lunes, 21 de junio de 2021

SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA

¿Qué hay de cierto o confiable en las "semillas de la palabra" que la iglesia postconciliar nos ofrece como válidas y aceptables?

Por Maria Guarini

El pensamiento postiluminista, que lamentablemente también tuvo su influencia dentro de la Iglesia como consecuencia del abandono del principio aristotélico de no contradicción, llevó a afirmar que las diferentes religiones son complementarias entre sí: cada una contendría las “semillas de verdad”, que los Padres - como λόγοι σπερματικοί / Semina Verbi - atribuyeron a las filosofías, incluso si la expresión fue acuñada por Justino. [1]

Según los Padres de los primeros siglos, incluido San Agustín, la semina Verbi no fecunda las religiones paganas, a las que se reservan juicios muy severos, sino la filosofía griega y la sabiduría de los poetas y las sibilas.

En cambio, a partir del Vaticano II:
“Fuera de los confines de la Iglesia visible, y concretamente en las diversas religiones, se pueden encontrar “semillas de la Palabra”; la razón se combina a menudo con la luz que ilumina a todo hombre y con la de la preparación evangélica (Ad gentes, n° 11 y 15; Lumen gentium, n° 16-17; Nostra aetate, n° 2; Juan Pablo II, Redemptoris missio, n° 56).
La teología de las semillas de la Palabra comienza con San Justino. Frente al politeísmo del mundo griego, Justino ve la filosofía como una aliada del cristianismo, porque ha seguido la razón; pero ahora esta razón se encuentra en su totalidad sólo en Jesucristo, el 'Logos' en persona. Solo los cristianos lo conocen en su integridad. Sin embargo, toda la raza humana participa de este 'Logos'; por tanto, siempre ha habido quienes vivieron en conformidad con el 'Logos', y en este sentido ha habido 'cristianos' [2], aunque sólo tenían un conocimiento parcial del 'Logos' seminal. Hay una gran diferencia entre la semilla de una cosa y la cosa misma; pero en todo caso la presencia parcial y seminal del 'Logos' es un don y una gracia de Dios. El 'Logos' es el sembrador de estas "semillas de la verdad" ” [3].
En su versión moderna, por lo tanto, la fórmula se aplica precisamente a las religiones no cristianas, de acuerdo con dos significados. El primero es también el del Concilio Vaticano II, en cuyos documentos las 'semina Verbi' son la presencia misteriosa de Cristo Salvador en todas las religiones, ya que pueden tener "algo verdadero y santo" y, por tanto, también salvador, pero siempre por Cristo, de formas que sólo él conoce. El segundo aparece en algunas corrientes teológicas de la segunda mitad del siglo XX, según las cuales las religiones no cristianas tendrían una capacidad salvífica no mediada pero propia, pues expresarían múltiples experiencias de lo divino, independientes y complementarias, y Cristo, más que el único Camino necesario, sería el símbolo de esta multiplicidad de experiencias y caminos del intelecto y del espíritu.

La propuesta mencionada en el punto 1 de la Declaración Conciliar sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae: “... la verdad sólo se impone por la fuerza de la verdad misma, que se difunde en las mentes con suavidad y al mismo tiempo con vigor” es falsa en relación con la verdad del catolicismo. De hecho, las verdades contenidas en la revelación apostólica, de origen divino, guardadas en el Depositum fidei, van más allá de nuestro intelecto que las acoge y las comprende sólo con la ayuda de la gracia santificante; mientras que la Fe, además de ser una adhesión del intelecto y del corazón, es también un don misterioso de la gracia. Entre otras cosas, dar por hecho la difusión de la verdad "por sí misma", sin un anuncio (εὐαγγέλιον - evangelio) que la transmita de un testigo que la acogió y la vive, significa no tener en cuenta las consecuencias del pecado original que ha herido y debilitado la inteligencia dejándolas sujetas al error. Es la gracia, de la cual el testigo es el portador, tejida y reverberando por sus palabras y acciones, la que obra. Si perdemos esta conciencia, estamos fuera de pista.

Notamos cuánto todo este 'nuevo sentido doctrinal' ha influido e influye en la práctica pastoral, la misión, el perfil público de la Iglesia.

De hecho, se deduce, como consecuencia, que la revelación apostólica guardada en la Iglesia católica no tendría la plenitud de la Verdad. Entonces uno cae en el engaño de creer que las verdades parciales pueden ser la puerta de entrada a la verdad total. En cambio, “en una doctrina globalmente falsa, la verdad no es el alma de la doctrina, sino esclava del error” [4]. No se puede ignorar que los fragmentos de verdad presentes en otras religiones y confesiones cristianas juegan un papel parcial incompleto, mientras que los errores en los que se ven forzados, los distorsionan y falsifican su verdadero significado. Piense en la exclusión del dogma de la Trinidad por parte del judaísmo y el Islam.
“Podemos hacer (...) de la libertad religiosa un argumento ad hominem contra aquellos que, mientras proclaman la libertad de religión, persiguen a la Iglesia (estados laicos y socialistas), u obstaculizan su culto, directa o indirectamente (comunistas, islámicos, etc.). Este argumento ad hominem es correcto y la Iglesia no lo rechaza, utilizándolo para defender eficazmente su derecho a la libertad. Pero de ello no se sigue que la libertad religiosa, considerada en sí misma, sea sostenible en principio para los católicos, porque es intrínsecamente absurdo e impío que la verdad y el error tengan los mismos derechos” [5].
Así, en cambio, el Concilio:
“Lo que este Concilio Vaticano declara sobre el derecho de los seres humanos a la libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad de la persona, cuyas necesidades la razón humana ha llegado a conocer cada vez más claramente a través de la experiencia de los siglos” [6].
Y de nuevo “Este sínodo vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben ser inmunes a la coacción por parte de los individuos, de los grupos sociales y de cualquier poder humano, para que en materia religiosa nadie sea obligado a actuar en contra de su conciencia ni se le impida, dentro de los debidos límites, actuar de acuerdo con su conciencia, privada o públicamente, individualmente o en sociedad.
También declara que el derecho a la libertad religiosa tiene su fundamento en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce tanto por la palabra revelada de Dios como por la razón misma.
Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el orden jurídico de la sociedad y convertirse en un derecho civil” [7].
La primera cita es incompleta, porque parece convertir la “dignidad de la persona” en un absoluto, siendo en cambio la dignidad a su vez basada en el hecho de que la persona está ordenada a su Creador. Si bien en el Proemio el DH declara que “el sagrado Concilio profesa que Dios mismo ha dado a conocer a los hombres el camino por el cual los hombres, sirviéndole, pueden encontrar la salvación en Cristo y alcanzar la bienaventuranza”, posteriormente se aparta de él. Cuando se establece un principio, debe formularse con claridad, destacando y explicando sus aspectos más importantes. En los puntos mencionados, sin embargo, parece faltar lo mejor, que al final es lo que con el tiempo, si volvemos sobre los últimos 50 años, primero se diluyó y luego se superó.

Además, la libertad religiosa no queda anclada al sujeto y a la conciencia individual, sino que involucra a la Iglesia, precisamente porque a su vez el fundamento de la dignidad humana reside en el hecho de que el hombre está orientado hacia Dios mientras que la conciencia está ligada a la relación con la revelación, como a la misma razón. Y sólo si la Iglesia obtiene por derecho la condición estable para la independencia necesaria para el cumplimiento de su misión divina (DH n° 13), se concreta la posibilidad de hablar libremente del misterio de Cristo y de anunciar al Señor con franqueza y firmeza como “A quien Dios envió para la salvación de todos”. Sólo así los no cristianos podrán convertirse libremente al Señor y creer; lo que implica el derecho social de la Iglesia a no ser obstaculizada por el Estado en el desempeño de su misión, obteniendo de ella el reconocimiento de su autonomía nativa sin la cual no podría llevarla a cabo. Tal como están las cosas, este derecho social no concierne solo a la Iglesia, sino a la presencia de todas las demás religiones. La Declaración Conciliar no da una respuesta directa a las preguntas que surgen de ella. De hecho, parece que nos encontramos ante un Magisterio duplicado [8].

La consecuencia última parecería ser la absolutización de una ley natural que, de hecho, equiparando absolutamente todas las religiones, contradice implícitamente el dogma de la Revelación de Cristo, de la que la Iglesia es guardiana y transmisora, única verdadera por su origen indiscutiblemente Divino.

Las palabras 
de León XIII en Immortale Dei son proféticas.
“Queda en silencio el dominio divino, como si Dios no existiese o no se preocupase del género humano, o como si los hombres, ya aislados, ya asociados, no debiesen nada a Dios, o como si fuera posible imaginar un poder político cuyo principio, fuerza y autoridad toda para gobernar no se apoyaran en Dios mismo. De este modo, como es evidente, el Estado no es otra cosa que la multitud dueña y gobernadora de sí misma. Y como se afirma que el pueblo es en sí mismo fuente de todo derecho y de toda seguridad, se sigue lógicamente que el Estado no se juzgará obligado ante Dios por ningún deber; no profesará públicamente religión alguna, ni deberá buscar entre tantas religiones la única verdadera, ni elegirá una de ellas ni la favorecerá principalmente, sino que concederá igualdad de derechos a todas las religiones, con tal que la disciplina del Estado no quede por ellas perjudicada. Se sigue también de estos principios que en materia religiosa todo queda al arbitrio de los particulares y que es lícito a cada individuo seguir la religión que prefiera o rechazarlas todas si ninguna le agrada. De aquí nace una libertad ilimitada […]”.
La misma encíclica expresa con gran claridad la no coacción respecto a la Fe, pero al mismo tiempo afirma la función y responsabilidad de la Iglesia:
“Es, por otra parte, costumbre de la Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como observa acertadamente San Agustín, “el hombre no puede creer más que de buena voluntad”. Por la misma razón, la Iglesia no puede aprobar una libertad que lleva al desprecio de las leyes santísimas de Dios y a la negación de la obediencia debida a la autoridad legítima. Esta libertad, más que libertad, es licencia. Y con razón la denomina San Agustín 'libertad de perdición' y el apóstol San Pedro 'velo de malicia' (1P 2, 16); Más aún: esa libertad, siendo como es contraria a la razón, constituye una verdadera esclavitud, pues el que obra el pecado, esclavo es del pecado (Jn 8, 34). Por el contrario, es libertad auténtica y deseable aquella que en la esfera de la vida privada no permite el sometimiento del hombre a la tiranía abominable de los errores y de las malas pasiones...”
La visión de la Iglesia, sin embargo, ha cambiado radicalmente si Juan Pablo II puede expresar satisfacción por “un creciente interés en salvaguardar los derechos humanos y las libertades fundamentales” [9] y por el hecho de que “se tuvo muy en cuenta el respeto de la libertad de conciencia y religión”. Si bien no deja de expresar su reconocimiento por “los renovados esfuerzos que se están realizando para dotar de mayor fuerza al actual régimen jurídico” [10], afirma que “los derechos humanos, más que las normas legales, son ante todo valores” que “deben ser preservados y cultivados en la sociedad, de lo contrario corren el riesgo de desaparecer incluso de los textos legales” [11] colocando así la libertad religiosa en la categoría de los ‘derechos humanos’, aunque en otro lugar se diga que es un derecho que, estando “en la raíz de todos los demás derechos y de todas las demás libertades” [12] constituye, al mismo tiempo, “fuente y síntesis” y, por tanto, puede considerarse “uno de los pilares que sustentan el edificio de los derechos humanos” o, más precisamente, su “piedra angular” [13]. En conjunto, lo que Amerio define como discurso anfibológico (ambiguo).
Es un análisis racionalista con consideraciones político-subjetivistas, y ni siquiera se nombra a Cristo-Verdad. ¡Y prácticamente el derecho del hombre a equivocarse se afirma con acentos altisonantes, mientras que se ignora el de Dios que llama a la Verdad, el Único, el del Señor encarnado que murió y resucitó por nuestra Salvación! En junio de 1989, el mismo Pontífice pudo expresarse en estos términos en Helsinki, refiriéndose a la Ley “firmada por todos los Estados de Europa junto con Canadá y Estados Unidos, [que] debe ser considerada como uno de los instrumentos más significativos de el diálogo internacional” [14]
“La libertad religiosa se ha convertido en un tema común en el contexto de los asuntos internacionales. El problema se ha convertido en parte de la cultura de nuestro tiempo, ya que nuestros contemporáneos han aprendido mucho de los excesos del pasado reciente y han entendido que creer en Dios, practicar la religión y unirse a los demás para expresar la fe, es una expresión especial de esa libertad de pensamiento y expresión que no se origina en una concesión del Estado sino en la dignidad de la persona humana [...] La idea de que la religión es una forma de alienación ya no está de moda porque, afortunadamente, los líderes de las naciones y los propios pueblos han entendido que los creyentes son un factor poderoso a favor del bien común. El odio y el fanatismo no encuentran justificación entre los que llaman a Dios "Padre nuestro". En efecto, ¿quién podría negar que el mandamiento de la caridad, el perdón y el cuidado de los abandonados -todo esto está en el corazón del mensaje de muchas familias espirituales- constituye un patrimonio incalculable para la sociedad? En cualquier caso, estos son algunos de los valores que los cristianos deben ofrecer como su contribución específica a la vida pública e internacional. Además, precisamente por el hecho de que provienen de todas las clases sociales, de todas las culturas y naciones, los miembros de las denominaciones religiosas constituyen una fuerza eficaz de opinión y cooperación entre los pueblos”. 

El discurso se vuelve complejo porque, si bien en algunos puntos -sobre todo al invitar al redescubrimiento de las raíces de Europa y como se desprende de las últimas palabras anteriores- la referencia al cristianismo (más que al catolicismo) es evidente, la primera parte del discurso y también otros pasajes se refieren, poniéndolos al mismo nivel, a creyentes de todas las religiones. Como si en realidad las religiones no contemplaran diferentes visiones de Dios y, por tanto, del mundo y de los demás y, por tanto, no revirtieran historias diferentes, a menudo irreconciliables entre sí. Como si llamar a Dios “Padre nuestro” con todo lo que sigue, sobre todo por la obra redentora del Verbo Encarnado que introduce al creyente en la indecible relación intratrinitaria, no marcara la diferencia y no escribiera, en el mundo, la historia que corresponde al proyecto de Dios para la humanidad!

Básicamente, DH se conoce como un documento filosófico-político, enseñado sin embargo, como una doctrina (¡sin definirla!)

En efecto, la declaración Dignitatis Humanae parece haber llevado a cabo la transferencia del tema de la libertad religiosa de la noción de verdad a la de los derechos de la persona. Si el error no tiene derechos, una persona tiene derechos incluso cuando comete un error. Es un derecho con respecto a los demás, a la comunidad y al estado. ¿Pero ante Dios?

* * *

Tomo como punto de partida para nuevas reflexiones un interesante y articulado ensayo de Martin Rhonheimer (en italiano aquí), profesor de Ética y Filosofía Política en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en Roma, que ha surgido en debates recientes [15]. Pone en marcha elementos ineludibles para un análisis correcto y profundo del tema.

El examen de Rhonheimer parte del supuesto de que, en su discurso del 22 de diciembre de 2005 (en italiano aquí), “el Papa Benedicto XVI de ninguna manera ha opuesto la hermenéutica errónea de la discontinuidad a una hermenéutica de la continuidad”. Más bien, explicó que “la hermenéutica de la discontinuidad se opone a la hermenéutica de la reforma” que consiste, explica el Papa, “en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles”.

El discurso parte del reconocimiento de algunos cambios semánticos de expresiones como la “libertad de conciencia” unida a los cambios radicales que se han producido en el orden geopolítico y jurídico, como consecuencia de la afirmación de los estados constitucionales con la desaparición del “Estado católico” como brazo secular de la Iglesia y sobre todo, con el fin del poder temporal y la consiguiente anulación de la autoridad del Derecho Canónico en las legislaciones nacionales”. Los escenarios cambian radicalmente y se argumenta que los principios no cambian sino que solo cambian las situaciones contingentes que conducen a la 'reforma': el término 'reforma', o más bien 'hermenéutica de la reforma', para connotar algunos elementos de 'discontinuidad innegable', se enfatiza explícitamente en el propio discurso.

El problema surge cuando, en medio de los acontecimientos históricos y los cambios que desencadenan en la sociedad, la Iglesia, en lugar de seguir las pistas que la mantienen firme en la verdad, cambia de rumbo, dejándose penetrar por la lógica mundana. Y luego es necesario verificar si el condicionamiento teológico e histórico, realmente se puede distinguir de los principios que no pueden ser despreciados y si “la doctrina del Vaticano II sobre la libertad religiosa no implica una reorientación del dogma, sino una reorientación de la doctrina social de la Iglesia y, más precisamente, una corrección de su doctrina sobre la función y deberes del Estado”.

El problema también es que esta supuesta reforma en la continuidad viene a escindir el testimonio de los mártires por un reclamo de libertad -según las afirmaciones de Rhonheimer que retoma el citado discurso de 2005- con el pretexto de que entonces no existía el mismo concepto de libertad de conciencia. “Es precisamente en relación a esta enseñanza de los papas del siglo XIX donde se encuentra el punto de discontinuidad, aunque al mismo tiempo se manifiesta una continuidad más profunda y esencial, como explica Benedicto XVI en su discurso: ‘El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo con el decreto de libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, ha retomado el patrimonio más profundo de la Iglesia’.
Este principio esencial del Estado moderno y al mismo tiempo el redescubrimiento de esta herencia profunda de la Iglesia constituyen, según Benedicto XVI, el claro rechazo de una religión de Estado: ‘Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en ese Dios que se reveló en Jesucristo, y precisamente así también murieron por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la fe’ ” [16].

Es una afirmación sorprendente porque el testimonio de los mártires no es otra cosa que la confesión de su fe en Cristo Señor por la que dieron la vida. Siguieron y no negaron a una Persona, no a un ideal libertario de lo cual uno puede arriesgarse a hacer un absoluto. Solo Dios es absoluto. Y es Cristo-Dios lo que los mártires cristianos han atestiguado con su vida, no su libertad de religión... Además, esta inversión del frente parece extremadamente peligrosa, lo que lleva a interpretar los hechos del pasado con las categorías de hoy. No me gustaría que fuera un efecto de la "tradición viva en sentido historicista", centrada en el presente y sus contingencias y que no sólo va más allá del pasado sin tener en cuenta la frase eodem sensu eademque; pero en lugar de interpretar el presente a la luz del dogma revelado, reinterpreta también el Magisterio perenne a la luz de lo pasajero y traslada su contingencia al Dogma, vaciándolo de toda su vitalidad fecunda que es la misma en todos los siglos.

Además, la exclusión 
afirmada de las reorientaciones del dogma ya no parece tan clara e irrefutable al tener que señalar, por ejemplo, que después de Asís, el Vaticano II se ha convertido -prácticamente, si no teóricamente, como resultado de la habitual 'pastoral'- en la puerta abierta a toda manifestación de religiosidad, aunque sea irreductiblemente distante de la religión revelada y del patrimonio de sus verdades.

Como dice el obispo Gherardini: “es como si el programa que san Pío X había recibido de los paulinos ‘para establecer la omnia en Christo’, se hubiera invertido irreductiblemente en ‘establecer la omnia in homine’ tanto del Concilio Ecuménico Vaticano II como del período posconciliar”. Consecuencia del hecho de que el Concilio ha llegado a ser reconocido como un 'unicum' intocable -sin hacer las distinciones necesarias por los diferentes niveles cualitativos y consecuentemente autoritativos de sus documentos- como síntesis omnipresente y expresión más pura de toda la Tradición, y por lo tanto “quizás sin intenciones perversas y quizás incluso con recta intención, la tarea de desensillar a Cristo del trono de su realidad sobrenatural para bajarlo al nivel de lo natural: hombre como todos, para todos, con todos”, haciendo efectivamente que la Iglesia pague una hipoteca de la Ilustración [17].

La reorientación de la doctrina social es ciertamente una consecuencia de la reorientación de la doctrina tout-court.
La doctrina social, basada en la verdad, tiende a evolucionar con respecto a nuevas situaciones históricas: una sociedad industrial requiere la adecuación de un “programa” de intervención y de indicaciones alguna vez pensadas para una sociedad campesina; pero su “oriente” no cambia. Los fenómenos y problemas s
e estudian, e incluyen en la doctrina inmutable.

Así, la multiplicación de pseudo-religiones en un estado secular no puede cambiar la doctrina: la tolerancia no puede convertirse en ley. Tampoco pueden fallar los deberes del Estado para la Iglesia. Si ya no hay estados católicos, la Iglesia solo puede tomar nota de esto, pero esto no significa que pueda renunciar a su doctrina sobre la materia en principio y acción. De lo contrario, la Iglesia no tendría que luchar contra las leyes anticristianas.

Volviendo al ensayo de Rhonheimer, todavía no es posible entender en qué verdad se basa hoy la Doctrina Social de la Iglesia, si se puede leer: “En su discurso de 2005, Benedicto XVI defiende la primera fase, la ‘liberal’ de la Revolución Francesa, que también distingue así de la segunda fase, jacobina, plebiscitaria y radical-democrática, que desembocó en el Terror de la Guillotina”. ¿Es esto lo que nos hace decir que la Iglesia ha pagado una hipoteca de la Ilustración?

Benedicto XVI habla de ello en varios puntos. Pero aquí es muy explícito:
“Es claro que en todos estos sectores, que juntos forman un solo problema, podría surgir alguna forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, se había manifestado efectivamente una discontinuidad, en la que, sin embargo, habiendo hecho las diferentes distinciones entre situaciones históricas concretas y sus necesidades, no se abandonó la continuidad en los principios, hecho que escapa fácilmente a la primera percepción. Es precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad a diferentes niveles donde consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.
El enunciado “no se abandonó la continuidad de los principios” es un enunciado genérico que no se sustenta en el análisis y consecuentes síntesis definitorias de los principios no afectados por las novedades, que, por otra parte, se erosionan en este (libertad religiosa) como en muchos otros casos (por ejemplo, Gaudium et spes, en el capítulo IV - 9 sobre el giro antropocéntrico).

* * *

La teología es estudio, investigación, esclarecimiento, profundización, desarrollo; pero luego sus resultados deben ser autenticados, confirmados en términos definitivos por el trono supremo, antes de convertirse en doctrina, que pertenece al carisma magisterial.
Y, de hecho, muchas aplicaciones del Concilio, que los Papas han querido definir como no dogmáticas sino "pastorales", los teólogos las han aplicado directamente en el sentido de que se han asumido sus posiciones teológicas.

Este es un 
grave vulnus, ya que los teólogos tienen el llamado carisma doctoral, mientras que el magisterial pertenece a los obispos y al Papa, y este último también pertenece al gobierno. No sé si es excesivo hablar de carismas porque se trata, me parece, de una cuestión de munera sacada del Derecho Canónico, es decir, oficios, deberes (en la antigüedad el término connotaba el ejercicio de los poderes públicos).

Pero cómo hablar de munera (aunque el triple munus sacerdotale ciertamente no está abolido) en una Iglesia en la que el orden jerárquico ha sido subvertido por la llamada "comunión", como si se tratara de un descubrimiento de Pablo VI. De hecho, fue él quien habló de ello extensamente y hasta bastante ahumado en varias alocuciones y el principio ha entrado en el concilio y en todos los manuales de teología más recientes.

Es como si la comunión nunca hubiera existido antes del Concilio, que es prerrogativa de la Iglesia que reúne a aquellos entre los que el Señor mismo la crea, por el hecho de que viven en Él y participan en el mismo Altar. Es como si sólo se viera el aspecto jurídico de la "Jerarquía", que también refleja un orden superior, y como si esto impidiera la comunión, incluso si el mismo Pablo VI habla de "comunión jerárquica", asumida en Lumen gentium para vincular el del ministerio episcopal a la comunión con el Papa y el colegio episcopal.

Hoy, cuando se habla tanto de una supuesta comunión redescubierta, paradójicamente sucede que son muchos los cristianos que, en lugar de compartir un mismo Altar, comparten diferentes 'mesas' (solo piensa en el rito del Camino Neocatecumenal, por ejemplo) . ¡Y las divisiones e incluso la anomia de facto, si no de jure, reinan supremas, especialmente en el campo litúrgico, fuente y cumbre de la fe, así como lex orandi lex credendi, con todo el significado y profundidad de estas expresiones!

Surge espontáneamente una diferencia entre el Pentecostés del que nació la Iglesia y el llamado "nuevo Pentecostés" que no parece haber producido el Concilio tanto como lo ha producido.
No podemos dejar de notar que el Pentecostés original se da a posteriori, como efecto de la irrupción del Espíritu Santo enviado por el Señor Resucitado para constituir Su Iglesia, mientras que el llamado “nuevo Pentecostés” se declara “a priori” basado en las expectativas y 'sensaciones' y enfatizando las emociones de quienes lo proclamaron, de hecho producido como resultado de las innovaciones introducidas por una construcción humana (el concilio) asumiendo que todos sus participantes, especialmente los innovadores que han dado el nuevo rumbo, ejercieron en plenitud la gracia de Estado.
¿Y si en cambio hubieran resistido por todos los medios la imposición de sus propias direcciones y orientaciones que han llamado “nueva percepción que la Iglesia tiene de sí misma”? Ahora estamos viendo que esta nueva percepción, cada vez más cierta, parece llevarnos a un “otro lugar” lleno de incógnitas y tinieblas.

Este pastoralismo, que es en definitiva reforma, innovación y no renovación, se consolida cada vez más, ensanchando inexorablemente el paréntesis generacional, pero sobre todo sustancial con el pasado que equivale a decir “Tradición”. Mientras que, en la Iglesia, el pasado no puede dejar de fluir hacia el presente para ser transportado al futuro, por el contrario, realmente tenemos que determinar su mutación genética... hoy me parece que muchas personas malinterpretan el sentido de la Tradición, confundiéndola con la tradición conciliar, dado que el concilio ha sido definido como la síntesis que abarca todo y la expresión más pura de toda la Tradición. Creo que el engaño está aquí. También porque una definición no es suficiente, cuando hay muchas demostraciones, incluso autorizadas, en sentido contrario.

Cuando nos referimos a San Pío X, a León XIII, etc., se objeta que los escenarios han cambiado, que el concepto mismo de “libertad de conciencia” no puede entenderse como ellos lo pretendían. Sin embargo, se han producido muchos cambios de época a lo largo de los siglos. Quizás hoy, el más grande esté determinado por la pérdida del poder temporal por parte de la Iglesia y por la propagación de un secularismo, incluso de "secularismo", que eliminó al Estado como brazo secular de la Iglesia. Pero hasta ahora ningún cambio había determinado condicionamientos teológicos e históricos como para socavar los principios, como parece haber sucedido.

El mismo Rhonheimer, citado anteriormente, reconoce acertadamente que Pío IX condenó la libertad religiosa porque esto, que conducía al indiferentismo, era irreconciliable con el concepto de Verdad Revelada. Posteriormente, sin embargo, afirma que la “libertad religiosa” objeto de esa condena no era otra cosa que “el derecho civil a la libertad de culto”. Por lo tanto, si el plan de estudios condenó únicamente la “libertad de culto” considerada un “derecho civil”, en este caso, la “ley natural” como tal, no se ve afectada en absoluto por la discontinuidad que aquí surgiría. La contradicción se refiere a la aplicación “jurídico-política” del derecho natural “en situaciones y ante problemas concretos”. ¿Pero de esto es posible inferir que las condenas preconciliares pierden su peso dogmático para caducar en conflictos “en la aplicación jurídico-política” del “derecho natural” a la libertad de conciencia, en su vertiente de libertad de culto?

La parte más desafiante de las reflexiones que ciertamente no dejarán de entusiasmar aún más a los estudiosos en este sentido, será seguir las afirmaciones del ensayista que con su autoridad ha llevado a la identificación de algunos paradigmas nuevos, que se van a verificar a partir de los documentos originales de los Papas citados por él, los términos de las llamadas variaciones semánticas y, si es posible, la correspondencia efectiva de los principios, que en otros aspectos del clima posconciliar ya aparece estar cuestionada por ciertas consecuencias pragmáticas destacadas (por ejemplo, el evento de Asís y lo que significa; el principio de “inclusividad” que no declara ni expulsa el error, etc.).
“La doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no radica en la tolerancia de creencias erróneas, por sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica ante el error en el que vemos caer a nuestros hermanos... Si Jesús fue bueno con los descarriados y pecadores, no respetó sus convicciones erróneas, por sinceras que parecieran: amó a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos” [18]. 
Concluyo examinando la afirmación de Tertio millennio Adveniente § 6, p. 10: “El Verbo Encarnado es, por lo tanto, la realización del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad”, que despierta perplejidad. De hecho, el “anhelo” está presente solo en el Antiguo Testamento, que es preparación para el Nuevo. Lo que significa que no se encuentra en ninguna tradición religiosa de ningún otro pueblo. Dios concluyó su alianza solo con el pueblo judío, en la fe de Abraham, en vista de su perfección concluida en Cristo: “Ninguna nación en el mundo tiene la divinidad tan cerca de sí misma, como el Señor nuestro Dios está cerca de nosotros” (Deuteronomio 4, 7). El Nuevo Testamento no es el cumplimiento de todos los sentidos religiosos, sino el cumplimiento de lo preparado y configurado exclusivamente entre el pueblo de Dios.
Cabe señalar que la proposición “Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo”, retoma e introduce la afirmación análoga del documento Communionis notio, La Iglesia como Comunión, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 28 de mayo de 1992:
“La comunidad eclesial es visible e invisible. En su realidad invisible es la comunidad de todo hombre con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo y con los hombres en común participación en la naturaleza divina”
Recordemos que la Iglesia es Sacramento de Salvación para todo el género humano, pero no lo abraza todo automáticamente, como parece inferirse de toda la Carta Apostólica y del nuevo concepto de “libertad de religión”.
De hecho, se crea confusión entre el orden natural, que es cierto en todas las religiones del mundo, y el orden sobrenatural, el de la Gracia, que solo es cierto en el cristianismo. La gracia es el elemento sobrenatural que marca la diferencia y que pertenece exclusivamente a nuestra fe, debido a la presencia y obra de Cristo el Señor. La gracia es, ante todo, la discriminación: está el pueblo elegido, el Hombre-Dios y la palabra del Señor; y todas estas cosas no son automáticamente coextensivas con el mundo que permanece fuera de él hasta que acepta el Anuncio y el Señor como único Salvador, centro y fin del Anuncio mismo.

El gran esfuerzo de hoy, que ha convergido en el Concilio y que se fundamenta en él (Constituciones Lumen Gentium y Gaudium et Spes; Decreto Unitatis Redintegratio), de la que la Carta Apostólica citada es también una expresión, es ampliar los límites de la religión católica para atraer a los que están fuera. Y esto no por su necesario movimiento centrípeto, sino porque la Iglesia ha movido sus límites. De aquí se deriva la identidad sustancial entre la humanidad y el pueblo de Dios, la historia mundana y la historia de la salvación, la naturaleza y la gracia sobrenatural. En contraste con la elección más misteriosa de Dios atestiguada por toda la Sagrada Escritura y por la Tradición anterior.
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1. «Todo lo que los filósofos y legisladores enunciaron acertadamente y poco a poco encontraron en ellos es fruto de la investigación y la especulación, gracias a una parte del Logos. Pero como no conocían el Logos en su totalidad, que es Cristo, a menudo también se contradecían a sí mismos” (Seconda apologia, X, 2-3).
Incluso Justino, más que las otras religiones, valora la investigación filosófica y moral del hombre. Percibe que el esfuerzo por comprender el bien y la verdad inherentes al hombre tiene que ver con Dios y con su Logos, aunque de forma incompleta e incluso contradictoria: "Cada uno, en efecto, percibiendo parcialmente lo congénito del Logos divino disperso por todas partes, formuló teorías correctas; sin embargo, contradiciéndose en argumentos de mayor importancia, demuestran que han poseído una ciencia insegura y un conocimiento irrefutable. Por tanto, el bien expresado por alguien nos pertenece a los cristianos. De hecho adoramos y amamos, según Dios, el Logos que no es engendrado e inefable por Dios, ya que se hizo hombre por nosotros para que, habiéndose convertido en partícipe de nuestras dolencias, también pudiera curarlas. Todos los escritores, a través de la semilla innata del Logos, podían ver vagamente la realidad. Pero una cosa es una semilla y una imitación concedida en la medida de lo posible, otra es la cosa en sí, de la que, por su gracia, hay participación e imitación” (Seconda apologia, XIII, 3-5).
En la primera apologia, había derivado la dependencia de Platón y Sócrates del Logos también del hecho de que, según él, habrían leído el Pentateuco y, por tanto, habrían aprendido de Moisés las buenas enseñanzas que se encuentran en sus escritos: “Cuando Platón dijo: 'La culpa es del que elige, Dios no es responsable”, tomó el concepto de Moisés, ya que Moisés es incluso mayor que todos los escritores griegos. Todas las teorías formuladas por filósofos y poetas sobre la inmortalidad del alma, o sobre los castigos después de la muerte, o sobre la contemplación de las cosas celestiales, o sobre doctrinas similares, las han sabido comprender y exponer a partir de los Profetas. Por esta razón, parece haber semillas de verdad entre todos ellos. Sin embargo, se les puede acusar de no haber entendido correctamente cuando se contradicen” (Prima apologia, XLIV, 8-9).

2. Al usar este término, en contexto, podríamos ver un eco del "cristianismo anónimo" de Rahner.

3. Comisión Teológica Internacional, Cristianismo y Religiones, 1996, n. 43.

4. “In doctrina simpliciter falsa, veritas non est ut anima doctrinæ, sed serva erroris”: R. Garrigou Lagrange oP, De Revelatione, Gabalda, París, 1921, II, p. 436.

5. R. Garrigou Lagrange oP

6. Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, n. 9.

7. Dignitatis humanae, n. 2 § 1.

8. Brunero Gherardini, Vaticano II. Un discurso para pronunciar, Casa Mariana Editrice, 2009.

9. 1 de septiembre de 1980, Mensaje dirigido a las autoridades signatarias, en Helsinki, del Acta Final de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa.
11. Al Cuerpo Diplomático de la Santa Sede el 9 de enero de 1989, n. 5

12. A los participantes en el IX Coloquio Canónico Romanista Internacional organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 11 de diciembre de 1993

14. 5 de junio de 1989, Helsinki, Discurso a los miembros de la Sociedad Paavisikivi

15. Martin Rhonheimer, La hermenéutica de la reforma y la libertad de religión “Nova et Veter a”, 85, 4, octubre-diciembre de 2010, 341-363.

16. Martin Rhonheimer, art. cit.

17. Brunero Gherardini, Concilio Vaticano II. El discurso perdido , Lindau 2001, p. 102.

18. Pío X, Notre charge apostolique , 25 de agosto de 1910.


El texto fue tomado del libro: Maria Guarini, La Iglesia y su continuidad. Hermenéutica y demanda dogmática después del Vaticano II , Ed. DEUI, Rieti 2012. Índice disponible aquí .






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