no conviene salir así contra tales enemigos. Los herejes han de ser convencidos con la humildad y otros ejemplos de virtudes, más bien que con aparato de exterior y fuerza de razones; y porque debe ser en algo temida la presente disputa, armémonos de devotas oraciones; sean la humildad nuestras insignias, descalzos los pies marchemos al lugar del combate". Creyó el Obispo al varón de Dios y dejada la caballería se descalzaron todos. Distaba el lugar muchas millas. Después de andar algún tiempo perdieron el camino y pidieron a uno que creían católico y era hereje, que se lo enseñase. "No sólo os lo enseñaré" -contestó- "sino que yo mismo os guiaré hasta allá"; y él, maligno, los llevó errantes por baldíos sembrados de zarzas y espinos que les despedazaron y cubrieron de sangre los pies y las piernas.
Pero el siervo de Dios, sufriéndolo todo con gran paciencia y prorrumpiendo en alegres alabanzas de Dios, exhortaba a todos a la misma paciencia y alabanzas y les decía: "Confiad, carísimos, y esperad en el Señor; nuestros pecados ya son expiados por la sangre, la victoria es segura". El hereje, que veía aquella admirable constancia del Santo y la alegre paciencia de todos, compungido al instante y convertido su corazón, descubrió de propia boca su malicia y fraude, abjuró la herejía delante de todos y los llevó a lugar destinado, donde todo les sucedió prósperamente.
Un antiguo y honrado vecino de Caturco, por nombre Pedro de Salvarriacho, contó a los Hermanos, dispuesto a jurarlo, que hallándose él con el Conde Simón de Montfort en el sitio de Tolosa, habían llegado unos peregrinos de Inglaterra que iban a visitar el sepulcro del apóstol Santiago, los cuales, por no entrar en Tolosa a causa del entredicho, tomaron una pequeña barca para pasar el río. Con tan excesivo peso (eran cerca de cuarenta los peregrinos) hundióse la barca y quedaron todos sumergidos sin vérseles ni aún la cabeza. El Bienaventurado Domingo, que se hallaba orando en la iglesia de San Antonio, próxima al río, salió al clamor de los que perecían y del ejército que los miraba, y visto el peligro, postrado todo el cuerpo en tierra, extendidas a manera de cruz las manos, llorando amarguísimamente, de corazón y con la boca invocó a Dios, y con cierta piadosa confianza le mandó que a los peregrinos librase de la muerte. Levantóse enseguida, se acercó a la orilla del río, llamólos de entre las olas y les mandó que inmediatamente subiesen y se quedasen quietos.
CAPÍTULO III
DE LOS NÁUFRAGOS POR SU ORACIÓN
RESUCITADOS
Un antiguo y honrado vecino de Caturco, por nombre Pedro de Salvarriacho, contó a los Hermanos, dispuesto a jurarlo, que hallándose él con el Conde Simón de Montfort en el sitio de Tolosa, habían llegado unos peregrinos de Inglaterra que iban a visitar el sepulcro del apóstol Santiago, los cuales, por no entrar en Tolosa a causa del entredicho, tomaron una pequeña barca para pasar el río. Con tan excesivo peso (eran cerca de cuarenta los peregrinos) hundióse la barca y quedaron todos sumergidos sin vérseles ni aún la cabeza. El Bienaventurado Domingo, que se hallaba orando en la iglesia de San Antonio, próxima al río, salió al clamor de los que perecían y del ejército que los miraba, y visto el peligro, postrado todo el cuerpo en tierra, extendidas a manera de cruz las manos, llorando amarguísimamente, de corazón y con la boca invocó a Dios, y con cierta piadosa confianza le mandó que a los peregrinos librase de la muerte. Levantóse enseguida, se acercó a la orilla del río, llamólos de entre las olas y les mandó que inmediatamente subiesen y se quedasen quietos.
¡Cosa portentosa! A vista de los cruzados y muchos otros que a tan triste espectáculo estaban presentes, los peregrinos aparecen todos sobre las olas y sobre ellas se sientan como en tierra seca, cada uno en el lugar a donde las aguas le habían arrastrado. Corrieron entonces los que por allí estaban y alargándoles astas y lanzas, las extrajeron a todos sanos y salvos.
Sucedió un día, por el mismo país de Tolosa, que vadeando el Bienaventurado Domingo el río llamado Ariege, como lo hacía frecuentemente a causa de su continua predicación, al querer ceñirse la ropa se le cayeron en medio del río los libros que en el seno llevaba. Alabando a Dios, llegó a la casa de una bondadosa matrona que solía hospedarle y por los méritos de su santidad sobre manera le veneraba. Y como la dijese la pérdida de sus libros, entristecióse no poco dicha matrona. Díjole entonces el Santo: "No tengáis pena, madre, que conviene sufrir con paciencia lo que Dios contra nosotros dispone". Tres días después fue un pescador al lugar donde los libros habían caído, tendió su cuerda y creyendo sacar un pez grande, sacó dichos libros, tan intactos como si en un armario con gran esmero hubieran sido guardados. Cosa sorprendente, pues no estaban envueltos ni en cuero, ni en paño encerado, ni en cosa alguna. Con gozo grande recibió la señora los libros y los entregó al Bienaventurado Padre.
Por aquella misma región sucedió otro día que caminando el Santo con muchos Religiosos, y llegada la hora de comer y no teniendo más vino que lo que cabía en una tacita, compadecido de los Hermanos, porque algunos había criados en el siglo con mucha delicadeza, a los cuales era cosa grave comer sin vino, mandó poner en un gran vaso lo poco que había (apenas sí cubría el fondo del vaso) y que encima echasen agua hasta llenarlo.
CAPITULO IV
DE SUS LIBROS CAÍDOS EN EL AGUA Y DESPUÉS DE
TRES DÍAS SACADOS ILESOS CON UN ANZUELO
Sucedió un día, por el mismo país de Tolosa, que vadeando el Bienaventurado Domingo el río llamado Ariege, como lo hacía frecuentemente a causa de su continua predicación, al querer ceñirse la ropa se le cayeron en medio del río los libros que en el seno llevaba. Alabando a Dios, llegó a la casa de una bondadosa matrona que solía hospedarle y por los méritos de su santidad sobre manera le veneraba. Y como la dijese la pérdida de sus libros, entristecióse no poco dicha matrona. Díjole entonces el Santo: "No tengáis pena, madre, que conviene sufrir con paciencia lo que Dios contra nosotros dispone". Tres días después fue un pescador al lugar donde los libros habían caído, tendió su cuerda y creyendo sacar un pez grande, sacó dichos libros, tan intactos como si en un armario con gran esmero hubieran sido guardados. Cosa sorprendente, pues no estaban envueltos ni en cuero, ni en paño encerado, ni en cosa alguna. Con gozo grande recibió la señora los libros y los entregó al Bienaventurado Padre.
CAPITULO V
DEL VINO AUMENTADO
Por aquella misma región sucedió otro día que caminando el Santo con muchos Religiosos, y llegada la hora de comer y no teniendo más vino que lo que cabía en una tacita, compadecido de los Hermanos, porque algunos había criados en el siglo con mucha delicadeza, a los cuales era cosa grave comer sin vino, mandó poner en un gran vaso lo poco que había (apenas sí cubría el fondo del vaso) y que encima echasen agua hasta llenarlo.
Hiciéronlo así, como les mandaba y después de beber dijeron que nunca tan buen vino habían probado. Eran ocho los que bebieron, y bebiendo todos con abundancia, aún sobró. Refirió estos dos milagros Fr. Guillermo Pelisso.
Por el tiempo en que el Bienaventurado Domingo recibió la casa de Segovia en España, predicaba un día extramuros de la ciudad ante un numeroso pueblo que allí se había reunido. No ignoraba él la mucha tristeza que el pueblo sentía por falta de lluvia, pues era ya cerca de la Navidad del Señor y por no tener agua no habían comenzado a sembrar los labradores.
CAPÍTULO VI
DE LA LLUVIA QUE EL SEÑOR IMPETRÓ
Por el tiempo en que el Bienaventurado Domingo recibió la casa de Segovia en España, predicaba un día extramuros de la ciudad ante un numeroso pueblo que allí se había reunido. No ignoraba él la mucha tristeza que el pueblo sentía por falta de lluvia, pues era ya cerca de la Navidad del Señor y por no tener agua no habían comenzado a sembrar los labradores.
Después del Exordio de su sermón, divinamente inspirado, el varón de Dios prorrumpió en estas palabras: "No temáis, hermanos; confiad en la misericordia de Dios; pues hoy mismo se volverá en gozo vuestra tristeza mandándonos abundante lluvia". Ni el menor indicio aparecía en aquel momento de la próxima lluvia: el aire puro brillaba inundado de las claridades del sol, sin mancilla de nube. Mas no había concluido su sermón, cuando descendió tanta y tan vehemente lluvia que por la inundación de las aguas apenas podían tornar a la ciudad. Diéronse por todo el pueblo gracias a Dios que hace maravillas y que tan velozmente había cumplido la promesa de su siervo Domingo.
En aquellos mismos días, queriendo el Santo predicar la palabra de Dios en el concejo de dicha ciudad, un día festivo, después que todos los concurrentes oyeron leer las cartas reales que por entonces había recibido, díjoles: "Oído habéis, hermanos míos, los edictos de un rey mortal y terreno, ahora escuchar las órdenes del celestial y eterno". A esta expresión, un hombre noble según el fausto del siglo y lleno de orgullo, no contento con despreciar la palabra del Santo, prorrumpió en palabras de indignación diciendo: "¿Es sufrible que ese hablador nos tenga con sus sermones todo el día sin dejarnos comer?", dijo, y al momento subió a su caballo y murmurando se fue a su casa que estaba cerca. El Bienaventurado Domingo contestó: "Ahora os vais; pero no pasará un año sin que el caballo que hoy montáis carezca del actual dueño, pues vendrá un día en el cual, antes que lleguéis al castillo que habéis construido moriréis a mano armada". Confirmó el suceso haber sido pronunciada la sentencia de Dios esta palabra, pues no había transcurrido aún el año, cuando al pasar aquel noble por el mismo sitio en dirección al castillo, fue con su hijo y un sobrino atrozmente asesinado.
Después de esto volvió a Italia el glorioso Padre acompañado de un converso llamado Fr. Juan, el cual de tal manera comenzó a desfallecer de hambre, al pasar los Alpes de Lombardía, que ni un solo paso podía dar ni por el cansancio levantarse del suelo. Viéndole así el Padre le dijo:
- "Que es esto, hijo mío, que no puedes andar?"
- Padre Santo, el hambre me ha invadido
- Haz un esfuerzo, hijo, caminaremos poco a poco hasta llegar a un pueblo donde podamos hallar algún alimento".
CAPITULO VII
DEL QUE IMPEDÍA SU SERMÓN, CUYA MUERTE PREDIJO
En aquellos mismos días, queriendo el Santo predicar la palabra de Dios en el concejo de dicha ciudad, un día festivo, después que todos los concurrentes oyeron leer las cartas reales que por entonces había recibido, díjoles: "Oído habéis, hermanos míos, los edictos de un rey mortal y terreno, ahora escuchar las órdenes del celestial y eterno". A esta expresión, un hombre noble según el fausto del siglo y lleno de orgullo, no contento con despreciar la palabra del Santo, prorrumpió en palabras de indignación diciendo: "¿Es sufrible que ese hablador nos tenga con sus sermones todo el día sin dejarnos comer?", dijo, y al momento subió a su caballo y murmurando se fue a su casa que estaba cerca. El Bienaventurado Domingo contestó: "Ahora os vais; pero no pasará un año sin que el caballo que hoy montáis carezca del actual dueño, pues vendrá un día en el cual, antes que lleguéis al castillo que habéis construido moriréis a mano armada". Confirmó el suceso haber sido pronunciada la sentencia de Dios esta palabra, pues no había transcurrido aún el año, cuando al pasar aquel noble por el mismo sitio en dirección al castillo, fue con su hijo y un sobrino atrozmente asesinado.
CAPITULO VIII
DEL HERMANO PARA QUIEN OBTUVO PAN DEL CIELO
Después de esto volvió a Italia el glorioso Padre acompañado de un converso llamado Fr. Juan, el cual de tal manera comenzó a desfallecer de hambre, al pasar los Alpes de Lombardía, que ni un solo paso podía dar ni por el cansancio levantarse del suelo. Viéndole así el Padre le dijo:
- "Que es esto, hijo mío, que no puedes andar?"
- Padre Santo, el hambre me ha invadido
- Haz un esfuerzo, hijo, caminaremos poco a poco hasta llegar a un pueblo donde podamos hallar algún alimento".
Y como le respondiese que de ninguna manera podía andar, que por todos lados se caía, movido el varón de Dios de aquella piedad que estaba lleno, y compadecido del Hermano, acudió al acostumbrado refugio y oró brevemente al Señor. Vuelto enseguida al Hermano le dijo: "levántate, hijo, y vé a aquel sitio, y lo que allí encontrares, tráelo". Levantóse, aunque con mucho trabajo, y llegándose de la manera que pudo al lugar señalado, distante como un tiro de piedra, halló un blanquísimo pan envuelto en manteles blanquísimos: lo cogió, volvió al Santo de Dios y por su mandato comió de él hasta recobrar las fuerzas. Preguntado después de comer, si podía caminar, contestó que sin dificultad alguna, cuando antes no podía moverse. “Levántate, pues, hijo, y el pan restante, envuelto en los manteles, devuélvelo al sitio donde lo has encontrado”. Hízolo así y emprendieron de nuevo el camino. Andando ya un poco, vuelto en sí el Hermano, comenzó a decirse: “Dios mío! ¿quien puso el pan allí, o de donde fue traído? ¡Y yo, tonto y ciego, nada procuré averiguar...! Dígame, Padre Santo, ¿de donde fue traído aquel pan, o quien lo puso allí? Entonces el verdadero amador y guardador de la humildad preguntó al Hermano diciendo:
-“¿Comiste, hijo, lo suficiente?”
- Sí, Padre.
- Sí, Padre.
- Pues si así es, da gracias a Dios como es debido y no preguntes más”.
Volviendo después a España Fr. Juan, lo refirió todo a los Hermanos. Fué más tarde asociado a los Religiosos que por mandato del Señor Papa marcharon a predicar la fe católica al África, y al llegar a Marruecos murió en el Señor, consumada felizmente su carrera.
CAPITULO IX
DE LA TÚNICA SUYA QUE CONTUVO EL FUEGO
Hallándose en la ciudad de Segovia quitóse cierto día el Santo de Dios Domingo una túnica de saco que en lugar de cilicio llevaba, por haber encontrado otro cilicio asperísimo y punzante como era su deseo. La mujer en cuya casa se hospedaba, muy devota de Dios, cogió con mucha devoción aquella áspera túnica, y con gran cuidado, más que si fuera púrpura de reyes, la guardó entre sus más preciosas alhajas en un cofre. Sucedió, pues, que saliendo ella a un negocio y dejando la casa sola y cerrada y el fuego en el hogar encendido, al volver encontró incendiado cuanto en el pavimento había, menos el arca, aunque de madera, donde estaba la túnica del Santo; la cual arca en medio del fuego no solo no se había quemado, más ni siquiera ahumado. Estupefacta la mujer de tal maravilla, dio primeramente gracias a Dios y a su huésped, el Bienaventurado Domingo, que con la túnica había salvado todos los intereses en la misma arca guardados, y cortando después las mangas entregó lo restante a los Religiosos para que lo guardasen, como efectivamente lo guardan entre las reliquias del convento.
CAPITULO X
QUE POR DON DE DIOS HABLÓ ALEMÁN
En un viaje que de Tolosa a París hacía el mismo Bienaventurado Padre en compañía de Fr. Bertrán, hombre devoto y Santo, fué el primer Prior de los Hermanos de Provenza, después de pernoctar devotamente en la Iglesia de Nuestra Señora de Rocamadour, encontraron por la mañana a unos peregrinos alemanes, los cuales, atraídos de los salmos y letanías que el Santo y su compañero iban cantando, se agregaron con devoción a ellos y al llegar a la ciudad los convidaron y según su costumbre los cuidaron generosamente. Después de cuatro días continuos de caminar juntos recibiendo tales agasajos, dijo a su socio el Bienaventurado Domingo: “Fr. Bertrán, de veras me remuerde la conciencia que recibamos de estos peregrinos tantos beneficios temporales y nosotros no les correspondamos con los espirituales. Si bien te parece arrodillémonos y pidamos al Señor que nos dé a entender y hablar su lengua para anunciarles como podamos a Jesucrito”. Hiciéronlo así, y con asombro de los peregrinos comenzaron a hablarles en su lengua, y por otros cuatro días continuaron conversando del Señor Jesús, hasta llegar a Orleans, donde los alemanes, que querían ir a Chartres, se despidieron de ellos en la carretera de París y humildemente se encomendaron a sus oraciones. Al día siguiente dijo el Bienaventurado Padre a Fr. Bertrán: “Ya ves, Hermano, que vamos a entrar en París; si aquellos Hermanos saben el milagro que el Señor nos hizo van a creernos santos siendo pecadores; y si llegase a oídos de los seglares estaremos expuestos a mucha vanidad; te prohíbo pues, en virtud de santa obediencia, que lo digas mientras yo viva”. Así lo hizo Fr. Bertrán; más después de la muerte del Bienaventurado Padre lo contó, lo cual aquí se escribe, a los devotos Hermanos.
- Esto significa aquel responsorio que dice: Lingua verba transformat varia, etc.
CAPITULO XI
DEL FERVOR DE SU ORACIÓN CON QUE A UN HERMANO QUE SE IBA REDUJO A LA ORDEN
Recibió una vez el Bienaventurado Domingo a un joven de la Pulla, por nombre Fr. Tomás de Smicella, a quien por su inocencia y candor amaba tanto, que muchos le llamaban el fraile o el hijo del Bienaventurado Padre. Aprovechando una oportunidad le cogieron cierto día unos estudiantes compañeros suyos, satélites del diablo, y por violencia y el engaño le llevaron a una villa donde le despojaron de sus hábitos y le pusieron un vestido seglar que allí tenían preparado. Cuando esto pasaba, corren los Hermanos al Bienaventurado Domingo y le dicen: “Padre, que llevan a vuestro fraile al siglo”. Acudió el Santo a la oración sin decirles que corrieran a buscarlo, ni cosa alguna; entró en la Iglesia despreciando todo humano auxilio, y postrado ante el altar invocó la misericordia de Dios. Y no en vano, pues el resultado comprobó la fuerza de su oración. Apenas el joven sintió la camisa sobre sus carnes, cuando empezó a clamar diciendo: “¡Que me quemo! ¡Que me abraso todo!” Y no hubo manera de hacerlo callar y aquietarse hasta que, arrojada la túnica de lienzo y vestida la de lana y demás hábitos religiosos, fue vuelto al claustro. Vivió después en la Orden mucho tiempo, y en todas partes muy querido y fue dotado de muchas gracias.
CAPITULO XII
DEL NIÑO RESUCITADO Y DE SU MADRE LIBRADA DE LAS CUARTANAS
Viajando el mismo Padre por Francia, en dirección a París, llegó al pueblo de Chatillón donde un hijo de la hermana del capellán de aquel lugar, en cuya casa estaba el Santo hospedado, cayó del terrado quedando muerto en el acto. Los padres le lloraban inconsolables, de los cuales compadecido el Bienaventurado Domingo, se puso con lágrimas en oración, y vuelto después al niño, le tomo y presentó a su madre sano y bueno.
Convirtióse en júbilo la tristeza, e hizo un gran convite al sacerdote, tío del resucitado, al cual fueron invitados muchos temerosos de Dios. Como la madre del niño no probase las anguilas que todos los demás comían, porque padecía cuartanas, tomó el Santo una tajada, hizo sobre ella una cruz y en nombre de Cristo se la dio diciendo: “Come en virtud del Salvador”. Comió la mujer y se vio libre de toda calentura.
CAPITULO XIII
DE CÓMO, CERRADAS LAS PUERTAS, ENTRÓ DOS VECES EN EL CONVENTO
Cierta vez que el Bienaventurado Domingo llegó muy avanzada la noche a un convento de gran observancia, cuando ya todos los Religiosos estaban acostados, temiendo incomodarlos lo mas mínimo, postrado ante la puerta con su compañero, rogó al Señor que sin molestar a nadie le socorriese en aquella necesidad. ¡Cosa admirable! Tal como estaban afuera, postrados de rodillas, así de repente se hallaron adentro.
Lo mismo le sucedió cuando combatía con los herejes en compañía de un lego cisterciense (del cual se refieren muchos y memorables prodigios de santidad); que deseando entrar de noche en una iglesia que estaba cerrada, oraron afuera y se vieron adentro, según la voluntad del Señor, donde pasaron en oración toda la noche.
CAPITULO XIV
DEL DIABLO QUE LE ARROJÓ UNA PIEDRA SIN LOGRAR DISTRAERLE DE LA ORACIÓN
Una noche que el Santo con mucha devoción oraba postrado en el pavimento de la iglesia (1), envidioso el diablo y lleno de coraje por tanto fervor, cogió una piedra de gran peso, y desde lo alto de la bóveda se la arrojó con tal furia, que resonó terriblemente por toda la iglesia, sin que con esto pudiese distraerle el ánimo. Pasó la piedra rozando el capuz del Santo, pero él no hizo más caso que si cayese una paja. Y el diablo, no pudiendo sufrir tanta virtud, lanzó un aullido espantoso, y lleno de confusión huyó.
La “piedra diaboli”, sobre la que aún pueden verse los agujeros dejados por las garras del diablo, fue colocada sobre una columnita a la vista de todos, tal vez para recordar que el bien siempre triunfa sobre el mal.
(1) Iglesia de Santa Sabina en Roma, donde todavía se conserva la piedra que al Santo arrojó el demonio.
CAPITULO XV
DEL DEMONIO QUE UNA NOCHE LE HIZO QUEBRANTAR EL SILENCIO
Tenía por costumbre el Santo pasar la noche, no en la celda, que no tenía, ni cama para dormir, sino en la iglesia. Estando, pues, en oración una noche cuando los Hermanos descansaban, vino el diablo en figura de un Hermano y se puso también a orar. Vióle el Bienaventurado Domingo, y muy extrañado de que después del toque de la campana a dormir quedase uno en la iglesia, hízole con la mano señas para que fuese a descansar, como en efecto lo hizo, inclinando la cabeza aquel falso Hermano. Después de los maitines, a media noche encargó que nadie en tocando a retiro volviera a quedarse en la iglesia; y lo repitió por tres noches seguidas. La tercera noche, fingiendo como siempre aquel falso Hermano su oración, se le acercó el Bienaventurado Domingo y con palabras severas le increpó diciendo: “¿Qué inobediencia es esta? ¿No he dicho repetidas veces que nadie quede en la iglesia? Tres noches van ya que te hallo aquí”. Soltando entonces el otro una carcajada dijo: “Ahora sí que te hecho quebrantar el silencio”. Al cual el siervo de Dios, conociendo su astucia, respondió con aire: “No te ufanes tú, miserable, de lo que no te aprovecha. ¿No sabes que yo estoy sobre el silencio y que puedo hablar cuando me parezca? En esto no me engañas”. A esto huyó Satanás derrotado.
CAPITULO XVI
DEL DEMONIO QUE EL SANTO VIO RECORRIENDO LAS OFICINAS
Muchos de los antiguos en la Orden y personas muy fidedignas, contaban que había encontrado una vez al diablo el santo de Dios Domingo, recorriendo todos los sitios del convento, al cual como le preguntase por que había venido, respondió: “Por la ganancia que recibo”. Llevándole el Santo al dormitorio le dijo:
- ¿Qué ganas aquí?
- Algo gano -contestó- porque hago que los Hermanos o duerman demasiado y se levanten tarde, y así pierdan algo del oficio divino, o les mando ilusiones pésimas y estímulos de la carne.
Llevóle después a la iglesia y le dijo:
- ¿Qué ganas en tan santo lugar?
- ¡Oh, a cuántos hice venir tarde, y salir pronto, y olvidarse a veces de sí mismos!
Hízole el Santo Padre ir al refectorio y le preguntó:
- ¿En qué los tientas aquí?
Saltando de mesa en mesa dijo:
- Quien por más, quien por menos.
Condújole luego al locutorio y le dijo:
- Y aquí, ¿qué ganas?
Contestó él con algazara:
- Este lugar es todo mío: aquí las chanzas, las quejas y las palabras vanas.
Dirigiéndose al fin al capítulo, reculaba el demonio, miraba con horror aquel lugar y no quería acercarse. Y como le preguntase el varón de Dios Domingo por qué hacia aquello contestó:
- Porque cuanto gano en los otros sitios todo lo pierdo aquí, especialmente cuando hay justicia en el que corrige y penitencia en el corregido; de suerte que este lugar es mi infierno: pues aquí se amonestan los Hermanos, aquí se confiesan, aquí se acusan, aquí se disciplinan, aquí se absuelven. Esta es la oficina que sobremanera odio y más que todas detesto.
CAPITULO XVII
DE LA CARTA QUE AL DIABLO ARREBATO
Otra vez, de noche en la iglesia, vio el Bienaventurado Padre Domingo al diablo que en sus manos de hierro, con dedos como garfios, tenía un papel que se puso a leer junto a la lámpara. Se aproximó el Santo y le preguntó: “¿Qué lees?” - “Los pecados de tus frailes”, contestó. Cogióle entonces el papel por un lado y tiró de él para quitárselo y leerlo; pero el diablo también tiraba. “Suéltalo en nombre de Dios”, le dijo el Padre. -Hízolo así el diablo a más no poder. Enteróse el Santo del contenido, y corrigió enseguida a los Hermanos de aquellas
faltas.
Capítulos anteriores:
Primera Parte:
Capítulo ICapítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
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