Continuamos con la publicación del 5to capítulo del antiguo librito (1928) escrito por el fraile dominico Paulino Álvarez O.P. (1850-1939) en el cual relata la vida de los Hermanos Dominicos.
QUE NUESTRA SEÑORA AMA Y PROTEGE CON ESPECIAL AFECTO A NUESTRA ORDEN.
I. Hubo al principio de la Orden un Hermano que, turbado sobremanera en su humildad porque le mandaban a ir a convertir los infieles Cumanos, subió a donde estaba un ermitaño, muy familiar suyo, de gran candor y sencillez de vida y amigo de Dios, exponiéndole la causa de su turbación y rogándole humildemente que pidiese a Dios por él. Se lo prometió el ermitaño, como hombre piadoso y santo, y a la noche siguiente, cuando con mucho fervor oraba a Dios por el Hermano, consolóle el Cielo con esta visión: Vio un gran río y sobre el río un puente por el cual muy alegremente pasaban los Religiosos de otras órdenes; pero uno por uno. Vio luego pasar a los Hermanos Predicadores, no por el puente, sino nadando por medio del río, cada uno de los cuales arrastraba en pos de sí un carro lleno de hombres. Y como algunos de los hermanos se fatigasen, por el demasiado trabajo en arrastrar el carro, vio el mismo ermitaño a la Bienaventurada Virgen que les extendía su mano benigna, con cuyo favor pasaban felizmente. Después del tránsito del río los veía llenos de inefable gozo en compañía de los salvados por ellos, descansando todos en lugares amenísimos. Contó el Hermano esta visión que le inspiró aliento en gran manera, cumpliendo él después muy devoto y contento la obediencia impuesta, porque conoció manifiestamente que a nuestros Religiosos, más que a los de las otras Órdenes que se salvan sólo a sí mismos, les estaban reservados más grandes y graves trabajos, pero fructuosos para sí y los demás, y llenos de inefable consuelo; porque en todos ellos tenían a Nuestra Señora que muy singularmente los protegía.
II. Un Hermano llamado Fr. Juan Anglico, a quién se le había dado una comisión muy penosa y expuesta a peligros, acudió a Nuestra Señora entregándose en sus manos totalmente. Al instante, según él, que con gran instancia y fervor estaba orando, se le apareció la Madre de Misericordia y le dijo: "No temas, Hermano; cumple con valor lo que te han mandado: muy en breve tu cargo, que hoy te agrava, será para ti mérito y corona".
III. Contó otro Hermano, por su honestidad de vida muy digno de fe, que a los primeros días de haber entrado en la Orden se vio tan contrariado en su complexión y hábitos, que iba consumiéndose de hambre y otras privaciones, y ni dormir podía por temor de la dureza de la cama. Compadecido de su decaimiento el P. Prior, le mandó fuera del convento con un predicador, por ver si esto le daba algún alivio. Rendido el novicio de caminar más de lo acostumbrado y otros trabajos, casi desmayado de ánimo, clamó llorando: "¡Oh, Virgen Beatísima!, por servirte a ti y a tu Hijo sabes que entre en esta Orden, Y ya ves que en el mismo principio desfallezco. Dame, Señora, fuerza con que pueda seguir a este Hermano y perseverar en la Orden". Y al momento se sintió como penetrado de un rocío suavísimo, y levantándose ligeramente corrió en pos del Hermano, y desde entonces, sano y fuerte y alegre, aquellas mismas cosas que antes ni ver podía, con gran gusto y espontaneidad por el amor del cielo soportadas, y robustecidas por los méritos de la Bienaventurada Virgen, continuó y concluyó gozosamente su carrera.
IV. Hubo en Lombardía cierta mujer que pasaba una vida solitaria, devota en extremo de Nuestra Señora, la cual como oyese hablar de la aparición de una nueva Orden que se decía Orden de Predicadores, con las muchas y grandes cosas que de ella se contaban, tanto de su predicación ferviente como de vida laudable, entró en gran deseo de ver algunos de aquellos Hermanos. Sucedió, pues, que pasasen por allí dos que andaban predicando, uno de los cuales se llamaba Fr. Pablo, hombre de mucha perfección y fervor, especialmente en la predicación en que era sobre toda ponderación gracioso, por quien Dios había hecho mucho fruto en diversas partes, y que no había perdido, según se dice, la pureza del alma y del cuerpo. Encontrando por casualidad estos Hermanos a la mencionada mujer y dirigiéndole algunas palabras sobre cosas de espíritu (según acostumbran los Hermanos), preguntándoles ella a qué Orden pertenecían, y como la contestasen que a la de los Predicadores, toda su anterior devoción cayó por tierra, creyendo absolutamente lo contrario de lo que sobre esta Orden le habían dicho. Al verlos jóvenes (habían hecho recientemente la rasura) y elegantes de figura y extremadamente hermosos en tan decente y vistosísimo hábito, los despreció en su corazón diciendo: "¿Cómo es posible que andando por el mundo puedan éstos vivir continentes?". Se había figurado ella, antes de verlos, que nuestros Hermanos eran unos hombres barbudos, de áspero y duro talante, como salidos del desierto. Cerró, pues, la ventana y se retiró por no verlos. A la noche siguiente se le apareció la Virgen, pero turbado el rostro y con gran dureza la increpó diciéndola: "Me ofendiste ayer gravemente". Temiendo y temblando, por más que se creía inocente, respondió la mujer: "No sé, Señora, qué pude decir, o hacer, o pensar con que tan gravemente os ofendiese, si no es el mal juicio que de los Religiosos formé". -"He aquí la grave ofensa que me hiciste", dijo la Virgen. "¿Piensas tú que no sé yo guardar a los jóvenes, mis devotos, que por el bien de las almas recorren el mundo? Pues para que veas cómo recibí yo a esos que tú despreciaste y a toda su Orden bajo mi especial tutela, mira". Y abriendo y extendiendo las dos alas de su manto le mostró una gran multitud de Hermanos y entre éstos a los dos mencionados que estaban en su regazo. -"¿Ves ahora -la dijo- cómo los guardo?". Postróse entonces la mujer con gran temor delante de la Virgen y con muchas lágrimas la pidió perdón, amando después con toda su alma hasta morir a la Orden y aquellos Hermanos.
V. El año en que el Maestro Raimundo de Peñafort hizo dimisión del Generalato, Fr. Nicolás de Lausana, Subprior del convento de París, para exhortar a los Hermanos a que rezasen con gran devoción el oficio de Nuestra Señora la Virgen María, contóles en el Capítulo este ejemplo: "Un religioso -dijo- de cierta Orden, muy respetable entre las demás Órdenes, de muchos años de profesión, literato y famoso devoto de la Bienaventurada Virgen, pedía en todas sus oraciones a esta Señora que se dignase enseñarle de qué manera la serviría más a su gusto. Reduplicaba de día en día con mayor fervor estas súplicas, hasta que una vez, estando en el oratorio de sus Hermanos, al levantar su cabeza después de copiosas lágrimas, vió sentada ante el altar a la misma Virgen y a su lado un religioso con capa negra en actitud de uno que se confiesa, como acostumbran nuestros Hermanos. Alegróse sobremanera, y creyendo que aquella era la mejor ocasión para obtener lo que tanto anhelaba, poco a poco y con mucha reverencia se fue acercando hasta que se postró a los pies de María reiterando la petición con lágrimas. Mirando entonces ella con una celestial sonrisa al que a su lado estaba, como quien se confiesa, y dirigiéndose luego al otro que le suplicaba, le dijo:
- ¿Qué quieres?
- Que me enseñes, Señora, cómo te he de servir
- ¿Qué se hace a una persona amada?
- Porque no lo sé te pido que me lo digas
- Quererla bien, alabarla, honrarla
- No sé, Señora, cómo te he de querer, alabar y honrar
Y como ella no contestase más, deshecho él en lágrimas, la instaba que le declarase aquellas tres palabras. Por fin le dice la Virgen:
- Ve a los Frailes y ellos te enseñarán
- Hay, Señora, muchas clases de Frailes; no sé a cuales me mandas, porque Frailes son los cistercienses, y los Cluniacenses, y los Grandemonteses, y los Premonstratenses, y los del Valle Caulio, y los Menores, y los Predicadores
- LOS FRAILES PREDICADORES SON LOS MÍOS -dijo María- Ve a ellos y te enseñarán.
Fue, en efecto, con algunos de su Orden a nuestro convento de París, y lo refirió asimismo al dicho Subprior y otros Frailes. Era él de la Orden Cisterciense. Cuando esto contó el P. Subprior en el Capítulo hubo un gran llanto de devoción entre los Hermanos, uno de los cuales, lleno de ternura y estupor santo, se arrojo sollozando ante el altar de Nuestra Señora diciendo en alta voz: "¿Soy yo también, Señora mía, de aquellos Frailes que llamaste tuyos?". Y no es admirar que la Virgen enviase aquel Religioso a los Frailes de nuestra Orden para que le explicasen las tres palabras, porque de ellos es con especial afecto amada; de ellos en común y en particular singularmente alabada; de ellos en las predicaciones con excelente gracia y especial dón honrada. Ellos, más que nadie, enseñan las tres cosas, tanto en sus conversaciones como en sus sermones. ¿Quien podrá enumerar cuántos y cómo por la enseñanza de los Hermanos aman, alaban y honran a María en el mundo entero? Porque María debe ser especialmente amada, como Madre dulcísima; especialmente alabada, como dignísima de toda alabanza; especialmente honrada, como Reina excelentísima.
VI. Fr. Bene, Lombardo, tentado muy fuertemente a salir de la Orden, lloraba un día inconsolable en el coro de los Conversos, dirigíase pidiendo amparo a María y la decía: "Vos, Señora, que me protegísteis en el siglo, dejaréis ahora abandonado a vuestro siervo?". Levantando enseguida sus ojos vio en los aires a la Bienaventurada Virgen qué mirándole con sonrisa en los labios le llenó de consuelo.
VII. Otra vez después de maitines, infraoctava de la Asunción, creyó ver en sueños que le sacaban del claustro entre entre dos, y lleno de temor dijo: "Conservadme, Señora, en este lugar de penitencia y dadme la gracia de predicar el nombre de vuestro Hijo para salud mía y de los otros pecadores". A lo que contestó ella: "Si, de buena voluntad". Por la cual merced de haber hablado a un pecador comenzó él a bendecirla. -El mismo Fr. Bene, hombre por cierto muy veraz y noble, contó y escribió al Maestro General estos dos ejemplos.
VIII. Fr. Raon, romano, varón de extraordinaria santidad y perfección en las abstinencias, vigilias y oraciones, celador grande de las almas, y en la ciudad de Roma muy famoso, contaba frecuentemente entre los Hermanos una visión, callando al nombre del que la había tenido, la cual refirió después Fr. Santiago de Benevento, hombre de muchísima literatura y autoridad y predicador excelentísimo, del modo siguiente: El mismo Fr. Raon, que se quedaba de noche velando sobre todos los Hermanos y orando, veía muchas veces a Nuestra Señora acompañada de algunas vírgenes recorrer el dormitorio, después que se acostaban los Religiosos bendiciéndolos a todos y sus celdas. Pero observó que al pasar una noche por delante de la celda de cierto Hermano, no sólo no le bendijo ni su celda tampoco, sino que se cubrió la cara con la extremidad del manto que llevaba. Fijóse él quién era el Hermano (era uno criado con mucha delicadeza en el siglo) y, llamándole aparte al día siguiente, le examinó con mucho cuidado preguntándole cómo se encontraba; y después de muchos avisos para que se guardase de toda ofensa de Dios, y haberle revelado la visión de la noche, nada culpable encontró en él con que desmereciese la bendición de la Virgen, sino que, por el excesivo calor, se había quitado aquella noche las calzas y descubierto cuando un hombro, cuando otro, buscando refrigerio. Era aquella falta de modestia la que había ofendido los ojos de la Bienaventurada Virgen. Más como en los días siguientes se abstuviese de hacerlo, la Virgen siguió bendiciéndole como a los demás hermanos.
IX. Con la misma visión fue muchas veces recreado Fr. Martín, paduano, célebre en toda la Lombardía por su santidad, según afirma haberlo oído Fr. Gerardo de Florencia. Era, en efecto, de tanta excelencia, que esto y más se puede con razón creer de él.
X. Cuando algunos Maestros en teología de París concitaron fuertemente aquella Universidad contra nuestra Orden, viéronse en tal tribulación los Hermanos que, no sabiendo ya que hacer, ordenó el Capítulo General, celebrado entonces en el mismo París, que por toda la Orden recurriesen al Señor, a la Virgen María nuestra Abogada y a Santo Domingo nuestro Padre, diciendo postrados cada semana los siete salmos penitenciales y las letanías con las oraciones de la Virgen y de Santo Domingo y de la tribulación. Cuando así lo estaban haciendo en el convento de Roma, un Hermano devoto, algún tanto abstraído de los sentidos, se le figuró ver sentado sobre el altar a Jesucristo mirando a los Hermanos que postrados rezaban las prescritas oraciones, y a su lado la Virgen María que con una mano le sostenía un brazo a Jesús y con otra mano, extendiendo el brazo, le señalaba los Hermanos que oraban postrados, y le decía: "Óyelos, óyelos, óyelos". Contóme esto un Hermano de muy santa vida y no poca fama, obligado (como creo) de su conciencia por la orden dada de revelar todas estas cosas; y creo también que él mismo fue el que tuvo esta visión. No hay duda que en aquellos días intercedería por la Orden la Bienaventurada Virgen y obtendría la sentencia que poco después pronunció el Señor Papa en favor de la Orden; porque nos hubieran seguido grandes perjuicios y quizás pereciéramos si la causa se perdiera.
XI. Hubo en París un estudiante flamenco que, conmovido por un sermón, entró en la Orden, siendo regalado de la divina clemencia los primeros días del noviciado con grandes dulzuras y tranquilidad del corazón y otros consuelos que el Señor le hacía en medio de sus devotas y frecuentes meditaciones. Más porque en lo sucesivo no le envaneciesen tales mercedes, permitió Dios que fuese aguijoneado por el estímulo de una tan fuerte tentación de abandonar la Orden, que, menospreciada la salud de su alma, intentaba por todos los medios huir al siglo. Una tarde, pues, en que al fin de completas muy devotamente saludaban los Hermanos a la Reina de Misericordia con la antífona Salve Regina; mientras ellos permanecían arrodillados ante el altar, marcha en novicio a su celda resuelto a salirse. Discurriendo por dónde y no hallando puerta abierta, se decide a pasar por la misma portería, dispuesto a habérselas con el portero si se le oponía; tan ciego le había vuelto a la tentación. Al atravesar por delante de un altar de la Virgen en dirección a la puerta, arrodíllase para saludarla, según costumbre; le reza la Salutación Angélica, quiere después levantarse, y de tal manera le sujeta a una fuerza divina, que no le es posible moverse: una y otra vez se esfuerza por levantarse, y como si estuviese atado con cadenas, así se ve precisado a quedarse. Entra en sí, reconoce la misericordia de Dios y de la Virgen para con él, acúsase con vehemencia y propone firmemente perseverar, después de lo cual se levantó sin trabajo alguno. Así lo manifestó en la confesión, viviendo por último en la Orden mucho tiempo y loablemente.
XII. Un Hermano, noble por su linaje, más noble aún por sus virtudes y digno de todo crédito, contó de sí al Maestro de la Orden Fr. Humberto, como bajo secreto de confesión, qué siendo todavía muy nuevo en la Orden, le habían acometido tan graves tentaciones que le indujeron a salir resueltamente del convento. Se puso en camino; pero antes de salir del claustro vínole a la memoria la Bienaventurada Virgen María, a quien profesaba devoción especial, y dijo en su corazón: "¿Cómo eres tan desatento que te marchas sin pedir licencia a tu Señora, la gloriosa Virgen?". Movido de este pensamiento entra en la iglesia, se acerca a su altar y dice estas palabras: "¡Oh Virgen gloriosa, yo no puedo soportar más el rigor de esta Orden; me marcho, pero no he querido hacerlo sin pedirte antes permiso a ti, Señora mía! A esto vengo ahora, a pedirte tu licencia y encomendarme a ti". Dicho esto le acometió repentinamente tan fuerte calentura que por el temblor no pudo sostenerse en pie y cayó ante el altar. Pasando unos Hermanos y viéndole que estaba llorando, se acercaron y le trasladaron a la enfermería, ignorantes de lo ocurrido. Restablecido después, tanto de alma como de cuerpo, persevero valerosamente en la Orden, siendo en adelante su amador y celador principal, gran autoridad y utilidad; y atrajo muchos al convento, para lo cual tuvo gracia muy singular.
XIII. Refirió Fr. Bartolomé, estudiante del convento Libicinense, a Fr. Alberto (1), Prior Provincial de la Provincia de Teutonia, que un acreedor a quien se debían cinco marcos de plata, instaba y urgía al Prior para que sin más dilación se los pagase. Pidióle el Prior que por lo menos esperarse hasta después de vísperas, con objeto de reunir a los más ancianos de la comunidad, y tomadas con ellos cuentas de lo que en casa hubiera, pagar lo que se debiese. Cuando esto se hallaban tratando los padres con el Prior, sin ver modo de pagar tan pronto a los acreedores, entra el portero y dice al Prior: "Una matrona, al parecer muy noble y honorable, que no recuerdo haber visto nunca, allegado a la puerta y pide que bajéis luego". Salió, en efecto, el Prior y encontró a una señora desconocida, de venusta forma y honesto hábito y aspecto, la cual le entregó cinco marcos de plata diciéndole:
- "Tomad esto mientras no os dé más el Señor".
- "¿Y no podré saber yo -dijo el Prior- de dónde procede tan oportuna donación?"
- "No cuidéis de eso" -respondió ella- "rendid gracias a Dios, dador de todos los bienes".
Volvió contento el Prior a donde estaban los Hermanos mostrándoles el dinero que por medio de una matrona había provisto el Señor a sus necesidades. Pesándole poco después de no haber instado más en preguntar a la señora quién era, mandó que por unas partes y por otras la buscasen; pero no pudieron hallarla ni averiguar quién era, y supusieron entonces los Hermanos que sería la Virgen María, como otras veces había sucedido.
XIV. Habiendo comprado los Hermanos en Limoges un nuevo local adonde trasladarse, por las muchas inconveniencias del anterior y no teniendo con qué pagarlo, salieron el Prior y el Procurador por las casas de los ricos y conocidos pidiendo dinero, ya como limosna o ya en calidad de empréstito. Cansado y lleno de ansia porque con andar todo el día nada había logrado, preguntaba después de vísperas el Prior qué solución tomaría en medio de aquel apuro, y dijo un Hermano temeroso de Dios y literato: "En este momento, carísimo Padre, están los Religiosos pidiendo a Nuestra Señora que les muestre a Jesús, su hijo". (Era un viernes, y los Hermanos, después de las Completas solemnes de la Virgen, cantábanle la Salve). Llegó al corazón del Prior esta respuesta y dijo: "Pues yo pido a Nuestra Señora seis mil sueldos por Jesucristo, su Hijo bendito". Al día siguiente, cuando los Hermanos celebraban solemnemente la Misa de la Santísima Virgen, entra un capellán de la Iglesia diluracense, varón noble, honesto y literato, que después de los maitines de su iglesia había recorrido doce leguas, apurado (según creo) por la Bienaventurada Virgen. Oída la ansiedad del Prior pidió que después de Misa se reuniesen en Capítulo los Hermanos, y presentes todos dijo: "Sé, Hermanos muy amados, que habéis comprado un nuevo local y que no tenéis patrono, ni habéis hallado que os ayude a pagarlo. Pues bien, la Virgen María, a quién día y noche alabáis, será vuestra Patrona, y yo siervo suyo, pagaré ese local en nombre de ella". Tomando un pequeño refrigerio volvió aquel mismo día a su Iglesia, y a la mañana siguiente en su propio caballo, remitió los seis mil sueldos a los Hermanos, que daban gloria a Dios y a la gloriosa Señora.
XV. Comiendo un día en el convento de Pisa con los Hermanos en el refectorio aquel monje cisterciense de San Galgano, de quien ya se habló, y observando uno de los nuestros que había comido demasiado poco, díjole después de levantados de la mesa:
- "Señor Santiago (así se llamaba el monje) ¿cómo tan poco o casi nada habéis tomado, teniendo hoy los Hermanos buena pitanza?"
- "Créame, Hermano" -respondió él- "nunca en mi vida he comido tan bien como hoy"
- "¿Cómo puede ser eso" -replicó admirado el Hermano- "si yo mismo he visto que habéis tomado muy poco?"
- "Nunca he comido cual hoy" -dijo el monje explicando su respuesta- "porque nunca como hoy he tenido tal sirviente, ¿y qué Orden fuera de la vuestra podrá gloriarse de tenerle? Clarísimamente he visto a la Bienaventurada Virgen María, Señora Nuestra, servir a los Hermanos y distribuirles todos los alimentos, con lo cual me quedé tan satisfecho, que por la alegría del espíritu apenas nada he podido comer".
XVI. El mismo monje vió, en las predicaciones de algunos Hermanos, que tenía ante sus ojos la Virgen un libro abierto cuando predicaban, siendo muy grande el fruto que conseguían.
XVII. Un Hermano que con gran esmero había una vez preparado un sermón, repentinamente en el acto de comenzar a predicarlo mudó de materia, predicando cosas que nunca había preparado, pero mucho mejor que si las hubiese estudiado, porque le asistía y suministraba las palabras la misma Virgen, desde el principio hasta que se terminó el sermón. Así lo vio y refirió dicho monje, el cual tanto amó después a la Orden, que deseaba que todos los clérigos de mérito de todas las Órdenes se incorporaran a la nuestra para mejor lograr la salud de las almas; y él seguía con frecuencia a los Hermanos y muy solícitamente oraba por ellos, como más arriba queda dicho.
XXVIII. Un Hermano que había sido elegido y confirmado Prior de un convento de Toscana, queriendo evadir tan difícil cargo, se escondió y huyó de un lugar a otro, como Jonás de la cara de Dios, hasta que por fin encontró a dicho Fr. Santiago, que era muy familiar suyo. Manifestóle el aprieto de su alma por el oficio que le habían impuesto y rogóle devotamente que le encomendase al Señor y a su Madre. Cuando aquella misma noche lo estaba haciendo el santo monje, vio a Nuestra Señora como disponiéndose a marchar hacia el punto donde estaba el convento en que había sido elegido Prior dicho Religioso. Y preguntándole a dónde iba: "Voy" -contestó Ella -"a tal convento a cuidar de los Hermanos que no tienen Prior". Apenas a la mañana siguiente supo esto el Religioso, aceptó resignado el priorato en la esperanza de que la gloriosísima Virgen lo ayudaría.
XIX. Hallándose el mismo monje en Viterbo en el Palacio del señor Reinero Cardenal, una noche que velaba y oraba arrimado a una ventana mirando al convento de los Frailes Predicadores, vió extramuros de la ciudad, una solemne procesión de personas vestidas de blanco con muchas luces, la cual se dirigía hacia el lugar de los Religiosos. Veía distintamente las personas y percibía sus voces, que le parecían dulcísimas. Iba en la procesión una venerable persona distinta de las otras, a la cual, como a Señora, reverenciaban todos. Llegada al lugar donde estaban los Religiosos y sentada en un sillón preparado en el sitio que hoy es coro, se acercó otra veneranda persona, los vestidos rasgados, sueltos los cabellos, y arrojándose a los pies de la primera, con gemidos le robó y le dijo:
- "Toma, Señora, venganza de mis enemigos"
- "¿A que me ruegas a mí?" -contestó la señora- "Muy pronto verás una venganza admirable e inaudita".
La visión desapareció; pero a los pocos días tuvo lugar en Pisa la captura miserable de Prelados (2). No hay duda que sería la Iglesia que pedía a Nuestra Señora castigos para los muchos Prelados injuriadores y adversarios de la Orden.
XX. En el convento de Orvieto, Toscana, cayó enfermo, de cuya enfermedad murió, un Religioso joven de muy santa vida y querido de todos los Hermanos. Una mañana, después de recibidos los sacramentos, mientras la comunidad cantaba la misa, comenzó a mirar a cierto sitio, clavando en él con espanto los ojos. El Hermano que allí había quedado para cuidarle, creyendo que veía alguna cosa extraordinaria, como así era, empezó con palabras afectuosas a rogarle diciendo:
- "Fr. Simón" (así se llamaba el enfermo) "dime por Dios que estás viendo; porque si es bueno, me alegraré contigo, si lo contrario, te ayudaré como pueda".
El enfermo no decía una palabra, pero con la mano le hacía señas para que callase. El otro instaba más y más que le contase lo que veía, y entonces el moribundo, prorrumpiendo en una palabra de desesperación, dijo en su lengua vulgar: ITE EKE BARTA FILÓ, qué quiere decir: "Todo está perdido cuanto en la Orden hice". Aterrorizado el compañero y suponiéndole engañado del diablo, le confortaba con las palabras que mejor sabía para que no le diese crédito, diciendo aquello del Evangelio: "Mentiroso es también su padre". Volvió el enfermo la cabeza a otra parte y dijo: "Todos, todos al infierno: Papa, Cardenales, Religiosos Predicadores, Menores, Ermitaños, todos". Asediábale Satanás y dábale a entender tales cosas. El Hermano se esforzaba cuanto podía por sacarle de aquella desesperación, exhortándole, sobre todo, a que invocase a la Bienaventurada Virgen en su ayuda, y no sólo exhortándole, sino obligándole a decir aquel verso: María, Madre de gracia, Madre de misericordia; defiéndenos del enemigo y acógenos en la hora de la muerte. ¡Cosa admirable! Apenas dijo estas palabras, rebosando alegría, serena su frente, prorrumpió diciendo:
- "¿No habéis visto a la Virgen defensora nuestra arrojando de aquí con bravura a toda la caterva de demonios que nos rodeaban?"
Rezaron entonces, a ruegos del compañero, el Símbolo y el Te Deum laudamus, y llamados los demás Religiosos, después de confesar la desesperación predicha, clara y humildemente, se durmió en el Señor. -Cual lo oí yo mismo a aquel compañero, muy conocido de los Hermanos por Toscana, así fielmente lo escribí.
XXI. Hubo en el mismo convento un Religioso de obediencia por nombre Fr. Landrino, tenido en santa opinión de los Hermanos, como hombre que practicaba toda virtud y aborrecía la ociosidad. Cuando padecía la enfermedad de que murió, velando una noche y dirigiendo su vista por la enfermería, vio clarísimamente a la Virgen Nuestra Señora que entraba acompañada de doncellas con todos los utensilios necesarios para un lavatorio. Y como se acercase a donde él estaba, preguntóla qué quería hacer, y contestó ella: "Vengo a lavar a los Hermanos de la infamia que han sufrido en tal ciudad". Era que un apóstata de la Orden, llevado de Satanás, había infamado a los Religiosos de palabra y con sesenta pares de cartas, con toda malignidad compuestas y distribuidas por toda la ciudad entre nuestros émulos, de tal suerte que ni en la ciudad ni por toda la diócesis podían los Hermanos respirar, saturados de aflicción y de miseria. Parecióle entonces al enfermo que la Bienaventurada Virgen, a quién veía, le lavaba a él y a todos los Hermanos. Y dijo el que esto me contó que desde aquel día había en gran manera cesado la infamia; aprisionado el mentiroso apóstata, confesó la falsedad y malignidad de cuanto había urdido.
XXII. En cierto pueblo de la diócesis de Metz una matrona honesta confesó dió a luz una criatura monstruosa que apenas tenía forma humana, a cuya vista se llenaron de pena las comadres y demás señoras nobles por compasión de la matrona. Advirtiendo ella que no se congratulaban, sino que murmuraban bajo, y suponiendo no próspero alumbramiento, les dijo: "Dadme pronto mi hijo como quiera que sea, porque loado debe ser Dios en lo adverso y en lo próspero". Y presentado que le fue, con lágrimas y recibiéndole ella: "Dormid", les dijo, "que estáis fatigadas, y dejadme descansar un momento". Durmiendo, pues, ellas, comenzó muy tiernamente a decir a la Bienaventurada María: "¡Oh, Señora mía!, ¿como has despreciado, siendo reina de la misericordia, las súplicas de esta miserable? ¿No te había rogado siempre que te dignaras favorecerme en el parto?". Y diciendo estas y otras cosas semejantes se quedó dormida, y en el sueño vio a la Bienaventurada Virgen que se aproximaba con dos Vírgenes, de las cuales una traía un cirio encendido y otra una píxide con ungüento. Tomó la Virgen aquella deforme criatura, conformó graciosamente sus miembros y la puso otra vez al lado de su madre, dejando además junto al niño un báculo pequeño encorvado por la parte superior. Despertando entonces la matrona henchida de gozo exclamó: "Gracias, Madre de misericordia, porque me has consolado". Levantáronse a esta voz las mujeres, vieron aquel niño tan bien formado y dieron a Dios alabanzas. Agradecida la madre le ofreció al Señor con intención de que fuese clérigo secular, y con grandísimo cuidado guardó el báculo; pero estando en París le atrajo a la Orden el Maestro Jordán, de santa memoria. Después de algún tiempo, enviado a la casa de Tréveris, visitó a sus padres, vestido de Religioso, los cuales le recibieron alegremente, y entonces por vez primera comprendió la madre el misterio del báculo que la Madre de Dios le había dado, cuando vio a su hijo con báculo en la mano, según la costumbre de la Orden. Y fue este Hermano un predicador graciosísimo, como ordenado y preparado a este fin desde niño por aquella que está llena de gracia.
XXIII. En el convento de Le Puy, Provenza, un Religioso llamado Fr. Pedro, que estaba a punto de morir, presentes los Hermanos y orando, comenzó a inclinar devotamente la cabeza y juntar las manos como saludando con suma piedad a alguien. Preguntándole los que estaban allí porque hacía aquello, respondió: "¿No veis a Nuestra Señora que tan amorosamente me ha visitado?", y diciendo esto, se durmió en el Señor.
XXIV. En el convento de Montpellier había un Hermano, por nombre Fr. León, el cual en una grave enfermedad, siendo visitado por otro Hermano a quien mucho amaba, le dijo: "He tenido esta noche una agradabilísima visión que sobremanera me ha llenado de consuelo; pues he visto a la gloriosísima Virgen Madre que venía a mí y me decía:
- "¿Quieres venir conmigo?"
- "¿Y quién sois vos, Señora?" , le pregunté.
- "Soy la Madre de Dios", contestó.
- "No creo, Señora, que vos seáis la Madre de Dios; pues siendo yo pecador vilísimo no merezco que tal Señora venga a mi tan pequeño".
Repitiendo ella su palabra y reiterando yo mi duda, porque miraba mi indignidad me dijo por fin:
- "No dudes, hijo mío, soy la Madre de Cristo"
- "Pues si así es" -repliqué- "quiero ir con vos".
Aquella misma tarde a la hora de vísperas murió el Hermano, y guiado de la Señora llegó al Señor.
XXV. Fr. Enrique Teutónico, varón religioso y veraz, de gran fama y gracia en la predicación, contó en el sermón general en París, que estando en la agonía cierto Hermano de gran pureza y muy devoto de Nuestra Señora, sintió en su corazón una alegría maravillosa que se reflejaba en la cara. Preguntándole Fr. Enrique la causa de tanta alegría cuando casi todos temen y tiemblan ante la muerte, respondió: "La costumbre que en la escuela tenía de encomendarme al Bienaventurado Nicolás y a la Bienaventurada Catalina después de los maitines de la Virgen, la conservé siempre en la Orden. Vi, pues, un día que me llevaba la Bienaventurada Catalina a un lugar hermosísimo y me decía: "Este es mi descanso por los siglos de los siglos". Y cuando estupefacto admiraba la belleza de aquel lugar, vino el Bienaventurado Nicolás y me llevo a otro más hermoso diciendo: "Este es mi descanso por los siglos de los siglos". Y cuando arrobado fuera de mí contemplaba tanta amenidad, vino la Bienaventurada Virgen y me llevó a otro más hermoso todavía, y me dijo: "Este es tu descanso por los siglos de los siglos". Reparando yo las delicias de aquel lugar, dije:
- "No merezco yo, Señora, este preclarísimo sitio"
- "No solo para ti"- contestó ella -"sino también para tus Hermanos los Predicadores, he preparado y alcanzado este sitio de mi Hijo"
- "Yo no soy, Señora, Predicador, sino de hábito"
- "Ven, te digo; éste es el lugar de los Frailes de tu Orden"
No extrañes, pues, prosiguió él diciendo a su compañero, que con gozo espere la muerte. Allá voy alegre y pronto, al lugar que con tanta dignación la Reina de los cielos me ha mostrado y por su misericordia preparado".
Conviene a esta revelación muy propiamente lo que en el Génesis, capitulo vigesimo cuarto, se lee: Ésta es aquella Rebeca, doncella hermosísima y de varón desconocida y graciosa sobremanera, es, a saber, la Virgen María, por cuya gracia, en la casa de Labán, esto es, Cristo que blanquea las almas, fue preparado lugar espacioso a Helieser, siervo de Abraham, esto es, a la Orden de Predicadores que el mismo Helieser significa, ya por razón del nombre que se interpreta auxilio de mi Señor, ya por razón del oficio, como siervo, según expone San Gregorio sobre aquel lugar de San Lucas, decimosexto: Y envió a su siervo, etc., significando por siervo de la Orden de Predicadores, como casi todas las Glosas entienden por este siervo el Predicador, o toman a los Predicadores. Verdaderamente pudo este moribundo decir con Jacob a la Bienaventurada Virgen que se le aparecía y le hablaba: Alegre moriré, porque he visto tu cara.
XXVI. Cuando a la muerte del señor Federico II y de su hijo Conrado pasó a Nápoles la Corte Romana, fue tanto lo que ciertos Prelados concitaron al Señor Papa, que entonces era, en perjuicio de los Hermanos y de la Orden, que dictó sentencia contra ellos en seis casos, si en lo sucesivo hiciesen lo antes acostumbraban hacer. No pudiendo los nuestros vencer la voluntad del Papa ni con súplicas, ni con razones ni de manera alguna, leídas ya las Letras en la audiencia y dada copia de ellas a los procuradores que deseaban tenerlas, viéronse los Hermanos que en la Curia estaban, y yo con ellos, en angustia inenarrable, desolación y dolor inexplicables. Había entre nosotros cierto Hermano de gran autoridad, el cual defendía siempre a la Orden en todas las cuestiones. Desesperanzado entonces y sin saber qué hacer, mientras estaba la Comunidad en el refectorio, recurrió al singular refugio de la gloriosa Virgen, y postrado ante su altar con muchas lágrimas y compunción de corazón, la rogó que socorriese a la Orden en angustia semejante. Dignóse María oírle y responderle: "En esta misma hora será libre". Y en efecto, a los pocos momentos vino a los Hermanos la noticia de que la Orden se había librado de tales peligros.
XXVII. Un Hermano antiguo de la Orden, varón religioso, de santa y honesta vida, mientras en el dormitorio decían los Hermanos los Maitines de Nuestra Señora, la vio él patentísimamente acompañada de dos Vírgenes llegarse a la puerta del dormitorio y decir: "Fuerte, fuerte, hombres fuertes", y desapareció. Vió esto y lo oyó tan claramente como oír y ver se puede la cosa más clara del mundo. Contóselo en secreto al Subprior, que Prior no había, rogándole que exhortase a los Hermanos a la devoción de la misma Señora Nuestra y a que con mayor solicitud, devoción y reverencia dijesen su oficio. Y así lo hizo el Subprior con gran celo.
XXVIII. Un novicio muy devoto de la Virgen y fervoroso para todas las cosas de nuestra sagrada Religión, orando una vez muy devotamente después de los maitines, en la misma oración quedóse durmiendo un leve sueño. Parecíale que detrás de él estaba una señora elegantísima, la cual acercándose le sostenía la espalda. Como él viese que era una mujer, sobrecogido de temor santo exclamó: "¡Dios mío!, ¿a esta hora mujeres aquí?". Ella con blanda y dulce voz le serenó manifestándole quien era y le invitó a rezar juntos las Horas a la Virgen. Obedeció él y comenzó primero diciendo: "Ave Maria, gratia plena, etc..." y ella respondía a cada cosa. Observaba el novicio que la señora decía su parte con tanta suavidad y devoción que de manera admirable le encendía en el mismo afecto, sobre todo cuando después de las Capítulas decía ella los Responsorios. Habiendo, pues, llegado por su orden a Nona y dicho la Capítula, con tal dulzura recitó la Señora aquellas palabras: Elegit eam Deus (la eligió Dios), que el espíritu del novicio quedó en divino arrobo. Y desapareció la visión, dejando en el alma del joven una alegría que, sin poder ocultarla, se reflejaba en el rostro, hasta el extremo de no dejarle servir como acólito a la Misa. Reprendíale su compañero, que por él hizo de acólito; y por fin, extrañando un tan desacostumbrado júbilo contrario a su temperamento, le rogó muy repetidas veces que le manifestase la causa, como en efecto se la manifestó a condición de que a nadie lo descubriese. Le duró por largo tiempo aquel júbilo del alma y de la cara.
Por estos ejemplos claramente parece cuánto y cuán especial cuidado tiene la Bienaventurada Virgen de los Hermanos de esta Orden cuando predican, cuando viajan, cuando trabajan, cuando duermen, cuando se angustian, cuando comen, cuando oran, cuando son perseguidos, cuando son difamados, cuando enferman, cuando mueren.
(1) El Beato Alberto Magno, llamado asombro de su siglo, Obispo de Ratisbona, cuyo culto público tributado desde tiempo inmemorial por sus heróicas virtudes y milagros, confirmaron los Papas Gregorio XV y Clemente X.
2- Véase a Reinaldo al año 1241
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
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